La historia de David Calvert. Parte 2 de 5

En toda historia, existe la luz y la oscuridad. Si en el capítulo anterior, la cabeza de David no podía frenar los deseos lascivos con su hermana, ahora volverá a su vida alguien que lo marcó. La maldita serpiente.

La historia de David Calvert. Parte 2 de 5

Resumen anterior

David es un chico envuelto en un drama familiar. Su padre lo abandonó, su madre está todo el día trabajando y su hermana se encarga de la casa. Él, a cambio no hace nada, solo se dedica a jugar al baloncesto.

Los días han cambiado, su cabeza ardua un plan para acabar con su hermana en la cama, sin ropa alguna. No puede quitarse esos pensamientos. David se sienta fuera de sí mismo, no quiere volver a repetir una historia de esa índole.

Parte 2

Tras el momento de calentura con su hermana, necesitaba despejar su mente. Se colocó una camiseta de tirantes amplia y las zapatillas rojas. Alcanzó el balón y salió en dirección a la cancha. Allí paso las horas, y las horas, jugando con unos y otros, incansables 3 para 3 o 5 para 5. La gente iba rotando, venían y se iban. David siempre permanecía. Más fiable que un conejito de duracell.

El sol había caído por completo. La noche empezaba a reinar. Aunque fuera jueves, la gente empezaría a caminar de un lado a otro, ebrios, y seguramente, drogados. Deambulando en busca de algún lugar donde infectarse un poco más. El centro de atención sería el Jay’S’Club, y seguramente allí estaría JD. A David no le gustaba el mundo de la noche, se sentía fuera de él. No le gustaba bailar, ni beber, ni mucho menos drogarse. Su mundo era el baloncesto y… Y el baloncesto. Mejor solo pensar en eso.

Su rutina fue la misma que la del mediodía. Se encaminó directamente hacia la ducha para refrescarse. En el trayecto pudo escuchar como Amy escuchaba música. Aún no había rastro de que Anna hubiera llegado a casa.

Se desvistió y cayó debajo de un chorro de agua caliente. Cuanto más ardiente estuviera, mejor para él. Quería sentir como su piel se abrasaba al contacto del agua, era una manera de sentirse vivo. Y tras diez minutos, con la mente totalmente en blanco, salió y se secó. Luego, se sentó en una de las sillas altas de la cocina. Alrededor de la barra americana.

-          ¿Estabas aquí? – lo despertó del letargo Amy, posando sus delicados y finos dedos en el cabello de David. No sabía cuánto tiempo había pasado desde que se sentó - ¿Tienes hambre?

-          Puede – su tono era de cansancio. O más bien de desgana.

-          Y si tenías hambre… ¿por qué no te preparaste algo? – le respondió Amy, cogiendo una manzana y mordiéndola mientras lo miraba.

David tuvo que apartar la mirada. Aun estando en una acción tan cotidiana como esa, provocaba fuertes deseos de abalanzarse sobre ella y tomarla sobre la encimera. ¿Qué le estaba pasando? Nunca había tenido esos pensamientos tan seguidos.

-          Puede que no tenga hambre – contestó David, quitándole la mirada.

-          Ah, bueno. Entonces me vuelvo al cuarto – respondió Amy, con pasos enérgicos.

-          O… puede que sí.

-          ¿Qué has dicho? – se dio la vuelta, quedando justo detrás de David.

-          Que puede que tenga algo de hambre. Ya sabes.

-          ¿Y por qué no te lo preparas tú?

-          No se me da bien. Ya sabes – se excusó.

-          Claro… Si nunca intentas nada. Así nunca vas a conseguir nada. Lo quieres todo hecho – aunque le reprendía, su cara no había cambiado ni un ápice. Seguía igual de alegre.

-          Vamos. Yo soy el mayor. Hazme algo de cenar.

-          ¡Claro! ¡Eres el mayor! Y eso te exime de cualquier responsabilidad, ¿verdad? – ahora sí que parecía algo mosqueada.

-          Supongo que sí, Amy – le rugió el estómago – No me hagas sufrir más.

-          Debería hacerlo, así es la única manera de que aprendieras algo – aunque le amenazó, se dirigió directamente a la cocina, donde sacó unos cuantos envases para elaborarle la cena - ¿Y sabes? ¿Quién dice que eres el mayor? Somos iguales.

-          Bueno, yo nací primero. Eso me hace mayor.

-          Legalmente sí… - habló mientras cortaba unas zanahorias – Pero biológicamente, no -.

-          Oh. ¡Ya saltó la bióloga! – David pareció recobrar un poco el ánimo. Le gustaba pelear – Si yo salí primero, es porque me formé primero. Es simple.

-          ¿Perdona? – le miró con cara de incredulidad – Eso no tiene sentido alguno. Lo más común es que todo el mundo diga que el mayor biológicamente sea el segundo que salió, pero se equivocan igualmente.

-          Ves. El primero es mayor – David se había acercado a ella y se hizo con un trozo de zanahoria.

-          ¡No! ¡Déjame acabar! – le pegó un manotazo en la mano – Y deja eso.

-          ¡Auch!

-          Bueno, lo que decía. Biológicamente es imposible saber cuál es mayor o menor. La disposición para salir no tiene por qué reflejar exactamente el orden de procreación. Además, debió ocurrir en menos de 24 horas.  Por tanto, hay tan poco margen que no se puede saber.

-          ¿Y quién es más fuerte? – la alzó de la cintura hacia arriba.

-          ¡Bájame! Que tendrá que ver eso.

-          Tiene que ver y mucho – la dejó de nuevo sobre el suelo. Volvían a ser hermanos normales en su elucubración.

-          El chico listo siempre igual. Cuando se siente perdedor, desvía la conversación. ¡Qué novedad! – refunfuñó en tono bajo.

-          ¿Quieres un refresco?

David sintió un escalofrío en el cuerpo. Cerró los ojos instintivamente. Algo iba mal. Lo presentía.

La puerta se abrió. Anna entró. Tenía claros síntomas de fatiga. Normal. Llevaba todo el día trabajando, y aunque aún era joven, le estaba pasando factura. Las arrugas empezaban a hacer acto de presencia.  Ella se negaba a confirmarlo.

-          Hola chicos. Ya estoy aquí – saludó, soltando unas bolsas en un lateral de la puerta.

-          Hola mama. ¿Qué tal el día? – replicó Amy. David permaneció callado.

-          Bien. Espero que vosotros también. Os tengo una pequeña sorpresa – sonrió como antaño y dio paso a alguien dentro de la casa – Entra cariño.

Sus peores presagios, se habían confirmado. Era su prima Dalila.

Dalila medía más que Anna o Amy, pero estaba una cabeza por debajo de su primo. Llevaba un pelo largo, agitado, de un tono rojizo como una candela. Incesante como el estallido de las cenizas aún vivas. Sus ojos eran de lo más normal, marrones. Pero su mirada tenía algo especial. Algo indescriptible. Los labios eran carnosos y las mejillas estaban pronunciadas. Estaba más guapa de lo que David recordaba.

Hacía un año que Dalila no los visitaba. Por aquel entonces tendría 18 años recién cumplidos. Por regla de tres, ya habría cumplido los 19. Había algo que cambió sustancialmente. Sus pechos. Sin duda se los había operado. Si prestabas atención y conseguías aislar todos los sonidos, seguramente escucharías a ambos pechos chillando por salir de aquella presión. Llevaba un top negro, con un gran escote, al menos dos tallas más pequeño. Abajo, un vaquero ceñido le estilaba sus curvas y unos tacones negros la mantenían de pie.

-          ¡Prima! – corrió Amy a abrazarla.

-          Amy. Que alta – Dalila la sostenía entre sus brazos, con sus labios bien arqueados.

-          ¿Dónde has estado? ¿Qué has hecho? Cuéntame – Amy no paraba de preguntar, ni de mirarla de arriba abajo.

-          Es una historia muy larga. Y para nada interesante – sonó desinteresada.

-          ¿Y te vas a quedar?

-          Sí, Dal se va a quedar con nosotros unos días – respondió Anna – Así que dosifica tus preguntas.

Ambas primas se volvieron a abrazar. Dalila se separó y remendó su ropa. Giró su cuerpo unos treinta grados y miro fijamente a David, que estaba detrás de la barra americana.

-          Primito. Primito. Tan alto como siempre. Recordaré la próxima vez que vaya a venir, ponerme unos tacones más grandes – rio ella misma mientras se acercó, y lo rodeó con fuerza.

David no mostraba mucho interés. La saludó con un hola, pero apenas fue audible. Su piel se erizó ante el contacto y una oleada de sensaciones recorrió su cuerpo, hasta llegar a su cerebro. Allí, de un fuerte golpe, abrieron una puerta. Un habitáculo con sus mayores miedos fue descubierto.

Las mejillas del uno y del otro, se encontraron en un leve roce. La boca de Dalila quedo muy cerca de la oreja de David. Marcando mucho el movimiento de sus labios, pausado, buscando un sonido sensual, le susurró – Te he echado de menos. No sabes cuánto -. Tras eso, mordió con sus dientes el lóbulo y tiró hacia abajo suavemente. Lo soltó, y luego, apretó la hilera de dientes superior con su labio inferior.

Dalila se separó. Aprovechó para pasarle la mano, sutilmente, por el brazo a su primo.

-          Me gustaría dejar las cosas, tía. ¿Dónde podría?

-          En el cuarto de Amy. ¿Recuerdas dónde está, verdad?

-          Claro. Por supuesto – ya andaba con una maleta hacia la habitación.

-          Yo voy a darme una ducha – Anna besó la mejilla de su hija - ¿Vale?

Las chicas de la casa estaban muy felices de tener a Dalila entre ellos. David no lo estaba para nada. Estaba alterado. ¿Cómo iba a estar tranquilo teniéndola a ella ahí? A la serpiente del cuento.

-          Se me quito el hambre – dijo David – Me voy a acostar ya.

-          ¿Y eso? ¿Te pasa algo? – lo miró Amy, como si buscara el foco de una infección.

-          No. Nada. Prefiero descansar.

-          Te estaba haciendo la cena.

-          Ahora tienes gente con la que compartirla – sonó sentenciador.

-          ¿David? – Amy parecía extrañamente confusa.

-          Buenas noches, hermanita – le dio un beso en la mejilla al pasar por su lado, siguiendo su camino cabizbajo.

-          Buenas noches – contestó Amy, con la voz quebrada – Espera. Cómete una manzana aunque sea.

Amy lanzó la manzana. David la vio con el rabillo del ojo, pero no hizo ademán de cogerla. Así que golpeó en su espalda y cayó rodando por el suelo.

David se lanzó en seco a la cama. Ya había sido un día difícil como para tener que añadirle otra interferencia. Seguramente su madre se extrañaría que no se quedara a cenar, habiendo recibido visita. Pero desde hace un tiempo, Anna no molestaba a David una vez entraba a su habitación. Si fuera de ella se sentía como una pared intraspasable, dentro parecía de acero reforzado.

Como el resto de la casa, el cuarto de David, estaba amueblado austeramente. Un largo escritorio con escaza utilidad, un armario y una cama bastante amplia. Estaban cromados en blanco, con el filo en azul.

Jugó con una pelota imaginaria, pequeña, lazándola hacia el techo y recogiéndola de nuevo. Le ayudaba a canalizar mejor sus pensamientos. Imaginaba que los hacía una bola y podía jugar con ellos. Controlarlos. Una técnica que le servía para pasar el tiempo.

Las risas y la tertulia rebotaron en cada esquina del salón, propagándose por toda la casa. Llegó a la planta de arriba y se filtró por debajo de la puerta, hasta los oídos de David. Poco a poco, los cuchicheos se fueron apagando, a un ritmo veloz de la manecilla del minutero.

A pesar de lluvia y truenos, de una avalancha de nieve, y peligros miles acechándole. David consiguió adormilarse. Despatarrado en la cama, por encima de las sabanas. Con un pequeño pantalón, típico de atletismo y nada más.

-          Despierta, pequeñajo – un suave susurro lo despertó - ¿David? – ahora lo zarandeaban del hombro.

-          Mmm… ¿sí? – aún anidaba en el mundo de los sueños. No podía contemplar la realidad con todas sus facultades. La luz lo empeoraba.

-          ¡Uf! Al fin despiertas. Tu hermana no se ha dormido hasta ahora – dijo Dalila recostándose a un lado de la cama. Llevaba un short rojo y un top ceñido del mismo color. Se suponía que eso era su pijama.

-          ¿Qué haces aquí? – dio un respingón hacia atrás David, dándose en la cabeza con el cabecero.

-          ¡Loco! – exclamó Dalila, tras reírse – Que te vas hacer daño.

-          Lárgate de mi cuarto – dijo con tono impetuoso – No quiero verte.

-          ¿Todavía enfadado? – se acercó a cuclillas a él, poniendo cara de gatita juguetona - ¿Me perdonas? – le pasó la uña por la nariz, en una leve caricia.

David se negó a contestar.

-          Vamos – ronroneó y le mordió suavemente la barbilla – No pongas cara de mocoso enfadado.

Ante las caricias, la piel de David se estremeció. Sus ojos se cerraron instintivamente.

Los dedos de Dalila recorrieron el cuello de su primo, como si fueran andantes a paso suave, mientras los labios besaron las mejillas, hasta llegar a la oreja. Le susurró – No debí irme. Perdóname-. Mordió el lóbulo y tiró hacia abajo, deseosa, incitando a su presa a jugar con ella. Jadeó y volvió a morder. Ésta vez más lento.

-          Para, Dal. Para. Ve… Ve… tee… - las palabras de David se ahogaban nada más salir de sus labios. Había perdido el control con dos arrumacos.

-          No voy a irme – alargaba más las sílabas, provocando un tono más meloso – Ni voy a parar.

¡La odiaba! ¡Cuánto había podido odiarla! Una y otra vez. No quería ni verla. Ni mucho menos tenerla encima de él. Pero esas caricias lo mataban. Su cerebro la repudiaba, y su piel la amaba. La había echado de menos. Se mordió el labio a la vez que ella arañaba su pectoral de arriba abajo. La dicotomía le corroía en la cabeza.

-          Que ganas tenía de estar contigo, primito – Dalila acercó sus labios a los de él, apretando suavemente.

Una descarga de sensaciones se inició en la boca de ambos, recorriendo sus cuerpos.

Los labios de Dalila se movían casi desesperados, buscando un roce tras otro. Solo se separaban para dejar caer un bufido sosegado. Los de David, apenas se movían. Aún se resistía, pero pacíficamente, sin ánimo de levantarla y sacarla del cuarto.

Serpenteante, la lengua de ella, presionó sobre los dientes. Intentando abrirse paso hasta dentro, hasta lo más profundo de su alma. No tardo en conseguirlo. David la albergó, notando la respiración más agitada. La exploración fue completa, tocando con la punta cada una de sus muelas. El enfrentamiento entre las sinhueso no tardó en acontecer. Apretándose, danzándose, lamiéndose. Hasta que los labios de él se cerraron, atrapando la lengua de Dal.

Una sensación de calor recorría el cuerpo de David. Sus hombros, sus brazos y sus manos. Y vuelta a empezar. Ahora inundaba hasta las puntas de los dedos.

Dal le arañó de nuevo en el pecho, provocando que su primo abriera la boca, pudiendo así liberar la lengua. Inició un delicado deslizamiento hacia abajo, palpando cada rincón del cuerpo de su amante ocasional. Se le notaba ansiosa. Mucho más que eso. Deseosa de tenerlo entero para ella. Mordía, besaba y lamía su cuello.

-          Para Dal. Esto no está bien – consiguió decir David – No… no… qui… quiero… ha… - no pudo continuar la frase al recibir un mordisco en su hombro - ¡Ah! – el gemido sonó seco.

-          Me encanta morderte la piel. Está tan suave – se regodeaba en cada mordedura.

El ambiente se iba cargando. El oxigeno se fundía en un aroma especial. Una exaltación a la lujuria.

Ella quería olerlo. Pegó la nariz a su pecho y aspiró. Su cuerpo se tambaleó de lado y lado, y empezó a lamerle. Los pectorales se contraían con el roce de la lengua. Podía sentir como los finos, y casi imperceptibles, vellos se alzaban al ritmo de su travesía. Arriba, la boca de David, producía sonidos guturales, cada vez más seguidos.

Sinuosamente transitó hasta los pezones, mojándolos levemente. La uña del dedo índice marcó el camino hasta el ombligo, que no tardo en repetir con la punta de la lengua. Los ojos de Dal se volteaban hacia arriba, para mirar a su primo, que parecía haberse traslado a una realidad paralela. Absorto totalmente en el erotismo del momento.

La concupiscencia de Dalila aumentaba por segundos, y como un halcón cuando atrapa su botín, agarró el pantalón de David. Un gruñido se expandió por la habitación. Sonido que incitó a Dal a apretar más fuerte, notando la viveza encerrada en aquella tela. Quería liberarla, pero primero, jugó a adivinar la silueta. Con movimientos lentos. Se mordió el labio y  lo dejo libre de la única atadura que le quedaba. Estaba totalmente desnudo.

Seguidamente, Dal reptó hacia abajo, colocándose a la altura de la entrepierna de su primo. Tenía el miembro completamente erecto. Sopló y luego empezó a acariciarlo, con la mano derecha, lentamente. La mirada buscaba a la de David, pero no encontró destino. Él se negaba a mirar, y para ella no fue un impedimento. Acercó la boca y le pasó la lengua por la punta de forma pausada.

Segundos de jugueteo, notas de tentación, que fue in crescendo. La boca de Dalila rodeó el glande, abriéndose paso poco a poco. La sacó y la volvió a meter.

La mano de David empezó a circular, estimulada por un anhelante marionetista. Despejó el flequillo de ella hacia un lado, y después le sujetó fuerte la cabeza. La impelió a seguir el ritmo de sus respiraciones agitadas.

Mientras succionaba, Dal encaminó la palma hacia los testículos. Los masajeó a una suave cadencia, provocando que el cuerpo, que albergaba debajo de ella, se retorciera. La cama empezó a vibrar, pero aguantó hasta que David le tiró de la cabeza hacia fuera. Retomó aire aprisa, y volvió a lamer el tronco de abajo arriba.

La joven se irguió. Sus tez estaba rojiza, sofocada, y su cara no podía esconder la excitación que vivía. Se sostuvo el top y, con parsimonia, fue levantándoselo. Su busto abultado y terso quedo al aire libre. Se mojó la yema de los dedos en saliva y acarició sus pezones en círculos. Al leve toque, liberó el primer gemido.

Incluso los grandes generales caen alguna vez, y ese fue el momento de los ojos de David. Se abrieron de par en par, para vislumbrar la acción que estaba sucediendo encima de él. No hizo el ademán de tocarla.

El rostro de Dal parecía envuelto en una pequeña manta de frenesí. Mordía su dedo y se acariciaba, cada vez, más abajo. Rozó su vientre y no tardó en adentrarse debajo de su short. Sin dejar de agasajarse, se inclinó hacia delante, acercándose a su primo, al que pudo besar con ahínco.

David no tardó en remplazar la mano, debajo del pantalón, por la suya. El aguante estoico había terminado en bandera blanca.

Los besos no dejaron de suceder paulatinamente, al ritmo que marcaba los dedos de David. Sintió la humedad que Dal atesoraba, y no tardó en acabar empapado. Ella le sujetó de la muñeca, apretándole fuerte, apremiándole a ir más y más rápido. Sus deseos se hicieron realidad hasta provocar un estallido de placer.

El grito fue casi ensordecedor, a lo que David con apresura le tapó la boca con la otra mano. Por un instante, ambos quedaron en completo silencio, temiendo que las compañías femeninas de la casa hubieran escuchado algo. Si la habían escuchado, su castillo de fantasía se iba a desmoronar hasta hacerse añicos. Fachada, enseres, y ellos en el lote.

Tras minutos de incertidumbre, pudieron respirar tranquilamente.

A Dal, ya le sobraba todo. Levantándose un poco consiguió deshacerse de la ropa que le quedaba. Sin detenimiento, fue subiendo hasta rozarse con la virilidad de su compañero. Sus fluidos hicieron que  el roce fuera más rápido, provocando un chasquido cada vez que se encontraban. Ella se alzó, y sujetando el pene, con la mano derecha, se dejo caer. Lo sentía dentro. David la rodeó instintivamente de la cintura, buscando que la penetración fuera más profunda.

David tuvo que aferrar su mano a la boca de ella, para ahogarle cualquier clase de sonido. Por el otro lado, él luchaba contra su propio labio. Lo hirió levemente. El placer estaba siendo salvaje.

Dalila subía, y se dejaba caer seguidamente, repitiendo casi con exactitud los mismos movimientos. Se notaba cada vez más caliente, y con ello el apremio llegó a su momento íntimo. Los chasquidos ya inundaban toda la habitación, y ella no podía detenerse en morder la mano de David. Otro estallido tuvo lugar.

La cintura de Dal empezó a moverse en círculos, manteniendo dentro de su hendidura todo lo que amaba en ese momento. Se movió de adelanta hacia atrás, y viceversa. Deseaba sentir el mayor contacto posible.

Como una lata abierta tras ser agitada. Así se sentía David. La perversión disfrazada de mujer le estaba dando uno de los mayores placeres de su vida, y él solo quería más y más. Se aprisionaba en su propia cárcel de pensamientos no eróticos. Quería aguantar el movimiento, disfrutarla un poco más.

A continuación, Dalila cogió las manos de David y se las llevó hasta sus pechos. Era la primera vez que él las acariciaba. Eran tan dulces en sus yemas nerviosas. Le agarró los pezones y los acarició.

-          Así primo – dijo en tono bajo, confundiéndose con sus jadeos - ¡Joder! ¡Cuánto necesitaba esto!

Los senos eran más casi tan grandes como las manos de él. Sin duda, para un amante un poco más escuálido, le bailarían sin control.

-          ¡Joder! – gritó más de lo debido – Me corro otra…. – David le cortó la frase, poniéndole la mano en la boca otra vez.

Cual electrocución, el cuerpo de la chica cabrioló, llegando al éxtasis. Sus ojos mostraban que aún quería más, y con gran determinación, aumentó la velocidad. Su vulva chocaba una y otra vez con unos testículos, doloridos de gozo. Los muslos de Dal estaban tan brillantes, por los flujos, que parecían brillar.

El momento de David estaba por llegar, no podía remediarlo. Su cuerpo sufría espasmos de un lado a otro, que hacía que Dal se tuviera que mover más rápido. Ella lo había notado, y le acompañó al compás.

Como un resorte, David, se levantó agarrándola más fuerte, rodeándola por completo. Sus cuerpos parecían fusionarse en un solo ente, desbocado a detonar en el mayor de los placeres.

Y el momento llegó, en una sincronización casi perfecta, acompañado con un gemido largo y seco. Seguido de unos pequeños bufidos y una respiración incontrolable. En frente, Dal, caía sobre el pecho de él, casi clamando al cielo una inyección de oxigeno puro.

-          Dios… Dios… - murmuró ella.

David iba recobrando el sentido. Una sensación de malestar lo iba recorriendo, hasta llevarlo a empujar a Dal hacia un lado. ¿Qué había hecho? Había sucumbido a la tentación de nuevo. Maldita serpiente.

-          ¡Eh! – exclamó Dal - ¿Por qué me empujas?

-          ¿Por qué? ¿Por qué, Dalila? – preguntó llevándose las manos a la cabeza.

-          ¿Cómo que por qué? ¿No te ha gustado? – le pasó la mano por la mejilla.

-          Quita – le apartó la mano – Eres una zorra.

-          No te pases – la cara de Dal era todo un poema – Hace unos segundos no decías lo mismo.

El silencio hizo su aparición. La situación era extremadamente peligrosa, como una mecha a punto de ser encendida. Nadie diría que la escena fue precedida por una pasión desenfrenada.

-          Te pido perdón por el pasado. Puedo reconocer que he sido un poco… Bueno… Lo que tú has dicho – la aflicción se notaba en sus párpados caídos – Pero he cambiado. Todo el mundo tiene derecho a una segunda oportunidad.

-          …

-          En este caso una tercera – continuó ella – Pero no necesitaré una cuarta.

-          Tus palabras solo sueltan veneno, como siempre.

-          ¿Algo más qué quieras soltar?

-          Nada que valga la pena – bajó la cabeza – Ahora vete.

-          No me voy a ir. Estás actuando como un niño, David.

-          ¿Te gustan mayorcitos, eh?

-          Me gustas tú. Pero no en esta actitud. Tanto tiempo perdido para que ahora estés así.

-          Más veneno – sonaba muy firme en sus palabras – Y no voy a volver a repetirlo. Vete zorra.

-          ¡Ya vale! – gritó y le arreó un bofetón en la mejilla- ¡Estoy aquí por ti! Exclusivamente por ti. Mira eso un poquito.

Dalila se agachó a coger la ropa caída del suelo. Se la puso a prisa, colocándose el top casi en el marco de la puerta. Se giró para mirar por última vez a David y salió.

Todo había sido muy intenso. Del amor al odio. O del odio al amor. O quizás todo el rato fue amor. O todo odio. Estaba todo muy difuso, y la cabeza de David no estaba para sacar conclusiones. Su piel estaba exultante, había sentido a su mayor deseo. O al menos, uno de ellos. Pero su cabeza no se lo perdonaba.

Posteriormente, mosqueado con el mundo, pero sobretodo, consigo mismo, quitó de un tirón las sabanas y las lanzó a una esquina. Incluida la que sostenía la almohada. Solo con el colchón se lanzó a descansar. El día había sido demoledor. Se sentía un castillo de naipes soplado por una niña. Pero no sabía si la niña lo hacía por mero capricho o por admiración.

En el cuarto de al lado…

-          ¿Dalila? ¿Eres tú? – preguntó una somnolienta Amy, que encendió la luz al no recibir respuesta - ¿De dónde vienes?

-          Solo fui al baño, Amy. Duerme – desplegó las sabanas para meterse en la cama.

-          ¡Estás sudando! ¿Te pasa algo?

-          Olvídalo. No ha pasado nada – se introdujo en la armadura que le ofrecía el lecho –Buenas noches, prima.

-          Buenas noches – respondió Amy,  con una clara preocupación. Nunca había visto a su prima así.

A continuación, Amy se levantó. Aquella escena la había perturbado y necesitaba estirar las piernas para volver a conciliar el sueño. Bajó a la cocina y bebió leche, con unas galletas de chocolate. Al subir, escuchó un leve gruñido. Provenía de la habitación de su hermano.

La puerta estaba entreabierta, pero la luz estaba apagada. No podía ver nada. Se acercó sigilosamente hasta colocarse en la rejilla. Sus ojos no tardaron en acostumbrarse, ayudado por un haz de luz lunar, consiguiendo advertir lo que sucedía allí dentro. Aquello la perturbó aún más.

David se balanceaba sobre si mismo, con la almohada entre las piernas.

Las cartas estaban bocarriba. El cuento ya no tenía vuelta atrás. Ahora debía afrontar a la serpiente y calmar a una preocupada Amy. A la vez, tenía que afrontar sus demonios internos.

¿Sueño o pesadilla?