La holandesa

Ella fue la primera.

En el barrio la llamábamos la holandesa, porque su nombre era largo y difícil de pronunciar. Alguno la llamaba Ana y ella, consciente de las dificultades que para los lugareños suponía decir su nombre bien, aceptó gustosa una fórmula que al fin era muy parecido a una expresión abreviada del suyo original. Ana, la holandesa, estaba casada con un español que no parecía español (era alto y rubio como ella); tenía dos hijos de seis y ocho años y una figura imponente, más para la época: era alta, alrededor de 180 cm, de complexión fuerte; tenía un cuerpo muy femenino lleno de curvas prometedoras, los ojos verdes y rubio el cabello que le llegaba hasta los riñones; solo desentonaba algo del esplendido conjunto una nariz amoratada y excesiva, y el rostro un poco abotargado, como si permanentemente estuviera haciendo una digestión pesada, o estuviera en todo momento en una reunión muy aburrida y le diera sueño, tenía además una dentadura poco cuidada.

Ella era ama de casa y se la veía siempre por la calle moviéndose pizpireta de un puesto del mercado a otro. Su marido era ingeniero y estaba siempre fuera de casa, trabajando, o al menos eso decía. Los vecinos teníamos una visión ligeramente distinta de los hechos; la pareja debía llevarse mal, según algunos (perdón, según algunas) ella le ponía los cuernos, y por eso a él, en privado, lo llamábamos don Cornelio. Además era frecuente que él volviera a casa totalmente borracho, dando tumbos y que ella le regañara; por eso de estar siempre borracho lo llamábamos el rey de copas y, por pura justicia debo decir que, aunque Ana le regañara por beber tanto, a ella, cada vez más, se le podría haber llamado sin mentir: la reina de copas.

Pero en el momento en que pasó esta historia ella todavía no bebía, para mi era una mujer de ensueño y, cuando oí decir a las malas lenguas que le ponía los cuernos a su marido, me planteé intentar ser yo uno de los afortunados; total me había hecho pajas gloriosas, las más gloriosas, pensando en ella. Así cada vez que me la encontraba por la escalera le saludaba muy educado y le sonreía del modo en que yo pensaba que se debía usar para seducir a una mujer, ensayaba esa sonrisa delante del espejo, pero a saber que mueca me saldría. El caso es que yo intentaba hacerme el simpático con ella por todos los medios y lo más que conseguí fue que una vez, delante de mi madre, me revolviera el pelo con la mano mientras comentaba, con cierta dosis de maldad, (yo nunca crecí mucho) lo mucho que yo había crecido en el último año, sin embargo fue ahí, ese día, donde comenzó todo.

Con su caricia casi maternal se me puso dura y se me levantó, y a ella no le pasó desapercibido el bulto de mi pantalón, a mamá tal vez si; la holandesa ya había visto lo suficiente, así que se despidió de nosotros sonriéndonos, pero algún día después cuando nos cruzamos en la escalera, los dos solos, sin más preámbulo me preguntó: "Víctor, ¿te gusto?"

No fui capaz de articular palabra, me limité a responder asintiendo con la cabeza mientras tragaba bastante saliva y notaba en mi entrepierna una cierta efervescencia ya conocida, algo así como burbujitas se podría decir. Debí parecerle un cretino absoluto con aquellos balbuceos, pero era claro que no buscaba conversación inteligente, rompió la situación diciendo: "ven a verme esta tarde a las cuatro, solo tendremos una hora porque tengo que ir a buscar a los niños al colegio, pero para ver si das la talla y me sirves es suficiente, ¿vendrás?". Esta vez fui capaz de decirle que sí, y ella me dio un azotito en el culo y me ordenó que subiera a casa, que mi madre me estaba esperando.

Estuve muy nervioso y demasiado callado toda la comida, pensaba en aquello de "para ver si me sirves", así pues Ana me iba a examinar y del resultado de ese examen no saldría una nota, sino mi futuro sexual con ella, me pregunté que debía hacer cuando entrara en su casa, como debería comportarme para causar buena impresión, decidí que no me haría la paja de después de comer, para llegar a su casa, y cama, con mis reservas intactas

La verdad es que todo lo que yo había pensado que debía hacer no valió para nada, me abrió la puerta, me pasó un brazo alrededor del cuello y tiró de mí hacía dentro, mi cuello debajo de su sobaco supuso que yo fuera caminando junto a ella medio ahogado, aprisionado e inclinado ligeramente hacia delante, para tener un poco de estabilidad al caminar me abracé a su cintura con el brazo izquierdo, pero ya me tenía dominado físicamente, no podía salir de su agarre, no me podía mover si ella no me dejaba, era muy fuerte, mucho más que yo.

Ese primer día me echó sobre la cama, subida encima de mí me desvistió, al acabar de desvestirme hicimos algún forcejeo desnudos. En realidad, tal y como ya me había advertido en la escalera, estaba midiéndome y debió quedar muy complacida de lo corta que era mi medida muscular en comparación con la suya. En un momento dado, casi sin esforzarse, me volvió a inmovilizar, a continuación se sentó sobre mi cara y se estuvo frotando un buen rato contra ella. Creo que tuvo varios orgasmos mientras yo, en algunos momentos, me debatía frenético e impotente porque me asfixiaba bajo su gran culo; pude también comprobar, y no me hizo gracia esa constatación, que no era muy limpia, debía de lavarse las partes íntimas solo en las fiestas mayores.

Mi reflexión, y mi inútil lucha por la vida, fueron cortadas de golpe por algo que para mí era nuevo, sorprendente y maravilloso, una calidez hasta entonces nunca sentida envolvía mi rabo; sin dejar de tenerme sometido, aunque dejándome respirar, Ana me la estaba chupando y lo hacía bien la muy golfa, de hecho yo me retorcía como un gusano, gemía, mil veces sentí que iba a explotar, pero ella en los momentos críticos frenaba con sabios apretones la salida del líquido, hasta que decidió que ya estaba bien y pegó una última chupada en la que debió de salir hasta trozos de mi hígado.

Mientras me reponía ella se quitó de encima, me agarró por una oreja, se tumbó en la cama abierta de piernas y tirando de la oreja prisionera colocó mi cara en su sexo, ordenó: "chupa". Olía bastante mal, pero que otra cosa podía hacer, aparte de obedecer, así que, sin pensármelo dos veces, me zambullí y empecé a babearle el xoxo. No sé si lo hice bien o mal, pero a ella le temblaban los muslotes y terminó con un orgasmo terrible y cuando lo acabó me dijo: "Vete a lavarte bien la cara que te huele a coño muy fuerte, ven para que compruebe si lo has hecho a conciencia". Cuando llegué a su lado, después de olerme y dar el visto bueno, me dio una bofetada con la que me tiro al suelo, rápida como una gata me puso un pie en el cuello y apretó, el otro lo colocó sobre mis pelotas, afortunadamente sin apretar, desde esa posición dominante que la hacía imponente y terrible a mis ojos dijo: "ahora te vistes y te largas, si le dices algo a alguien de lo que hemos hecho hoy, no volverás a montártelo conmigo nunca más; además iré a buscarte y te daré una paliza tan grande que te acordarás de mí hasta el día de tu muerte". Hice todo lo que mandó y hasta hoy no le dije nada a nadie aunque me apetecía, porque fue la primera mujer que me la chupó y ¡cómo me la había chupado!

continuará