La historia de Sebastian y Laura (2)

Tras nuestro divorcio, Sebastián descubrió un nuevo mundo de sensaciones ante sus ojos.

Tras mi divorcio de Laura, la que había sido mi mujer por más de cinco años, nunca imaginé que mi vida pudiera reprenderse de una manera normal.

Al principio, era incapaz de abandonar los hábitos que había adquirido con el paso del tiempo y la convivencia.

Todas esas respuestas mecánicas tales como mirar el reloj antes de salir del trabajo para ver si llegaría a tiempo de comer, cuando en realidad nadie me esperaba con la comida hecha, o el gesto instintivo de poner el brazo delante del asiento del copiloto ante un frenazo brusco, a pesar de ir solo en el coche, todas estas pequeñas tonterías se me hacían insoportables.

Nuestros amigos comunes pasaron a ser los amigos de Sebastián y los amigos de Laura.

Mis relaciones con ellos no variaron en absoluto. Yo acudía a todas sus fiestas y ellos respondían a mis invitaciones de la misma manera.

En el caso de Laura, aunque la mayoría seguían profesándole su amistad, cuando teníamos que coincidir en una reunión o en una fiesta, procuraban evitar tales encuentros dejándola al margen.

Mi ex-mujer perdió una parte de sus amigos con nuestra separación, y más concretamente por los motivos que la causaron, pese a que yo nunca llegué a contárselo a ninguno de nuestros amigos.

Por ese motivo, Laura dejó de frecuentar nuestro circulo.

No soportaba la idea de ser juzgada cada vez que se reunían, y tampoco soportaba el hecho que algunas de sus amigas, de las que ya conocía el talante desde hacía mucho tiempo, hicieran cola para intentar ser la primera en consolar al recién estrenado soltero.

Yo por mi parte no atendía a sus peticiones. Aún no me había hecho a la idea de mi soltería y no quería pasar de nuevo por una decepción amorosa.

Pero todo esto cambió gracias a un buen amigo, del que omitiré el nombre, que viendo una tarde mi decaimiento, me propuso salir de fiesta con él.

Al principio me pareció una solemne memez, pero sus dotes de comercial hicieron mella en mí, y acabamos saliendo de marcha por la ciudad.

Esa noche, en una concurrida discoteca de moda, mi amigo me dijo que lo que tenía que hacer era aprovechar mi divorcio. Ahora era libre para hacer todo lo que antes, pese a desearlo, me negaba a hacer.

Yo le respondí que estaba muy equivocado, que nunca me había planteado ser infiel a mi esposa.

Y él me respondió algo que me dejó perplejo. Me dijo que eso era porque tenía esposa, en el supuesto caso que fuera verdad que yo nunca me había fijado en otra, cosa que él ponía en duda.

Pero ahora no tenía esposa. No existía el mecanismo de bajar la cabeza para no fijarme en el escote de la secretaria, o cambiar de posición si en el metro mi paquete rozaba con el trasero de una universitaria.

No más hábitos de casado. Ya no lo estaba.

Entonces vi como mi amigo me presentaba a una guapísima camarera, llamada Maica, a la que conocía desde hacía algún tiempo por ser uno de los habituales de la discoteca.

Yo me fijé primero en sus dos enormes ojos verdes, con una sombra de ojos amarilla sobre sus párpados, una sonrisa encantadora y la frente perlada de sudor. También me fijé en sus labios, bastante finos, y en su larga melena rubia.

Hacía años que no miraba así a una mujer, a la cara. Con total tranquilidad y sin el cosquilleo de la conciencia indicándome que no debía dar pie a nada, porque estaba casado.

Y también me fije en que tenia una cara de guarra que asustaba.

Ahora entendía porque mi amigo había elegido esa concurridísima discoteca en lugar de un tranquilo pub para echar unos tragos.

Me estaba lanzando un anzuelo, y si bien esa noche sólo le di dos besos a Maica y me presenté, me lo había tragado hasta el fondo.

Mis ojos estaban abiertos ya. Y, por feo que resulte decirlo, mi bragueta también.

Mi actitud frente al sexo opuesto cambió radicalmente.

Yo por entonces tenía fama de ser una persona completamente fría y distante en el trato, tanto entre mis compañeros de trabajo, especialmente entre mis compañeras, como entre aquellas amistades a las que solamente consideraba como gente conocida.

Desde ese momento empecé a cambiar mi comportamiento frente a ellos.

En mi lugar de trabajo empecé a relacionarme con todas mis compañeras, para alegría de alguna de ellas, mostrando un carácter extrovertido que hasta entonces jamás había mostrado en público.

Entre bromas y comentarios distendidos, empecé a distinguir cuales eran las mujeres, algunas apenas muchachas, a las que interesaba como más que un amigo, y a las que simplemente se alegraban de el cambio de personalidad de su compañero de trabajo.

Por ello, aprovechaba la menor oportunidad para lanzar determinados comentarios, piropos inocentes y elogios de todo tipo hacia aquellas de entre mis compañeras que eran más de mi agrado.

Por otra parte, y según me comentó uno de mis mejores amigos en la empresa, se había abierto la veda de Sebastián.

Era la comidilla de todos los corros que se formaban en la empresa.

Si eran mujeres las que lo formaban, apostaban a ver cual de ellas conseguiría algo más que unas bonitas palabras por mi parte, y en el caso de los hombres me ponían a parir, bien por envidia o bien por no comprender porqué un recién divorciado no se lanzaba a probar a todas y cada una de las mujeres que tan evidentemente se me ofrecían casi a diario.

Pero yo sabía que lo mejor estaba por llegar.

Pocas semanas después de las vacaciones de navidad, las primeras en solitario desde hacia mucho tiempo, se incorporó a nuestra plantilla una hermosa mujer a la que llamaré Anje simplemente.

Anje era de nacionalidad noruega. Era uno de los fichajes más recientes para nuestro departamento de Márqueting Internacional, que pasaría a dirigir de inmediato.

Y he de admitir que no solo era hermosa.

Media aproximadamente lo mismo que yo, aproximadamente 1’80, y con sus tacones añadía varios centímetros a esa soberbia percha, cosa que parecía amilanar a más de uno de sus colegas de departamento.

Además, Anje era un de esas auténticas rubias nórdicas, frías como valkirias, con ojos azules como retales de cielo y con una tez blanca, casi nívea.

Se enfundaba en unos ajustados trajes-chaqueta que realzaban su imponente figura, y por encima de todo, realzaban su busto.

Traté de imaginarla desnuda varias veces, imaginando el tamaño de sus pechos con exactitud.

Pero se escapaban de mi imaginación. Aquél cuerpo de diosa del norte, con piernas interminables y un portentoso trasero se convirtió para mi en mi primer objetivo, mi primera presa tras muchos años de sucumbir a la rutina.

Empecé presentándome en un correcto alemán, que según descubrí era su lengua materna, ya que solo era noruega de nacimiento.

Ella agradeció mucho el detalle y me preguntó que quién era yo. Un poco ofendido, pero con gran disimulo, le expliqué quién era, que mi trabajo nada tenía que ver con el que desarrollaría en su departamento, pero que al dominar el también el alemán, si necesitaba que le echasen una mano, yo estaría encantado a prestarme voluntario.

Utilicé expresamente una versión literal de la expresión "echarle una mano", de modo aparentemente inocente. Vi como sonreía y me contestó en un excelente español que me lo agradecía pero que no le hacia falta un traductor.

Con una de mis mejores sonrisas me despedí de ella con un "Se de i morgen", expresión en noruego que significa "nos vemos mañana", me di media vuelta y me alejé.

La cara que puso de asombro valió la pena. Al menos había llamado su atención, y eso era más de lo que pretendía cruzando solo unas frases.

Los días posteriores me dejé querer por varias de mis compañeras de oficina, mostrándome risueño y alegre con ellas, a sabiendas que Anje nos contemplaba.

Cuando nos cruzábamos yo la saludaba, en español por supuesto, bastante efusivamente, pero sin detenerme apenas, cosa que a ella le causaba entre intriga y rabia, por lo que pude deducir.

Una tarde, Anje se acercó y me dijo que como aún no tenia muchos amigos en la ciudad y necesitaba hacer unas compras, que si yo podía hacerle de cicerone durante unas horas, a lo que yo me ofrecí encantado.

Quedamos a la salida del trabajo y la llevé de tiendas, y ella compró bastante ropa, algo de maquillaje y algunas piezas de bisutería.

En un momento dado, Anje me pidió que la acompañase al interior de una mercería, si no tenía reparos en ello.

Entramos los dos y ella, o me lo pareció a mi, trató de elegir los conjuntos más provocativos que disponían en la tienda.

Fue entonces cuando pude hacerme una idea del tamaño de sus pechos, cuando al probarse una talla 100, pidió a la encargada el mismo modelo pero una talla superior.

Cuando hubo terminado me pidió que la acompañase a su casa, ya que se encontraba exhausta.

Yo le contesté que a lo mejor le apetecía que fuésemos a cenar los dos a un bonito restaurante que conocía, ya que en vista de su cansancio seguro que no le apetecía tener que cocinar.

Anje sonrió seductoramente y asintió, preguntándome si yo acostumbraba a cenar tan temprano.

Me apresuré a contestarle que así era, en efecto. Así podía aprovechar la noche para hacer cosas mucho más interesantes.

Ella se rió y me preguntó que cuáles eran esas cosas.

Yo tenía la intención de hacérselo descubrir muy pronto.

Cenamos en un increíble restaurante que conozco, al que había llevado sólo a mi ex-mujer Laura en ocasiones especiales.

A la hora del postre, y tras una buena botella de vino tinto, Anje se mostraba charlatana y alegre como nunca antes la había visto.

La máscara de ejecutiva fría y profesional había dado paso a la de sus sonrosadas mejillas y nariz, probablemente a causa de la bebida.

Yo aproveché para acercarme a ella, coger sus manos y tocar su suave piel, aparentemente de manera totalmente inocente.

Pedí la cuenta y nos dispusimos a marcharnos del local, cuando ella me pidió que la esperase, que tenía que ir al servicio.

Educadamente la acompañe hasta la puerta y ella entró.

Mientras la puerta estaba abierta, me fijé que los servicios el restaurante eran relativamente pequeños.

Una habitación con un pequeño tocador daba paso, al fondo, a un único servicio.

No pude ver más pero aparentemente sólo una persona podía entrar en el baño a la vez.

Y esto fue lo que me hizo lanzarme al ataque.

Entré en el servicio de señoras y me dirigí al baño dónde Anje debía haber entrado.

Rogué para que la puerta no estuviese cerrada ya que en mis planes había un elemento importantísimo, llamado sorpresa, que podía dar al traste con mi plan.

Estaba terriblemente excitado, y mi paquete estaba a punto de explotar.

Empujé de golpe la puerta del baño y me encontré a Anje secándose con papel higiénico.

Ella puso una cara de total sorpresa, y antes que ella pudiese reaccionar, empecé a bajarme la bragueta, sacándome mi inhiesto pene a continuación.

Le dije que podíamos seguir esperando o repetir postre allí mismo. En cualquiera de los dos casos mi oferta no iba a durar demasiado.

Anje, que tenia su falda arremangada y sus bragas por los tobillos, se hincó de rodillas, tiro de mi miembro hacia ella y se lo metió por completo en la boca, empezando a mamarlo golosamente.

El morbo a ser descubiertos hacía que la situación fuera especialmente morbosa para los dos.

Tas un par de minutos le pedí que se detuviera. La hice sentarse en el inodoro, le quité las bragas y le indiqué que se abriese de piernas para mí.

Hasta entonces no había podido ver su coño, con un precioso monte de venus rematado por una fina línea de vello rubio, y unos jugosos labios rojizos, que destacaban como una herida entre su blanca piel.

Me arrodillé ante ella y empecé a lamer su coño con fruición. Mordisqueaba su clítoris y lo chupaba, arrancando de Anje gritos que ella trataba de ahogar con el reverso de su mano.

Mi lengua empezó a hurgar en su interior, haciendo que ella abriese las piernas al máximo, como si de una gimnasta se tratase. Mis dedos siguieron el camino de mi lengua, llegando a introducirse tres de ellos a la vez en su vagina.

Anje estaba como loca. El color de su cara se había transformado, de un blanco níveo, rematado por sus encendidas mejillas, hasta un rojo pasión, producto de su excitación.

Anje estaba desconocida. Su cabello, antes perfectamente arreglado, caía sobre su cara y se agitaba al aire cada vez que ella se contraía de placer por mis caricias.

Cuando no pudo más estalló en un apagado orgasmo, ahogando sus gritos de tal manera que pensé que se iba a destrozar la garganta.

Pasado un primer brutal orgasmo, se levantó de golpe y poniéndose de espaldas a mi, se inclinó hacia delante, separando bien las piernas y apoyándose en la pared.

Yo, procedí a penetrarla lentamente por detrás.

Me sorprendió el extremo calor que noté en su interior. Su coño estaba empapado y sus jugos caían por sus piernas.

Parecía que la mujer de hielo se estuviera fundiendo por culpa de mi comida de coño.

Empecé a moverme lentamente, enterrando mi pene tan adentro de Anje como me era posible. Ella aguantaba mis embestidas y gemía débilmente.

Aproveche mi posición para empezar a desabrochar su blusa mientras me la follaba. Separé la ropa y traté de que uno de sus enormes pechos saliera de su encierro, para poder estrujarlo a mi antojo.

Cuando empecé a amasar sus tetas, que se me antojaban las más apetecibles que había tenido en mis manos, ella volvió a correrse.

Sus brazos casi no podían sostenerla, pero yo no cejé en mi vaivén. Todo lo contrario, aumenté el ritmo, para deleite de los dos.

Anje me suplicaba que me corriese ya, que su coño no aguantaba más. Pero yo deseaba retrasar ese instante lo máximo posible. En ese momento sus dos senos estaban ya al descubierto y se bamboleaban al ritmo de mis acometidas.

Acompasaba mis penetraciones retorciendo con sutileza sus pezones, tirando de ellos para soltarlos de improviso.

Ella estaba como loca. Cada vez retrocedía más salvajemente, haciendo que su culo golpease mis pantorrillas.

Y un tercer orgasmo le llegó de improviso, en medio de un sorprendente grito en su idioma natal que no acerté a descifrar.

Para entonces, varias lágrimas rodaban por sus mejillas. Estaba desencajada y no podía más. Yo noté como flaqueaban sus piernas y su voz era tan temblorosa que era incapaz de emitir sonido inteligible alguno.

Entonces saque mi pene de su interior y le ordené ponerlo entre sus pechos.

Me apetecía correrme entre sus tetas, sobre las que tantas veces había hecho comentarios con mis compañeros de oficina.

Ella como una criada sumisa se apresuró a poner mi miembro entre sus senos y empezó a amasarlo y a moverlo para mi deleite.

Anje empezó a decirme que tenia ganas de follarme desde el primer día que me vio, y que nunca antes nadie la había follado así. Sus susurrantes palabras me excitaron tanto o más que la vista de sus manos aplastando sus pechos contra mi polla, sacudiéndome como una descarga eléctrica.

No tardé en anunciar la llegada de mi eyaculación, que se estrelló contra su barbilla primero, y su boca y parte de su cuello después.

Terminó la faena limpiando mi pene con su lengua, succionando mi glande con fuerza para extraer por completo todo su contenido.

Transcurridos unos segundos los dos recordamos en qué lugar nos encontrábamos y decidimos vestirse ella y arreglarme yo, tan deprisa como nos fue posible.

Evidentemente, ella no tubo tiempo de limpiarse, ya que exactamente cuando ella terminaba de abrocharse el último botón de su blusa, una mujer entró en los servicios.

Al verla a ella con todo el rimel corrido por la cara y su pelo desaliñado, incluyendo mi presencia en el servicio de señoras, puso cara de pocos amigos.

Yo le dije que "era una riña de enamorados" y le guiñé un ojo. La mujer me devolvió el guiño cómplicemente y salió del servicio.

Anje se rió con ganas mientras se arreglaba el pelo rápidamente. No dejaba de repetirme que nunca en su vida se lo había pasado tan bien, que nadie la había follado así, y que desconocía esta faceta de los españoles.

Yo no pude asegurar que todos fuéramos buenos amantes, pero le dije que cuando dispusiéramos de tiempo, esta noche la recordaría como un aperitivo.

Ella corrió y se lanzó a mis brazos, dándome un beso con lengua que me paralizó por un instante.

Salimos los dos del restaurante, y por las caras de algunos camareros, todos sabían lo que mi acompañante y yo habíamos estado haciendo.

Cogimos mi coche y la acompañé a su residencia. Una bonita casa, de reciente construcción, apenas a diez minutos de nuestro lugar de trabajo.

Anje me sugirió que continuásemos en su dormitorio lo que habíamos empezado en el restaurante. Pero yo cortésmente le dije que ella tenia una reunión a primera hora de la mañana, y lo que yo tenía pensado para ella no la permitiría caminar durante un día por lo menos.

Ella reaccionó ante estas palabras cerrando los ojos y llevándose una mano a la entrepierna. tubo que morderse el labio inferior para reprimir un escalofrío.

Le dije que nos veríamos por la mañana en la oficina, y que no hiciera planes para el fin de semana.

Cuando me marché vi por el retrovisor cómo ella contemplaba mi marcha desde la acera, sin moverse.

Sólo el hecho de pensar lo que iba a hacerle a Anje ese fin de semana, hizo que me empalmase de nuevo.

Pensé para mí que esa noche había pegado el mejor polvo de mi vida. Y me reí como un loco camino de mi casa, poniendo música a todo volumen y cantando a pleno pulmón durante todo el trayecto.

Continuará...

PD: Gracias por todos vuestros comentarios sobre nuestro primer relato. Esperamos puntualmente responder a todos ellos.