La Historia de Julia
Esta es la historia de lo que me sucedió el pasado día 6 de febrero. Es la primera vez y muy probablemente será la última, aunque dejó en mi un recuerdo maravilloso.
Por mi forma de ser y formación, desgraciadamente pertenezco a la generación que fue educada interna en colegio de monjas, mi relación con el sexo siempre ha sido entre conflictiva y contradictoria. La culpa, que con respecto a lo sexual, siempre está presente en la educación que recibimos, es un sentimiento que una vez que se mete en el cerebro ya no se puede arrancar.
Me casé joven y tuve hijos joven, he vivido siempre con mi marido y nuestra relación ha sido cómoda. He llegado a esa situación en la que todo lo sexual es secundario y ya asumo que follar con Pedro mi marido es algo divertido cuando no tienes otra cosa que hacer. Siempre he tenido el nivel de libido muy bajo. Cuando mi cuerpo necesita sexo, provoco un poco a Pedro y ya está; si es él el que se pone caliente, cubro el expediente. También sé ser complaciente. Así ha transcurrido nuestra vida, sin problemas de ese tipo.
No he sido infiel a Pedro, no por una cuestión ética, no me apetece, me da pereza. Alguna vez me ha parecido que alguien de mi entorno, algún amigo, conocido o compañero de trabajo, pretendía ligar conmigo y aunque la curiosidad me decía que entrara en el juego, al final siempre he abandonado el partido, al leer estas líneas pienso que igual ha sido miedo...
...Tal vez mi condición de mujer prudente, de una sola pareja, proceda de mi comodidad natural; vivo bien así, no necesito más. Por eso tanta importancia ha tenido en mi vida lo que ahora os cuento; por eso he tenido la necesidad de contarlo.
Me llamo Julia, vivo en una ciudad pequeña y provinciana, ejerzo una actividad profesional liberal que me satisface razonablemente, estoy casada con Pedro un buen tipo al que quiero y con el que he tenido dos hijos ahora adolescentes. Mi actividad vital que no estresante, pero con mucha frecuencia intensa, me ha gravado con intermitentes y fuertes dolores del hombro derecho que no sabía como combatir. Por eso, con un gran esfuerzo de voluntad me propuse ir a nadar los martes y los jueves, cuando termino de trabajar a las ocho de la tarde, a un polideportivo que esta cerca de mi casa. El diecinueve de diciembre pasado, me acuerdo perfectamente porque tuve un mal día en el despacho, el dolor de espalda y la mala leche me provocaron unas incontenibles ganas de agotarme físicamente, así que me escapé antes a la piscina y me puse a nadar como una descosida. Los meses que llevo nadando, desde septiembre, me han dado cierto fondo. Después de media hora de darle, con muy pocos descansos, la verdad es que estaba cansadísima. Si lo normal es que esté tres cuarto de hora nadando a mi ritmo, despacito y con descansos, ese día debí batir el record mundial de los cinco mil croll. Cuando salí de la piscina estaba mareada con la respiración entrecortada y sin ver absolutamente nada por las gafas empañadas que ni siquiera me había quitado, así que me di de morros con otro de los incondicionales de la natación los jueves a las ocho. Era un tipo de aspecto un tanto particular, grande como un mayo, de hombros cuadrados, con brazos y manos inmensas de esas que parecen capazos, cabeza pequeña y torso en uve, un culito pequeño y duro, muy masculino y unas piernas delgaditas largas y nada musculadas . En fin, si bien es cierto que en otras ocasiones me había fijado en él, la verdad es que no porque fuera atractivo, por lo menos para mi, tampoco lo contrario, sí por su aspecto, que en traje de baño de natación, era especial.
Al salir de la piscina me di un topetazo con él, mi condición menuda me hizo rebotar contra su cuerpo, iba yo quitándome el gorro y las gafas de nadar y ni siquiera le vi. Le pedí disculpas que él me devolvió inmediatamente con una sorprendente voz de locutor de radio de un tono especialmente bajo y profundo. Sonreí formalmente y cuando hice el ademán de continuar mi camino, extendiendo sus disculpas comentó, tratándome de usted, que me había visto nadar, preguntándome si tenía o había tenido recientemente una contractura en el hombro derecho. Antes de que le contestara, se justificó diciendo que era fisioterapeuta y que yo nadaba con los movimientos típicos de quien tiene o ha tenido una lesión de ese tipo. Le confirmé que efectivamente así era. Profusamente se puso a darme explicaciones y a dar un diagnóstico. Me explicó el motivo o causa física de la lesión que yo no entendí, porque hablaba como si de una máquina se tratase, profiriendo una cantidad de datos y nombres de músculos que obviamente a mi no se me quedaron. Sonreí y le agradecí la información. No percibí en ningún momento que su intención fuera otra que la amabilidad o la diletancia y aun ahora sigo creyendo que estoy en lo cierto.
A partir de ese día nos saludábamos en la piscina y me propuso un par de ejercicios antes de nadar para salvar y evitar las contracturas propias de mi trabajo con el ordenador. El jueves pasado, siete de febrero, cuando nos saludamos como de costumbre me dijo que al día siguiente a la misma hora daba un minicurso de dos horas en el mismo pabellón de deportes sobre vicios posturales y prevención de lesiones laborales y que me invitaba muy especialmente. Me pareció muy interesante pues en ese tiempo obtuve la conclusión de que era buen profesional; además, su voz era embriagadora. Le prometí mi asistencia.
Habría unas treinta personas yo diría que funcionarios casi todos de mediana edad que efectivamente atendían las explicaciones de mi docto amigo dadas de forma bastante profesional y entretenida; proponía ejemplos y ejercicios físicos de corrección y de prevención. En un momento de la charla, me hizo un gesto y me saco delante del grupo para hacer los ejercicios que había explicado, (afortunadamente me había cambiado en casa y había venido con un chándal) ayudándome con explicaciones y corrigiendo aquello que hacía mal. Me di cuenta de las manazas tan enormes que tenía puesto que siendo yo pequeña prácticamente abarcaba la totalidad de mi pierna. En un momento determinado mientras explicaba un ejercicio que consiste en encoger una pierna estando de pie, sujetó, creo que sin otra intención que la de mantenerme en esa posición, mi nalga derecha con tanta firmeza que me puse colorada como un tomate. Me tuvo a mi y a los demás haciendo ejercicios el resto de la hora y cuando terminamos, unos minutos antes de las diez, yo sudaba como una bestia. No tenía previsto hacer ejercicio pues él me había hablado de una charla y por ello no había cogido ni neceser, ni toalla, ni ropa de repuesto, por lo que pensé en salir a todo correr, para no quedarme muy fría y poder ducharme en casa, pero enseguida después de despedirse y saludar a algunos de sus alumnos se acercó a mi para agradecerme la presencia y colaboración y explicarme que la dificultad que yo tenía para hacer alguno de los ejercicios propuestos, obedecía a no se qué defecto en no se qué músculo que me provocaba no se qué reacción en cadena que limitaba no se qué extensión. Después de quince minutos de conferencia añadida, notó mi impaciencia, yo le alabé su trabajo y le indiqué que me marchaba corriendo para poder ducharme en casa puesto que no había traído repuesto en la creencia de que se trataba simplemente de una charla. Me dijo que de ninguna manera que él me conseguía toalla, jabón y una camiseta nueva y que no saliera así. Tal fue su vehemente insistencia que efectivamente al sacarme la toalla, el gel y la camiseta, no me quedó mas remedio, un poco cortada, agradeciéndoselo mucho, que dirigirme a los vestuarios con la intención de mojarme un poco para no oler a sudor y marcharme a casa. Me duché rápido y me vestí sin ponerme la ropa interior y la camiseta sudada y salí corriendo hacia la puerta del pabellón que está justo al otro lado de la piscina cubierta. No hubo forma de abrirla, pensé que estaba cerrada con llave pues ya no había nadie y el pabellón cierra a las diez. Me puse un poco nerviosa y me dirigí otra vez a los vestuarios, como había oído ruido en el de hombres, empecé a llamarle por su nombre, él me contesto desde dentro con voz un tanto alarmada, le expliqué de forma aturullada que no podía salir porque la puerta estaba cerrada con llave.
Salió enseguida recién duchado y oliendo a jabón para decirme que la puerta estaba abierta puesto que él tenía la llave y no había cerrado, pero que el portero le había advertido que se solía quedar encajada y era difícil de abrir. Aquello me tranquilizó. Me dijo que me acompañaba para abrirla él mientras lo cerraba todo y apagaba las luces. Iba yo delante; a la mitad del recorrido me echó mano a los hombros diciéndome que incluso andando se me notaba la contractura en el derecho y empezó a masajearme los músculos del cuello, me pare en seco y me quede quieta, como si me anestesiaran, como si de repente me quitaran las pilas. Sus grandes manos funcionaban con una gran delicadeza y habilidad, mientras con su voz de locutor de radio me justificaba porqué la contractura esa que yo tenía, en realidad, era fácil de eliminar de forma definitiva, explicándome los movimientos que realizaba y los músculos a los cuales afectaba. Sin dejar de hacer el masaje, me condujo con las manos a uno de los lados del pabellón, en donde hay una zona dedicada a los aparatos de musculación y gimnasia. Sin dejar de hablar me cogió las manos y me hizo agarrar las asas de uno de los aparatos de gimnasia, cuya utilidad yo desconocía. Se trataba de una especie de camilla para hacer pesas a una altura de unos ochenta centímetros del suelo, lo digo porque las piernas me quedaban colgando casi en ángulo recto. Me estiró los brazos y el cuerpo sobre el aparato, tumbada bocabajo. Lo único que me preocupaba es que se notara a través del pantalón del chándal que no llevaba ropa interior, lo que me azoró bastante. Me contaba con ese tono radiofónico tan sugerente que en esa postura se producía un estiramiento gradual de la columna y de no se qué músculos que relacionaba como si de la lista de los reyes godos se tratara. Después de sujetarme suavemente las manos empezó a mover con increíble destreza sus dedos en mis omoplatos, lo hacía bien y me resultaba muy gratificante. La cuestión es que como tenía su paquete pegando a mi trasero, después de dos roces noté que aquél aumentaba de tamaño y que cuando el masaje se concentraba en el cuello, el paquete, su paquete, se encajaba en mi culo; al principio de forma disimulada, después de forma evidente, y al final como si hubiera decidido quedarse a vivir allí. Pensé para mi: "Julia, esto se pone feo, o cortas, o esto va a acabar mal." Lo cierto es que me mantenía inmóvil y cada vez mas excitada. Llegué a convencerme que no era intencionado y que en realidad ni siquiera se daba cuenta, así que para confirmarlo hice un leve movimiento con el trasero para desencajarlo de su dura pieza, él siguió como si tal cosa, comentando y documentándolo todo con profesional entonación, dale que te pego al cuello, a los músculos de la columna y a la contractura del hombro. Pensé: "Ves, ni se da cuenta." Me preguntó si estaba incomoda. De mi boca salió un ruido gutural que el interpretó como un no y siguió bajando con el movimiento de sus dedos por la columna y explicando, apartándose un poco, (lo cual por una parte me hizo respirar y por otra lamenté) que en la zona lumbar es donde se acumulan el mayor número de tensiones y que el nervio ciático no se qué desplazamiento sufría. Me empezó a masajear los lumbares y la terminación de la espalda; una gozada, estaba encantada, excitada y relajada.
La cuestión es que sucedió lo que tenía que suceder.
Con rapidez y velocidad de pasmo, me bajó un poco los pantalones, solo hasta la mitad del trasero. Fue el único momento en el que sentí cierto pudor, sobre todo porque comprobó la evidencia de que no llevaba bragas puestas. Siguió durante algunos minutos dando un suave masaje entre donde la espalda termina y los riñones. No paraba de hablar. Disertaba en ese momento sobre la necesidad de fortalecer los músculos de la parte de atrás de los muslos mientras agachado me frotaba esa zona por encima del pantalón a medio bajar. Me sujetaba la rodilla derecha mientras me masajeaba la bola de esa pierna. Después de un rato hizo lo mismo con la izquierda. Entonces noté que se incorporaba, se separó y dejó de tocarme, aunque no de hablar. Dije para mi: "Bueno, ha estado bien, me ha dado un masaje, me ha bajado los pantalones y me ha puesto su chisme en el culo, tendré algo que contar a mis amigas, terminemos con esto y dejémoslo estar."
Me disponía a levantarme y a dar esa agradabilísima sesión por terminada, cuando sin poder reaccionar por su rapidez, con una tranquilidad pasmosa, me bajó el pantalón del chándal hasta los tobillos, y la impresión de notar mis intimidades al descubierto no fue nada, cuando me di cuenta de que una cosa húmeda, dura y caliente se intentaba colar entre mis muslos, di un fortísimo respingo y casi me agarro del techo, pero lo cierto es que su aparato, con mucha suavidad pretendía encontrar un hueco entre mis labios vaginales. El cerebro me decía que me soltara de las malditas asas del aparato y me pusiera a gritar como loca o saliera de allí corriendo, pero no me preguntéis porqué, lo que hice fue abrir las piernas, lo que me permitía el pantalón en los tobillos y levantar ligeramente el culo para que aquel palo tieso encontrara el camino de mi huequecito. Él se separó momentáneamente, metió el pie derecho entre mis piernas y de un hábil pisotón bajo los pantalones hasta el suelo, yo solo tuve que mover uno de los pies para quitármelos, con zapatillas incluidas. Por fin, no sin cierta dificultad, las dos humedades, la suya y la mía se pusieron de acuerdo y acertó a poner el glande sobre mis labios mojados. Me sujetó con sus manazas de las caderas, sin dejar de hablar ni un segundo y sin apenas cambiar el tono de voz, prácticamente me levantó en el aire y empujó con mucha suavidad, noté la diferencia con el aparato de Pedro, hasta mi vagina pensó: "Huy, ésta no es la visita de otras veces". El glande era mucho mas abultado y aun lo mojada que yo estaba, le costó un poco entrar. Con ese nuevo punto de apoyo, estaba prácticamente empalada y sujeta firmemente de las caderas, pude por fin soltar las asas y resbalar mi cuerpo hacia atrás, agarrándome al aparato (de gimnasia, pues el otro lo tenía clavado). Me pregunto nuevamente si estaba cómoda, y esta vez no me salió un sonido gutural, sino un clarísimo "muy cómoda, sigue así, vas bien." Los movimientos no eran los habituales, no eran las embestidas tradicionales, no empujaba, se contoneaba circularmente, sin meter y sacar, ahondando como una trepanadora, como a mi y a casi todas nos gusta, (vosotras me entendéis). Me tenía levantada en el aire, así que para adaptarme mejor a su posición, abrí aun más las piernas y doble las rodillas. El deslizó su mano derecha por debajo, sobre mi vientre y sujetándome colocó justo su dedo meñique en mi clítoris. Con los movimientos de su cadera, el dedito frotaba el botón, provocándome una subida impresionante. Tuve un orgasmo de forma inmediata, él seguía hablando como si tal cosa, sin signo aparente de que fuera a tenerlo, no aceleraba el movimiento, ni respiraba de forma entrecortada, ni tenía ninguna inflexión en la voz. Intenté ayudarle moviendo la cadera y el culo de arriba abajo, y me concentré en lo que estaba hablando, porque en todo el rato si bien su voz acompañaba mucho, lo cierto es que era como música, pero sin letra. En aquel momento explicaba como la base de un buen orgasmo para el varón era percibir el aumento de la excitación de forma gradual y lenta...
... En esto estaba, cuando empezó a desacelerar y a moverse con mayor lentitud, coincidió cuando mi excitación empezaba a subir otra vez como consecuencia del dedito ese que no paraba de jugar con mi clítoris. Me la sacó con gran rapidez y suavidad, para no caerme tuve que apoyar los pies en el suelo. Me puso las manos en las caderas, me dio la vuelta, dándome la cara y me levanto en el aire, sentándome en el borde del aparato ese (de gimnasia), divino aparato. Con esas manazas que tenía me hizo apoyar la espalda y me levanto las piernas en ángulo recto, sujetándolas por los tobillos, me sujete con las manos a la plataforma para no perder el equilibrio y le dije: "entra otra vez, por lo que mas quieras." Fue la única vez que vi el aparato, (el suyo), divino aparato; era tan peculiar como el resto de su cuerpo, tenía la cabeza muy hinchada y prominente como una porra, tal como la había notado antes al meterla, el resto era larga pero normal tirando a poco gruesa. Teniéndome agarrada por los tobillos, intentó clavármela otra vez, pero el pobre no acertaba, así que opte por ayudarle, incorporándome un poco, se la cogí y la puse en la entrada. Él solo empujo un poquitín y entró prácticamente sola, como si conociera el camino y hubiera estado haciéndolo toda la vida. Soltó los tobillos, ya estaba yo suficientemente sujeta y me metió las manos bajo la camiseta, masajeándome los pezones con manos bastante diestras. Me apreté contra él lo mas posible, echando las rodillas hacia atrás. Me faltaba el masajito que antes me daba en el botón, pero con lo concentrado que estaba el muchacho en mis tetas, opté por suplir yo la deficiencia. Mi fisioterapeuta follador empezó a acelerar sus movimientos. Recuerdo que además de su voz, lo único que se oía era el chof-chof, cada vez mas rápido, de la humedad de mi sexo con la batidora dentro. Por la cara que ponía y el tono de voz, ahora si ya empezaba a entrecortarse y a jadear con una cadencia muy excitante, llegué a la conclusión que la descarga se acercaba, así que yo también aceleré mi ritmo en el clítoris para no quedarme atrás. Cuando el descargó, yo también orgasmé, soltando un gritito de gata que hasta a mi me sorprendió.
Fue un orgasmo el suyo también muy peculiar, lo menos soltó tres o cuatro chorritos, lo noté por las sacudidas, cada una acompañada de un comentario; el primero, "lubricación perfecta"; el segundo, "magnífico movimiento de caderas"; el tercero, "gran flexibilidad de las paredes vaginales"; el cuarto, "magnifica corrida". Yo contesté muy sinceramente: "Es la mejor metida que me han hecho. Es el mejor polvo que me han echado. Muchas gracias".
Cuando se subió el pantalón del chándal, todavía la tenía tiesa como un roble. Después de preguntarme sobre las medidas de seguridad, le dije que tenía ligadura, me explicó, disculpándose, que él siempre lo hacía con condón, pero esta vez se había dejado llevar. Aun me dio un par de consejos de cómo colocarme durante el polvo para evitar contracturas y aumentar la excitación, todo ello con el mismo tono de voz profesional que al principio. Me dieron ganas de volver a empezar. Cuando me recompuse estaba otra vez toda sudada, y cuando salíamos por la puerta, se limitó a despedirse de mi y a agradecerme, literalmente "esa vibrante comunicación corporal" (con ese eufemismo parece que llamó al mejor polvo de mi vida). Allí en la calle, como si nada hubiera pasado, no me atreví a pedirle el teléfono y la dirección y a pedirle una repetición aunque fuera tumbados en la acera con el frió y la lluvia que caía.
Cuando llegué a casa, Pedro me preguntó que donde había estado, por lo tarde que era. Le respondí que echando un polvo a un monitor de gimnasia terapéutica. Me preguntó que tal y le dije que genial que me había dejado muy relajadita. Sonrió y siguió leyendo. Esto es lo que pasó, es verdad y no puedo por menos que contarlo.
FIN
Escrito por Julia el día 16 de febrero de 2008