La historia de David Calvert. Parte 1 de 5

David es un joven atormentado, marcado por sus demonios internos, que se verá envuelto en la, siempre, dura lucha de la adolescencia. Una explosión de sentimientos que lo llevarán a recorrer un camino tan incierto como tentador. Restructurado.

La historia de David Calvert

Parte 1

A veces nos enamoramos de un sueño. Queremos llegar a cumplirlo como sea, sin mirar los inconvenientes. El deseo nos empaña la racionalidad, y nuestro autoengaño, de felicidad, nos inunda todo el ser. ¿Cómo podemos diferenciar sueño de pesadilla?

La diferencia es imperceptible. En ambos estamos inmersos, expectantes del final. La única diferencia es la alegría de uno y el terror de otra. Pero, ¿qué pasa cuándo están las dos sensaciones?

Es lo que le pasó a David Calvert, su vida se transformó en una pesadilla iluminada por un sueño, cada vez más cercano. O un sueño amenazado por una pesadilla. No estaba claro. He aquí su historia…

Los rayos de sol luchaban por sobrepasar las tercas nubes, que giraban alrededor de la ciudad de Boston. Un aire nostálgico, pintado a medio gas, conseguía iluminar los grandes ventanales de los rascacielos. En contrapartida, en los barrios colindantes, ni al dinero ni al sol le gustaba pasarse por allí. A tan poca distancia y tanta diferencia de vida.

Una cancha envejecida de básquet daba pie a que un joven muchacho, de quince años, practicará su tiro a canasta. Recogió el balón, condujo, frenó y se elevó para soltarlo. Canasta. Eso hace un 28 de 30. Algo insuficiente para él, así que repite y vuelve a disparar. Canasta de nuevo.

Aunque el reloj marcara perfectamente las 10 de las mañana, el cielo oscurecido podría denotar que era más temprano de lo normal. Solo un rayo de luz, incesante, capaz de deslumbrar a una jauría, retaba al cielo para iluminar unas brillantes zapatillas rojas. Duro trabajo, gran cantidad de sudor, había tenido que sufrir David para conseguirla. Desde el día que las vio en el escaparate no cesó en su empeño;  se transformó en su sueño, pero a la vez, en su día a día. Una obsesión de 24 horas que se culminó el día que pudo sostener su fibroso cuerpo sobre ellas. Algo anodino pensarán algunos, pero que a él le supo como un rencuentro con su vida interior.

El tiempo donde su meta eran los estudios, donde su inteligencia y su aplicación brillaban por si sola había dejado paso a una época de sombras y dejadez, un pasotismo que solo el baloncesto conseguía enfrentar. Hacía más de dos meses que apenas pisaba las clases. Los profesores no tardaron en llamar, pero él se las arreglaba para que su madre no se enterara. Tanto tiempo desarrollando la trama perfecta para no ir a clase, desarrolló su mente más que cualquier charla de un visionario salvador.

El deporte había ejercitado su cuerpo sin dejarlo abultado. Su pelo ondulaba sobre el leve viento, mientras que su cara era lo que llamaba más la atención. Un rostro que rara vez expresaba emociones, pero que sus finos rasgos y unos perfilados ojos verdes, hacían que se convirtiera en centro de interés allá donde fuera. Algo que a él no le gustaba, prefería estar en las sombras. No se sentía cómodo siendo el observado, prefería ser el observador. Camuflarse en el ambiente, conseguir ser un árbol más.

Era alto, ya había sobrepaso a toda su familia. Bueno a la que conocía, que a decir verdad, tampoco era tanta. Se alzaba hasta los 193 centímetros. Sabía que aún crecería más, o eso esperaba. Su pelo era castaño, claro, de una tonalidad parecida al cuero gastado. Cuero del caro. Su pelo era sedoso, y caía hasta debajo de sus orejas. Estaba orgulloso de su melena. No se cuidaba mucho físicamente, quizás el pelo fuera lo que más ocupaba sus atenciones. Bueno no. Sus cejas formaban unas líneas casi perfectas. Tenían que ser depiladas casi constantemente. En el resto… era un poco desgarbado.

-          Suelta más la mano, así no llegarás a ningún lado.

No hacía falta que David se girara para saber quién era, ese tono era inconfundible. Así que se dio la vuelta y chocó la mano con otro joven, que le sacaba al menos media cabeza, y sus músculos sí que estaban abultados. Sus ojos eran penetrantes. Se incrustaban en el alma y podía aterrorizar a cualquiera.

-          ¡Qué pasa negrata! – dijo David con una gran sonrisa, empujando su hombro contra el de él.

-          Aquí estamos blanquito. Parece que el sol sigue huyendo de ti – contestó entre dientes JD.

-          ¿Qué haces por aquí? ¿Es qué ya no te permiten la entrada en Jay’S’Club?

-          No es eso, colega – cogió la pelota y lanzó la pelota a canasta, para ver como chocaba contra el aro - ¡Uy! Necesito afinar más mi puntería… ¿Sabes? Aún hay sitio para ti, deberías ir a hablar con Jay. Siempre me pregunta por ti. Nos cuida mucho.

-          Ese mundo no es para mi – le dio la espalda y volvió a coger la pelota.

-          Aquí no hay otra forma de subsistir – se colocó delante de David, para hacerle una defensa - ¿Cuántos trabajos tiene tu madre? Dos si no recuerdo mal, además de limpiar casas los sábados. Todo eso para sacaros adelante a ti y a tu hermana, ¿cuánto crees que aguantará a ese ritmo? Tienes que echarle una mano, David…

Tenía razón.

Anna, la madre de David, trabajaba por la mañana en una consultoría y por las tardes en una mercería. Acababa el día destrozada. Anna tuvo a sus hijos a la edad de 18 años, mellizos, un niño y una niña. David primero, Amy después. Dos pequeños angelitos que llenaron la vida de alegría en una pequeña casa familiar. Con su trabajo en la consultoría y el trabajo de su marido vivían holgadamente, sin excesivos lujos. Los partos la habían tratado bien, su cuerpo se había resentido muy poco, y su belleza juvenil perduró en los años.

Larga melena rubia, con ojos tan azules como el mar. Tan profundos como el océano. Con una mirada podías ver toda su alegría y ternura, que no tardaba en contagiar a los presentes. Piernas kilométricas y pechos turgentes. Una preciosidad nórdica, ya que el padre (abuelo de David) era sueco. Su apellido de soltera era Olofsson. David, cada vez que lo recordaba, no podía parar de reír.

Toda esa alegría cayó en un pozo. El marido, y padre de sus hijos, los abandonó de repente. Ni siquiera una triste nota. Nathan, que era su nombre, no era de mucho hablar pero siempre les había brindado su cariño y amor. A Amy y a David, por partes iguales. Nunca pudieron quejarse de nada parecido. Y de un día para otro, se esfumó. Ni un solo rastro. Aquello condujo a la pequeña familia al borde del precipicio. Anna no podía pagar las facturas con su sueldo, y tuvo que buscar un segundo trabajo (a parte de limpiar casas el sábado). Amy se ocupaba de la casa. La chica pasó de ser una niña a verse con una casa a cuesta.

David por su parte, se encerró en si mismo. Desde pequeño idolatraba a su padre. Siempre lo vio como alguien superior, perfecto, como un dios. Él fue quien le enseñó a jugar al baloncesto. Había sido un fantástico jugador de baloncesto universitario (hasta que una lesión de rodilla lo tuvo que apartar de las canchas). Incluso habían ganado un anillo. No había reunión familiar, o de amigos, que aquel hombre no presumiera de su logro. David lo miraba absorto en un haz de veneración. Quería seguir ese camino.

Una vez el camino se deshizo, solo le quedo el baloncesto para poder recordarlo. Ese era el motivo por el cual se pasaba las mañanas en una cancha, tiro tras tiro.

Al fin y al cabo, JD había dicho la verdad. Nunca había hecho nada para ayudar a su madre a superar el bache por el que vivían. ¿Qué podía hacer? Siempre se lo preguntaba y nunca encontraba una respuesta certera. Cada vez entraba más en una espiral de negación y negatividad que lo desplazaba lejos de la ayuda que tanto ansiaba su familia. Pero Jay no era la solución. Ya había conseguido en pequeños trabajos el dinero para tener aquellas zapas que tanto deseaba. Seguro que encontraba de nuevo la manera, y ésta vez, ser un poco menos egoísta.

David fintó a JD, e hizo una dejada para finalizar la jugada.

-          Ya sé – dijo jadeando con los brazos en forma de jarra, con la cara parcialmente hacia abajo – Pero Jay no es de fiar. Lo sabes tan bien como yo. ¿Qué le pasó a Santiago?

-          ¡Vamos! No nos metas a todos en el mismo saco que ese imbécil. Nunca supo mantenerse callado.

-          Callado o no, terminó muerto. ¿Quieres acabar así?

-          Jaja – rio JD. Cogió el balón y se alzó hacia canasta, para hacer un mate ante una nula defensa de David – Sabes que llegaré a la cima. Todo esto será mio. Todo lo que ahora pisas me pertenecerá algún día. JD’S’Club – soñó mirando hacia el cielo – Pero yo nunca me olvido de mis colegas, y menos de los que conozco desde que no levantaba más de dos palmos del suelo.

David le sonrió. Había desistido hace mucho de retirarlo de la vida que había emprendido. JD y él eran amigos desde los siete años, y desde entonces nunca se habían separado. Ambos habían cambiado mucho, una evolución necesaria. Pero cuando estaban juntos, los lazos que los unían, que los hacía más fuerte, volvía a aparecer.

-          Oh, la lá – exclamó JD alrededor de dos chicas que se habían acercado - ¿Quién son estas preciosidades?

-          Hola David – dijo una de ellas, mientras la otra se limitó a alzar la mano.

Eran Celia y Jeanette. Compartían clase con David, el primer año del High School. Celia fue la que habló, una fina belleza del sur. Jeanette, por contrario, era un sucedáneo de diosa de ébano. Diferentes formas de engendrar a las dos chicas más populares del instituto, y a la vez, las más guapas según la sabiduría popular. No había día que al cruzar una esquina no consiguieran levantar más de un suspiro. De todos, menos de David.

Desde las primeras semanas de clase, ambas (a su manera) se contonearon delante de él para buscar su atención. Nunca la consiguieron. David no les prestaba mucha atención, y cuando lo hacía, su mente jugueteaba con ellas. Tenía la firma convicción de que tanto interés se acrecentaba por la falta del suyo. Le hacía gracia.

-          Hola Celia. Hola Jeanette.

-          ¿Estás bien? – preguntó Celia – Vimos que no has ido al instituto hoy.

-          Se me hizo tarde. No se preocupen chicas – David intentaba ser lo más escueto posibles.

-          Si quieres, te podemos dejar los deberes. Ya sabes… Quedar esta tarde y estudiar juntos – volvió a hablar Celia.

-          No te preocupes. No los iba a hacerlos de todas maneras – La indiferencia de David era pasmosa.

-          Espera. Espera – Dijo JD - ¿Qué clase de tareas? ¡Decidme que de anatomía! ¡Mirad que modelo más perfecto tenéis aquí!

Ambas arrugaron su nariz y se inclinaron levemente hacia atrás en clara muestra de desprecio. Como si se creyeran muy superiores. Pobres ilusas. Todos vivían en un barrio de mala muerte. ¿Cómo podía haber clases diferentes ahí dentro?

-          Esperamos verte mañana – dijo Celia adornando la frase con una sonrisa. Le quedo tan falsa.

-          Adiós David – se despidió Jeanette.

-          Espera. Espera – volvió a insistir JD. Se volvía a levantar después de cada golpe. Quizás debía dedicarse al boxeo – Tomad mi número – le dio una tarjeta a ambas – Disponible 24 horas para bombones como vosotras. Para lo que necesitéis. Si vais al Jay’S’Club, allí me veréis.

Las dos emprendieron su camino de vuelta. JD las siguió unos metros hacia el horizonte. Seguramente seguía intentando convencerlas de su encanto infalible.

-          Tío. Tío. Tío – repitió al volver a la canasta, dando pequeños saltos - ¿Has visto eso? Mamma mía. ¿Por qué tuve que dejar el instituto? ¿Todas son así allí?

-          No te creas. Con suerte, encontrarás chicas guapas de verdad – contestó jocosamente.

-          ¿Aún más? – JD aún seguía los últimos movimientos de trasero de ambas, con la boca abierta.

No es que a David no le gustarán las chicas. Claro, esas dos no le gustaban para nada. Le agradaba permanecer en un segundo plano. Salir con alguna de las dos era como saltar a Times Square con un calzón de Superman y nada más. En general, sí le gustaban las chicas. No era gay ni nada por el estilo, pero en ese momento algo le frenaba a sentirse atraído por alguna. Toda la vorágine de su vida lo alejaba de eso. Quizás algo más tuviera la culpa. David lo sabía. Pero no lo quería recordar.

-          Mañana te acompaño al instituto – dijo JD al recibir el balón.

-          ¿Juegas o no?

Los amigos siguieron jugando durante unos diez minutos. A JD le costaba seguir el ritmo de David, y éste ya empezaba a hacer algunas acciones burlescas.

David botó el balón. Fintó. Se elevó y lo soltó. Dio en el aro. Ante los lamentos, la pelota siguió su camino hasta posarse al lado de unas zapatillas de tela blancas. El pie era bastante pequeño. Arriba, una chica con sonrisa angelical. Era Amy.

-          Hola chicos – su voz era suave, mucho más que la de Celia o Jeanette.

-          Cada vez estás más guapa – le piropeó JD. Mostrando que no iba a pasar ninguna oportunidad de hacerlo - ¿Cuándo saldremos al cine?

David movió el codo con ahínco hacia la derecha, golpeando el costado de su amigo. Su quejido sonó en toda la pista y Amy tuvo que ponerse la mano en la boca para tapar su risa.

-          Hola hermanita – dijo David, para darle un suave beso en la mejilla después. No era muy cariñoso con la gente, pero en lo que concernía a su hermana, eso cambiaba.

-          ¿Vamos para casa ya?

A pesar de ser mellizos, Amy y David no guardaban un parecido excesivo. A simple vista nadie podría decir que ni siquiera fueran hermanos. David había salido al padre, y Amy a la madre. Aunque, sí había algo que parecía directamente una copia del mismo patrón. Sus ojos verduscos. Una mirada de ternura.

El pelo de Amy era tan liso y tan rubio como el de su madre. Le caía casi hasta el trasero y por delante tenía un flequillo recto, que le hacía resaltar su mirada. Sus facciones eran dulces y redonditas. Daban ganas de morder aquella nariz y mofletes sonrojados. Era una pequeña muñeca que no perdía la sonrisa en ningún momento. En cuestiones de altura era bastante más baja que David, y su cuerpo estilaba más delgado que grueso.

-          Sí. Vamos ya – respondió David, pasándose la mano por la frente y recogiendo el balón del suelo.

-          Me alegra haberte visto, JD – sonrió Amy.

-          ¿Un cine? ¿De verdad qué no? Estoy dispuesto a ver una película romanticona -.

-          Adiós, JD – cortó David, mientras Amy se marchaba con una sonrisa.

-          Nos vemos, tío.

Ambos chocaron la mano, una vez arriba y otra abajo. Una especie de ritual que tenían entre ellos.

La casa familiar de los Calvert no estaba lejos de la cancha. Los hermanos pasaron el camino hablando de cómo a Amy le había ido las clases, o reprimendas de ella hacia él por no ir. Todos los días la misma cantinela.

Al llegar, David se dirigió directamente hacia la ducha, mientras Amy tomó las riendas de la cocina. La casa era bastante amplia para lo que había en la zona. Tenía tres habitaciones, salón y cocina amplios, una sala de estar, sótano y dos baños. Dispuesto en dos plantas, coronado por un jardín alrededor. Césped que había tenido mejor color en otros tiempos. Después de la separación, Anna se negó a perder su casa e hizo lo imposible para mantener el mismo nivel adquisitivo. Lo último que quería es que sus hijos sufrieran una mudanza luego del varapalo de un abandono.

La decoración era algo austera. Vanguardista lo llamaba Anna. Un rechazo al arte burgués, más cercano al urbano. Luz en cada rincón de todas las habitaciones, que hacía iluminarse las paredes blancas y los muebles en diferente tonos de la escala de grises. Muebles, los justos y necesarios para una vida normal. Electrodomésticos, de lo más desfasados. En conjunto, un rincón de paz. O un buen intento logístico de ello.

David había terminado de ducharse y se dirigió hasta la cocina. El pelo aún permanecía mojado, por lo que lo tenía pegado a su cabeza, despejando su cara. Así, sus facciones quedaban más al descubierto. Su gran nariz hacía de depósito a algunas gotas que caían suavemente sobre el suelo. Solo llevaba puesto un pantalón corto azul, ni zapatos ni camisa. Su pecho estaba al descubierto. Unos pectorales aún sin terminar de formarse, unos hombros levemente caídos hacia abajo y unos abdominales marcados.

Rodeó con los brazos a su hermana, dejando los pectorales al roce de la espalda de ella. Elevó la cabeza sobre Amy y miró que estaba cocinando.

-          Huele bien. ¿Arroz con champiñones?

-          Claro – respondió ella, moviendo el cucharón de madera – Hay que dejarlo reposar unos minutos. Pon la mesa, va. ¡Y vístete! ¡Por Dios!

-          Buah – se resignó David, despegándose de ella – O una cosa u otra. Ambas no.

La mirada de Amy fue fulminante. Cualquier otro se habría agachado debajo de la mesa con un tembleque, que bien podría marcar cinco puntos en la grada de ritcher. David ya estaba acostumbrado, así que le regaló su mejor sonrisa y empezó a poner la mesa. Cualquier que los viera podrían pensar que son un matrimonio. Sin duda, a veces actuaban como tal.

Durante la comida no abrieron la boca nada más que para engullir el plato de arroz con champiñones. Desde pequeños tenían la costumbre de no hablar mientras comían. Algunas miradas, algunas sonrisas y algunas muecas en la cara. Al fin y al cabo, no eran más que niños. Por mucho que los acontecimientos lo alejaran de una vida normal, por dentro aún querían ser esos pequeños que jugaban juntos día y noche. David y Amy siempre permanecieron juntos, y aun cuando su relación fue distanciándose (a causa de pandillas diferente), siempre encontraba un momento al día para fundirse en un abrazo. Ya estuvieran felices o tristes, luego de ese abrazo podían dormir tranquilos.

Anna comería fuera, como casi siempre, por lo tanto ellos siguieron su camino habitual. David salió al patio trasero y se echó sobre una hamaca al sol. Amy limpió los platos y la cocina. Una situación tan machista como insostenible.

Esas nubes parecían un cerdo con alas. Aquellas otras un barco pirata. Unos piratas en busca de un cerdo con alas. Seguramente sería una hucha y dentro tendría su tesoro más preciado. ¿Cuál sería aquel tesoro? Los pensamientos de David se distraían, reflexionando sobre esa pregunta, cuando Amy se recostó a su lado, apoyando la cabeza en el pecho de él.

-          ¿Qué miras? – dijo dulcemente, aunque en su voz se notaba un claro síntoma de agotamiento.

-          Nubes – contestó David, fundiendo su mirada con el cielo - ¿Ves aquel barco pirata? -.

-          ¿Dónde?

-          Allí. Mira bien. Todo el casco – señalaba con el dedo de un lado para otro – El mástil. Y su bandera pirata.

-          Eso parece más un mono conquistando la luna – rio divertida.

-          ¡No! Están persiguiendo aquel cerdo volador. Es un tesoro.

-          ¡Oh! ¿Un tesoro? ¿Y qué hay dentro?

-          El gran amor del capitán pirata. Allí ha estado encerrada durante años. Tan cerca y a la vez tan lejos. Viéndola todo los días, pero dentro de una coraza impenetrable. Un amor lejos de ser verdad. Una fantasía. Un sueño imposible, que debe sustituir con miles de botines sin valor alguno – se notaba una leve oscilación en los labios mientras hablaba. Intentando mitigar la emoción en cada silaba que pronunciaba.

-          Y si no puede abrir el cerdo volador… ¿por qué lo persigue?

Hasta ese momento no se dio cuenta de cómo iba vestida Amy. Un sencillo vestido blanco, que se le ajustaba firmemente a su pequeño cuerpo, como si fuera una segunda piel. Lo adornaba un colgante con un osito de plata. Desde la posición que él estaba, podía verle las piernas medio encogidas, sujetando la parte baja del vestido por delante. Por detrás, la tela ondulaba un poco al viento, lo que le permitió ver un retazo de color rosa. Era su ropa interior.

¿Por qué el pirata perseguía algo que no podía conseguir? Que buena pregunta. Realmente no lo perseguía conscientemente, sino eran sus sensaciones lo que impulsaban directamente a su cuerpo, lejos de hacer caso a su cerebro.

Quería apartarle el pelo, acariciarle el cuello con la yema de sus dedos, suavemente, y besárselo. Un largo beso, capaz de absorber todo el sabor que tanto anhelaba. Rodar sobre ella hasta ponerse encima, mirarla fijamente a los ojos. Ternura frente a excitación. Acercar sus labios a los de ella, tan lento, recreando todos los segundos que había querido besarla. Fundirse en un estallido. Uno fuerte. Que Amy sintiera los labios de David, y David los de Amy. Un beso fraternal manchado por unos sentimientos impropios.

La cabeza de David ya había mezclado las dos historias. Era tarde para poder separarlas.

Deseaba apartarle aquel dulce vestido suavemente hacia arriba, acariciando la piel que destapaba. Besarle la barbilla, con un pequeño mordisco. Sostenerle los pequeños pechos mientras ella se muerde el labio. Bajar hasta tomar los pezones entre sus labios. Y su mano, disparatada, sin hacerle caso, haciendo dibujos imposible por la barriga de su hermana. Apretando a la vez que tomaba con más fuerza los pezones. Todo es parte de su particular sinfonía.

Armarse de valor y apretar sus largos dedos contra las braguitas diminutas de ella. Rosa pálido. Quería sentir como se retorcía con sus caricias.

-          Quizás ahora se atreva a abrir el tesoro. Sea cual sea el castigo – dijo David, con voz entrecortada. Sus pensamientos estaban nublando su raciocinio.

Siempre se había sentido como aquel cuento popular, luego recopilado por la biblia. Un Adán cualquiera, que deseaba la fruta prohibida. Que en este caso, fruta prohibida y Eva, eran la misma cosa. Muchas veces se había sentido tentado a morderla (como en ese momento). Pero no quería que su paraíso desapareciera. Un sentimiento tan banal que destruiría todo lo que conocía.

¿De qué forma se lo tomaría Amy? Seguramente se apartaría corriendo, lo miraría asustada. Correría despavorida tan lejos como sus piernas le dejarán. Un monstruo a sus ojos. No. No quería ser un monstruo para su hermana.

Y aun, si dijera que sí, ¿cómo podría mirarla luego a la cara?  Se sentiría la serpiente del cuento, la personificación del mal. Y ya había vivido ese cuento, ya había conocido esa serpiente. Solo de recordarla su piel se erizaba. No quería provocarle eso a su hermana. La quería. Tenía que olvidar esos pensamientos como fuera.

-          Que imaginación tienes… - sonrió Amy, fascinándose por la historia de piratas y tesoros. Amores prohibidos y sueños imposibles. Lejos de imaginar los pensamientos de su hermano.

-          Sí… Algún día me dedicaré a escribir cuentos infantiles – bromeó David, intentando tapar todo su devenir mental.

-          Eso si alguna vez te da por ir al instituto – giró la cabeza mientras le sonreía.

-          Ya voy. Demasiado a mi gusto – le sopló el flequillo que se elevó como un diente de león en un viento primaveral.

-          David… - negó ella con la cabeza, provocando una leve fricción con el vientre de él.

-          Va. Levanta. Ve a hacer las tareas – la alzó levemente de los hombros.

-          ¡Ya voy! ¡Espera! – hizo fuerza para mantenerse ahí encima. No quería romper esa estampa, digna de postal.

-          Venga – condujo sus manos hasta el costado de ella, para hacerle cosquillas. Ella se retorcía a los movimientos de sus dedos. Como en su ensoñación. Pero por gracia, o desgracia, el sentido era totalmente diferente.

-          ¡Para! ¡David! ¡Para ya! – no podía parar de reírse, y su cara se volvía más rojiza de lo normal.

-          Estoy parando – decía con un evidente síntoma de malicia en su sonrisa. Claramente no decía la verdad.

-          ¡Daaaaaaaavid! ¡Por favor! -.

-          Ais – suspiró él, mientras la soltaba.

Amy se quedó un rato respirando acelerada, intentando recuperarse de tal rebullido. Alzó la mano y le dio una cachetada en el hombro a David. Su labio inferior estaba siendo mordido, síntoma de haber querido dispuesto toda su fuerza en el golpeo. Aun así, estaba lejos de significar más que un cosquilleo hacia su hermano. Era como mil veces más fuerte que ella, pensaba.

Se levantó y recompuso el vestido. Se sentía tan linda, tan radiante, con una sonrisa de punta a punta. Las mejillas tan coloradas como una fresa recién caída de un árbol.

-          Me voy a estudiar. Ahí te quedas – se agachó para besarle la frente – Te quiero.

-          Y yo a ti, hermanita – David miró hacia arriba. Ahora no había nubes. Estaba todo despejado, mientras en su oreja resonaba las pisadas de ella hacia la casa – Ya estás más cerca de ser una bióloga de prestigio – gritó antes de que desaparecía Amy. Es lo que ella quería estudiar. Seguro que lo conseguiría. No conocía a nadie con más inteligencia. Tendría una beca. Esperaba no equivocarse.

Amy saldría de aquel agujero. Pero, ¿y él? ¿Estaba condenado a vivir siempre allí? Lo único que se le daba bien era el baloncesto. Y de eso no iba a poder vivir. Antes podía soñar con tener una beca deportiva, pero el entrenador lo expulsó del equipo. “Maldito entrenador” resonó en su cabeza. Grave falta de indisciplina. ¡Vamos! Era el mejor del equipo de largo. No lo pudo castigar por algo así.


Comentario: Lo he restructurado, porque me había quedado muy larga la primera parte. Fallo de logística. Un saludo.