La historia de Tomás I

Tomás tiene la vida perfecta, o al menos, eso cree.

INTRODUCCIÓN

Otra tarde de noviembre y como siempre pulsé el botón del ascensor que me llevaría hasta mi piso, un ático de la capital donde había vivido los últimos quince años. Afortunadamente, no compartí el mismo, pues no hubiera soportado una insustancial conversación tras una larga jornada, y finalmente traspasé las entrada a mi morada donde un olor a comida y una suave música inundaron mis sentidos

antes de que frente a mí apareciera María.

Pude observar su silueta a través del ventanal, enfundada en un vaporoso vestido que permitía intuir más que ocultar cada uno de los secretos que albergaba su cuerpo de diosa; ella se giró rápido para recibirme con una sonrisa mientras tiraba su cigarrillo por el balcón. Ella sabía que no me gustaba que fumaran cerca de mí, por lo que su sonrisa demoró el momento en el que ella me recibió con un suave beso en mi mejilla. Sus hipnotizadores ojos verdes me guiaron hasta la mesa donde me fue sirviendo una suculenta cena que evidentemente no había cocinado ella

a la vez que me preguntaba por mi día.

No me cansaba de oírla pronunciar mi nombre de esa forma tan melosa: Tomás, esto, Tomás aquello. Sinceramente, no prestaba atención a lo que me contaba y sólo me dejaba llevar por la armonía en su voz hasta que sus manos empezaron a deslizarse por debajo de mi camisa una vez que ella se terminó su café. Pronto estaba a horcajadas sobre mí en el sofá dejando ante mi vista el generoso escote del que era portadora y nuestras bocas se juntaron. La experiencia que me proporcionaba el haber vivido esta situación innumerables veces con ella me permitía guiarme con confianza en cada uno de los pasos que llevaban a nuestro ritual de apareamiento. Poco a poco, nuestras bocas se juntaron y la humedad de su interior mojaba mi pantalón, la única prenda que separaba su sexo y mi pierna.

Mis manos se afianzaban en su generoso trasero

y ella se abrazaba a mi cuello con cada agarrón que sentía en su retaguardia.

Esa noche, sin embargo, hubo un ligero cambio en el ritual y María no esperó a que la llevase a mi lecho, sino que se deslizó entre mis piernas y con sus dientes bajó la cremallera de mi pantalón. Sus manos se apropiaron de un miembro que, a pesar de no tener unas dimensiones descomunales, se encontraba dispuesto para una noche de pasión. Lo terminó de alistar con las descaradas caricias de su lengua juguetona y, entonces, me dejé llevar, levantándome de golpe ante una asombrada María que se dejó arrastrar sorprendida hasta la mesa donde habíamos comido y sobre la que calló. Sus generosos pechos amortiguaron un golpe pues no hubo más estruendo que algunos cubiertos al caer al suelo. Yo no era el apacible y frío ejecutivo sino una bestia que la tomó de la manera más animal que pudo y, mientras ella gemía, yo embestía una y otra vez con brutalidad profanando su sexo hasta que entre estertores me derramé en su interior.

Entonces, lo vi, en el reflejo del ventanal estaba mi padre mirándome a los ojos;

nos quedamos mirándonos mientras María resoplaba diciendo entrecortadamente que no sabía que yo pudiese ser tan salvaje, sin embargo, yo no estaba para esa clase de charla y me dejé caer de nuevo desnudo sobre el sofá tras servirme una espirituosa.

María es lista y me dijo que se iba a la cama, ella me conocé bien y sabe cuando quiero estar solo.

Frente a mí en la pared, vi una antigua foto de cuando tenía diecisiete años y la comparé con mi reflejo en el ventanal que mostraba a un hombre de cuarenta y cinco, la viva imagen de mi padre a mi edad.

No solo había cambiado físicamente sino que era muy distinto a aquel muchacho que tenía toda la vida por delante lleno de ilusiones, que amaba a su familia, que aspiraba a formar otra con su novia, María, la chica con la que había crecido, la hija del socio de su padre.

Era difícil imaginar cuándo murió aquel joven y nací yo, quizás no fue en un momento, sino poco a poco, al fin y al cabo, los cambios nunca son instantáneos. Pueden ser más o menos rápidos, pero nunca …

María apareció portando sólo una braga negra con sus pechos al aire en dirección al baño y cuando vi el contoneo de su trasero, me acordé. ¡El verano del 93!

CAPÍTULO 1

Aquel verano fui arrastrado por mis tres mejores amigos al parque acuático. Juan, Pedro y Carlos eran los más populares de nuestra clase; ellos eran totalmente distintos a mí. Altos, deportistas, atractivos y extrovertidos, mientras que yo era estudioso, bajito y escuchimizado. Era una singularidad en nuestro grupo de cuatro, pero siempre habíamos estado juntos. Ellos me cuidaban de los abusones y yo les echaba una mano con las tareas; así habíamos llegado hasta el verano previo al último curso del instituto.

  • Tenemos que aprovechar este curso para follarnos a todas las niñatas porque el año que viene seremos universitarios.- proponía Juan, a lo que Carlos rebatía que no, que debían ir a por universitarias que son las que saben follar.

  • Bueno, yo creo que todo eso está bien, pero este verano el que debe estrenarse es Tomás, que de tanto ir a misa se nos vuelve maricón.- dijo Pedro, provocando que enrojeciera, mientras los otros dos se carcajeaban.- Oye, no deberías tirarle los tejos a María, está buena y es la única chica con la que hablas sin tartamudear.

-¡Operación Follarse a María! - gritaron al unísono, cosa que no me hubiese provocado más que un enrojecimiento, si no hubiese sido porque frente a nosotros aparecieron María y Luisa, mi hermana. Creí que mi corazón había dejado de latir, pero otro golpe del mismo retumbó en mi cabeza. Todo mi cuerpo estaba paralizado y, al ver mi pasmo, mis amigos se callaron y siguieron mi ojos hasta la pareja que nos miraba. María enrojecida de vergüenza y Luisa, de ira.

  • Vamos, María, deja ahí al pajero de mi hermano y los cerdos de sus amigos.- dijo Luisa; María la siguió y yo me quise morir debajo de mi toalla.

Mis amigos, sin embargo, comenzaron a partirse de la risa entre sonoras carcajadas.

Pero el destino es curioso y deambulando solo por el concurrido parque, mientras mis amigos cazaban a todas las chicas guapas que hubiera, nacionales o de importación, me encontré atrapado bajo una cascada

artificial

con María y, poco a poco, fuimos hablando. Ella me fue sacando las palabras que mi timidez extrema me impedía decir y, tras pasar el día juntos, evitando a mi hermana y mis amigos, nos despedimos con un beso en los labios en la penumbra de un atardecer de verano.

A ese beso le siguieron varias citas evitando a todos aquellos que nos conocían y yo

estaba

cada vez más enamorado de ella, la chica que siempre había estado en mi vida, la que jugaba conmigo

a diario

hasta que cumplimos cinco año

s, l

uego, su grupo de amigas la separaron del vecino rarito, que le gustaba leer y odiaba los deportes.

Sin embargo, yo no la olvidé

jamás

y el hecho de que se convirtiera en la chica más bonita de la clase, no hacía más que encender esa pasión que era obvia para todos, menos para mí,

m

is ojos

la perseguían siempre que

ella aparecía. Ese sueño se había hecho realidad, era increíble si lo pensaba fríamente que la chica más guapa del mundo, porque eso era ella para mí, se hubiese fijado en alguien como yo.

M

aría era un poco más alta que yo en aquella época y su cuerpo había explotado ese año dando volumen en las curvas que toda mujer debe tener dotando su anteriormente estilizado cuerpo de un enorme atractivo, pero yo me sentía más atraído por su linda cara, esos ojos verdes que mostraban siempre timidez, esa boca sonrosada que mostraba unos dientes perfectos cuando me sonreía con una gracia sin igual.

L

a primera que lo supo fue mi hermana

porque ellas eran amigas íntimas a pesar de que hubiera un año de diferencia

.

Luisa era lo contrario que yo, sólo nos parecíamos en los ojos grises y el pelo rubio. Ella era la chica más popular del instituto y el curso siguiente iba a empezar la carrera de medicina. Ella era muy lista, yo sólo era muy aplicado, mi virtud era mi paciencia y mi voluntad, ella tenía el talento y sin estudiar sacaba la máxima calificación siempre.

Mis padres y los de María comían juntos una vez al mes y, en la siguiente comida, se hizo pública nuestra relación y, a pesar de las burlas de todos por lo simple que yo era, era inmensamente feliz y buscaba una y otra vez los ojos de María.

Esos ojos verdes eran todo lo que yo necesitaba para que mi corazón se desbocara y sin que nadie lo viera mi mano buscó la suya bajo la mesa.

Ese verano pasaba el día en las labores de mi parroquia, era el único que había heredado el compromiso de mi difunta abuela con la iglesia. No es de extrañar que mis padres y mi hermana me vieran como un santurrón.

El clímax llegó al final del verano cuando conseguí regalarle a María un colgante que expresara el amor que sentía por ella, ese amor puro que se había materializado en infinitos besos al atardecer en los bancos del parque que había cerca de su casa.

Nada más empezar el curso, mi hermana presentó en casa a su novio, el primero que presentaba como tal, y curiosamente no era como los amigos que tenía en el instituto. Era alto, pero un empollón como yo. Era estudiante de quinto de medicina y según contaba era la “bestia”, había estudiado en Estados Unidos y Alemania durante la carrera y se preparaba para comenzar con las rotaciones de ese curso y el siguiente. Lo más impresionante es que hicimos buenas migas porque le atraía la ciencia como a mí, eso provocó que más de una comida familiar, Luisa y María la pasasen juntas

la tarde

en la piscina de nuestro chal

é, mientras Miguel y yo “jugábamos” con mis experimentos. Toda suerte de gadgets que coleccionaba o fabricaba en mis ratos libres.

Mi vida era maravillosa, tenía al amor de mi vida, una vida desahogada económicamente, amigos, …

hasta mi relación con mi hermana era más cercana gracias a Miguel y María.

En el instituto, las miradas de envidia de todos los chicos fueron evidentes cuando se supo que María era mi novia. Tomás, el friki, tenía a María, la diosa, como novia. Alguno se hubiera intentado propasar o intimidarme, pero estaba el trío de amigos que con una mirada alejaba a cuanto se planteaba un acercamiento a nosotros.

Todo se jodió, o simplemente se hizo insostenible, una noche de noviembre en un bar. Yo cuidaba las bebidas de María y sus amigas, mientras ellas iban en manada al baño.

He de decir que yo no hubiese ido a un antro como ese, pero no podía negarle nada a mi diosa y me entretenía viendo las increíbles técnicas con que mis amigos se ligaban a toda chica mona que veían. En eso estaba cuando apareció un compañero del instituto, Álex, era de otro grupo, pero era famoso por ser el genio insociable del centro. Pidió un refresco, rezongó un “puta gentuza”, y mientras esperaba que le sirvieran, me miró con desprecio y dijo: “Joder, hay que ser un puto pagafantas para estar aquí sujetando la puta fanta de su novia, mientras se la follan en el aparcamiento”.

La sangre me hirvió y estuve a punto de lanzarle las bebidas, pero me calmé y le pedí que no se volviera a dirigir a mí. Sin embargo, cuando nace la duda, no puedes parar de pensar en ello y, de repente, me preocupé y, engañándome a mí mismo, me dije que tardaban,

que igual tenían algún problema, que no tenía dudas sobre la fidelidad de María y que lo que me había dicho ese gilipollas no podía quebrar mi confianza en María. Así que con la preocupación por su seguridad y no por su virtud, llamé a Pedro para que cuidara de las bebidas un momento.

Vi preocupación en la mirada de mi amigo y sonreí cuando me preguntó si pasaba algo, sin embargo, no parecía haber quedado satisfecho. Mientras me hacía camino entre la gente, vi de reojo hablando a Pedro y Álex; me preocupé al ver a Pedro agarrarlo de la camisa, pero me relajé al ver que lo soltaba tras este mirarle a los ojos y decirle algo.

Una vez en los aseos, tras comprobar que no había rastro de

mi novia o sus amigos en la entrada del servicio de chicas, aproveché a mear en el de chicos.

La peste, me hizo mirar al techo y concentrándome para descargar llegó a mis oídos una voz que conocía. Los gemidos y la respiración agitada me informaba de lo que pasaba en el cubículo contiguo al mío.

  • ¡Joder, qué buena estás!

  • Vamos, date prisa, que mi novio está ahí fuera.

  • No te preocupes, aquí la tienes.

  • ¡Joder, qué grande…! -

podía imaginarme la escena con ella sujetándo un miembro mucho más grande que el mío. Ella sentada sobre el inodoro y él de pié frente a ella con el miembro enhiesto.

  • Chúpamela y verás como crece aún más.

  • No lo creo...-y comencé a oír la succión que hacía una boca y los gemidos del tío.

En mi mente, su boca se deslizaba sobre el miembro de aquel chico llenándolo de babas.

  • ¡Qué bien la chupas! Tu novio debe estar contento.

  • A él no se la he chupado nunca, es un santurrón.-

Mi sangre hirvió.

  • Pues dile que no sabe lo que se pierde- y comenzó a reír.

  • Oye, ¿tienes goma?

  • Claro, princesa, soy un hombre preparado.

  • Me da que lo que eres es un caradura. Pero tienes suerte, a mí me gustan los golfos para follar que para ir al cine ya tengo al bobo de mi novio.

  • Pues quítate las bragas que te voy a dar lo tuyo.- Unos movimientos y comenzó el golpeteo rítmico de dos cuerpos. Unos segundos después se unió la respiración agitada, los gemidos y

el movimiento se aceleró hasta que ambos estallaron.

No pude aguantar más, me subí sobre el inodoro y miré sobre la mampara que separaba los dos cubículos a la pareja. ¡Era cierto, no me había equivocado!