La holandesa (2)

Dios mío, qué peligro!

Durante varios meses la relación entre Ana y yo continuó más o menos de esta manera: en algún momento me decía que pasara por su casa ese día, a tal o cual hora, casi siempre a las cuatro de la tarde; a veces no me lo decía de palabra, sino que me dejaba la información del modo que habíamos convenido para que yo supiera lo que debía de hacer. Si dejaba en el alfeizar de la ventana el osito de peluche de su hijo, me estaba diciendo que al subir a mi casa llamara a su puerta para que habláramos, si había dos muñecos que pasara a las cuatro sin más

Nuestra relación, tal y como ella la tenía planteada, no dejaba de tener un cierto componente frustrante para mí. La mayoría de los días solo teníamos una hora, de la que cincuenta minutos eran para resolver sus necesidades; cinco para mi rabo, que como es un tipo goloso, y bastante servil, nunca se quejaba del trato recibido, y cinco para que me vistiera y lavara la cara porque yo salía siempre de debajo de ella con un olor fuerte a sexo femenino "mal lavado". Me apetecía tener algún día una sesión larga de esas que te dejan relajado de verdad y en que se hacen muchas cosas guarras; aunque yo, que estaba viviendo mi primera experiencia en aquel momento, no tenía demasiada idea de que cosas hacían las parejas. Quizá resulte difícil de creer, pero en los dos primeros meses nunca la había penetrado; más aún, apenas le toqué las tetas alguna vez, y casi siempre fueron simples roces; apretar lo que se dice apretar bien apretadas, hasta que me dolieran los dedos, aquellas ubres ni una sola vez y tampoco se las mordí nunca. La verdadera razón de esto es que casi todo el tiempo yo lo pasaba bajo su grande y oloroso culo que se frotaba en mi cara con mucho placer por su parte; todo ese tiempo sin poder desarrollar ninguna iniciativa, bastante bueno era que consiguiese respirar; porque estaba dominado, casi sin poder moverme. Eso cuando no le daba por pegarme, que lo podía hacer, y lo hacía, cada vez que quería, porque a pesar de que yo había crecido dos centímetros más desde que nos tratábamos, físicamente me abrumaba sin despeinarse y, mentalmente la distancia entre nosotros era todavía mayor. Ella era una mujer hecha y derecha, bien corrida y rasgada de entrepierna, sabía en todo momento que quería y como hacer para tenerlo, yo era un menor de edad, estatura, bíceps y, sobre todo, era un recién llegado al mundo del sexo, no sabía que hacer.

El caso es que uno de los días que estábamos hablando del tema, en la calle, como si habláramos de cualquier cosa entre vecinos se lo dije; le dije que la relación entre nosotros tal y como estaba planteada me sabía a poco, que quería algún día estar con ella más tiempo y tener algún protagonismo. En un primer momento mis palabras le molestaron, en los ojos le apareció un relámpago, pero se controló y dijo: "Veré que puedo hacer para sacar más tiempo para nosotros, pero quiero avisarte de una cosa para que no te equivoques, te puedo dejar que tengas algún protagonismo, pero quien manda en la pareja habitualmente soy yo, al menos hasta que seas un hombre de pelo en pecho capaz de dominarme, de lo que estas bastante lejos. Si quieres podemos pelear esta tarde y manda quien gane", y cambió de argumento diciendo: "En cualquier caso me gustaría saber si esta tarde vas a venir porque si no te apetece estar conmigo buscaré a otro". Le aseguré que sí quería ir, pero que me gustaría que me dejara tocarle las tetas, de verdad. Accedió, incluso comentó que sería divertido ver que cosas se me ocurrían, cuál era mi nivel de imaginación y no pude evitar pensar que me iba a examinar otra vez, aunque la verdad fue que iba en una nube al pensar que iba a tocar aquel pecho.

A las cuatro en punto me presente como siempre, abrió la puerta y, después de cerrarla, en vez de acogotarme me dio un beso con mucha lengua, con muchísima, y con sabor a un gazpacho bien cargado de ajo, no me desmayé.

Estaba desnuda, se dio la vuelta y me ordenó: "ponme las manos en las tetas"; con esta forma de empezar yo estaba alucinado, pensé que a lo mejor no se había enfadado tanto como yo había creído en la conversación que habíamos tenido en la calle, pero no se lo hice repetir, me aferré a los botijos como un naufrago a una tabla, ¡tenía un cuerpazo!, mis manos resbalaban por culpa de la gravedad desde los pechos hasta el xoxete acariciando todo lo que iban encontrando a su paso, recorrían ansiosas sus caderas, sus muslos, y volvían a sus pechos exuberantes; así estuvimos un rato mientras nos movíamos hacia la cama despacio y fue entonces cuando me di cuenta, con una cierta desesperación que, aparte de amasarle el pecho, de forma rústica, no sabía qué hacer.

Me apreté contra ella, le besé en la espalda, me preguntó: "¿Vamos a estar aquí parados, de pie, jugando a que tu me sobes, toda la tarde?" Al oír sus palabras reconocí que no sabía qué hacer y ella planteó: "¡Quizá sea mejor que vuelva a mandar yo!" Le dí la razón, era claro que no había otra solución más razonable para seguir a lo nuestro, entonces propuso que jugáramos a un juego, ante mis reticencias recalcó que era un juego que consistía en que yo era un muchacho que había entrado en su casa, y la había atacado por detrás para violarla. Yo, pensando que íbamos a hacer lo que había dicho, una obrita de teatro cuya finalidad era tener una sesión de sexo morboso, al oírla accedí alegremente; sin soltar mis agarres le pregunté qué debía hacer.

Siguiendo sus instrucciones llegué corriendo por detrás, la empujé por la espalda haciéndola caer en la cama, me subí en su espalda y le dije: "estate quieta, puta, o te rajo con mi navaja"; (yo no llevaba navaja, decía lo que ella me había mandado decir), ella con voz suplicante me pidió que no le hiciera daño, aseguró que haría lo que le ordenase y se quedó muy quieta. La situación me daba una agradable sensación de poder, pensé en abrirle los muslazos y estrenarme metiéndosela; de momento le agarré por el pelo y jalé de él hacia atrás, con mi otra mano le agarré la garganta mientras le decía: "puta vas a hacer lo que te mande, eres mi esclava" y ella, nuevamente, con voz asustada contestó que sí. Muy en mi papel, desde mi posición de dominio, comencé a desvestirme; en un momento dado use mis brazos para sacarme el jersey y, entonces con un movimiento rápido ella me quitó de encima y velozmente me aprisionó.

Había elegido muy bien el momento, yo tenía las manos en la parte de debajo de mi jersey y me lo estaba sacando de tal forma que el propio jersey me dificultaba en aquel momento mover los brazos. Entre sus muslazos estaban, por tanto mis brazos, mi cabeza y mi cuello, ella apretaba con energía, me estaba asfixiando, yo pataleaba debajo de ella impotente hasta dar lástima, no podía hacer otra cosa, ni siquiera podía ver, ni podía hacer absolutamente ningún movimiento para mejorar mi situación pues mis brazos habían quedado atrapados. A ella quizá le sabía a poco verme tan indefenso, sin soltar la presa se dedicó a girar su cuerpo y al hacerlo me arrastraba obligándome a hacer piruetas. Me tuvo así hasta que se aburrió de hacerlo, desabrochó mi pantalón, lo bajó junto a los calzoncillos, metió las manos y agarró mis partes, con una agarró mis bolas, con la otra el rabo. Dijo: "Así que me querías violar, maldito cabrón, pues ahora te vas a enterar de lo que es bueno". Apretó mis pelotas, lo hizo muy fuerte, empecé a tener miedo, miedo de aquellas manos que me estaban produciendo tanto dolor, miedo de aquellos muslos que se tensaban y aflojaban machacándome el cuello y llevándome cerca del desmayo.

-Has sido un malhechor, no se debe intentar violar a una mujer.

No le podía contestar y ella lo sabía, no la había intentado violar y ella lo sabía, solo quería abusar de mí salvajemente, posiblemente me iba a maltratar con crueldad, comprendí que había caído en una trampa, recé en mi interior para que solo tuviéramos una hora.

¡Pues no! Teníamos tres horas, el marido había llevado los hijos a que vieran a su abuela; de momento, tal vez cansada del apretar y asfixiar, se había ido irguiendo y había ido empujando mis brazos detrás de mi cabeza. Yo tenía la cara levantada por mis propios brazos y estos doblados de tal modo que los clavaba contra el colchón con sus rodillas. Me dio un bofetón que me hizo girar la cabeza. "Has sido muy malo, a la mujer hay que respetarla". Iba a contestar, pero me cayó otro bofetón, e inmediatamente otro, y otro, así hasta que también se aburrió de pegar, para cuando esto sucedió yo llevaba ya tiempo llorando a lágrima viva mientras ella se burlaba: "llora, llora, haberlo pensado antes", y preguntó: "¿quieres que te perdone?" Le aseguré que si, ella dejó de aprisionar mis brazos y solo dijo que le chupara como nunca lo había hecho, se echó hacia delante y colocó su coño sobre mi cara, yo saqué la lengua y me di un festín hasta que ella tuvo un buen orgasmo, entonces dijo: "Te voy a perdonar, no diré a tu madre que has querido abusar de mi, tampoco te denunciaré; ahora ponte de rodillas en el suelo, lame mis pies y poco a poco ve subiendo hasta llegar otra vez a mi chocho".

Esta vez ni siquiera me la chupó, las tres horas fueron íntegras para ella, no me dejó tampoco que me corriera masturbándome, o frotándome contra su cuerpo, cuando veía que me iba a correr me daba un apretón en el rabo o las pelotas y me pegaba: "por cerdo lujurioso", me pegó mucho y de muchas maneras aquella tarde. Lo pasé mal, me sentí muy feliz cuando me mandó ir a lavarme la cara y me echó de su casa, salí con la firme idea de no volver nunca más, ¡qué equivocado estaba!, mis problemas con Ana apenas habían comenzado.