La historia de Claudia (14)

El jueves, día previsto para la subasta de ambas sumisas, Claudia se presentó a las seis de la tarde en casa de su dueña. Allí estaban ya Inés, que había ido para ayudar a Blanca en los preparativos de la reunión, y Laura, obligada por la señora a faltar a la veterinaria a fin de tener más tiempo para dejarla lista.

La historia de Claudia (14)

El jueves, día previsto para la subasta de ambas sumisas, Claudia se presentó a las seis de la tarde en casa de su dueña. Allí estaban ya Inés, que había ido para ayudar a Blanca en los preparativos de la reunión, y Laura, obligada por la señora a faltar a la veterinaria a fin de tener más tiempo para dejarla lista.

Ya había sido manguereada y ataviada con el collar, los brazaletes y las tobilleras y encerrada en la despensa cuando llegó Claudia y fue desvestida de inmediato por Inés y llevada al baño para su aseo con la manguera.

Después corrió la misma suerte que la cachorra y debió esperar recluida en la despensa.

La señora e Inés acondicionaron el living, desplazaron muebles y colocaron siete sillas en semicírculo con un espacio al frente, donde iban a ser exhibidas las sumisas. Una vez completada esa tarea había llegado el momento de someterlas, por primera vez, a una nueva práctica vejatoria.

-¿Querés llevarlas al baño, Inés? –dijo Blanca y se dirigió hacia allí mientras escuchaba la voz de la peluquera a sus espaldas.

-Claro, querida, jejeje. Creo que será muy divertido.

El juego había sido propuesto por Inés, que en su juventud había ejercido durante algunos años como enfermera. Cuando ambas sumisas entraron al baño no les costó reconocer un equipo para enemas, armado sobre un perchero de pie. Ninguna de las dos había pasado por esa experiencia y el temor a lo desconocido hizo que se pusieran a temblar.

-Bueno, perras, prepárense porque vamos a limpiarlas a fondo, jejeje... –las amenazó la señora mientras Inés le ordenaba a Claudia que se arrodillara con la cara y las manos apoyadas en el piso.

En la bolsa que colgaba de la parte alta del perchero a unos 60 centímetros de altura había un litro de agua fría con algunos cubitos de hielo. Blanca tomó la sonda y la apuntó al ano de la sumisa mientras Inés le mantenía las nalgas entreabiertas y Laura, pálida de tan asustada, miraba todo desde un rincón. La señora, con sus labios distendidos en una sonrisa cruel, introdujo la sonda en el culo de la perra y abrió la llave de paso, provocando en Claudia un largo gemido al sentir cómo el líquido helado la iba inundando. Corcoveó tratando de librarse de la incómoda sensación, pero Inés la mantenía firmemente sujeta e indefensa ante esta nueva vejación a la que era sometida. El agua helada parecía ocupar ya todo su ser, ejerciendo una dolorosa presión que le llenaba los ojos de lágrimas y hacía que rogara por el fin del suplicio, para diversión de sus torturadoras que intercambiaban sonrisas cómplices. Inés miró la bolsa de agua y le dijo:

-Apenas vamos por la mitad, querida, jejeje...

-Por favor... ahhhhhhhh.... –se los suplico por lo que más quieran... –rogó la sumisa.

-Lo que más queremos es verte sufrir así, señorita Claudia, jejeje... –le dijo Blanca recordando cómo debía llamar a esa hembra de la que ahora disponía por completo cuando años atrás era su patroncita.

Ese recuerdo también alcanzó a Claudia al escuchar que Blanca la llamaba de esa manera, y semejante remembranza por una vida normal que jamás volvería a tener terminó de sumirla en la absoluta desesperación. Lloró entonces al apreciar hasta dónde había caído, pero lloró, sobre todo, ante la dolorosa certeza de que aunque en ese momento su dueña le ofreciera devolverle la libertad ella la rechazaría. Empezó a sentirse mareada, un poco por la presión del agua que la llenaba y también por el vértigo emocional del que era presa. Por fin sintió que la incorporaban para depositarla en el retrete e inmediatamente, cubierta por un sudor frío, agitada por violentos temblores y llorando a mares, expulsó ruidosamente todo el líquido que había inundado sus intestinos.

La echaron al piso y la señora dijo dirigiéndose a Laura, que temblaba como una hoja agitada por el viento:

-Te toca a vos, cachorra.

La pobre sumisita, aterrorizada, ofreció alguna resistencia cuando Blanca e Inés la tomaron de los brazos para colocarla en posición, pero la señora la aplacó a cachetadas y finalmente se vio sometida al mismo tormento por el que había pasado Claudia.

Por último, Blanca volvió a manguerearlas un poco, les secó las nalgas con una toalla, las perfumó e Inés se las llevó para recluirlas en la despensa.

Minutos antes del horario indicado para la subasta, la señora se presentó allí empuñando su rebenque:

-Óiganme bien. –les dijo. –Quiero de ustedes un comportamiento perfecto. Harán todo lo que yo les ordene y las invitadas les pidan cuando se las exhiba ante ellas. Se cuidarán muy bien de no mirar a la cara a ninguna y sólo hablarán si les hacen preguntas. ¿Entendido?

Ambas asintieron y Blanca se retiró para esperar junto con Inés a las invitadas, que comenzaron a llegar alrededor de las nueve de la noche. Las había señoronas maduras, la mayoría, y también dos jovencitas que aparentaban algo más de veinte años y que aun sin conocerse, por una cuestión de complicidad generacional, se sentaron una junto a la otra

La señora e Inés recibieron a todas deseándole la mejor de las suertes y cuando estuvieron ubicadas Inés se dirigió a la despensa en busca de las sumisas, que permanecían arrodilladas con las manos atrás y mirando al piso.

-Vamos, arriba, que llegó el momento de la exhibición. –les ordenó. -Y recuerden muy bien lo que les dijo Blanca o vamos a hacer que se arrepientan. –y ambas perras la siguieron dócilmente, algo inquietas ante lo que se venía.

Durante su encierro en la despensa habían estado conversando sobre el temor que les producía no saber en qué manos iban a caer.

-Andá a saber lo que nos hacen, Claudia. –había dicho la cachorra.

-Sí, no sabemos quiénes son ni qué van a querer de nosotras las que nos lleven.

-Tengo un poco de miedo, ¿sabés?... Siempre tenemos que pasar por algo nuevo, hoy esa enema... –y se estremeció al recordarlo.

-Yo también tengo miedo, Laura, pero no podemos hacer nada, no somos más que cosas para el placer de nuestra dueña.

Y ahora estaban en la cocina, donde Inés las había llevado antes de conducirlas ante las invitadas. Sacó una cubetera del refrigerador y les ordenó a ambas que se inclinaran hacia delante con las manos en las rodillas y las piernas abiertas. Desprendió varios cubitos y en cuanto apoyó uno sobre el orificio anal de Laura, ésta dio un salto hacia adelante provocando la ira de Inés, que la tomó con violencia del cuello y volvió a ponerla en posición.

-¡Como vuelvas a hacer eso te doy con el rebenque de tu dueña y te exhibimos con el culo echando humo! ¡¿me oíste putita!? –le gritó.

-Perdón, señora Inés... perdón, perdón... –dijo la cachorra muy asustada y esta vez se quedó quieta mientras la peluquera frotaba el cubito contra la entrada del orificio y ella sentía las contracciones de su esfínter. Después le metió el cubito con una risita burlona y repitió la operación en la concha, pasándole otro cubito primero por la parte externa de los labios y luego por dentro.

-Así me gusta, cachorra, que te portes bien con mamita. –dijo la peluquera. y le metió el cubito.

Después le tocó el turno a Claudia, que se limitó a gemir un poco sin moverse cuando Inés le metió dos cubitos en el culo después de frotárselos en la entrada durante un rato, y finalmente repitió la operación en la concha. Por último la peluquera las secó con papel de cocina mientras les decía:

-Así sus agujeros estarán más cerrados cuando las inspeccionen. –y tomando las cadenas de los collares las hizo enderezar y las llevó al living, donde fueron recibidas con aplausos y exclamaciones por las invitadas.

-¡Bravo, qué buenas hembras!

-¡Tan distintas una de otra y tan hermosas las dos!

-¡Si sos mía te voy a comer cruda, peladita!

-¡Muero por vos, morocha!

-¡Si te llevo conmigo te voy a dar hasta por las orejas!

Blanca escuchaba divertida esos gritos ansiosos, sorprendida y excitada ante el lenguaje guarro en boca de señoras elegantes y de apariencia tan fina y cuando Inés hubo ubicado a ambas sumisas en el sitio previsto se dirigió a ellas:

-¡Atención, perras! ¡Óiganme bien!... ¡Manos en la nuca!... ¡Separen las piernas!... ¡Mantengan la cabeza gacha!... –y ya con sus dos perras en posición les dijo a las invitadas:

-Bueno, mis queridas, aprecien debidamente a estos dos ejemplares... Miren a Claudia con sus opulencias, con esas tetas tan apetecibles y esas piernas esbeltas, y ya verán qué buen culo tiene... ¿y qué decir de mi cachorra?... ¡diecinueve añitos!... Mírenla... delgadita y tan bien formada... Miren esas deliciosas tetitas... ¡Giren, perras!... ¡Muestren sus culos!... –y ambas sumisas obedecieron para beneplácito de las participantes en la subasta.

La grupa de Claudia era monumental, bien alta, carnosa, firme y ofrecía un sugerente contraste con el culo de la cachorra, igualmente empinado pero pequeño, llenito también y tan redondo que parecía haber sido trazado con un compás.

Murmullos de admiración se oían en la sala mientras las invitadas devoraban con los ojos a ambas perras disponiéndose a pujar por ellas.

Una mujer de unos cincuenta y cinco años, elegantemente vestida, robusta y de cabello platinado, dijo dirigiéndose a Blanca:

-Créame que la envidio, señora, por ser dueña de tan hermosos ejemplares, pero espero llevarme a la morocha para gozar a fondo de ella al menos esta noche y mañana.

-Le deseo suerte, mi querida amiga. –contestó la señora con una sonrisa.

Entonces intervino otra de las participantes, Paula, rubia, muy alta, delgada y de aproximadamente la misma edad que la anterior:

-No le va a ser fácil ganar, señora...

-Elina...

-Bueno, no le será sencillo llevársela, Elina, porque yo también voy a empeñar todos mis esfuerzos para ser quien se lleve a esa potra.

Claudia y Laura escuchaban los diálogos con sentimientos encontrados: miedo, expectativa (también con algo de vergüenza la cachorra), excitación y la certeza de que ellas eran eso que estaban viviendo, meras cosas, o más exactamente aún, animales propiedad de la señora Blanca y que podían ser subastadas, vendidas, regaladas como deshechos o lo que la señora dispusiera. Eran nada más y nada menos que sumisas, y lo habían aceptado y asumido plenamente.

-¡Ay, queridas, no serán ustedes solas las que disputen a esa hembra! –intervino otra dama de unos 60 años que se presentó como Carmen y agregó:

-Les aseguro que estoy dispuesta a que sea mía.

-Bueno, mis queridas –dijo Blanca-, -por lo que veo hay mucho interés en mi perra Claudia, a quien subastaremos primero, y no me caben dudas de que también habrá muchas ofertas por la cachorra cuando le llegue el turno, así que ya mismo les permitiré que la inspeccionen. –y le ordenó a Claudia acercarse a las invitadas, que prorrumpieron en exclamaciones:

-¡Sí, potranca, vení, vení para acá!

-¡Vení que quiero probar tu agujeros!

-¡Vamos, perra, vení que quiero ir paladeándote antes de comerte cruda cuando te tenga en mi casa!

Claudia se fue acercando despacio, sin sacar las manos de la nuca y sintiéndose excitada y un poco temerosa a la vez.

Cuando la sumisa estuvo ante la fila de mujeres Carmen se puso de pie, la tomó por una muñeca y la atrajo hacia ella haciendo después que se inclinara hacia delante. A partir de allí la sumisa se encontró envuelta en una maraña de brazos que la aprisionaban arrastrándola indefensa hacia un lado y a otro mientras varias manos ansiosas la palpaban por todas partes. Sintió enseguida dedos que entraban y salían de su culo y de su concha sin darle respiro. Algunas, al advertir los anillos que atravesaban ambos labios vaginales, se sintieron tentadas de tirar de esos aros haciéndola gemur de dolor.

-¡Mmmmmmm, que cerrada sos, potranca! –se admiró Paula mientras le introducía un segundo dedo en el ano y Claudia se retorcía sujeta firmemente por otras dos de sus atacantes, que reían.

-¡A ver, a ver! –quiso comprobar una señorona con el cabello teñido de un rojo furioso, y Paula sacó sus dedos sin ninguna delicadeza, haciendo gritar a Claudia que prolongó su queja cuando primero un dedo de la falsa pelirroja y luego otro le entraron sin miramiento alguno.

Después de alguna molestia inicial empezó a mojarse y en cuanto esto fue advertido por sus asaltantes varias de ellas prorrumpieron en exclamaciones y carcajadas:

-¡Está empapada la muy puta!

-¡No hay caso! ¡Esto es lo que les gusta!

-¡Son perras en celo esta clase de hembras!

Claudia yacía de espaldas en el piso, con las piernas bien abiertas y varias señoras sobre ella seguían metiéndole mano por todas partes, hasta que Blanca dijo en voz alta:

-¡Bueno, mis queridas, creo que la inspección ha sido suficiente! ¡A sus lugares que empezaremos la subasta!

Las damas, acaloradas y con ganas de más, volvieron a sus asientos y Claudia, vacilante sobre sus piernas, fue devuelta a a su sitio por Inés.

-¡Bueno, oferten por esta hembra! –arengó Blanca, e inmediatamente Elina gritó:

-¡Doscientos pesos!

-¡Doscientos cincuenta! –retrucó Paula, y la oferta subió a trescientos en boca de Carmen.

-¡Trescientos cincuenta y esa perra es mía! –ofertó una cincuentona alta y delgada, de cabello oscuro y a la que uno podría imaginar como alta ejecutiva de una empresa importante.

Pero Elina, decidida a llevar a Claudia, subió la oferta a cuatrocientos cincuenta pesos. Se produjo un silencio al cabo del cual la ejecutiva pareció resuelta a continuar la puja, pero finalmente se mordió los labios, hizo un gesto de disgusto con la cabeza y se abstuvo de continuar.

Blanca esperó unos segundos y dijo:

-Bueno, parece que hasta aquí hemos llegado, mis queridas... Cuatrocientos cincuenta pesos ha ofrecido la señora Elina por mi perra Claudia para gozar de ella hasta mañana por la noche... ¿Alguien da más?... –y el silencio continuó hasta que Blanca repitió la pregunta y un instante después dijo:

-¡Bueno! ¡Alquilada en cuatrocientos cincuenta pesos a la señora Elina!

A todo esto, y aprovechando que Blanca e Inés no reparaban en ella atentas como estaban a las ofertas que se iban sucediendo, Laura miraba temblorosa los acontecimientos, conmovida por el asalto múltiple del que Claudia había sido víctima e imaginando lo que le esperaba cuando llegara su turno.

Un clima de alto voltaje erótico campeaba en la sala y envolvía a todas y cada una de las protagonistas: las invitadas, Blanca e Inés, Claudia y Laura, estas últimas temerosas, sí, pero a la vez excitadísimas al sentirse más sumisas que nunca ya que su dueña, al alquilarlas, estaba disponiendo de ellas en un nivel que no había alcanzado hasta ese momento.

Pero mientras todo esto ocurría, las dos jovencitas veinteañeras se habían puesto a conversar en voz baja:

-Hola, soy Jimena, ¿y vos? –inició el diálogo una de ellas, morena y delgada, de cabello cortado a lo varón, con unas tetitas libres de corpiño abultando deliciosamente bajo la musculosa blanca y piernas de muslos muy bien torneados que la minifalda de jean descubría con generosidad.

-Natalia. –contestó la otra, algo rolliza, rubia de cabello largo hasta la mitad de la espalda y con unos pechos de muy buen volumen que parecían querer atravesar la remera celeste.

-La morocha está muy buena, pero la pendeja me vuela la cabeza. –dijo Jimena.

-Sí, a mí también. Por eso no oferté por la otra

-Mirá, quiero proponerte algo.

-Sí, dale, decime.

-Estas viejas parecer tener plata y nos van a ganar. ¿Qué te parece si juntamos el dinero de las dos? Y si ganamos la llevamos a mi casa, yo vivo sola.

-Yo también. –dijo Natalia. –Y tu idea me parece genial, yo traje cuatrocientos pesos.

-Yo, cuatrocientos cincuenta.

-Con eso nos llevamos a la peladita. Estoy segura. -y las dos, entusiasmadísimas, se dispusieron a pujar en la subasta de la cachorra, a quien Inés, tomándola de la cadena del collar, había colocado ante las visitantes.

Blanca, entonces, le pidió a la peluquera que se llevara a Claudia al dormitorio para formalizar su entrega a Elina y cuando las tres salieron del living se dirigió a las participantes:

-Bueno, mis queridas amigas, ahora pueden inspeccionar a esta linda cachorrita –dijo sonriendo y de inmediato empujó a Laura hacia las damas y las dos veinteañeras que, ni lerdas ni perezosas, ganaron la delantera y se echaron sobre la sumisita.

Natalia la abrazó por la cintura y le murmuró: -Vas a ser nuestra ¿sabés, bomboncito? –mientras Jimena, por detrás, le entreabría las nalgas y buscaba con un dedo la entrada posterior.

Laura miró a Natalia y al comprender que ella y quien la asaltaba a sus espaldas estaban juntas se dijo que no estaría nada mal ser ganada por esas chicas e inmediatamente echo hacia atrás su cola para estimular a Jimena en su exploración.

-¡Ay,ay,ay! ¡Pero qué atrevidas estas jovencitas que no respetan a las señoras mayores! –dijo medio en broma y otro poco en serio la dama con aspecto de ejecutiva, y evidenciando su interés por Laura la tomó de un brazo y le apresó una de las tetitas con la otra mano mientras la cachorra corcoveaba con un dedo de Jimena ya bien adentro de su culito.

En el forcejeo cayó al suelo y entonces Carmen, Paula y otra invitada de unos cincuenta años, peinada con rodete y tipo de celadora de correccional de mujeres, intervino para ponerla en cuatro patas, sacar la mano de Jimena de la grupa de la sumisita y meterle un dedo hasta los nudillos, entre exclamaciones admiradas por la estrechez del sendero.

Y esa suerte de aquelarre erótico fue tomando un clima cada vez más caliente, con cuatro brujas hambrientas manoseando a gusto a la cachorra mientras las dos lesbianitas cedían espacio con la seguridad de que serían ellas quienes se llevarían el preciado botín.

Mientras tanto, en el dormitorio, Inés ponía a Claudia en manos de Elina.

-Tenela a rienda corta, querida. No vaya a ser que se malacostumbre. –le recomendó.

-Perdé cuidado, Inés. Me dijiste que a ésta le gusta que la nalgueen y buen culo tiene para eso, así que te aseguro que conmigo no se la a llevar de arriba. Tengo buenos cinturones para hacerle probar. –dijo y sus labios dibujaron una sonrisa cruel.

La peluquera recordó en ese momento que el automóvil de Elina tenía los vidrios polarizados y entonces se le ocurrió una idea:

-¿Te animás a llevarla así hasta tu coche? –le preguntó a su amiga.

-¿Así cómo? ¿en cueros?

-Sí, desnuda y con el collar, los brazaletes y las tobilleras, jejeje. –confirmó Inés.

-¡Claro! –aceptó Elina mientras Claudia, que pensaba que había perdido todo pudor desde que era propiedad de la señora, creyó que el piso se hundía bajo sus pies. "¡Salir a la calle así!" –se dijo asustadísima y sabiendo que si ésa era la idea de Inés nada podría hacer para impedirlo.

Desde el living seguían llegaban los gritos obscenos de las invitadas que pujaban por la cachorra cuando la peluquera, riendo sádicamente, la empujó hacia la puerta de calle.

-Toda tuya, querida, y que la disfrutes. –dijo.

Cuando Inés abrió la puerta y despidió a Elina con un beso, Claudia rogó desesperadamente que no hubiera nadie en la calle, pero esto no parecía preocupar a la señorona, que tomando la cadena del collar le ordenó secamente:

Seguime, perra. –y de un tirón la hizo salir a la vereda.

El automóvil estaba estacionado a unos veinte metros y Claudia empezó a recorrer ese trayecto con piernas temblorosas mientras oía la risita de Elina, que la precedía con paso rápido. De pronto, de una de las casas vecinas, salió una mujer llevando en la mano la bolsa de residuos. Su cabeza giró al escuchar pasos y viendo de qué se trataba arrojó la bolsa, lanzó un grito y corrió a meterse en la vivienda. Claudia sintió el deseo de evaporarse en ese mismo momento, mientras su desesperación era acompañada sádicamente por las carcajadas de Inés y Elina y esta última le decía:

-Vamos, perra, movete que conmigo vas a saber lo que bueno, jejeje, y la arrastraba hacia el coche.

A todo esto, en la casa continuaba la puja por Laura, que parecía volcarse decididamente a favor de Jimena y Natalia.

Carmen había ofertado cuatrocientos cincuenta pesos y miraba con aire de triunfo a Jimena, que era quien pujaba en nombre de ella y de Natalia, pero su contrariedad fue grande al escuchar a la lesbianita decir:

-¡Quinientos pesos!

Blanca dejó pasar unos segundos, miró a la señorona del rodete y pregunto en general:

-Bueno, mis queridas, ¿hay alguna de ustedes dispuestas a superar la suma que ofreció esta jovencita? –y a su pregunta le siguió un prolongado silencio que traducía la frustración de Carmen y la impotencia del resto de las damas, incapaces de superar la última oferta.

Laura miró agradecida a las veinteañeras, cuyo interés por ella la libraba de tener que irse con alguna de las viejas, y las lesbianitas le devolvieron la mirada entornando los ojos y pasándose la lengua por los labios, en gesto prometedor de horas cargadas de intensos placeres sáficos mientras Claudia, en viaje hacia la casa de Elina, comenzaba a enterarse de que le esperaban momentos muy duros en manos de quien la había ganado.

La sumisa trataba de recuperarse del sofocón que le había causado haber sido vista desnuda en plena calle, con collar, brazaletes, tobilleras y llevada de la cadena, cuando Elina empezó a contarle que era soltera y bisexual, que había conocido a Inés siendo su clienta en la peluquería y que desde hacía un tiempo se acostaba con ella.

-Esto de la subasta me puso muy cachonda, perra, así que andá preparándote porque te voy a gozar a fondo y me encantará darte con uno de mis cinturones en ese culazo que tenés. Te voy a azotar me obedezcas o no, pero te aconsejo que seas buenita porque de lo contrario te voy a devolver a tu dueña con las nalgas despellejadas. Ya oíste a Inés pidiéndome que te tenga cortita.

-Me voy a portar bien, señora Elina.

-¿Inés también es tu dueña?

-No lo sé muy bien, señora. Yo... yo lo único que sé es que soy una sumisa y tengo que obedecer. –respondió Claudia poniendo en evidencia lo profundo y auténtico de su condición.

Esto excitó aún más a la señorona:

-¡Qué bien! –dijo. –Y supongo que sabés que a una sumisa se le hace lo que a una se le antoje ¿verdad?

-Sí, señora Elina. –contestó Claudia estremecida al escucharla y con la certeza de que no lo pasaría nada bien en manos de esa mujer.

Poco más tarde el coche ingresaba al garage, ubicado en el costado izquierdo de la casa. Por una puerta comunicaba con el fondo de la vivienda, un amplio terreno arbolado, y por otra puerta lateral, con la parte trasera destinada a las habitaciones del personal doméstico que Elina había licenciado ante la probabilidad de ganar a Claudia y así poder gozar libremente de ella sin testigos inoportunos. Tomó la cadena y arrastró a la sumisa a través de un pasillo mientras le decía:

-Estoy muy, muuuuuuuuy caliente, perra, y quiero dormirme bien relajada, así que vas a cogerme y pobre de vos si no me hacés gozar.

Poco después estaban en el dormitorio de Elina, quien sin pérdida de tiempo extrajo del cajón superior de la mesita de noche un vibrador de considerables dimensiones y se lo dio a Claudia ordenándole que la desvistiera:

-Sí, señora Elina. –respondió la sumisa y se aplicó obediente a la tarea

La dueña de casa tenía un cuerpo que había resistido de forma admirable el paso del tiempo. En su robustez no había una pizca de grasa y tanto los pechos como el culo mantenían una apreciable firmeza que excitó a Claudia.

Elina se tendió de espaldas atravesada en la cama, abrió y flexionó un poco las piernas y le dijo a la sumisa con voz enronquecida por la calentura:

-Vamos, perra, a ver qué tal lo hacés...

Claudia miró la concha depilada y el orifico anal y se dijo que haría gozar mucho a esa señora si usaba la lengua antes del vibrador. Se arrodilló junto a la cama y fue acercando lentamente su rostro al objetivo mientras Elina jadeaba. Comenzó por el culo, con una larga lamida que arrancó un suspiro a la dueña de casa antes de concluir en el extremo inferior de los labios genitales. A partir de allí la lengua de Claudia fue como una víbora endiablada y ágil que por momentos se deslizaba por el orificio trasero y a veces se hundía en él haciendo que Elina corcoveara entre jadeos y expresiones obscenas mientras aferraba a la perra por los cabellos alentándola a que siguiera. Claudia, que desde siempre sentía fascinación por los pechos femeninos, extendió sus manos a ciegas en busca de los de Elina y al encontrarlos los aferró oprimiéndolos con fuerza, retorciéndolos, apretándolos uno contra el otro y deseando desesperadamente chupar esos pezones que se habían puesto durísimos al primer contacto de sus dedos.

Siguió lamiendo alternativamente el culo y la concha, sorbiendo con avidez los jugos de la señorona que brotaban generosamente de entre los labios genitales mientras sentía que ella también estaba chorreando.

-¡Cogeme! ¡Cogeme, grandísima puta! ¡Cogeme yaaaaaaaaaa! –exigió de pronto Elina y entonces Claudia, sofocada, con las mejillas ardiendo y la boca inundada de flujo, se enderezó y tras estimularle un rato el clítoris con el vibrador se lo hundió en la concha de un solo envión.

-¡¡¡¡¡Aaaaaaaahhhhhhhhhhhhhhhhhhhh!!!!!! –gritó la señorona y la sumisa empezó a mover el juguete mientras poseída por el más violento deseo le metía dos de sus dedos en el culo.

-¡¡¡Más!!!! ¡¡¡¡¡Máááááááááááa!!!!! –aullaba Elina entre convulsiones y poco después se disolvía en un prolongado y violentísimo orgasmo.

Claudia quedó unos momentos como atontada por el clima ardiente en el que se sentía envuelta y luego se echó en el piso de espaldas y comenzó a tocarse en busca de su propio orgasmo. Pero la señorona, sacudida por un presentimiento en ese sentido, saltó como impulsada por un resorte, se le echó encima y la sujetó por las muñecas riendo sádicamente:

-¡¡¡No, perra, nada de eso!!!

-Por favor, señora... aaaahhhhhh... por favor... no me... no me deje así... aahhh... se lo suplico... aaahhhhhhhh... –y se puso a llorar presa de la enorme tensión que sentía en todo su cuerpo hambriento de placer.

-Querés gozar, ¿eh, perra en celo? –le dijo Elina sin soltarla.

-Sí... ay, sí, señora, por favor... por favor...

-Bueno, te voy a dar el gusto... –concedió la dueña de casa mientras emitía una risita perversa, y poniéndola boca abajo le inmovilizó las manos en la espalda y los tobillos, uniendo ambos brazaletes y las tobilleras.

-Así no te tocás hasta que yo vuelva... –le dijo y salió del dormitorio dejando a Claudia sumida en la desesperación.

Volvió minutos más tarde llevando con ella un enorme perrazo de pelaje negro y lustroso que respiraba con la lengua afuera y se puso a ladrar al ver a la sumisa.

Claudia, alarmada, levantó la cabeza y en su cara se dibujó una expresión de miedo.

-¿Querías gozar, eh, puta? –le dijo Elina. –Bueno, aquí te traje a Gandul para que te pegue una buena cogida, ¡¡¡¡jajajajajajajajajajajaja!!!!!

-¡¡¡¡¡Nooooooooooooo!!!!! ¡¡¡¡¡¡No, señora, por favor, eso no, noooooooooooooooooooo!!!!!!!

-Sí, grandísima perra, claro que sí, pero antes ya vas a ver lo que te pasa por haber ofendido a mi querido Gandul con tus protestas. –y mientras el perrazo olisqueaba a la angustiada Claudia por todas partes abrió el placard y se volvió hacia ella empuñando un cinturón de cuero blanco, de unos cuatro centímetros de ancho.

La sumisa, ganada por el miedo y el asco, lloraba desconsoladamente con el hocico de Gandul entre sus nalgas y procuraba en vano, sujeta como estaba por muñecas y tobillos, librarse de tan inesperado asalto.

Elina apartó con esfuerzo a su perro, que comenzó a ladrar, y colocando a Claudia de rodillas con la cara en el piso comenzó a azotarla en las nalgas con el cinto doblado en dos mientras el animal giraba una y otra vez muy alterado en torno de ambas mujeres.

La pobre sumisa gritaba de dolor a cada cintarazo y Elina disfrutaba sádicamente viendo cómo ese culo redondo y carnoso se iba enrojeciendo más y más con el transcurrir de la paliza.

Finalmente, cuando había recibido cincuenta azotes y sus nalgas eran dos enormes globos rojos, Claudia cayó de costado deshecha en lágrimas, incapaz de seguir aguantando el dolor.

Elina, respirando con fuerza, volvió a ponerla en posición y alentó a su perro:

-¡Vamos, Gandul! ¡Vamos! ¡Mirá que linda perra te conseguí! –y lanzó una carcajada al ver que el animal tenía la pija bien parada. Lo guió hacia la grupa de la sumisa y no hizo falta más para que el perro, después de algunos lengüetazos en la concha y el pequeño orificio anal, se montara sobre ella cruzándole ambas patas delanteras por debajo del torso. Elina, entonces, tomó con una mano la verga de Gandul, rígida, rosácea y surcada por numerosas venitas rojas y mientras Claudia lanzaba aullidos desesperados se la metió en la concha procurando que el hinchado bulbo permaneciera afuera mientras se consumaba la morbosa penetración.

Por un momento la sumisa temió volverse loca en medio de la angustia que le causaba saber que estaba siendo sometida sexualmente por un perro, que su degradación no parecía tener fin desde que se había entregado al dominio de Blanca, su antigua sirvienta que ahora era su dueña. Pero de pronto algo comenzó a ocurrirle. Sintió que su conciencia, ese don exclusivo de los seres humanos, se iba replegando, disolviéndose lentamente y que ella era cada vez más sólo sus sensaciones. Sólo su concha y esa cosa que avanzaba y retrocedía dentro de su concha que se iba convirtiendo en un mero orificio donde se originaba un goce intenso, voluptuoso e irresistible que se extendía por todo su cuerpo, obnubilándola.

Ya no suplicaba, ya no sentía rechazo alguno, ya sólo gritaba de placer o jadeaba como un animal hasta que Elina, dándose cuenta de que Gandul estaba a punto de acabar, le sacó la verga de la concha y la metió rápidamente en el culo, donde el perro se derramó tras unas pocas embestidas. Entonces la señorona apartó al animal que se echó en el piso de costado y viendo que de la pija aún seguían brotando algunos chorros de semen, tomó la cabeza de Claudia, la acercó al bajo vientre del perro, le abrió la boca, le introdujo allí la verga canina y la sumisa, sin la más mínima luz de razón en su mente, olvidada por completo de su condición humana, bebió esa leche espesa y caliente con tanta delectación como si se tratara del más exquisito de los licores.

(continuará)