La historia del jefe acosado por su secretaria 6

La rusita, insistiendo en que está lista, sigue preguntando cuando la voy a enseñar a follar. Aunque todo me gusta de ella, no me decido a dar ese paso hasta que estando sola en casa sufre uno de sus ataques y pide ayuda. Al llegar con Patricia, para que no sufra más, tengo que desvirgarla.

12

La actividad diaria impidió que esa manipuladora volviese a intentar un nuevo rifirrafe y reconozco que tampoco yo pude inclinar la balanza hacia mi lado, durante el resto de la jornada. Cuando cerca de las siete la vi marchar, di por sentado que al menos ese día tampoco había un claro vencedor y llamando a casa, pregunté a la rubita si le apetecía cenar fuera. A la chavala le molestó mi propuesta ya que con ella daba por sentado que no había preparado la cena.

― Cómo usted desee, pero entonces qué hago con el faisán que tengo en el horno, ¿lo tiro?

Admitiendo que había sido descortés, únicamente pregunté si cenaríamos solos o también tendríamos compañía.

―Usted y su muñeca, nadie más― respondió con gracejo.

Saber que así sería y que no tendríamos a la manipuladora al menos por esa noche, me hizo desviarme y comprando unas flores, aparecí en casa. Tal y como me tenía acostumbrado estaba desnuda, pero eso no fue impedimento para que extendiendo el brazo se las diera. Pero su reacción no fue la que había anticipado ya que sin caer en que era un presente Natacha preguntó dónde quería ponerlas.

―Era un regalo para ti― susurré un tanto preocupado por lo poco que esa cría sabía de las relaciones humanas.

Mirándome a los ojos, soltó una carcajada:

―Tenía que haberse visto la cara.

Al percatarme de que esa endemoniada criatura me había tomado el pelo, la tomé de la cintura y poniéndola sobre las rodillas, respondí con dos azotes. Sus risas al recibirlos fue lo mejor que me había pasado en todo el día y por eso, atrayéndola hacía mí, la besé. Ese beso que empezó siendo parte de un juego se transformó al notar su entrega en algo más y antes de que me diese cuenta, estaba acariciando sus pechos.

―Se va a quemar lo que tengo en el horno― gimió al sentir mi boca recorriendo los bordes de sus rosadas areolas.

―Me la trae al fresco― respondí y tomándola en volandas la llevé hasta la cama.

Nada más depositarla en la cama, me empecé a desnudar bajo su atenta mirada. El deseo que sus ojos destilaban me hicieron recordar su inexperiencia y por ello, ya sin ropa, en vez de abalanzarme sobre ella, la abracé no sabiendo a ciencia cierta cómo debía actuar. Increíblemente, la chavala dio el primer paso volviendo a poner sus senos en mi boca mientras me pedía que fuera tierno con ella esa su primera vez. Su ruego no cayó en saco roto y retardando las ganas que tenía de poseerla, me dediqué a acariciarla. Desde el momento que sintió mis dedos en su espalda comenzó a gemir, pero cuando estos llegaron a su trasero y recorrieron sus nalgas, esos tímidos sollozos eran ya gritos de pasión, demostrando lo necesitada que estaba de esos mimos.

― ¡Quiero que me enseñe a correr! ― chilló mientras instintivamente restregaba su sexo en mis muslos.

Ese berrido ralentizó más si cabe mi ritmo y tumbándola sobre las sábanas, me fui deslizando por su cuerpo regalándola a cada paso besos, caricias, mimos y porque no reconocerlo, un par de suaves mordiscos. No había pasado de su ombligo cuando percibí los primeros síntomas de gozo en ella y excitado, preferí contener mi ataque para no apabullarla. Por eso antes de atacar su sexo con la boca, me entretuve lamiendo brevemente sus piernas mientras de reojo observaba a la rusita pellizcándose los pechos.

―Su muñeca no puede más― suspiró deseando que diera el paso.

Asumiendo que era así, usé dos yemas para descubrir el tesoro que escondía bajo sus pliegues y absorto contemplé la prueba de su novatez cerrando su vagina. Confirmar que era virgen y que nunca había sido usada, siendo algo previsto no por ello fue menos impactante y consciente de lo que hacía, saqué la lengua y agasajé con dulzura su clítoris. Nada más sentir esa húmeda atención, la eslava entró en ebullición y retorciéndose sobre el colchón se vio sometida por el placer. La forma que se corrió llenando con su flujo mi cara me hizo extremar las precauciones y mientras alargaba su gozo con nuevos mimos de mi lengua, confieso que seguía atento sus reacciones. Al no ver en ella ningún signo de los desencadenantes que habían dejado grabados en ella, me tranquilicé y sediento busqué secar el manantial en que se había convertido su sexo. Mi insistencia alargó, profundizó y renovó su orgasmo de un modo natural nada parecido a lo ocurrido antes con ella, por eso sin variar nada me permití saciar mi sed con el sonido de sus sollozos sirviéndome de acicate.

―Ya sé correr, don Lucas. ¡Estoy lista para escalar! ― aulló con una alegría que desbordó todas mis previsiones y antes de que me diese cuenta, la chavala con mi pene entre sus manos intentaba desflorarse.

De no haber mediado la cordura, la hubiese dejado proseguir, pero el puto enano moralista que vivía en mi cerebro me lo impidió y mordiendo sus labios, murmuré en su oído que tuviese paciencia, que cuanto más aguardara, más placer obtendría. No sé exactamente si fue ese mordisco, si fue mi negativa o la promesa de un mayor gozo, pero contra todo pronóstico la chavalita no insistió y abrazándome, murmuró la suerte que tenía mi muñeca al tener un amo tan cariñoso.

Por un breve instante, estuve a un tris de decirle que no era su amo, pero todavía hoy doy gracias a que de pronto recordé que la habían programado para el suicidio si se sentía ignorada por su dueño y por eso, en silencio, casi me echo a llorar, dudando que algún día esa monada de ojos verdes pudiera desenvolverse como una mujer normal.

«Mientras ocurre o no, estaré yo ahí protegiéndola», estrechándola entre mis brazos resolví...

A la hora de sentarnos en la mesa, la obligué a ponerse ropa. Aunque en un primer momento se quejó cuando le expliqué que con ella desnuda no podría concentrarme, aceptó. Ya “correctamente” vestida nos pusimos a cenar.  Como ya me tenía habituado, su faisán relleno de foie resultó una delicia y el puré de manzana con el que lo acompañó, algo digno de reyes. Por ello, cuando bien comido y bien bebido, le pedí que me enseñara cómo iba el cuadro reconozco que estaba predispuesto favorablemente. Pero en cuanto lo descubrió, dejando caer teatralmente la sábana que lo tapaba, todas mis previsiones quedaron sobrepasadas con lo que contemplé. No solo había captado la luminosidad tan característica de Goya sino su sensualidad y eso a pesar de las enormes astas de la frente y del rabo que brotaba del culo de su modelo.

―Endemoniadamente bella, irresistiblemente zorra― comenté cuando preguntó que me parecía la Patricia que había plasmado en el lienzo.

― ¿Y usted? ― insistió señalando un pequeño sátiro a sus pies y que me había pasado inadvertido.

No pude más que sonreír al ver el desproporcionado artefacto que lucía entre las piernas ese ser cuyo rostro era el mío.

― ¿Me imagino que la idea no fue tuya, sino de ella?

―Sí y no. Ella solo me pidió incluirlo en el cuadro.

― ¿Por qué me dibujaste siendo un sátiro? ― sin señal alguna de cabreo, pregunté haciéndole ver que me había pintado con el cuerpo cubierto de vello, rabo y las patas de macho cabrío.

―No es un sátiro, es Fauno: el dios de los campos y los bosques, protector de los rebaños. Como yo me considero su cachorrita, vi normal pintarlo como ese dios.

― ¿Y el tamaño del pene? ¿También fue idea tuya?

Bajando la mirada, confesó que no y que Patricia incluso le había pedido pincelarlo aún más grande. Desternillado de risa, la tomé de la cintura y llevándola al sofá del salón, entre los dos comenzamos a estudiar otro libro de arte, este de la National Gallery, para ver cuál sería su siguiente obra. Lo que nunca pensé fue que escogiendo la “Venus del espejo de Velázquez”, me pidiera permiso para ser ella la protagonista. El brillo de sus ojos me hizo asumir que de alguna forma deseaba que su amo la pudiese contemplar y por ello, sonriendo, le hice saber que, de gustarme el resultado, colgaría el cuadro en mi despacho.

―Nada me gustaría más― sollozó mientras se lanzaba a comerme a besos y me preguntaba en qué parte de la casa íbamos a colocar el de Patricia. Recordando el gigantesco cipote de mi personaje, insinué a la chiquilla por qué no se lo regalaba a mi secretaria para que ella también me tuviera presente. Sin advertir que mi verdadera intención era joder a esa mujer, aceptó de inmediato y por eso no vio inconveniente en que, al día siguiente, se lo lleváramos en persona a su casa.

«Ya que se auto invita a la mía, me invitaré yo a la suya», me dije mientras la ayudaba a quitar su “maja” del caballete y sustituirla por un lienzo en blanco.

Con todo preparado para empezar, cayó en que no tenía ojos en la espalda y que por tanto difícilmente podría dibujar su trasero tal y como había hecho don Diego Rodríguez de Silva y Velázquez. Desternillado de risa, la llevé al baño y le mostré que podía usar sus espejos para vérselo. Lo que nunca me esperé fue que al verse me preguntara porque no colgábamos uno en el techo de mi cama y otros en las paredes de cada lado:

―Así podría observar desde todos los ángulos cuando haga de mí una mujer.

Pensando en que parecería el clásico motel de carretera donde los clientes se llevan las prostitutas, me negué. Pero como el descerebrado que soy, se me ocurrió bromear que si tanto le interesaba tener una imagen en su cerebro podía grabarla.

― ¿Haría eso por mí? ― esperanzada, me interrogó: ―Sería feliz si pudiese verme tocándome con usted a mi lado.

Su tono, la esperanza que leí en su cara y el morbo que me daba ver a esa monada masturbándose para mí hicieron que aceptara inmortalizar esa escena con mi teléfono móvil y llevándola al cuarto, le pedí que comenzara mientras me sentaba en la cama. Supe cuánto deseaba exhibirse ante mí cuando desde el momento en que oyó mi permiso toda ella daba prueba de su excitación. El brillo de sus ojos mientras se mordía los labios, sus pezones erizados, el sudor de su frente, todos eran signos de la calentura de su interior al sentir mi mirada.

―No sé por dónde empezar― musitó desolada.

―Por tu vestido... ¡quítatelo! ― respondí.

Poniéndose de pie frente a mí, lo dejó caer lentamente sobre la alfombra. Los nervios de primeriza ralentizaron sin desearlo sus movimientos y eso les confirió una sensualidad y una inocencia que debo reconocer despertaron al depredador que había en mi interior.

―Date la vuelta y muéstrame el trasero de mi bella muñeca― exigí.

Al sentir que esa orden llevaba un piropo explícito, la chavala gimió y girándose, expuso sus nalgas a mi examen. El tanga rojo que llevaba puesto era tan minúsculo que por un instante creí que se lo había quitado. Percatándome que lo cachonda que se sentía al exhibirse, quise incrementar su calentura y por eso sin dejar de grabarla, me permití el lujo de acariciar esa maravilla. Natacha maulló de placer al notar mis yemas recorriendo sus cachetes y quedándose inmóvil, aguardó a que le diese la siguiente orden.

―Quítate las bragas― exigí divertido con su entrega.

Ya desde mi privilegiado punto de observación, que no era otro que mi cama, no quité ojo ni a sus maniobras ni a sus miedos y eso me permitió comprobar que obedecía y se quitaba el tanga.

―El sujetador fuera.

La dureza de mi voz la hizo temblar y dejando deslizar los tirantes del mismo, puso sus senos casi adolescentes a escasos centímetros de mi cara como si deseara obtener de ese modo mi aprobación. Sus rosadas areolas no por diferentes de las oscuras de Patricia eran menos atrayentes y nuevamente me vi premiándola, esta vez con un largo lametazo a cada uno de sus pechos. En esta ocasión, su modo de responder fue con un profundo, pero revelador, gemido.

―Tócate para mí.

Con el zoom dejé para la posteridad el momento en que abriendo las piernas y separando los pliegues de su sexo, la rubia comenzó a comenzó a acariciar su clítoris. La humedad que brillaba entre sus muslos y sus sollozos me empezaron a excitar, pero no por ello me olvidé de usar la cámara del teléfono.

―Sí, mi muñeca me pone y estoy bruto― reconocí cuando la rusa se quedó mirando al bulto que crecía bajo mi bragueta.

Al escuchar y comprobar con sus propios ojos que mi pene reaccionaba a su exhibicionismo, se sintió realizada y llevando una mano a su pecho, lo pellizcó mientras reanudaba los mimos sobre el erecto botón situado en la antesala de su vulva.

―Estás preciosa cuando te masturbas― se me ocurrió comentar sin saber que llevaba grabado ese piropo como un banderazo a su gozo.

Sin apenas darme tiempo de reacción, la rubia cayó sobre la cama y se comenzó a restregar los muslos y a pellizcar los pechos mientras su entrepierna era pasto de las llamas.

―Mi amo me considera preciosa― aulló llena de felicidad al experimentar una nueva forma de placer en la que se unían el goce sexual con la satisfacción anímica de que la encontrase guapa.

Como no vi en su forma de correrse nada dañino dejé que siguiera gozando del momento.

―Me encanta tu culo, tu cara y tus tetitas― susurré en su oído mientras dejaba constancia de la serie de orgasmos que disfrutó en el móvil.

Esos piropos siendo bien recibidos no incrementaban su placer y por eso, decidí seguir probando:

―Me gusta ver a mi bella muñeca cuando goza.

El impacto de esa frase fue más que evidente al verla convulsionar sobre las sábanas gritando.

―Regálame tu placer, zorrita― probé totalmente excitado al verla ponerse a cuatro patas en el colchón luciendo la humedad de su coño ante mis ojos.

Nada más expresar mi deseo, la eslava se vio dominada por un clímax tan brutal como húmedo y la cercanía de su sexo a mi cara provocó que, cuando el cálido chorro brotó de su interior, éste impactara de pleno contra mi rostro embadurnado con su flujo mis labios y mis mejillas.

― ¡Soy la muñeca que ama a mi señor! ― gritó antes de desplomarse sobre la cama.

No pude más que sonreír al verla agotada y sin fuerzas, pero feliz. Por ello, dejándola descansar, le di un beso en su frente y la tapé.

―Mi señor ama a su muñeca también― al apagar la luz para dejarla descansar, escuché que susurraba...

13

A la mañana siguiente, la rusita fue feliz cuando le hice llegar el video y mientras desayunábamos, se puso a verlo. Su excitación era tan evidente que muerto de risa señalé el tamaño que habían adquirido sus pezones. Contagiada, la puñetera cría dejó caer que al volver iba a tener dificultades para ponerse a pintar su culo cuando lo que realmente le apetecía era plasmar en el lienzo la expresión de mi cara viendo cómo se masturbaba.

―Como dije ayer, tengo una muñeca preciosa― respondí mientras con dos de mis yemas le regalaba un pellizco.

Sin ocultar el gozo que esa caricia le producía, la cría me preguntó si finalmente esa noche la iba a hacer mía. El tono de la chiquilla revelaba esperanza, pero también desolación al sentirse ignorada por no ser tomada por mí. Recordando que por su “educación” era peligrosísimo que Natacha creyera que su amo la rechazaba, imprimí toda la ternura que pude a mi voz para decirle que el primero que deseaba estrenarla era yo, pero insistiendo también en que debía estar preparada.

―Don Lucas, su nena ya lo está― replicó encantada sin caer en la turbación que me embargaba y que no podía exteriorizársela.

Y es que no podía obviar que al aceptar que viviera en mi casa, me había hecho responsable de su bienestar tanto físico como anímico. En su caso, su salud corporal no me preocupaba, pero la mental era otra cosa y por eso me hice el propósito de hablar con mi amigo el psiquiatra para que me aconsejara como actuar.

«Según él debo dejar que su sexualidad fluya para que no se frustre», me dije preocupado con los síntomas que había conseguido vislumbrar en ella.

Por eso cuando, después de dejarla en el centro donde estudiaba, llegué a la oficina lo primero que hice fue contactar con Julián y explicarle la situación en la que me encontraba. Tras oír atentamente los progresos y retrocesos de la rusita, el loquero no dudó en decirme que lo quisiera o no mi actitud era importante para la recuperación de Natacha:

―Piensa que, hasta conocerte, esa cría nunca había sentido ningún tipo de cariño. Para su antiguo dueño era un objeto, una mercancía a la que moldear, en cambio para ti es una persona y ella lo nota. Se ha percatado que le importas y eso es algo a lo que no está habituada.

― ¿Entonces qué hago? ¿Cedo y me acuesto con ella? ¿Me niego o sigo retardándolo?

Se tomó unos segundos en contestar:

―Lucas, tu labor con Natacha debe ser global. Debes intentar reducir su ansiedad a través de que poco a poco se aproxime a lo que le produce estrés y una respuesta exacerbada. En su caso es el sexo particularmente lo que la angustia al haber sido programada para ello, por lo que debes esforzarte en que vaya conociendo y practicando el mismo en un ambiente de confianza. Pero también es necesario que tome conciencia de quién es y del valor que tiene por ella misma. Te parecerá raro, pero te tiene miedo o mejor dicho tiene miedo de lo que piensas de ella. En su interior se ve como un desecho al que tú como su “dueño” la tienes que soportar. Por ello es obligatorio que aprenda a auto valorarse y que note que para ti ella es una persona a la que estimas.

―En pocas palabras que debo acostarme con ella y que cuando lo haga, no me la folle, sino que le haga el amor― respondí.

―Yo no lo diría así, pero es una buena aproximación― fue su respuesta.

Sobrepasado por la responsabilidad que había puesto sobre mis hombros y viendo que Patricia llegaba con mi café, me despedí. Conocedora del efecto que su belleza tenía sobre mí, llegó contoneando las caderas:

― ¿Cómo está mi futuro novio? ¿Ha dormido bien?

―Cojonudamente― cabreado por su acoso, repliqué: ―he soñado que desaparecías de mi vida y te casabas con otro.

Fijándose que no había nadie mirando, se acercó y sin rubor alguno contestó:

―Yo en cambio, me he pasado toda la noche pensando en lo feliz que seré cuando sea tu mujer y me dejes mimarte.

Su descaro me sacó de las casillas y queriendo que tuviese claro mi negativa, respondí:

―Para eso ya tengo a Natacha. Al contrario que tú, esa niña me da su cariño sin pedir nada a cambio.

Contra todo pronóstico, se iluminó su cara al escucharme:

―No sabes la ilusión que me hace oírte decir que ya te la has tirado a nuestra pequeña. La pobre lo necesitaba aún más que yo.

Analizando lo que me acababa de soltar, descubrí dos cosas: que se había referido a Natacha como “nuestra pequeña”, y que acostarse conmigo lo sentía como una necesidad. De lo primero era ya consciente, no en vano su relación con la rusa era posesiva, pero de la segunda me acababa de enterar.

―Si tanto necesitas follar conmigo, lo podemos resolver rápidamente. Métete en el baño y desnúdate mientras me esperas.

El color de sus mejillas me dio una pista de cómo actuar y recalcando un desprecio que realmente no existía en mí, añadí:

―O si lo prefieres, lo podemos hacer frente a todos, aunque no creo que Joaquín esté muy contento de saber la clase de zorrón que tiene por hermana.

Sin dejarse intimidar, respondió:

―No le pillaría de nuevas. Mi hermanito es consciente de que el cerdo de su jefe me tiene enamorada y que en cuanto me pida matrimonio, diré que sí. Ponme un anillo en el dedo y dejaré que me ames hasta en un vagón de metro.

Cuando ya estaba a punto de estrangularla, me entró una llamada de un cliente y por ello, me quedé con ganas. Supe que esa zorra sentía que nuevamente había vencido cuando quitándose las bragas las puso sobre la mesa.

―Perdona― comenté tapando el micrófono del teléfono: ―Hoy me apetece pajearme con tu sujetador, así que sé niña buena y quítatelo.

Ese cambio de prenda la cogió desprevenida, ya que ese día venía vestida con una blusa semitransparente y si me hacía caso, todo el que pasara por enfrente, disfrutaría de la visión de sus negras areolas. Durante un par de segundos, dudó... pero tras meditarlo, respondió:

―Me parece bien, pero a cambio quiero que te grabes haciéndolo y me lo mandes.

Consciente de que, si aceptaba, esa manipuladora podía usar la película en mi contra y chantajearme, me negué.

―Entonces, hoy no te toca premio― riendo respondió mientras recogía el tanga que había dejado en mi poder.

El paso alegre con el que desapareció de mi despacho hundió aún más mi ánimo al saberme derrotado y por ello durante las siguientes dos horas, ni siquiera miré hacía su lugar de trabajo no fuera a ser que me sorprendiera haciéndolo y me regalara una de sus sonrisas.

Ya habían pasado de las doce cuando ejerciendo de secretaria esa endemoniada belleza me pasó a Pedro. Interesado en saber cómo iban sus averiguaciones, contesté. Tras los típicos saludos, el detective entró directamente en materia:

―Le tengo noticias y de ante mano le advierto que no le van a gustar ya que son acerca de una persona de su entorno más inmediato.

Asumiendo que se había enterado de la existencia de Natacha, pedí que continuara:

―Como le decía, al investigar las vidas de las crías que aparecieron muertas en esa nave, mis contactos en la policía me han reconocido que el soplo se lo dio la antigua “novia” del sujeto e investigando sobre ella, me encontré con que esa joven es su secretaria.

―Ya lo sabía y por eso le pedí que investigara. Por favor, siga.

Quejándose de que no se lo hubiese contado, prosiguió:

―Lo que, seguro que no sabe, es que la señorita Meléndez y el tal Isidro fueron amantes más de tres años y según me he informado ambos lucieron una actitud desinhibida, por decirlo de alguna forma, respecto al sexo.

Mi silencio, le permitió extenderse:

―Por lo visto, su relación no era cerrada y durante el tiempo que fueron pareja, por su cama pasaron gran variedad de hombres y de mujeres en una espiral cada vez mayor. Si en un principio les bastaba con un trio ocasional, llegó el momento que no era así y comenzaron a experimentar con otros tipos de sexualidad.

― ¿A qué se refiere? ― pregunté.

―Orgias, dominación, exhibicionismo... la joven que trabaja con usted no solo se dejaba llevar, sino que en gran parte era la inductora. Pero todo ello terminó a raíz de una fiesta en la que se encontró con una antigua compañera de colegio.

―Inés Pérez― afirmé en vez de preguntar.

―Así es, por aquel entonces, esa veinteañera llevaba teóricamente fugada de su casa unos seis meses. Por ello y según me han insinuado, cuando la señorita Meléndez la vio atada a un potro de tortura en ese festejo sadomasoquista, directamente, pidió a Bañuelos que se enterara quién era el dueño de la cría para que se la cediera esa noche.  Mis fuentes afirman que el tal Isidro se echó a reír y que, descolgándola de la cruz, se la hizo entrega para que disfrutara de ella y que su secretaría se la llevó tirando de la melena a un cuarto aparte.

«¡Su puta madre!», pensé viendo que se estaban cumpliendo mis peores pronósticos y por ello, me mantuve callado para que Pedro continuara.

―Por lo que me cuentan, apenas habían pasado unos minutos cuando la que ahora es su secretaria salió de la habitación furiosa y creyendo en que su amante no tenía nada que ver con ello, le advirtió que la joven era rehén de una organización de trata de blancas.

― ¿Y entonces qué ocurrió? ¿Cómo reaccionó el tipo? ― pregunté.

―Parece ser que no solo se echó a reír, sino que le hizo ver que la gran mayoría de las parejas de cama que habían compartido durante su “noviazgo” también eran víctimas y que, por tanto, más le valía estarse callada si no quería terminar en la cárcel.

― ¿Qué hizo Patricia entonces?

―Por lo visto, no estaba informada de eso cuando se acostó con ellos y al enterarse, salió huyendo de la casa sin mirar atrás. Cosa que por lo visto no se perdona ya que a los pocos días el mismo Isidro, para hacerla callar, le comentó que a raíz de su reacción la gente con la que trabajaba le había obligado a matar no solo a Inés sino a las otras dos secuestradas que estaba presentes en esa fiesta y que por tanto un juez la vería como cómplice de esas muertes.

― ¡Quiero a ese hijo de puta en la cárcel! ― exclamé al ver ratificadas todas y cada una de mis sospechas: ― ¡Cueste lo que cueste!

Fue entonces, cuando revelando su integridad, Pedro contestó:

―Para mí ya no es una cuestión de dinero, es un tema personal. Tengo hijas y no me quiero imaginar lo que deben haber sufrido los padres de estas tres niñas.

―Y los que no son de ellas― repliqué, explicándole por primera vez la ONG que había fundado Patricia y que entre las chavalas que habían liberado, se encontraba la que vivía en mi casa.

Al escuchar que mi secretaria había vendido su empresa y había dedicado el dinero a combatir la esclavitud en todas sus formas, el detective cambió de opinión sobre ella y preguntó si la podía contactar para usarla como fuente de información.

―Por ahora, no. La muerte de su compañera todavía la martiriza y no creo que sea conveniente― respondí.

Aceptando mi postura, quiso devolverme el anticipo. No solo me negué, sino que aprovechando que tenía el ordenador abierto le trasferí nuevos fondos para cubrir sus gastos, pidiendo únicamente que me tuviera informado.

―Así, lo haré― contestó antes de despedirse y colgar.

Al conocer en todo su alcance el dolor que la morena debía haber sentido al saberse culpable indirecta de esas muertes, la miré y viendo que seguía enfrascada en la rutina, achaqué su acoso a la experiencia que había sufrido y que al igual que mi rusita ella también era una víctima de ese desalmado:

«No es culpa suya. Cuando Joaquín le contó cómo lo traté, vio en mí un hombre del que podía fiarse y que nunca abusaría de ella», me dije apesadumbrado al reconocer en mi interior que yo no era ningún santo.

La información del detective hizo mella en mi cerebro y mi propio comportamiento con Patricia varió sin darme cuenta, olvidando mi resentimiento con ella. Por eso cuando al volver de comer la morena entró a mi despacho para revisar un documento que debíamos enviar a uno de nuestros clientes, me abstuve de hacer ningún comentario hiriente a los que la tenía acostumbrada y me comporté hasta cariñoso cuando valoré positivamente su trabajo. Ese cambio no le pasó desapercibido y quizás temiendo que después de la calma viniese la tormenta, me preguntó qué me pasaba.

―Siempre me he considerado un jefe justo y cuando veo algo que está bien hecho, lo digo― respondí.

―A ti te ocurre algo― insistió sospechando que esa actitud era parte de un plan.

Sonriendo al ver sus cautelas, decidí aprovecharlas para reírme un poco de ella.

―Aunque estés un poco loca, eres una mujer inteligente. Tu trabajo es excelente y encima estás buenísima. ¿Qué más te puedo pedir? ― le dije mientras rozando su mejilla con mis dedos, le hacía una carantoña.

Esa serie de piropos encadenados junto con la caricia provocaron su enfado y abriendo de nuevo las hostilidades, me preguntó que si la veía tan atractiva entonces porque no quería casarme con ella. Despelotado al sentir su furia, respondí mientras la tomaba de la cintura:

― ¿Quién te ha dicho que no quiero? ¡Preciosa mía!

Incapaz de contenerse, restregó sus pechos contra el mío, mientras dejaba caer si podía considerar eso como un sí.

―Para nada, ya me casé una vez y no veo razón para volver a tropezar con la misma piedra... a no ser que una negra que conozco, me lo pida de rodillas después de entregarse a mí.

Cuando estaba a punto de mandarme a la mierda, sonó mi móvil y al ser una llamada de Natacha, contesté poniendo el altavoz. Durante unos segundos, solo oímos quejidos para luego y antes de cortarse, escuchar que me pedía ayuda:

―Don Lucas, su muñeca le necesita.

No necesitamos nada más y sin haber hablado entre nosotros, nos vimos saliendo a toda prisa hacia el garaje. Cuando ya iba a coger mi coche, la morena comentó que fuéramos en su vespa, ya que a esa hora había mucho tráfico y tardaríamos menos en moto. Aceptando su sugerencia, me puse el casco que me daba y subiéndome de paquete en el scooter, salimos a toda prisa hacia mi casa.

La preocupación que me embargaba no impidió que me percatara que era la primera vez que la abrazaba y que tenerla entre mis brazos, aunque fuera para no caerme, me resultaba sumamente agradable.

«Va a resultar que esta zorra me gusta», pensé sin exteriorizarlo.

Diez minutos después de dejar la oficina, nos vimos entrando en el piso donde nos encontramos a la rubita tirada en mitad del salón retorciéndose de dolor mientras en la televisión se reproducía una y otra vez el video que había grabado. Supe de inmediato que en mi ausencia se había puesto a verlo mientras se tocaba y por eso lo primero que hice fue apagarla.

― ¿Cómo se te ocurrió masturbarte sin mí? – pregunté mientras la llevaba a la cama sabiendo que ese acto que en una persona normal no tenía consecuencias, en su caso había sacado a la luz una de las prohibiciones que el torturador había dejado impresa en su cerebro.

La mirada asesina que me dirigió Patricia me alertó que lo último que necesitaba esa niña era que se lo recriminara y tumbándose a su lado, intentó calmarla pidiéndole que dejara de sufrir porque sus dueños no estaban cabreados con ella. Sus palabras provocaron el efecto contrario y solo consiguieron intensificar el dolor de la chavala.

― ¡Haz algo! ¡Joder! ― me recriminó la negra viendo que sus intentos no servían de nada.

―Calla y déjame pensar― respondí.

Repasando la conversación de la mañana con Julián acerca de sus traumas, comprendí si se lo había provocado al buscar el placer en soledad, imitando a los bomberos forestales debía combatir el fuego con fuego y por eso ante la indignación de Patricia, me comencé a desnudar.

― ¡Imítame! ¡Coño! ― exigí a mi secretaria sin tiempo de aclararle nada.

Sin ver la razón de mis actos, la morena se quitó el vestido y solo cuando me vio tumbarme al lado de Natacha y ver que la besaba, comenzó a entender.

―Muñeca, deja que te demostremos lo mucho que te queremos― susurré en su oído mientras acariciaba su cuello.

―Eres nuestra niña y te amamos― añadió la que esa joven consideraba su ama al tiempo que sacando la lengua se ponía a lamer sus pezones.

Nuestra ternura la hizo sollozar y hablando por primera vez desde que llegamos, nos pidió perdón por haber intentado gozar ella sola.

―No te tenemos nada que perdonar, fui yo quien te autorizó a hacerlo― mentí mientras me apoderaba de unos de sus pechos actuando en sintonía con la negrita.

Creí reconocer placer en el gemido que dio al sentir nuestras bocas agasajándola y sabiendo que íbamos por el buen camino, me deslicé por ella dejando con mi lengua un húmedo surco sobre su piel. Al llegar a su sexo, lo hallé completamente encharcado. Esa fuente desbordándose me hizo insistir y mientras mi imprevista compañera de cama le decía lo guapa que era, separé los pliegues de su coño dando un primer lametazo sobre su clítoris.

― ¡No me lo merezco! ¡Mi señor! ― reaccionó gritando.

―Por supuesto que te lo mereces, muñeca. Esto y mucho más― respondí mientras sentía que se incrementaba el caudal de flujo que manaba de ella.

El berrido que pegó al sentir mis dientes mordisqueando su botón fue lo que me hizo decidir pedir ayuda a mi secretaria para que la hiciéramos llegar al orgasmo y así hacerle sentir nuestro cariño. Entendiendo al fin mis intenciones, Patricia unió su boca a la mía y juntos continuamos mimando ese tesoro todavía inmaculado. Tal y como había previsto, en cuando notó que ambos nos afanábamos en darle placer, Natacha se vio sacudida por todas las sensaciones que llevaba acumuladas y cediendo a ellas se corrió.

Todavía la rusita estaba gozando cuando susurrando en voz baja, mi acosadora con tono tierno me dijo que era un cerdo al haberla mentido. Preguntando porqué, respondió:

―Debes pensar que soy tonta. Nunca te has acostado con ella... ¡sigue virgen!

La tregua que manteníamos permitió que la reconociera que no me sentía capaz de estrenarla.

― ¿No te gusta nuestra muñeca? ― atónita, preguntó.

―Claro que me gusta. Es una monada, pero sería abusar de ella.

Impresionada, se tomó unos momentos antes de contestar:

―Eres tan bueno que a veces pareces idiota. Para Natacha eres su ancla y haciéndola mujer, además de ser tu obligación, tampoco la maltratarías sino qué le harías un favor al darle tu amor. Toda su vida ha sido esclava y necesita comprender que, a nuestro lado, eso ya no es así.

Sus palabras me dejaron pensativo y quizás por eso tardé en reaccionar cuando sin preguntar mi opinión, tomó mi pene ya erecto y lo aproximó al sexo de la rubita.

―Cumple con tu deber y hazla que se sienta amada.

Asustado por la responsabilidad, miré a la chiquilla y descubrí en su rostro, expectación y esperanza. Aun así, preferí cerciorarme y mientras mi glande jugaba con sus pliegues, murmuré:

―Natacha, deseo hacerte mía.

La felicidad con la que recibió mis palabras me dio el coraje de hundir unos centímetros mi pene en ella hasta topar con su himen. A punto de mandarlo al olvido, insistí:

―Si te tomo, dejarás de ser mi sierva y te convertirás en...

Interrumpiéndome antes de terminar, Patricia me rectificó:

―Cuando mi amado te tome, dejará de ser nuestra sierva y te convertirás en nuestra mujer. ¿Es eso lo que deseas?

―Sí― chilló mientras con un movimiento de caderas, forzaba la entrada de mi miembro en su interior.

El dolor fue algo breve y regalándonos una sonrisa, suspiró:

―Esposo mío, ama a tu muñeca.

Palidecí al oír que Natacha no solo se sentía mía, sino que me consideraba su marido y por eso, a mi lado, Patricia tuvo que insistir:

―Demuéstrale el cariño que sentimos por ella.

Sin saber a qué atenerme, comencé a moverme por instinto sacando y metiendo mi pene lentamente mientras notaba a la morena abrazándome por detrás. La presión de sus pechos en mi espalda me hizo reaccionar y poco a poco, fui incrementando el compás con el que no solo amaba a la rusita sino también a mi acosadora. El brillo ardiente de los ojos de Natacha al ser tomada demolió mis resquemores y convirtiendo el pausado trote del principio en un desenfrenado galope, sellé su entrega con la mía.

― ¡Mi amor! ― gritó la joven al sentir mi glande chocando con la pared de su vagina.

Para entonces la atracción que había acumulado por ella desde que llegó a mi casa se había convertido en pasión y olvidando que era su estreno, martilleé su interior con mi estoque sin advertir los gemidos de Patricia gozando como si fuese ella la receptora.

― ¡Por dios! ― finalmente escuché que gritaba en mi espalda: ― ¡Sigue amándonos!

Asumiendo que así era, la tomé entre mis brazos y mientras mi virilidad campeaba en Natacha, besé a mi acosadora. Al sentir mi lengua abriéndose paso en su boca, se corrió derramando su esencia sobre mí y sobre la rubia. Su derrumbe lejos de molestarme, azuzó la lujuria que sentía y mordiendo sus carnosos labios, la informé que al terminar con la chavala sería su turno. Mi amenaza intensificó su gozo y ante mi sorpresa, lejos de negarse rogó que me diese prisa mientras se ponía como loca a masturbarse.

La visión de ese monumento de mujer presa de la calentura no solo me afectó a mí sino también a la rubia y atrayéndola, le hizo saber que ella también la sentía suya al besarla. La pasión con la que respondió a su beso aceleró el gozo de Natacha llevándola en volandas hacia el orgasmo y pegando un largo gemido, se vio inmersa en el placer. La intensidad de su gozo llamó al mío y sin poderme contener exploté derramando mi simiente en su interior.

Al notar mis detonaciones en su vagina, la cría unió ese primer clímax con otro todavía más potente e imprimiendo un ritmo infernal a sus caderas, buscó ordeñarme por completo. ¡Y lo consiguió! Alucinado comprendí que jamás en mis años de vida había tenido una amante tan ardiente cuando logró que mi virilidad recuperara su entusiasmo y se mantuviera erecta a pesar de haber eyaculado.

―Lucas, es el momento en el que debes tomar a tu otra esposa― sacándosela comentó.

Acercando mi tallo a la negrita, contemplé sus miedos y recordando la importancia que para ella tenía el matrimonio legal, me abstuve de hacerlo. En vez hacerla mía, me tumbé en la cama y señalando mi erección, comenté:

―Hacerte mía, sería violarte. Por lo que lo que ahora pase, será tu decisión.

―Eres un capullo sin alma― replicó Patricia mientras se encaramaba sobre mí.

El deseo de su mirada me hizo suponer que claudicaría, pero defraudando mis expectativas no se empaló y tras colocar mi pene entre sus pliegues sin metérselo, comenzó a restregarse como una loba mientras me decía:

―Hoy has tenido suficiente con estrenar a nuestra muñeca. Cuando finalmente te sientas mío, dímelo y me entregaré de por vida a ti.

Por un instante, fui yo quien estuvo a punto de rendirse y reconocer en voz alta que la deseaba, pero fui tan valiente o tan insensato de permanecer callado sintiendo que su humedad envolviendo mi pene. Mi negativa curiosamente la agradó y revolcándose de placer sobre mí, me informó que cuanto más tardara en reconocer que la amaba mejor:

―Date prisa en pedir que me case contigo, mi amor. Soy una olla a punto de explotar y si no te tengo a ti, será nuestra muñeca la que reciba mi cariño.

La entente entre ambas mujeres quedó de manifiesto cuando riendo la rubita respondió mientras se apoderaba de sus pechos:

―Para mí, ya eres mi esposa.

Como si con ese gesto y sus palabras hubiese dado con una tecla que necesitara que alguien tocara, Patricia corriéndose cayó en una especie de trance en el que solo repetía como un mantra que por fin era de alguien y tenía un hogar.

«No puede ser», murmuré para mí al reconocer en la negrita los mismos síntomas de la rubia cuando sufría los efectos de uno de los detonantes impresos en su cerebro: «su ex estaba haciendo de ella una esclava y si no llegó a culminar el proceso fue gracias a que huyó». Sin podérselo explicar comprobé aterrorizado como su estado iba empeorando con el paso de los segundos y su placer se iba haciendo hasta doloroso. «Al estar casado ya, ese maldito quería avocarla al suicidio», me dije no sabiendo cómo actuar.

Cuando ya todo su cuerpo era pasto de un sufrimiento atroz, no me quedó otra que hacer de tripas corazón y preguntarle al oído si quería casarse conmigo.

―Sí― chilló derrumbándose sobre la cama.

El colapso de la negrita fue total y por ello, preferí dejarla descansar antes de revelar lo que había descubierto. La necesitaba en forma para que pudiese razonar y no se hundiera de nuevo en la desesperación. Natacha que no era boba se percató de que algo le ocurría y viendo que dormía, me hizo una seña para que la acompañara fuera de la habitación.

Una vez en el salón, preguntó:

―Lo que le ha pasado con Patricia no es normal, ¿verdad?

―No― respondí mientras me servía un copazo que me ayudara a digerir lo sucedido.

― ¿Qué le ocurre? ― insistió.

Tomándome unos segundos para ordenar mis ideas, le pedí que se sentara y pegando un sorbo al whisky, fui detallándole la razón de sus ataques, pero sobre todo los motivos. Así expliqué a la muchacha que su torturador era un ser repugnante que disfrutaba con el dolor ajeno, pero haciendo hincapié que, en su caso al tenerme a mí, ya no tenía nada que temer.

―Tú me has salvado― reconoció con la voz teñida de cariño.

―Patricia también fue víctima de ese hijo de perra, pero con ella usó otra estrategia y le hizo creer que necesitaba un matrimonio para ser feliz.

―Entiendo― musitó preocupada.

―Su intención era llevarla a la desesperación al saber que jamás se casaría con ella.

―Ese no es tu caso. Tú sí puedes.

―Lo sé, pequeña ― respondí vaciando la copa...


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Mi loba aulla mientras una vampira bate sus alas

Sinopsis:

Uxío y la salvaxe con la que comparte la vida son llamados a ver a Xenoveva, la dama del lago de la que el licántropo es adalid. Al presentarse ante ella, la semidiosa les informa que una de sus hermanas, un hada que vive en la Toscana, necesita su ayuda y que les ha mandado a una bruja como mensajera.

Pensando la pareja que se encontrarían con una mujer gorda y entrada en años, acceden a entrevistarse con ella. Al conocerla, resultó ser una bellísima joven a través de la cual Diana les informa que en la región de Italia donde vive se han producido unas desapariciones, cuyos responsables sospecha que son vampiros.

Aceptando la misión, los tres se dirigen a Florencia sin sospechar que la policía que lleva el caso es una morena con un pequeño problema. No es humana, pero tampoco una mujer loba. Sandra Moretti es de una especie que ¡bebe sangre!...