La holandesa (5)

no solo era fuerte, era astuta.

Don Cornelio y la bella Dorita fueron encontrados ese mismo día, cerca del río, por una pareja de la guardia civil. Estaban durmiendo juntos, en un colchón hinchable, semidesnudos bajo un par de mantas, con la ropa que en aquel momento no llevaban puesta limpia, colocada a la cabecera, envuelta en un plástico para que no se mojara; estaban durmiendo abrazados en una actitud inequívoca: sin ninguna duda habían estado haciendo el amor.

Yo no quise enterarme de los detalles, pero fueron la comidilla del barrio; todas las mujeres se compadecieron de Ana, aprovecharon la ocasión para hablar mal de los hombres, como si necesitaran excusas; solo mi madre no se quedó convencida con lo que oyó, había algo que no funcionaba; mi madre era muy observadora y se había fijado en los cardenales que el hombre llevaba en las partes visibles de su cuerpo y, además, era difícil de creer que, con el frío que hacía en mi ciudad en aquella época del año, era a mediados de noviembre, se hubieran puesto a hacer el amor en el campo jugándose la muerte por congelación.

Mi padre, y los otros varones adultos con los que yo hablaba a veces, no hicieron sobre el tema ningún comentario, pero mi padre tampoco estaba muy convencido con la historia, no al menos como se la habían contado; igual que mi madre consideraba muy dudoso que se hubieran puesto en esa época del año a dormir en el campo, los agentes los habían salvado de la muerte por pura casualidad, ¡qué rápida la guardia civil!, ¡qué sueño tan profundo el de los tortolitos!

Yo estaba asustado, no dejaba de pensar en que me había metido en un problema que me superaba al haberme dejado seducir por Ana; quería contárselo todo a mi padre, y pedirle ayuda, pero temía la posible reacción que él podría tener; todavía más temía la reacción que podía tener mi madre si se enteraba y, si yo se lo decía a mi padre, ella se enteraría en poco tiempo. A fin de cuentas yo era un menor, Ana podía meterse en un buen lío; tampoco quería creárselo, pero yo cada vez tenía menos margen de maniobra, Ana me seguía citando por el método habitual, yo no iba a la cita, pero sabía que la cosa no iba a quedar así, tarde o temprano tendría que afrontarla y, después de lo que había visto, no me sentía con fuerzas: simplemente tenía miedo, mucho miedo.

Aunque yo procuraba evitarla y, frecuentemente, iba hasta casa acompañado por algún amigo, lo que tenía que pasar pasó: me cogió solo en la escalera, me dio una bofetada para que empezáramos a entendernos y me preguntó por qué razón no había acudido a las citas. Le contesté que ella lo sabía, que no pensaba volver con ella nunca más porque le había cogido miedo, movió la cabeza y aseguró que, antes de tomar esa decisión, debía oír la cinta que ella había grabado, quizá te disuada de tu actitud; si no vienes esta tarde a las cuatro, la llevaré a la policía.

Me quedé muy asustado, en un primer momento pensé que la holandesa jugaba de farol, que no tenía nada en la mano, pero después pensé que era mucho más astuta de lo que a primera vista parecía; de alguna forma se las había ingeniado para poder atrapar a su marido y a la bella Dorita, para haberlos metido en unas jaulas, para haber sido capaz de planificar el encuentro de ellos por la guardia civil… con la bella Dorita quizá habría bastado un bofetón en un primer momento, pero con su marido… También había una premeditación y una calma tremendas en la forma como había operado: las jaulas en que los había encerrado, de algún sitio las habría traído, y todo el resto de aquel montaje tan eficaz y retorcido

Decidí acudir, pero como medida de precaución llamé por teléfono a mi amigo Manolo, le dije que si no estaba a las siete de la tarde en su casa, abriera un sobre que iba a dejar sobre mi mesa de trabajo. Me pareció el colmo de la astucia y, después de redactar la nota salvadora, en la que especificaba todo lo que podía comprometerla, y escribir en el sobre el nombre de mi amigo, ya tranquilo me fui a comer con la familia. Es más, decidí que le iba a llegar algunos minutos tarde para que se enterara de quien era yo y quién iba a mandar en el futuro.

Me abrió la puerta con una sonrisa y una suave reconvención: "creí que no ibas a venir, iba a salir ahora a la comisaría", me enseñó un sobre preguntando a la vez que lo hacía si quería oír aquella cinta o no; le respondí que sí y ella preguntó si antes de hacer el amor o después de hacerlo. No quería provocarla, no sabía hasta donde podía llegar, pero si que podía llegar lejos; no íbamos a hacer el amor, pero eso de momento no iba a decirlo; quería escuchar la cinta, la metió en la casete y la activó, empecé a oír mi voz que decía: "Estate

quieta, puta, o te rajo con mi navaja" a continuación se oía la voz suplicante de ella que me pedía que no le hiciese daño, que haría lo que yo le ordenase, otra vez mi voz que en un tono muy arrogante decía: "puta vas a hacer lo que te mande, eres mi esclava" Apagó la casete, sacó la cinta y la metió en el sobre, este lo metió en el bolsillo de su abrigo, al acabar de hacerlo se volvió hacia mi preguntando: "¿la llevo a la comisaría o no?" Otra vez la había infravalorado, y me sentía en aquel momento aterrorizado; se dio cuenta de lo que pasaba por mi cabeza, se acercó, me dio un bofetón que me lanzó sobre la cama, exigió: "Te he hecho una pregunta, contéstala". Casi llorando le pedí que no lo hiciera, se desnudó, me retó diciendo que íbamos a pelear, si ganaba yo podía llevarme la cinta, pero si perdía tendría que volver a intentarlo otro día, cuando ella me lo ordenase.

Los golpes cayeron sobre mí sin solución de continuidad, como habían caído sobre la bella Dorita y su marido, pero a mí me daba bofetones y no me dejó marcas. Yo ya no tenía ni fuerzas para quejarme cuando, al fin, quiso parar y se sentó en mi cara como hacía siempre. Preguntó si me rendía y lo hice al momento; preguntó si la iba a obedecer y le contesté que sí, que siempre. Levantó el culo, para que pudiera ver su cara, desde su altura me sonrió y dijo que si seguía siendo su esclavo no me arrepentiría, salvo que intentara rebelarme o la desobedeciera, a mí no me trataría "como a ellos". Nunca decía el nombre de su marido ni de la secretaria, los llamaba "ellos". Yo ya tenía decidido que hablaría con mi padre y le contaría todo lo que había pasado, pero de momento la tarea primaria era sobrevivir; le sonreí, le di las gracias, le dije que me encantaba estar con ella, pero que le había cogido miedo después de lo que había visto, nunca la habría rehuido si ella me hubiera avisado que a mí esas cosas no me iban a pasar.

Aburrida de mis protestas de lealtad, tan falsas como desesperadas, dejó caer su mojino sobre mi cara siguiendo sus costumbres; y siguiendo esas mismas costumbres me exigió que se lo chupara que lo tenía bien jugosito (esto último no lo dijo ella, es un añadido mío) y como siempre pasaba en estos casos me di una merendola, me harté de lamer y ella de tener orgasmos sin ningún control, y de frotarse contra mi cara, mi frente y mi lengua hasta que se levantó y me mandó a lavarme como siempre; o sea, no me iba a hacer nada bueno ella a mí; la miré poniendo la cara más triste que pude y pensando que de cualquier situación hay que sacar también algún beneficio le dije: "ama, si me ha perdonado, debería ser como siempre". Se rió sin discreción, me preguntó lo que quería que pasara, se lo dije; volvió a reírse añadiendo que no me lo había merecido, a eso le contesté lo que ella quería oír, que ya lo sabía, que solo era un esclavo; me preguntó que estaba dispuesto a hacer por ella y otra vez le contesté lo que quería oír, que haría lo que ella me mandase en cualquier caso, porque el ama no tiene porqué negociar con sus esclavos. Me revolvió el pelo con la manaza, me empujó sobre la cama, se subió encima y volvió a llevarme al cielo. Salí de su casa entero, dolorido, pero también relajado y habiéndole contado unas mentiras terribles, sobre lo próximo a lo que me gustaría que jugáramos.

Ahora el problema era cómo abordar a mi padre.

continuará