La historia de mi compañera Kris

Kris es una compañera de terapia. Un día, rebuscando en su bolso, encontré escrita su historia. Os aconsejo que la leáis.

Hola a todos y a todas, ¿me recordáis? Soy Joana, Joana López Carreño… Sí… Escribí mi historia hace un tiempo por consejo de mi sicóloga, la doctora Alicia Kreuser, y ciertamente me encuentro mucho mejor. Os quería agradecer las muestras de apoyo y simpatía que recibí por aquí. Gracias, muchas gracias.

¿Qué por qué escribo otra vez? Bien, no es nada relacionado conmigo, sino con otra paciente de Alicia llamada Cristina Aranda, Kris para amigos y conocidos. Kris y yo compartimos, por así decirlo, diván, ya que la doctora nos atiende por parejas; para que os hagáis una idea, cada dos chicas o cada dos chicos estamos en un mismo habitáculo, aunque diferente para cada pareja. No conozco los criterios, quizá afinidad de hechos vividos.

La cuestión es que un día coincidimos Kris y yo, cosa que no es habitual. Hablamos poco, porque ninguna de las dos teníamos ganas de ello. En cierto momento, la doctora llamó a Kris y ésta acudió tan nerviosa que se dejó el bolso al lado del asiento que había ocupado. No pude resistirme a la curiosidad: con el rabillo del ojo vi que estaba abierto y que me ofrecía una libreta de tapas rojas que destacaba entre sus pertenencias. Sin poder evitarlo, cogí la libreta y empecé a ojearla… ¡Dios mío! ¡Era su historia! Había seguido la misma terapia que yo, pero no se había atrevido a publicarla; su caligrafía era torpe y sus expresiones muy pobres, según pude comprobar. Sabiendo que estaría un buen rato con la doctora, no lo dudé un instante y, tras sacar mi móvil, me puse a fotografiar las páginas. No eran muchas y en poco tiempo acabé; dejé de nuevo la libreta en su lugar.

La he leído y os puedo asegurar que se trata de una historia diferente a la mía: en su caso hay un conjunto de desgracias que se van acumulando hasta llegar a un desolador final, si es que lo es, pues la narración queda abierta, o eso parece. He creído que os debía algo y por eso me atrevo a publicarla sin el permiso de su dueña. Igualmente veréis que está dividida en capítulos: esa contribución fue mía con la finalidad de ordenar un poco sus vivencias.

A veces, durante los episodios, Kris se retrata a sí misma, pero no lo hace en conjunto, así que seré yo la que os diga cómo es físicamente: es una pelirroja de grandes ojos azul claro; lleva una media melena ondulada que tiende a rizarse, aunque suele recogérsela en una cola de caballo. Es bastante más alta que yo, diría que mide 1,75, pero con un cuerpo proporcionado de largas y torneadas piernas. Su piel es muy blanca y algo pecosa, sobre todo en la nariz y en las mejillas.

Bien, dejémonos de preámbulos y pasemos a su historia. Espero que la disfrutéis.

I. El colegio

¡Coño con la doctora! ¡Qué pesada! ¡Que escriba lo que viví, sentí y pienso y no sé qué cojones más! ¡Las putas ganas que tengo! Quiero estar sola y que me dejen en paz, pero es como la gota malaya. Cada puto día preguntándome por mi diario. ¡Que se lo meta en el coño! Voy a escribir todo lo que me llevó hasta aquí, pero no lo verá. ¡Que se joda!

Mira que me levanté ilusionada y contenta aquel día que iba a ser especial… y que lo fue, la hostia puta, te aseguro que lo fue. Hace un año y me acuerdo perfectamente; sonó el despertador y salté de la cama. Sólo llevaba un tanguita: tengo las nalguitas respingonas pero prietas, y me encanta notar el aire en ellas. Siempre llevo tanga, y no sólo cuando me pongo pantalones, como la mayoría de las chicas. Por lo demás, duermo desnuda: mis tetas todavía son jóvenes y lozanas y se mantienen en su sitio.

En junio había acabado la universidad y con 23 años era licenciada en Humanidades; vivía en un pisito que mis padres me habían montado en la capital para que me independizara, y ese día esperaba la llamada de dos centros educativos: un colegio y una academia. ¡Iba ya a trabajar, tan jovencita! ¡Cómo no estar contenta!

Era un día especial y por eso, después de ducharme, opté por un conjunto de sujetador y faja tanga negro con encaje; no sé, recuerdo que pensé que la faja me estilizaría más. Fíjate si tengo en la cabeza esa mañana que no olvido que hacía bien poco me había salido una pequeña erupción en el abdomen, justo debajo de la teta izquierda y que cada seis horas, como en aquel momento, me aplicaba una crema. Un vestido de tirantes de amplio escote redondeado y con estampado étnico que me llegaba a medio muslo me dio un aire juvenil y discreto a la vez. Maquillaje y demás, lo mínimo. El cabello, como casi siempre, recogido en una coleta. Unas sandalias a juego, con tacón de seis centímetros, pulseras, collar y pendientes completaron mi estampa que irradiaba felicidad tras haber recibido ya las dos llamadas.

Salí de casa cagando leches y, cuando estaba a medio camino del bus, un sudor frío me asaltó: busqué y rebusqué en el enorme bolso que llevaba, pero, sí, me había olvidado las llaves y el billetero en casa… ¡La hostia puta! Corrí hacia el piso, por si la puerta había quedado entornada, pero qué va, estaba cerrada y bien cerrada… ¿Qué coño hacer? No tenía documentación (eso me pareció) ni pasta, excepto unas pocas monedas en el monedero, y tampoco podía llamar al colegio porque el maldito número de teléfono también estaba en casa. Quedaba una hora para la entrevista, pero debía recorrerme a pie media ciudad. “¡Qué coño, Kris!”, me dije, “Si vas rápida, es posible que llegues a tiempo; el trabajo es importante, muy importante, luego llamarás al cerrajero.”

Mientras me apresuraba por las calles bajo un sol de justicia, iba consultando mi iphone5 por si casualmente estaba registrado en él el número. No hubo suerte. ¡Dios! ¡Qué recuerdo! A medio camino me parecía estar sudando como un cerdo; no sé por qué me quedó grabado lo que me gritaron desde un andamio: “¡Pelirroja, no corras tanto, que yo me corro contigo!”

En fin, resoplando y con la frente perlada de sudor, llegué al colegio y me dirigí a una vacaburra con gafas que debía de ser la conserje.

  • Hola – dije intentando recuperar el aliento – Soy Cristina Aranda.

  • Llega usted con diez minutos de retraso, señorita – me contestó aquella arpía mirándome por encima de sus gafas – Sala del fondo. Espérese allí.

¡Tócate los ovarios! Al entrar en la sala vi que había cinco personas más: un gordo, un calvo y tres cincuentonas; de largo era yo la más joven. Saludé porque soy muy educada, y tomé asiento. Las maduritas se abanicaban sin cesar, el gordo estudiaba no sé qué papeles y el calvo me largaba miradas furtivas, o mejor dicho, las largaba al muslo que había dejado al descubierto cuando crucé las piernas.

¡Diez minutos tarde! ¡Tendría papo la vacaburra esa! ¡Una hora me tiré esperando mientras los demás iban entrando y saliendo de un despacho! ” Adiós, cerrajero”, pensé, “tengo el tiempo justo para ir a la otra entrevista; no podré ni comer.” Dirás que era una tontería, pero para una barrita de pan me llegaba; ahora bien, lo que más sentía era sed, ¡poco me imaginaba lo que llegaría a beber!

Al final salió del despacho una de las viejas acompañada de una voz:

  • ¡Señorita Aranda, por favor!

Así que me levanté y me dirigí hacia allí.

2. El jefe de estudios

No olvidaré en la vida al gordo cabrón y seboso que estaba sentado a la mesa del despacho y que me invitó a hacer lo mismo; tenía doble papada, unos ojillos diminutos, porcinos, y un abultado abdomen que amenazaba con hacer explotar los botones de su camisa.

  • Señorita Cristina Aranda.

  • Sí.

  • Recién licenciada en Humanidades. – revolvía unos papeles.

  • Sí.

  • Bien. – dio una palmada y se frotó las manos – Hábleme de usted.

  • Bueno, - la verdad es que no sabía muy bien qué decir – tengo 23 años, soy natural de Villacedillos, aunque desde que empecé a estudiar en la universidad vivo aquí, en la capital.

  • Muy bien, muy bien – no lo veía yo muy satisfecho – Algo más, señorita; ¿está soltera, casada…?

  • Soltera, señor; soy muy joven – y sonreí porque recordaba que en las entrevistas de trabajo la sonrisa inspira confianza, y porque tengo unos dientes moldeados por unos aparatos que llevé, entre muchos lloros, durante mi infancia, y blanqueados gracias al dinero de mis padres.

  • Hermosa sonrisa, señorita Aranda; y tiene usted razón: es muy joven, pero no muy espabilada. Aún no ha preguntado por mi nombre.

Recuerdo que enrojecí hasta la raíz del cabello… ¡sería hijoputa! No supe más que negar con la cabeza. La bola de sebo apoyó sus codos en la mesa y unió sus manos.

  • Soy el señor Nicanor Pulgar, el jefe de estudios del colegio.

  • Encantada, señor Pulgar – seguí sonriendo, ¿qué iba a hacer?

  • Bien, y en Humanidades, ¿cuál es la materia que más le gusta, señorita Aranda?

Ahí me animé… Ésta es la mía, me dije.

  • Pues mire, señor Pulgar, me encantan la Geografía y la Historia, son mi debilidad. De hecho, este último año hice prácticas de esas asignaturas en la escuela Del Sol y además, impartí clases particulares a algunos niños y niñas con resultados excelentes; traigo aquí unos papeles… - empecé a rebuscar en el bolso, pero no me dejó terminar sino que, extendiendo hacia mí la palma de su mano derecha, me cortó:

  • Vales, vale, señorita; me parece perfecto. Y esto… ¿el francés, lo domina?

Yo creo que vio que ponía los ojos como platos: ¿el francés? ¿Y qué tenía que ver el francés con las Humanidades?

  • Pues, para serle sincera – respondí – tengo un conocimiento medio de inglés, algo de alemán…, pero francés, no – me sentía derrotada.

Bueno, pues ahora alucina; el hijo de la gran puta echó la silla hacia atrás y con el dedo índice de la mano derecha se señaló la entrepierna a la vez que decía:

  • El francés, señorita, el francés.

Estoy segura de que en aquel momento toda la sangre me subió a las mejillas, pues me sentí superacalorada. Recuerdo que me levanté de un salto y con toda la dignidad que me fue posible le dije:

  • ¿Cómo se atreve, trozo de carne? ¡Será hijoputa cabrón!

Y me di la vuelta, muy cabreada, para dirigirme hacia la puerta; sin embargo, antes de abrirla, oí:

  • El trabajo es suyo, señorita. Le prometo 2500 euros netos… mensuales… catorce pagas.

Lentamente me volví hacia él; me miraba con una sonrisa asquerosa:

  • Pero he de cerciorarme del dominio del francés.

¿Qué iba a hacer? Con ese sueldo podría fardar ante mis hermanas y ante mis amigas, y dejar de vivir a costa de mis padres. Durante la beca Erasmus yo ya había practicado el francés, eso sí, sin tragar: ¿qué pasa? Yo chupaba y él, Renato, me lo chupaba… De todos modos, debía asegurar más; me acerqué a la mesa de nuevo:

  • ¿Qué tipo de contrato?

  • Fijo, indefinido y a tiempo completo. Geografía e Historia de la ESO para usted – leía la lascivia en sus ojos.

¿Por qué no, Kris?, me dije. Dejé el bolso en la mesa:

  • Muy bien, pero no quiero entretenerme mucho.

El gordo cabrón, removiéndose en la silla, la fue empujando hasta que quedó al lado de la mesa.

  • Señorita: condiciones. Una, yo aquí en la silla…, puede usted ver que no estoy muy ágil; dos, sería más agradable para mí si usted se quedara en… digamos… en paños menores, y tres, con la calma. El puesto requiere un nivel alto de francés – te aseguro que ésas fueron las palabras de ese cerdo, y además las iba remarcando con sus gordos dedos.

El rubor volvió a teñir mis mejillas, pero… ¿qué más daban sus putas condiciones? ¿Qué podía tardar: cinco, siete, diez minutos? Mucho más me ofrecía él.

Asentí y, sin decir palabra, me saqué el vestido: nada más fácil, salía por la cabeza. El gordo babeaba:

  • Es usted realmente preciosa, señorita Aranda – empezó a jadear – Aplíquese.

Me puse de rodillas entre sus piernas y le bajé la bragueta. Saqué un miembro, cómo decirlo, morcillón. Me puse a chuparlo y no tardé en notar sus manos en mi cabello. Intenté hacerlo con la máxima suavidad y dedicación posible, como había aprendido con Renato; los jadeos que oía encima de mí indicaban que estaba alcanzando mi objetivo, aunque su pene no llegara a ponerse muy duro. Crispó sus manos agarrándome con fuerza y con un “¡Aaaaah!” empezó a bombear; no tuve más remedio que tragar el semen que expulsaba. Eso fue nuevo para mí, nunca había conocido el sabor agrio de la leche masculina… ¿Lo conoces tú?

Eran ya los últimos manguerazos cuando un aire fresco que azotó mis nalgas me avisó de que habían abierto la puerta del despacho.

  • ¡Oh! ¡¡Señor Pulgar!! ¡¡Qué vergüenza!!

Era la vacaburra de la entrada; enrojecí hasta el último pelo del coño, pero no me atreví a separar mi boca del ya fláccido pene… ¡cualquiera se daba la vuelta!

  • ¡Cálmese, señora Asunción! La chica quería el trabajo a cualquier precio.

Pero… ¡qué decía el hijoputa!, pensé mientras mi lengua jugueteaba con su pequeña polla.

  • ¡Señor Pulgar! – su voz sonaba toda dignidad – Una cosa es una profesora, y otra muy distinta una puta – y cerró la puerta de golpe.

  • Bueno, bueno – dijo entonces el gordo, apartándome con suavidad y regresando la polla a su sitio – Tranquila, no te agobies. Lo has hecho muy bien.

¿Qué quería? ¿Que aplaudiese? Yo seguía a gatas, aunque con el dorso de la mano izquierda me limpiaba el semen que había quedado en mis labios.

  • De todos modos, señorita Aranda, este incidente lo cambia todo. Comprenderá usted que ahora es de todo punto imposible admitirla en el colegio. ¡Menuda es la señora Asunción!

No daba crédito a mis oídos: ¿qué cojones estaba diciendo ese hijo de la gran puta? Yo había cumplido mi parte. Me puse en pie, un brazo en jarras y el otro señalándole con el índice:

  • ¡Oiga usted, cabrón de mierda! ¡Yo he tragado hasta la última gota de su asquerosa leche! –estaba muy irritada, sudada y desmelenada, y no fui capaz de ver cómo iba cambiando la expresión de su rostro - ¡Usted cumple con lo dicho o…!

¡Que no estaba ágil, el gordo! De un salto me cogió de la muñeca del brazo extendido y me empujó con violencia contra la pared, con una de sus rodillas hundida en mi coño.

  • ¡O qué, puta asquerosa, o qué! – gritaba como un loco empapándome de babas - ¡¿Quieres que llame a la policía, eso quieres, fulana de mierda?!

  • No… no… - hipé medio llorosa, no sé si por la vergüenza o por el dolor que me producía. Me soltó.

  • Ya te estás largando con viento fresco si no quieres que lo haga.

Muy nerviosa me puse el vestido, cogí el bolso y salí escopetada. Por suerte, la vacaburra no estaba en la entrada.

3. La academia

¡La puta! ¡Qué vergüenza y qué rabia sentía mientras recorría las calles casi temblando de los nervios! No puedes ni imaginarte lo que sentía en ese momento: había sido la puta del gordo y, además, sin cobrar un céntimo… ¡Mecagüen la hostia! Me senté en un banco para que mi corazón se recuperase y calmase un poco. Tenía que centrarme: aún quedaba otra entrevista y para ella faltaba poco más de una hora.

Mi estómago se quejó, pues no había desayunado e intuía que tampoco podría comer; rebusqué en el bolso hasta encontrar el monedero: llevaba encima 85 céntimos que, al menos, me servirían para comprarme un botellín de agua con el que calmar la sed y desprenderme del regusto agrio de la leche del puto Nicanor. Calculé que, a pie como iba, tardaría unos tres cuartos de hora en llegar a la academia; ya más tranquila, se me iluminó la mirada: ¡el ebook! Sí, lo comprobé, estaba en el bolso.

Intenté olvidar lo que me había sucedido mientras me encaminaba hacia el lugar y mientras leía el ebook sentada en un banco cercano a la academia, pero me era imposible. Una y otra vez me asaltaba el recuerdo y, en esos momentos, sentía punzadas de ansiedad.

Me armé de valor, “¡Kris, aquí tendrás más suerte!”, y me planté en la recepción; al menos, el conserje era joven y estaba bueno; parecía simpático.

  • Hola, soy Cristina Aranda. Tenía una cita.

  • Hola, guapa. A ver…uuummm… Cristina Aranda… aquí estás. Ok. Siéntate ahí mientras aviso – me señalaba un par de sillones que estaban enfrente de él.

Mientras llamaba por teléfono, no tuve ningún reparo en enseñarle el muslo; es más, creo que incluso me arremangué un poco la falda del vestido, pero, al mirar el reloj, me di cuenta de que ya tocaba aplicarse la cremita en el sarpullido que te he comentado antes. Lamenté dejar al tío buenorro sin su ración de muslo cuando me encaminé hacia él:

  • Perdona, ¿el baño? Es una urgencia – me ruboricé un poco.

  • Eeee… esto, sí – se le veía claramente decepcionado – Allí al fondo, a tu izquierda, verás unas escaleras. Las bajas y es la segunda puerta a la derecha.

Se lo agradecí con mi mejor sonrisa y me dirigí al punto indicado: tenía razón, en la puerta se leía con claridad “Señoras”.

Era un baño peculiar, en forma de ele; a mi izquierda quedaban dos excusados y girando al final estaban el lavabo y el espejo, que era lo que yo quería. Para aplicarme la crema, tenía que sacarme el vestido, no había otra, y la única percha se encontraba entre los dos excusados.

“Bueno”, recuerdo que pensé, “¿quién coño va a entrar aquí? Si este lugar está vacío, no hay ni Dios… menos el tío bueno.” Así que, sin dudarlo, saqué el potecito del bolso y lo colgué; me saqué el vestido y lo colgué también, y me dirigí al espejo para darme la crema. Lo hice con mucho cuidado de no mancharme el sujetador y me lavé concienzudamente las manos. Aproveché para soltarme la melena y volverme a hacer la coleta, bastante maltrecha tras el incidente del colegio.

No veas qué susto me llevé cuando regresé a la percha: allí no había nada, nada de nada, ni bolso, ni vestido, ni nada. El corazón me empezó a latir con fuerza y noté un sudor frío… ¿Qué coño había ocurrido? Muy nerviosa, entré dos y tres veces en cada excusado, recorrí con la vista las paredes de arriba abajo… nada… Me apoyé medio llorosa en las frías baldosas y me dejé resbalar hasta quedarme sentada en el suelo, con los brazos cruzados por delante de las piernas. Hundí la cabeza en los muslos…” ¿Qué cojones hago ahora?”, me dije, los ojos llenos de lágrimas. No podía casi respirar: la ansiedad se había apoderado de mí.

Imagina que me pasé así casi veinte minutos, momento en el cual golpearon con suavidad a la puerta:

  • ¿Cristina? ¿Cristina Aranda? – era la voz del conserje.

  • Sí – sollocé.

  • ¿Te encuentras bien?

  • ¡Por favor! – casi chillé.

Abrió de golpe la puerta.

  • ¡Hostias, chica! ¿Qué te ha pasado?

  • ¡No lo sé, no lo sé! – repetía como una tonta con la respiración entrecortada debido a un terrible ataque de ansiedad.

Bueno… ¡no veas qué tropa, los hijosputas estos! ¿Qué crees que hicieron? El tío buenorro llamó a no sé quién por una especie de walkie-talkie mientras me acariciaba la cabeza con suavidad y me pedía que me tranquilizase. Luego llegó una mujer, luego un tío… total… que me ofrecieron lo único que habían encontrado en la academia: adivina… un vestido de putón que dudo que te lo pusieras siquiera para ir a una fiesta de disfraces; era de escote palabra de honor, pero tanto que las tetas casi se me escapaban por encima, además de dejar a la vista medio sujetador y sus tiras, y tan corto que notaba el aire en la parte baja de las nalgas… y ¡rojo pasión!, ¡ya te cagas! Recuerdo que en aquel momento decidí meterme en un excusado para sacarme el sujetador: ¡podía ir como un putón, pero no haciendo el ridículo! Se lo di a la mujer, que lo cogió con el índice y el pulgar, como si le diera asco, ¡menuda gilipollas! ¡Qué cabrones! Todo amabilidad, me dieron la dirección de la comisaría más cercana ¡a cuatro manzanas! ¡Imagínate tú vestida así por la calle! ¡Dios, qué vergüenza pasé! Lo que no me dijeron en esos momentos, no me lo dirán nunca. Te puedo asegurar que ya, a partir de aquí, no me ha abandonado la ansiedad que me aprieta el corazón y que me hace difícil el respirar.

Luego comprendí que esos hijos de la gran puta sólo se sacaron el problema de encima.

4. En la comisaría

En la comisaría, y ya asediada, acosada y desnudada por todas las miradas masculinas, acabé frente a la mesa de un detective. Recuerdo que era un hombre vulgar, de aspecto descuidado y muy áspero al trato.

  • ¿Sí? – masculló sin mirarme.

  • Verá – las lágrimas empezaron a llegar a mis ojos – Quería denunciar un robo…

  • Un momento – me cortó de malos modos mientras tecleaba no sé qué cojones.

Así me pasé diez minutos como una boba; de pronto, oí a mi derecha:

  • ¡Eh! ¡¿Por qué me lleváis a mí y a esa puta no?!

Me volví y vi a un tipo agitanado que me señalaba; le empujaba un policía:

  • ¡Cállate de una vez y tira palante!

Ahora el grito me vino por la izquierda:

  • Y tú, ¿con quién coño estás?

Giré la cabeza: era un tipo desgarbado y vestido con un traje barato.

  • Con él – señalé a la mesa, pero en ese momento la silla del detective estaba vacía.

  • ¡¡Manolo!! – volvió a gritar aquel hombre - ¡Llévate a esta fulana de aquí y ponla en su sitio!

La sangre se agolpó de nuevo en mis mejillas:

  • Pe… pero, oiga… - me cortó una mano que con fuerza me había cogido del brazo y me obligaba a levantarme:

  • ¡Venga, tía, a tu puto sitio!

Te aseguro que yo me debatí cuanto pude chillando:

  • ¡Oiga, oiga, yo no he hecho nada!

  • Que sí, que sí… - y el tipo me arrastraba hacia una puerta lateral; no pude resistirme.

Cuando cruzamos la puerta y ésta se cerró tras nosotros, se hizo el silencio. El agente o lo que cojones fuera miró a un lado y a otro antes de hacerlo hacia mí. En sus ojos relucía el deseo.

  • ¿Qué? Jodiéndome el trabajo, ¿eh, guarra?

Yo creo que estaba llorando a mares:

  • No es lo que… - acerté a musitar, pero el tipo abrió otra puerta y me empujó sin contemplaciones. Era una pequeña habitación con una mesa de aluminio y una silla de escay.

Con una mano me amorró a la mesa y con la otra hurgó por debajo de la tira del tanga y me hundió dos dedos en el coño. Yo hacía esfuerzos por liberarme, pero de veras que era muy fuerte. Me apretaba tan brutalmente en el cuello que a duras penas podía soltar grititos ahogados. Oí su voz en mi oreja:

  • Estás muy buena, zorra. Tienes un buen culo – me pegó una palmada en las nalgas – Ahora te estás quietecita, si no quieres que te mate. ¿A quién le va a importar una puta menos?

Noté que rebajaba la presión de su mano y la apartaba de mí. El corazón me latía a mil por hora, temblaba toda yo; aun así, levanté un poco la cabeza para intentar explicarme:

  • Oiga, yo…

Había empezado a decir entre jadeos, pero no tuve más tiempo; volvió a hundir su mano en mi cuello con tal violencia que me di un golpe muy doloroso, pero no pude gritarlo porque sentía que me estaba ahogando.

  • A ver, furcia de mierda… ¿qué es lo que no has entendido? Quiero follar y te voy a follar. No quiero oír otra palabra, ¿de acuerdo?

¡Por el amor de Dios! ¿Qué iba a hacer yo? Pues estarme quietecita y esperar que, después de follarme, fuera más razonable. Sentí que apartaba la tira del tanga y que sus dedos volvían a hurgarme el coño, esta vez ya más húmedo.

  • Uuummm – parecía satisfecho.

No tardé en notar cómo su instrumento empezaba a penetrarme, con tranquilidad pero con fuerza… ¡Dios mío! Recuerdo perfectamente ese mástil, duro como una roca, que iba abriéndose paso en mi interior y rozándome el clítoris para producirme, muy a mi pesar, un placer indescriptible. Inconscientemente, empecé a menear el trasero:

  • Muy bien, zorrona, muy bien – jadeaba el cabrón.

Ahora me había agarrado por los muslos y había iniciado un fuerte vaivén que yo sentía y sentía a la vez que oía su golpeteo en mis nalgas. El vestido se me había deslizado y mis tetas, con los pezones como pelotitas, se aplastaban sobre el frío aluminio. Me cogí con fuerza a la mesa y no entiendo cómo no saltó toda la crema del tubo que aún tenía agarrado y que no solté, te lo aseguro; era lo único que me seguía ligando a mi vida y que impedía mi locura. Creo que me corrí dos o tres veces antes de que él sacara su polla de mi coño (cosa que lamenté) y la hundiera en la raja de mi culo mientras, agitándose y gimiendo, se corría. Noté que su semen se esparcía por mis nalgas y, sin duda, por la tira del tanga, que había vuelto a su lugar, y por el vestido.

Cayó derrotado sobre mí. Yo, melena empapada y sin rastro de coleta, no podía respirar, pero no me atrevía a moverme. Se levantó y me propinó de nuevo una potente y dolorosa palmada en el trasero.

  • ¡De puta madre! ¡Levántate!

Así lo hice; mientras volvía a cubrirme las tetas sudando a mares, me volví hacia él:

  • Oiga – resoplé – Esto es una equivocación…

Te puedo asegurar que el bofetón que me arreó me hizo ver muchas estrellas.

  • ¡Que te calles ya, furcia de mierda! ¡Me tienes hasta los cojones!

De nuevo me arrastró sin piedad hasta el final del pasillo.

  • ¡Pedro, coño, ábreme la celda!

Un policía uniformado, algo mayor, acudió a su llamada. Intenté resistirme, pero el tío que me había follado me empujó al suelo de la celda. Oí que volvían a cerrar la puerta.

  • ¡Vaya peleona, tío! ¡Habrase visto, la fulana!

5. Con las putas

Como pude, me levanté ayudándome de los brazos hasta quedarme de rodillas: me dolía todo el cuerpo, pero especialmente la mejilla que había recibido la bofetada. En mi trasero notaba que el semen iba secándose. El cabello, totalmente desmelenado, me tapaba cualquier punto de visión excepto el de mis tetas, que ante mis ojos volvían a bambolearse libres del vestido. Me lo subí de nuevo. Ahí en el suelo vi el tubito de crema, que agarré de nuevo. Estaba llorosa, temblorosa y ansiosa cuando levanté la vista para ver que no me encontraba sola: había allí seis o siete putas de verdad.

Reconozco que me precipité, pero no pude evitarlo: de golpe me levanté y corrí a los barrotes a los que me agarré con fuerza:

  • ¡Pedro, escúcheme! ¡Yo no soy como ésas, ha de sacarme de aquí! ¡Esto es un error! – chillé y pateé como loca, pero el policía no se inmutó.

Como es de suponer, mis palabras sacaron de quicio a las demás. Las noté cerca, muy cerca a mi espalda:

  • Vaya con la señoritinga… Es mejor que nosotras.

  • Será una puta de lujo.

  • Ya verás, so guarrona, cuando se vaya el madero…

Estoy convencida de que en aquel momento me meé. La ansiedad ya me impedía respirar, así que me senté de nuevo en el suelo (no me atreví a pedir sitio a las demás). Es horrible estar esperando una tortura que sabes que va a llegar.

Poco a poco fueron pasando las horas; a mi desgraciada situación se unían los rugidos del puto estómago: llevaba todo el día sin probar bocado. No sé, supongo que en prisión el horario de comidas debe de ser como en un hospital ya que por allí no pasó ni un mendrugo de pan.

Estaba anocheciendo y se encendían de modo automático las luces del pabellón; al poco, Pedro nos miró:

  • Lo siento, chicas, pero nadie ha venido a por vosotras. Me temo que tendréis que dormir aquí.

Las otras empezaron a protestar.

  • ¡Pedro, mira qué melones tengo! ¡Son tuyos si me sacas, guapetón!

El policía negó con la cabeza y sonrió; al cabo de un cuarto de hora volvió a dirigirse a nosotras:

  • Bueno – dando una palmada en sus rodillas, se levantó – Ahora he de ir a hacer la ronda. Dentro de media horita, Ismael vendrá aquí. Él hará el turno de noche. Portaos bien, ¿vale?

Sabía que era mi sentencia de muerte. Empecé a temblar. No bien se cerró la puerta tras el policía, se acercaron de nuevo a mí.

  • ¿Qué? – dijo una cincuentona desdentada - ¿No dices nada ahora, pijaputa?

  • ¡Anda con la pelirroja esta! ¡Mírala, parece una gatita!

Yo lloraba en silencio.

  • ¡Levantadla! – ordenó la vieja.

Me cogieron por los sobacos y me obligaron a ponerme en pie. La desdentada me señaló con dedo acusador:

  • Eres una idiota, chiquilla. La has bien jodido. Nadie nos insulta y se queda tan ancho. ¡Mira esto! – se levantó de un golpe la falda dejando a la vista su arrugado chocho - ¡Por aquí, niña, han pasado mil pollas y ahora va a pasar una lengua que habla demasiado! – volvió a cubrirse y se sentó, piernas abiertas, en una de las pocas sillas que había - ¡Ponedla de rodillas y obligadla a chuparme el coño!

Me resistí lo que pude con gritos, súplicas, lloros, pero no hubo tu tía; las cabronas me doblegaron y choqué con las rodillas en el suelo. El tubito de crema se fue por el suelo.

  • ¡Vas a venir a gatas y me lo vas a chupar hasta que yo te diga! – chilló aquella vieja loca.

Me negué moviendo tercamente la cabeza. De pronto, se levantó, se acercó y me propinó tal bofetón en la misma mejilla en la que lo había hecho el policía que me fui de cabeza al suelo notando el sabor de la sangre en mi boca.

  • ¿Qué me dices ahora, pijaputa? – estaba arrodillada a mi lado.

¿Tú qué hubieses hecho? Dime, ¿qué hubieses hecho? Rodeada de unas putas que podían matarme y quedarse tan tranquilas. Asentí. Cuando se sentó de nuevo, me puse a gatear en su dirección. Las demás jaleaban y me daban terribles palmadas y golpes llenos de rabia en el culo; imagínate si era doloroso que en un par de ocasiones me flaquearon las rodillas. Mis nalgas hervían cuando me situé entre los muslos de la vieja y me apliqué a su coño. Espero que nunca sepas lo que es el hedor de la orina mezclado con el de los flujos vaginales: yo sí lo sé y no lo olvidaré nunca. Tres o cuatro veces se corrió aquella cincuentona y tres o cuatro veces tuve que beberme todos sus líquidos, mientras las demás gritaban y, de vez en cuando, me golpeaban con saña el trasero.

De pronto, me agarró con fuerza del cabello y me obligó a mirarla; supongo que yo tenía los ojos anegados en lágrimas y los labios brillantes de líquidos. Millones de agujas parecían clavarse en mi cabeza. Una sonrisa desdeñosa:

  • Pelirroja: te has tragado tus palabras… ¡ahora te las vas a comer!

Me empujó con violencia y caí hacia atrás; como pude, me apoyé en los codos y vi que mis tetas bamboleaban libres de nuevo del puto vestido. El sabor a sangre se mezclaba con los demás.

  • ¡Haced que se coma todo el tubo!

Intenté incorporarme, pero en seguida fui agarrada por muchas manos. Intenté mantener cerrada la boca, pero unas terribles presiones en las mejillas y alguien que me tapó la nariz me obligaron a abrirla… empezaron a vaciar el tubo y yo tragué, tragué…

El ruido de la puerta obligó a acabar aquella macabra fiesta; todas se separaron de mí y quedé en el centro de la celda hecha un guiñapo: el pelo sucio, enmarañado y sin rastro de mi coleta; creo que el vestido había quedado reducido a una especie de banda en mi abdomen, dejando a la vista culo y tetas. Allí, hipando y temblando, con un gusto amargante en la boca que chorreaba crema,  me quedé hasta el día siguiente sin pegar ojo hasta que, mucho más tarde, me adormilé hecha polvo.

6. El desenlace

  • ¡Oye! ¡En el atestado salen siete y aquí hay ocho tías!

  • Pues no sé, señor. Será un error.

  • Qué error ni qué cojones. A ver qué ha pasado aquí. Vamos a llamarlas.

  • Sí, señor.

Esa conversación fue lo primero que oí cuando me fui despertando de la pesadilla que había vivido la noche anterior. Abrí poco a poco los ojos. La luz de la mañana ya entraba por los ventanales del pabellón. Sentía que era la única que seguía en el suelo; me ardían el labio inferior y las nalgas.

  • A ver. Tú, la del suelo, levántate.

No hice ni el amago; estaba muy cansada y dolorida. Tan pronto como fui tomando conciencia de mí misma, la ansiedad regresó a mi corazón.

  • ¡Que te levantes, coño!

Obedecí lentamente: ya me costaba respirar. De manera mecánica, me cubrí como buenamente pude.

  • Chicas: a medida que os nombre os vais poniendo a este lado – era un hombretón corpulento el que decía eso, acerté a ver. Fanny, Lucy, Bombón… no sé qué dijo, pero mi nombre no. Me quedé sola.

  • ¿Y tú? – se dirigía a mí - ¿Quién cojones eres?

No pude más y empecé a llorar desconsoladamente, echando restos de crema por todas partes; el hombre se alarmó:

  • ¿Qué pasa aquí? Ismael, ¿quién es ésta?

  • Y yo qué sé – se encogió de hombros.

  • Joder; cálmate y dime tu nombre, ¿cómo te llamas?

Entre hipidos y sollozos dije:

  • Cris… Cristina… Aranda.

  • Pero, ¡por el amor de Dios! ¡No está en la lista! ¿Qué haces aquí?

Conseguí hilvanar mi historia de aquel día, que los hombres y las chicas escucharon horrorizados. No tardaron en sacarme de allí y darme ropa decente, una camiseta y unos vaqueros. Pero aún faltaba algo más: cuando llegamos a mi piso, comprobamos que alguien, sin duda el que me había robado el bolso, había forzado la puerta y se había llevado todo lo de valor; sin duda, y sin yo saberlo, algún documento habría en él.

Fue ver aquel desastre y empezar a sentir terribles retortijones en el estómago: de veras que no pude más y por mucho que intenté llegar al baño, me fue imposible y a medio camino empecé a vomitar sobre el parqué; los demás se apartaron con cara de asco. En fin, entre vomitonas y diarreas hediondas llegaron los servicios de urgencia, que casi se desmayan cuando entraron en el baño donde yo estaba cagando… No es para reír: tres lavados de estómago y cuatro días en el hospital…

Bueno, queridos lectores, esto es lo que había en la libreta de Kris. ¿Creéis que es para tanto? ¿Realmente creéis que sufrió la mitad de lo que yo sufrí? Y ahí está, siguiendo la misma terapia, aunque ya lo comenta Alicia: no todos somos igual de fuertes.

Me siento mala, pues a medida que leía su historia yo me iba sintiendo mejor; sí, ya conozco el refrán que reza: mal de muchos, consuelo de tontos; pero eso no quita que el saber que otra gente ha sufrido casi tanto como una, te sirve para darte cuenta de que no es que el mundo esté en tu contra o que seas especialmente desgraciada, sino que tuviste la mala suerte de estar en el momento y en el lugar equivocado.

Gracias por vuestra atención e interés y hasta otra.

Joana