La historia del jefe acosado por su secretaria 2

Mi nueva secretaria comienza a infectar como un virus todos los ángulos de mi vida, nada de lo que consideraba mío quedó a salvo de su presencia. La casa, la empresa, mi agenda, pero el colmo fue cuando comprobé que a esa morena no le había temblado el pulso al ponerse a organizar mi vida sexual.

3

Al despertar, Altagracia se había ido. Sin saber si lo agradecía o por el contrario lo lamentaba, me levanté para irme a trabajar y ya en la ducha, supe que era una pena que no se hubiese quedado por lo mucho que me hubiese gustado enjabonar sus pechos mientras la mimaba. La tristeza de esa mañana mutó en alegría cuando al irme a vestir, leí la nota que me había dejado sobre la mesilla:

“Gracias por hacerme sentir tu negrita”.

Tras leerlo, sonreí y con renovados ánimos, salí a enfrentarme con el mundo sabiendo que esa cubana de piel morena había calado hondo en mi interior. Al aparcar mi coche en el edificio donde estaba ubicada mi empresa, vi la moto de Patricia en la plaza de al lado y recordé haber visto una vespa igual pasando cuando entraba acompañado al hotel. Desechando de inmediato la idea, pero recordando su existencia, llamé al ascensor. La sonrisa de mi secretaria trayéndome el café, poniendo en mis manos el correo mientras revisábamos mi agenda, me resultó gratificante y sumergiéndome en el día a día, afronté los problemas y retos de la compañía con alegría.

―Don Lucas, la próxima vez que no vaya a venir, avíseme. Le estuve esperando hasta las nueve― reprochando mi comportamiento, protestó con un deje de amargura la joven.

―No te preocupes, no volverá a pasar. Te lo prometo― sin dar mayor importancia a su queja, respondí.

Aceptando mis disculpas, aprovechó para decirme que había contratado un moderno sistema de seguridad para mi piso y que había quedado en abrir la puerta a los técnicos que iban a instalarlo. Como eso era algo que tenía en la casa que había compartido con mi ex, me pareció bien y únicamente pregunté en qué consistía:

―Es lo último en domótica. Desde el móvil, podrá poner la calefacción, la música ambiente e incluso cuando esté de viaje ver lo que ocurre en las diferentes habitaciones.

―Nena, ¡no sé qué haría si no te hubiese contratado! ― exclamé reconociendo mi torpeza para los asuntos domésticos.

Aun ruborizada por esa afirmación, no perdió la oportunidad de preguntar si había pensado que iba a necesitar alguien que limpiara el piso, planchara la ropa y me diera de comer.

― ¿Te importa que lo deje en tus manos? ― espantado con la perspectiva de tenerme que ocupar de entrevistar una retahíla de candidatas para luego equivocarme, respondí.

―Tu niña se ocupa― luciendo la blanca perfección de sus dientes, respondió y dejándome con los papeles, se fue a su puesto de trabajo.

Espantado reconocí en ese “tu niña” el parecido a “su negrita” de Altagracia, pero pensando que veía moros con trinchetes me olvidé del asunto mientras recibía la visita de Joaquín presentándome los resultados de la consultora. Los números del trimestre no eran lo suficientemente buenos y por eso invertí casi todo el resto de la mañana revisando con el financiero las razones del limitado crecimiento que habíamos conseguido.

―Básicamente, se debe a que la agencia de Barcelona no funciona como debía― sacando un gráfico de su desempeño contestó.

Tras examinar los datos, decidí tomar cartas en el asunto y llamando por el interfono a su hermana, pedí que nos sacara dos billetes para la ciudad condal.

―Don Lucas, ¿cuántos días se van a quedar? Lo digo porque como el domingo se tiene que ir a Frankfurt, es una tontería que vuelva a Madrid cuando puede volar desde allá.

La lógica que encerraban sus palabras me hizo aceptar la sugerencia y centrándome en lo importante, planeé con Joaquín el alcance de la revisión que efectuaríamos en esa delegación. No me quedó duda alguna de que el rubiales había previsto el desarrollo de la reunión cuando sacando del maletín un dossier completo, puso sobre la mesa un programa, programa que no solo incluía lo que él debía comprobar sino también todo lo que me atañía a mí.

― ¿Y esto? ― pregunté haciéndole ver que esos papeles no llevaban el formato que solía usar.

―Como ayer en la tarde no estuviste en tu despacho, Patricia se aburría y me ayudó.

En absoluto molesto, pero con una mosca rondándome en la oreja, revisé la planificación que esa monada había preparado. Tras verificar que era un programa de máximos y que me tendría ocupado hasta bien entrado en sábado, supe que era lo necesario.

―Es una pena tenerla de secretaria. Con su valía podría a optar a un puesto de dirección.

―Ella lo sabe, pero no quiere― contestó sin aclarar las verdaderas motivaciones de su familiar.

Intrigado por su secretismo traté de seguir indagando, pero me encontré con su cerrazón y tontamente asumí que esa mujer no deseaba la responsabilidad de comandar un equipo. Por ello volviendo a nuestra visita del día siguiente, estudié a conciencia la cuenta de resultados de Barcelona de manera detallada y escandalizado comprobé que no solo no había crecido, sino que los gastos de representación, marcados en amarillo por Patricia, eran escandalosos. Revisando los diferentes rubros comprobé que todos y cada uno en los que avizoraba problemas habían sido resaltados con anterioridad por ella. Por ello y por un momento, pensé en llevarla con nosotros, pero recordando que si había elegido a Altagracia la noche anterior había sido por su causa, preferí no tentar al diablo y se quedara en Madrid.

«Algo tienen las negras que me traen loco», me dije afianzando esa ´decisión...

Mis peores augurios se hicieron realidad cuando al segundo día de estar en Cataluña, el delegado dimitió al sentirse incapaz de probar las razones del desmesurado gasto y de la parálisis que su gestión había abocado a la agencia. Menos mal que contaba con Joaquín y abusando de él, le pedí que se quedara al frente de esa zona mientras encontraba un sustituto.  Al enterarse su hermana y sin que yo hubiese dado la orden, me llamó diciendo que durante mi estancia en esa ciudad me había concertado una cita con un conocido, el cual cumplía todos los requisitos que necesitaba para cubrir la vacante.

― ¿Dónde y a qué hora? ― aliviado y molesto por igual con su intromisión, pregunté.

―He quedado con Jaume Borrás en que cenarían en el restaurant ABaC que está en la avenida del Tibidabo.

Como había llegado a mis oídos la fama de su comida mediterránea, premiada con tres estrellas Michelin, no pude quejarme y únicamente pregunté cómo se las había ingeniado para conseguir mesa con tan poca anticipación.

―Jordi Cruz es amiguete y en cuanto se enteró que mi jefe iba a ser el cliente, movió Roma con Santiago y te hizo un hueco.

Colgando el teléfono, me quedé pensando en las veces que esa morena me había sorprendido en tan poco tiempo y deseando saber algo de ella, metí su nombre en internet. Cual sería mi sorpresa cuando Google me informó que esa cría había creado con solo veinte años una app que luego vendió por cien millones a una empresa americana.

«Por eso, ni siquiera preguntó lo que iba a ganar... ¡es millonaria!».

No entendiendo nada, seguí indagando y así me enteré que según corría el rumor, se había retirado del mundo informático tras un supuesto affaire con un banquero y que había jurado que jamás volvería a confiar en un hombre que estuviese casado. Mirando la foto del susodicho, me quedé alucinado con las semejanzas de ese don Juan conmigo:

― ¡Debe ser de mi edad! ― derrumbándome en el asiento del dimitido, exclamé.

La llegada de su hermano evitó que siguiera martirizándome con ese descubrimiento y dejándolo en un lugar apartado de mi cerebro, comenté que Patricia nos había conseguido un posible delegado.

―Lo sé. Me ha hecho llegar su curriculum― contestó poniendo el perfil del tipo en mis manos.

Repasándolo, comprobé que era ingeniero por la universidad de Barcelona y master por Esade, que era trilingüe y soltero.

―Parece un cerebro― reconocí.

―Es un amor y encima está buenísimo― dejando salir su vena homosexual, no tuvo reparo en comentar.

Asumiendo que entre el candidato y él había habido algún que otro escarceo, solté una carcajada y cerrando el ordenador, le tomé de la cintura mientras, en plan de guasa, preguntaba si debía ponerme celoso.

―Para nada, tú eres mi adoración― rechazando de buen grado ese gesto, pero separándose de mí, respondió.

Por el brillo de sus ojos, comprendí que me había pasado dos pueblos y que de haber tenido duda de que me volvían loco las mujeres, ese rubiales quizás hubiese buscado el acercamiento.

―Perdona, si te he molestado. Estaba de broma― comenté abochornado.

―Lucas, sé que te pirran las faldas y que, aun así, siempre me has apoyado. No te preocupes― desternillado al ver mi cara, respondió.

La confianza que me acababa de trasladar me dio el valor de preguntar cómo era posible que su hermana teniendo las espaldas cubiertas de esa forma, se rebajara a trabajar de secretaría. Comprendiendo que me había enterado de su fortuna, no tuvo reparo alguno en contestar:

―Exactamente por eso. Sin necesidad de un sueldo que llevar a casa y como siempre había envidiado el buen ambiente que le decía que habías conseguido crear en la compañía, decidió que debía dejar de lamentarse y volver al mercado.

Tan obcecado estaba con que era imposible que una mujer así se fijara en mí que interpreté esa vuelta al mercado como volver a trabajar y por ello, dejando definitivamente de pensar en Patricia, me fui con su hermano a cenar.

Ya en el ABaC, no me sorprendió el interés de Joaquín por el tal Jaume, ya qu,e siendo heterosexual, no puedo dejar de confesar que ese adonis de casi dos metros estaba para comérselo y que, de haber nacido mujer, no me hubiese importado que me diera un buen revolcón. Para colmo, durante la cena, el tipo resultó ser no solo brillante sino encantador y por ello, en el postre y tras discutir brevemente sus emolumentos, lo contraté.

La alegría de mi segundo me confirmó que entre ellos había algo, pero como vivirían en diferentes ciudades y por tanto no iban a ser pareja, no me importó.

―Qué os divirtáis― después de pagar la cena, me despedí de ellos asumiendo que lo celebrarían en un fiero combate cuerpo a cuerpo.

―Nos vemos mañana― sin separar los ojos del moreno, Joaquín me dijo adiós.

Supe que nada más irme, lo primero que había hecho había sido llamar a Patricia cuando todavía en el taxi esa monada me llamó y tras asegurarme que el noviete de su hermano no me defraudaría, me informó que me había mandado al hotel una sorpresa. Por mucho que intenté sonsacarle qué era, no lo conseguí. Pero juro por lo más sagrado que lo último que esperé encontrar al abrir mi habitación, fue a Altagracia desnuda sobre mi cama.

―Mi amor, no sabes la ilusión que le hizo a tu negrita cuando tu secretaria me dijo que me echabas de menos y que me esperabas aquí.

La ternura y el cariño de la cubana me impidió reconocerle que no había sido mi idea y decidiendo que al día siguiente tendría que hablar largo y tendido con la responsable, me acerqué sin prever tampoco que esa mujer lo primero que hizo fue arrodillarse ante mí con la intención de hacerme una mamada.

―Déjame― protestó cuando quise levantarla: ― la otra noche me demostraste que sabías comerte un chocho, me toca ahora probarte que yo soy una experta mamando vergas.

No pude decir ni mu, ya que con una rapidez que me dejó descolocado no solo bajó mi bragueta, sino que, viendo mi erección, se la metió hasta el fondo de la garganta con una maestría que solo las hispanas conocen.

―Tranquila, tenemos toda la noche― dije al ver su urgencia.

Extrayéndola brevemente de su boca, me soltó:

―Te equivocas, primor. Tenemos hasta el domingo. Doña Patricia insistió en que debía despedirte en el aeropuerto y por eso, mi vuelo sale después que el tuyo.

Que esa arpía decidiera hasta los detalles sexuales de mi agenda, me sacó de las casillas y aprovechando que se había vuelto a meter mi pene, comencé a follarme la boca de Altagracia, pensando y soñando que era la de mi entrometida secretaria. O no le importó mi brusquedad o, por el contrario, la excitó ya que mientras la tomaba de la cabeza para facilitar la velocidad en que martilleaba su garganta, se las ingenió para llevar la mano a su entrepierna y se comenzó a masturbar. Tan furioso estaba con lo sucedido, que no cejé en mi empeño hasta que mi cabreo detonó lanzando blancas oleadas de leche directamente al estómago de la negrita.

Estaba a punto de disculparme cuando presa de un extraño frenesí la joven madre cayó sobre la alfombra retorciéndose mientras se corría.

―Mi amor, tú sí que sabes cómo tratar a una hembra― sollozó gozando del ruin trato que le había dado.

Tomándola en brazos, la llevé hasta la cama y tumbándome a su lado, dejé caer una duda que me estaba corroyendo:

―Perdona, ¿cómo contactó Patricia contigo?

Avergonzada se echó a llorar y con la cara angustiada, me contó que al irse me había robado una tarjeta de presentación y trescientos euros con los que compró un abrigo a su hijo. Pero que, al día siguiente, se arrepintió y leyendo la dirección de mi oficina, se plantó allí a devolverlos.

― ¿Se los diste a ella?

―Lo intenté, pero su secretaria es una dama y al saber que estaba arrepentida y el uso que le había dado, no solo no los aceptó, sino que dándome otros mil, me informó que llevaba todo el día buscándome porque le habías pedido que me encontrara para que te acompañara a Barcelona.

«Menuda lianta estás hecha Patricia», mascullé entre dientes sin advertir que me había tranquilizado e incluso gustado su “buen corazón”.

― ¿Tú también me perdonas? ― preguntó la cubana buscando mis besos.

Considerando su pecado algo venial, no cedí de primeras. Es más, haciendo que estaba molesto, la puse en mis rodillas mientras le decía que había sido mala y que por tanto se merecía un castigo.

―Lo que tú decidas, estará bien― contestó sin saber a qué atenerse.

Al recibir el primer azote, noté que exageraba el grito y por eso elevando su intensidad, descargué sobre sus nalgas una primera serie antes de darme cuenta de que ese escarmiento no le era intolerable y que la ponía cachonda.

― ¡A esta negra le gusta ser reprendida por su amo! ― gritó confirmando ese extremo.

Ese exabrupto ratificando su gusto por ser tratada con violencia y que se refiera a mí como su dueño me pareció tan raro como excitante y tras dejarle el culo rojo, poniéndola a cuatro patas la ensarté de un solo empujón de caderas.

― ¡Siga castigando a su negrita! ― rugió sintiéndose empalada: ― ¡Se lo merece!

Sus palabras despertaron un lado dominante que desconocía tener, y tomando sus negros rizos con una mano, azucé la velocidad de mi montura reiniciando las nalgadas. Los gemidos que emitió con cada golpe no fueron de dolor sino de placer y por eso no me extrañó sentir que el manantial en que se había convertido su coño se desbordaba por mis muslos, empapando la cama. No dejando que su gozo impidiera el mío, saqué la polla de su chumino y tomando la sábana, sequé ambos sexos con ella, para a continuación volver a embutírselo hasta el fondo.

Nuevamente no se quejó con ese brusco asalto y notando mi glande golpeando la pared de su vagina, sonrió:

― ¡Cómo echaba de menos estos vergazos!

Riendo a carcajadas, la tomé de los hombros mientras aceleraba. Mi nuevo impulso y el cambio de postura demolieron sus últimas defensas y cayendo sobre la almohada, me rogó que la dejara descansar.

―Descansarás cuando consigas que me corra― le grité poniéndola de nuevo en plan perrito.

― ¡Por dios! No entiendo a la loca que te dejó escapar. No solo eres un buen hombre, ¡eres el mejor amante que he tenido!

―Deja de hablar como vieja chismosa y muévete.

Herida en su amor propio, la cubana convirtió su cadera en una batidora. Apenas pude resistir cuando mi pene se vio zarandeado a todos lados de una forma tan brutal como nueva, y por ello agarrando su melena, intenté que esa yegua no pudiera descabalgarme como jinete mientras en su interior explotaba derramando mi simiente.

―Puedo ser masoca, guarra y negra pero no vieja― rugió satisfecha mientras tirándose sobre mí comenzaba a hacerme cosquillas.

La genuina alegría de esa monada al haberme vencido por K.O. me hizo reír y atrayéndola hacia mí callé sus risas, o eso quise, amenazando la virginidad de su trasero.

― ¿Acaso el pervertido de mi señor desea darme por el chiquito? ― mirándome a los ojos preguntó:  ― ¡A su negra es lo que más le puede gustar!

Tras lo cual y denotando su predilección por esa clase de sexo, tratando de resucitar mi alicaída herramienta con los labios, me informó que cuando consiguiera resucitarla debía hacer uso de ella analmente:

―Es lo menos que puede hacer por mí cuando he recorrido seiscientos kilómetros para venir a verle.

¡Su petición no cayó en saco roto!...

4

El sábado me despertó el sonido del jacuzzi llenándose y pensando que Altagracia deseaba empezar el día con un baño, me quedé estirándome en la cama. Supe que quería que ese baño fuera compartido cuando, al verme despierto, me llevó casi a empujones al agua.

―Me apetece mimarlo― contestó al preguntar muerto de risa qué coño hacía y sin dar opción a que me negara se metió conmigo en la bañera.

El desparpajo de esa mujer y el cariño que me demostraba me traían embelesado y cediendo a sus deseos, comencé a enjabonar sus pechos cuando con una dulce sonrisa, me lo pidió.

―También a su negrita, le gusta que la mimen― estaba comentando cuando de repente sonó un mensaje en su móvil.

Como la confianza da asco, la cubana no pidió permiso y alargando la mano, lo cogió.

―Es doña Patricia― señaló al leerlo.

― ¿Qué quiere esa zorra? ― pregunté todavía molesto con su manía de involucrarse en todos los aspectos de mi vida.

―Pregunta cómo me recibió.

Que hasta allí llegara su interés, me sacó de las casillas y deseando darle una lección, quise saber si no le importaba que la grabara mientras me hacía una mamada. Al preguntar el motivo, le expliqué que estaba hasta los huevos de que mi secretaría se metiera en mis asuntos y qué mejor respuesta podía darle de cómo la había recibido que mandar esa prueba.

― ¿Lo estás diciendo en serio? ¿No te vas a arrepentir?

―Altagracia... jamás se lo mandaría desde mi móvil. ¡No estoy loco! Podría acusarme de acoso, pero llegándola de ti, se lo tendrá que comer con patatas.

Las risas de la cubana mientras se agachaba entre mis piernas fueron el permiso que necesitaba para poner en acción la cámara de su teléfono y durante cinco minutos grabé desde escasos centímetros de su cara la maravillosa mamada que me regaló. Tras revisar la película entre nosotros, ambos decidimos que lo mejor eran dos momentos: el primero era el instante en el que mi pene explotó llenando su rostro de semen y el segundo en el que con los dedos se lo llevó a la boca para saborearlo.

Sin esperar, no fuese a ser que me echara atrás y escribiendo en el teclado “No sabes qué rico pene tiene tu jefe”, Altagracia lo mandó.

Patricia tardó casi cuarto de hora en contestar y cuando lo hizo nos pilló ya desayunando. Juro que pensé que iba a estar echa una furia y así interpreté la carcajada de la cubana cuando vio su respuesta.

―Te equivocas. Lee lo que me ha contestado la doña.

Tomando el móvil, me quedé pálido al ver en su pantalla:

“Cabrona, ¡qué suerte tienes!”.

Indignado con Patricia como nunca, empecé a despotricar de ella, gritando que era una vergüenza la forma en que tonteaba conmigo y jurando que en cuanto volviera la podría directamente en la calle por haber tenido la desfachatez de escribir eso. Altagracia estaba muerta de risa con la cara que ponía enfadado cuando se percató de que le había entrado un nuevo mensaje.

―Si lo que te preocupa es que la doña esté enamorada de ti, ya puedes irlo olvidando. Tu secretaria pierde aceite y es a mí a quién mira.

― ¿Por qué lo dices?

Enseñándome una foto de la que creía que me estaba acosando desnuda y con la mano entre las piernas, contestó:

―Te leo textualmente lo que me pone: “¿No te doy pena? Tú divirtiéndote y yo sola con mis deditos. Cuando vuelvas llámame y nos tomamos algo”. Definitivamente doña Patricia es bollera y quiere hacérselo conmigo.

Arrebatándole el móvil y tras leer el mensaje por mí mismo, comprendí que tenía razón y que a raíz de salirle rana su ultimo romance, no solo había decidido no ir con casados sino con hombres en general. Pero no por ello se lo devolví y durante más de un minuto, me quedé embobado admirando la impresionante belleza de sus senos y caderas.

«Menudo desperdicio de mujer», ya tranquilo pero decepcionado, sentencié...

Saber que Patricia dirigía sus miradas al otro sexo no evitó que siguiera molesto, pero al menos amortiguó el resquemor que sentía por su intromisión en mis asuntos y comencé a verlo como el precio que debía pagar por su eficiencia. Prueba de su validez fue el mensaje me mandó el domingo cuando todavía estaba disfrutando de la presencia de Altagracia:

“Don Lucas, le anexo el link del sistema de seguridad donde podrá verificar el estado de la obra de su casa. Si ve algo que no le gusta, hágamelo saber y me ocuparé de enmendarlo”.

Como mudarme era algo urgente, me metí a ver qué coño habían hecho y tal y como había previsto nada de lo que pude observar me desagradó y compartiendo con la negrita las imágenes, ésta se quedó maravillada con el lugar donde iba a vivir.

―Es un palacio― emocionada comentó, pensando quizás que no tardaría en ser invitada allí.

Mi satisfacción se trasformó en preocupación cuando a pesar de ser domingo descubrí a Patricia dando órdenes a un par de “lacayos” para que arreglaran algo que ella no consideraba bien hecho. Cualquiera que lo lea se preguntará por que me preocupó ver a mi empleada trabajando fuera de su jornada laboral. Como respuesta he de decir que no fue eso lo que me acojonó, sino las palabras que dirigió a los decoradores:

―No creáis que voy a aceptar esta chapuza, pensad que soy yo la que vivir aquí y me niego a ver todas las mañanas, cuando me levante, un cuadro mal colocado.

Exteriorizando mi enfado a la cubana, ésta se echó a reír:

―Joder, mira que eres mal pensado. ¡Es una forma de hablar! En vez de enfadarte, deberías darte con un canto en los dientes. Ya me gustaría tener una Doña en mi vida que me resolviera los problemas.

Reconociendo que quizás había malinterpretado a mi secretaría, lo dejé pasar y nos fuimos a dar un paseo mientras hacíamos tiempo antes de ir al aeropuerto. Dos horas más tarde y con el pase de abordar en mi mano, me despedí de Altagracia y fue entonces cuando ésta me demostró que ya no me consideraba un cliente sino su amante al echarse a llorar desconsolada, diciendo lo mucho que me iba a echar de menos.

Aunque esa mujer me gustaba, no sentía nada por ella y por eso decidí que solo volvería a contactar con ella, si estaba urgido de sexo.

«Cuando pasen un par de semanas sin que la contrate, se buscará a alguien que realmente la quiera», me dije al darme cuenta de que esa mujer se estaba enamorando de mí.

Tras esa dolorosa despedida, tomé el avión y partí hacia Frankfurt, donde Isabel Rufián, la representante en Alemania de la empresa me estaba esperando para acompañarme a la inauguración de la feria. Entre saludar a los conocidos e indagar qué nuevos clientes se había dejado caer por allí pasaron las horas y ya cerca de las diez, llegué a la habitación que Patricia me había reservado. He de reconocer que, mientras pasaba la tarjeta que me daría acceso al cuarto, temí encontrarme con una nueva sorpresa y solo respiré cuando lo único con lo que me topé fue con una cesta de frutas, cortesía del hotel.

Al haber dormido poco las últimas dos noches, esa lo hice de un tirón y a las ocho de la mañana, ya había desayunado y con el maletín en la mano, me dirigí a visitar el stand de la compañía. Por la hora, había poco público y por eso en compañía de Isabel revisamos la agenda y las empresas con la que deberíamos contactar para que fuese un éxito mi ida a ese pais. Lo extenso de la misma y la continua llegada de posibles clientes hicieron que pasara el lunes sin darme cuenta y solo cuando retorné al hotel, tomé mi móvil para echar un vistazo a las obras. Al ver que la cocina estaba lista, me tranquilizó y por eso, decidí ver cómo iba mi cuarto. Allí descubrí que Patricia había metido nuevamente sus manos al contemplar alucinado la plaza de toros por la que había sustituido la cama que teóricamente iría ubicada ahí.

«¿De dónde se habrá sacado que necesito algo así?», me pregunté al ver, por comparación con la King Size de la habitación de invitados, que esa al menos debía medir tres metros de ancho por dos y medio de largo. Siendo un tema menor, moviéndome a través de la pantalla, me dirigí a la terraza donde apenas había habido cambio por lo que cerrando la aplicación me fui a cenar.

El martes fue copia del día anterior y lo único que perturbó mi tranquilidad fue cuando sobre las doce, recordé que no había llamado a mi vieja y que, por tanto, me había hecho acreedor a una de sus broncas. Por ello y sin más dilación, marqué su número y para mi sorpresa, en vez de echarme en cara el olvido, me soltó que era el mejor hijo que una madre podía tener.  Sin saber a qué se refería, dejé que se explayara y fue entonces cuando me enteré que Patricia previendo mi fallo se me había adelantado mandándola en mi nombre un ramo de flores con dedicatoria incluida:

“Ni todas las rosas del mundo pueden compararse contigo, mamá”.

No pude cabrearme con Patricia, pero en mi interior se incrementó la zozobra al sentir que como un virus la presencia de esa arpía iba infectando todos y cada uno de los aspectos de mi vida.  Fue esa tarde cuando realmente me enfadé, estaba hablando con un prospecto de cliente cuando recibí la llamada de Juan Baños, uno de mis contactos en el Banco de Santander.

― ¿Dime Juan en que te puedo ayudar? ― pregunté dejando de lado al tipo con el que estaba reunido, ya que al ser uno de los más altos ejecutivos de esa firma tenía que darle la importancia que se merecía.

―Lucas, siempre he sabido que eras un crack, pero cuando el viernes te llamé a tu oficina para pedirte un favor y me pasaron con tu nueva segunda, no creí que tu organización fuera capaz de cumplir el último capricho de mi jefa.

―Perdona, me he perdido― reconocí preocupado, pero no angustiado por el tono de su llamada.

―No te preocupes, todo está solucionado y esta misma tarde te mando el nuevo contrato.

―Disculpa, ¿de qué contrato hablas? ― insistí sin importarme ya quedar como un memo.

Sí se percató, no lo dijo:

―El viernes a Ana Patricia le entraron las prisas de que debíamos perfeccionar el procedimiento para medir nuestro riesgo medio ambiental y por eso te llamé donde me atendió la señorita Meléndez y se comprometió con que hoy expondría a la junta del banco un plan con el que estaríamos más que cubiertos.

―No me ha dado tiempo todavía de hablar con ella― conseguí disimular, para acto seguido preguntar sobre el desarrollo de esa reunión.

―Desde ahora te aviso que mi jefa le ha echado el ojo a su tocaya y sé que no dudará en contratarla... ¡Menuda fiera! Nos dejó a todos boquiabiertos cuando en poco más de media hora nos hizo ver no solo nuestros fallos sino también la manera de mitigarlos. ¿De dónde coño sacaste a ese bombón? Te juro que, al verla entrar, jamás supuse que fuera un cerebro.

Apenas presté atención al resto de la llamada, el cabreo que sentía lo impidió. Cabreo que no se diluyó siquiera cuando haciendo llegar a mi correo un PDF con el contrato ya firmado.

«No puede ser que se haya sacado de la chistera la mayor operación que nunca hemos tenido sin consultarme al menos», me dije comprendiendo también que, aunque en ese momento sentía ganas de estrangularla o al menos despedirla, no podía hacer nada al respecto ya que el Santander nunca lo comprendería.

Tratando de calmarme, salí de la feria y comencé a pasear sin rumbo hasta bien entrada la noche, cuando al comprobar que no sabía siquiera por qué barrio andaba, tomé la decisión de retornar al hotel y descansar para que al día siguiente estuviera lo suficiente sosegado para hablar con esa puta de piel morena. Desgraciadamente, de qué tamaño sería la ira que llevaba conteniendo que su presencia llegó incluso a mis sueños, durante los cuales me vi azotando su negro culo mientras la sodomizaba.

En la mañana del miércoles mi furia no había menguado y por eso me abstuve tanto de hablar con ella, como de contestar a sus emails donde me notificaba el acuerdo con el banco y en los que hacía hincapié en el prestigio y los beneficios que supondría que se hiciera público que mi empresa había sido seleccionada para llevar a cabo la trasformación de la mayor institución financiera del país. Lo que si hice fue meterme en internet y comprarle un perfume que mandé a la oficina, sabiendo o al menos esperando que captara el mensaje ya que la marca que elegí para ella era “Poison” y que en castellano significaba “veneno”.

O bien no lo captó o no quiso hacerlo. El jueves estaba cerrando un trato con un par de italianos cuando recibí por WhatsApp la contestación a mi regalo:

“Gracias, Lucas. Yo también te echo de menos”.

Como es normal, comencé a despotricar recordando toda su parentela y nuevamente me tuve que ausentar del stand para evitar echar a la puta calle a todos los empleados desplazados a la ciudad. Ya fuera de la feria comprendí que mi indignación, más que con ella, era conmigo mismo al percatarme de la facilidad que esa monada tenía para sacarme de las casillas.

«Hasta su madre biológica debía saber la clase de demonio que había engendrado y previéndolo, no dudó en darla en adopción», exclamé tirándome físicamente de los pelos antes de conseguir los arrestos suficientes y volver.

El cierre de la feria con la típica cena con mis subordinados era algo obligado y por eso mi última noche en esa ciudad fue al menos rutinaria sin que la sombra de esa morena consiguiera echarla a perder. Tras los típicos agradecimientos a mi gente, los dejé tomándose copas y volví al hotel. Ya en mi habitación, su recuerdo me hizo soñar atándola a una cruz de San Andrés y con especial saña, la torturé sin sacar de ella el mínimo arrepentimiento.

El viernes era el día de mi retorno a Madrid y como mi vuelo no salía hasta las tres, me pasé la mañana haciendo turismo y ya en el aeropuerto, me tomé un respiro usando la app del sistema de seguridad. Increíblemente, sentí como una afrenta que Patricia hubiese cumplido su palabra y que todo estuviese listo para mi llegada.

«Es acojonante, incluso ha tenido tiempo de elegir las plantas de la terraza», desmoralizado al no encontrar nada fuera de su sitio, lamenté.

Las casi tres horas de duración del trayecto me sirvieron para echarme un par de lingotazos y el alcohol me permitió caer en que esa noche dormiría en el que sería mi hogar en adelante. Con una felicidad parcialmente impuesta por la bebida, al llegar a Madrid tomé un taxi que me dejó en el portal. Mi cabreo volvió con fuerza al ver en la acera su vespa roja y fuera de mí, decidí enfrentarme con ella.

El discurso que había preparado para ponerle las cosas claras jamás llegó a salir de mis labios puesto que tras la puerta me estaba esperando, además del objeto de mis iras, otra mujer.

―Don Lucas, te presento a Natacha, la chiquilla que te hará la vida más fácil.

No pude más que babear al contemplar a la susodicha y es que lo que nunca pude pensar es que al buscarme una criada, Patricia hubiese contratado a un bellezón que solo hubiese pasado inadvertido en un desfile de Victoria Secret´s. Competiendo en belleza con la negrita y de su altura, tenía una expresión aniñada en su rostro que hacía de ella una adolescente sin serlo.

―Encantado, señorita― conseguí tartamudear mientras extendía la mano a un primoroso ejemplar del sexo femenino ataviado con el uniforme de las chachas de antaño.

―Es un honor conocerle, mi señor― haciendo una genuflexión impropia de alguien de nuestra época y con acento eslavo, contestó mientras a su lado la pécora sonreía.

―Pasa, por favor― me dijo la morena: ―Deja que te enseñe la casa mientras Natacha nos prepara de cenar.

En ese instante, no caí en ese “nos” y como un autómata, seguí a la que teóricamente era mi secretaria por las distintas habitaciones.

―Como podrás comprobar todo está listo, ¡me he ocupado de ello! ― comentó y abriendo un armario que estaba tras el bar, dio prueba de ello al toparme de frente con un surtido de mis botellas preferidas: ―Me he permitido la licencia de comprarte todo tipo de suministros― luciendo su sonrisa, insistió.

Sin una excusa con la que abroncarla, llegamos a mi cuarto y al ver la cama supe que me había quedado corto cuando me pareció exagerada.

― ¡Es una aberración! ― exclamé contemplando horrorizado su tamaño: ―Puedo meter en ella un equipo de baloncesto.

―Femenino, espero― respondió mientras me llevaba al baño.

Si la cama me parecía un despropósito, qué decir de la bañera que vi instalada. No solo era enorme, sino que incluso tenía una serie de extras cuyo fin sexual era evidente al consistir en una serie de agarraderas que me permitirían disfrutar de una pareja de juegos sin que se rompiera la crisma.

Viendo mi cara, se abstuvo de hacer comentario alguno y abriendo camino, se dirigió al comedor donde al ver que había dos lugares preparados, comprendí al fin que se había auto invitado a cenar.

―He pensado que debía repasar con usted lo que ha ocurrido en la empresa para que el lunes no le coja nada de sorpresa― sin hacer caso a mi creciente indignación, explicó.

Nuevamente y mientras la veía sentarse a mi derecha, no hallé un motivo al cual agarrarme para comenzar una discusión y por ello, imitándola acomodé mi culo en la silla principal. Previendo quizás que no debía darme tiempo ni de respirar, sacó dos dosieres y se puso a exponer el contrato del banco. La brillantez de su exposición fue algo que esperaba, lo que nunca se me pasó por la cabeza fueron sus malos modos con la rubia cuando intentó servirla a ella antes.

―Primero y siempre es a tu señor al que debes atender― le recriminó elevando la voz para a continuación, y sin que nada me hubiese preparado para ser testigo de tal cosa, descargó un sonoro azote sobre la muchacha.

―Perdone, señora. No volverá a pasar― fue la única respuesta de la tal Natacha.

Sin llegar a digerir ese manotazo, me percaté que bajo el uniforme de la rusa habían florecido sus pezones y he de decir que eso me alucinó y excitó por igual.

«¿Le irá la sumisión?», medité mientras la morena volvía como si nada al despliegue de datos todos ellos positivos del acuerdo con la entidad bancaria.

― ¿Cuántos recursos prevés que vamos a necesitar para llevarlo a cabo? ― pregunté intentando olvidar lo que había presenciado mientras probaba por primera vez la calidad de la cocina de la chavala.

El prodigioso manjar que tenía en el plato me entusiasmó al llevar la proporción exacta de especias y supe que esa joven nada tendría que envidiar al chef de cualquier restaurante de lujo.

«¿Dónde coño la habrá conseguido?», me pregunté sin conseguir una respuesta mientras a mi lado, Patricia seguía desgranando los pros y las contras del acuerdo.

Tras una cena a la que no pude sacar ningún “pero” y habiéndome soltado lo que deseaba hacerme saber, mi secretaria asistente e incordio, ya no sabía cómo definirla, se despidió de mí dejándome solo en compañía de Simona.

― ¿Mi señor desea que le sirva una copa en la terraza? ― preguntó dejando traslucir en su tono una extraña adoración que rayaba y superaba la sumisión.

Desconociendo que era lo que había llevado a esa joven belleza a sentir eso por mí, accedí y me fui a contemplar la noche de la ciudad desde el vergel en que habían trasformado ese lugar. Una vez ahí, tomé posesión de un sillón junto a la cual había en el suelo un cojín y pensando que el decorador lo había colocado ahí por si tenía un perro, quedé maravillado con la vista nocturna que se abría a mis ojos. Por eso quizás, no me enteré del cambio de uniforme de Simona hasta que puso el whisky en mi mano y como si fuera natural en ella, se acomodó en el almohadón que seguía a mis pies.

«¿Qué pasa aquí?», me pregunté al ver el escandaloso negligé que llevaba como vestimenta y que además de maximizar su belleza, dejaba entrever todos sus encantos.

Mi admiración no le pasó inadvertida a la rusa y regalándome el rubor de sus mejillas, posando su cabeza en mis rodillas comentó:

―Don Lucas, todavía no le he agradecido que pagara mi rescate ni que me sacara de ese infierno, dándome la oportunidad de una nueva vida.

―Tranquila, bonita― alcancé a decir mientras la chavala comenzaba a llorar.

―Jamás creí importar a nadie y por eso cuando un día, al despertar, doña Patricia me informó que nunca más iba a ver a mi antiguo dueño porque me había comprado en su nombre, pensé que mi existencia junto a usted sería igual o peor.

El desarrollo de la conversación me tenía paralizado y solo pude reaccionar acariciando su melena mientras intentaba asimilar el dolor y la angustia que encerraban sus palabras. Ese gesto cariñoso que quizás jamás nadie tenido con ella, la hizo continuar:

―Cuando lo primero que hizo fue llevarme a que los médicos comprobaran que estaba sana, debí comprender que mi sueño se había hecho realidad.

― ¿Cuál es tu sueño? ― pregunté sospechando la respuesta.

Levantando la mirada, contestó:

―Tener un amo que se desviviera por mi felicidad y que me dejara cuidarlo.

La constatación que me hallaba en frente de una sumisa y que, para Natacha, yo era el clavo al que se había agarrado para seguir viva, finalmente me hizo actuar. Levantándola del suelo, le busqué acomodo sobre mí y con una ternura que no sabía poseer, la abracé mientras susurraba en su oído que sus penurias habían terminado.

―Lo sé, mi señor. Doña Patricia me dejó claro que al lado de su Lucas encontraría la felicidad al hacer de mí su cachorrita.

No sé qué me perturbó más, sí que esa criatura deseara con fervor ser “mi cachorrita” o que la arpía de piel oscura se hubiese referido a mí como “su Lucas”.  Lo cierto es que mientras pensaba en una respuesta, la rusita se acurrucó sobre mi pecho y pegando un suspiro, añadió:

―Quiero que sepa que jamás defraudaré su amor y que dedicaré las veinticuatro horas del día a devolvérselo.

Mientras trataba de contener la furia y terminaba la copa, se quedó dormida como un bebé en mis brazos. Al darme cuenta, izándola con cuidado para no despertarla, la llevé al cuarto de servicio donde con ternura la tapé. Viendo el sosiego con el que dormía, decidí que era hora de hablar en serio con mi secretaria y yendo al salón, la llamé.

Esa negra obsesión aguantó el chaparrón en el que le dije hasta de qué se iba a morir, haciendo especial énfasis en cómo se había atrevido a traficar con la vida de una desgraciada cuando lo que tenía que haber hecho era ir directamente a la policía.

―Eso fue lo que hice― me gritó desde el otro lado del teléfono: ― Como ya sabes vendí mi empresa, pero lo que desconoces es que con el dinero que obtuve fundé una ONG que se dedica a combatir la esclavitud sexual allí donde la encuentra, con independencia de la nación, la religión o la raza de sus víctimas.

Reculando al oír de sus labios eso, pregunté menos airado entonces qué hacía entonces Natacha en mi casa.

―Esa criatura ha sufrido un maltrato que no te imaginas, ya que la habían preparado para ser la ninfa, el objeto sexual, de algún jeque o millonario del Este. Cuando los psiquiatras de mi organización la revisaron. su dictamen fue unánime: el lavado de cerebro al que la habían sometido no tenía marcha atrás. Además, me avisaron que, si la dejaba suelta por el mundo, instintivamente buscaría el cobijo de un desalmado...

―Y por eso no dudaste en meterla en mi casa― sin saber a donde quería llegar la interrumpí.

Molesta como nunca la había oído, continuó:

―Necesitaba encontrar un hogar donde fuera feliz, un techo bajo el cual no fuera forzada pero que también le permitiera desarrollar la personalidad que le habían grabado a fuego en el cerebro.

―Y consideras que ese hogar es el mío― casi chillando la interpelé.

―Sí, aunque básicamente eres un hombre que cualquier mujer estaría orgullosa de tener como marido, tienes un lado dominante que logras contener. Y pongo la mano en el fuego a que vas a tratar a Natacha como si fuera una muñeca de porcelana, pero también que no dudarás en ejercer la violencia que necesita si ves que se descarría.

―Tú estás loca, ¡el lunes hablamos! ― bufé colgando la llamada.

Al llegar a mi habitación, el alma se me cayó a los pies al ver a la rusita durmiendo a los pies de la cama. Recordando la conversación que acababa de mantener, supe que de nada serviría llevarla de vuelta a su cuarto. Tomando una almohada y una manta, puse la primera debajo de su cabeza y con la segunda, la tapé...


Después de años escribiendo en Todorelatos y haber recibido casi 28.000.000 de visitas, he publicado otra novela:

La mayoral del Fauno y sus dos bellas incondicionales

Sinopsis:

Huyendo de una fama indeseada y con dinero en el bolsillo, Manuel Castrejana llegó a República Dominicana. Allí se enamoró de sus gentes y de su exuberante naturaleza y por ello no dudó en comprar El Fauno cuando lo conoció, aunque no tenía experiencia en campo y menos en una finca tan grande y complicada como aquella. Tras dos años de pérdidas, el cura le aconseja contratar a Altagracia Olanla, la hija del antiguo mayoral.

Desesperado accede a dejar en su mano la hacienda sin saber que la presencia de esa mujer se extendería a su alrededor impregnando hasta el último aspecto de su vida.

Empieza a sospechar que no fue buena idea y que los antepasados de Altagracia habían sido los reyes inmemoriales de todo ese pueblo cuando descubre que la joven viuda intenta recuperar formas y normas de otra época y que todos los empleados la tratan con un respeto cercano a la idolatría. Sus dudas se intensifican cuando la mulata descubre a Dulce, una de sus criadas, ofreciéndosele sexualmente y en vez de regañarla, hace la vista gorda asumiendo que era lógico que la chavala viera en él a la reencarnación del Fauno.

Ya solos, Dulce le informa que Altagracia le ha pedido convertirse en una de sus dos incondicionales. Al preguntar que quería decir con ello, la muchacha le explica que las incondicionales son las mujeres que el pueblo yoruba regala a los dueños de la Hacienda en señal de respeto y que su función es mimar y cuidar al Fauno en todos los aspectos incluidos el sexual...

Y como siempre os invito a dar una vuelta por mi blog.