La historia de Claudia (12)

Claudia pasó la tarde de ese sábado encerrada en la despensa, reponiéndose del desgarro anal que la señora le había causado al sodomizarla con el mango del rebenque. Durante todo ese tiempo Blanca usó sexualmente a Laura, permitiéndose sólo las pausas imprescindibles para recuperarse y volver a ella.

La historia de Claudia (12)

Claudia pasó la tarde de ese sábado encerrada en la despensa, reponiéndose del desgarro anal que la señora le había causado al sodomizarla con el mango del rebenque.

Durante todo ese tiempo Blanca usó sexualmente a Laura, permitiéndose sólo las pausas imprescindibles para recuperarse y volver a ella.

Al anochecer se hizo bañar por la rubiecita y después fue a la despensa para sacar a Claudia de su encierro. La encontró dormitando tendida de costado, la puso boca abajo, le entreabrió las nalgas para observar el orificio anal y lo encontró en buenas condiciones, limpio de sangre y sin inflamación alguna. Le tocó la frente y advirtió que la temperatura era normal. Entonces la sacudió para despertarla y le dijo:

-Bueno, mocosa, se acabó el recreo. –y se la llevó en cuatro patas hacia el baño, donde la manguereó para quitar de su cerebro las brumas del sueño. Claudia, bajo el agua fría, fue recuperando la lucidez y poco después se encontraba en la cocina vestida de sirvienta preparando la cena de la señora mientras cada tanto sentía alguna molestia en el ano que le recordaba la brutal penetración a la que había sido sometida por su dueña.

Mientras tanto, era Laura quien ahora estaba encerrada con llave y a oscuras en la despensa, echada en el piso, desnuda y con su collar puesto. La señora la había dejado allí después de decirle:

-Esta reclusión te va a servir para que tomes más conciencia todavía de que ya no sos libre, cachorra. Esta celda es un poco yo misma, mi poder sobre vos en el que estás encerrada.

Más tarde, mientras atendía a la señora durante la cena, Claudia recordó cómo había oído gritar a Laura horas antes y al no verla en el dormitorio, cuando su dueña la mandó a buscar el vestido de sirvienta, imaginó que estaría encerrada en la despensa.

-Castigué a esa putita ¿sabés? –le dijo de pronto la señora. –Tuvo el atrevimiento de presentarse con un peinado distinto, una trenza, como si yo se lo hubiera ordenado.

Claudia supo que no debía contestar, porque su dueña no le había hecho una pregunta, y entonces se mantuvo en silencio diciéndose que la falta de Laura había sido fue inconcebible y sin duda merecía ese castigo.

Y entonces sí la señora le hizo una pregunta:

-¿Vos lo hubieras hecho, Claudita? ¿Habrías hecho algo que yo no te ordené?

-No, señora, jamás haría algo que usted no me haya ordenado. –contestó Claudia con una convicción que surgía desde lo más profundo de si misma.

-Muy bien, perra... ¡Muy bien!... porque vos no tenés voluntad propia ¿no es cierto?

-No, señora, yo no tengo voluntad, mi única voluntad es la suya.

-Claro, y sabés que respirás gracias a mi, porque ni respirar podrías si yo no te lo permito, ¿verdad, Claudita?

Sí, señora, lo sé y le agradezco que me conceda el privilegio de permitirme respirar.

Y la señora siguió avanzando, sumergida en la voluptuosa marea de su dominación absoluta sobre Claudia. Le ordenó que se arrodillara a sus pies y siguió interrogándola:

-Hace mucho que no tenés novio, ¿no es cierto?

-Sí, señora, hace mucho.

-Y ya nunca más vas a tener novio, Claudia. Lo sabés, ¿no es cierto?

-Sí, señora, lo sé porque usted me dijo que nunca más voy a estar con hombres.

-¿Y lamentás eso?

-No, señora.

-¿No extrañás estar con un hombre?

-No, señora.

-Ahora te gustan las mujeres, ¿verdad, Claudia?

-Sí, señora.

-Decilo.

-Me gustan las mujeres, señora.

-Sos lesbiana...

-Sí, señora.

-Decilo.

-Soy lesbiana, señora.

-Sos una lesbiana de mi propiedad y puedo entregarte a cuanta mujer se me antoje, ¿no es cierto, Claudia?

-Sí, señora.

-Decilo.

-Soy una lesbiana de su propiedad, señora, y usted puede entregarme a todas las mujeres que quiera.

La señora exhaló un largo suspiro que expresaba la intensa y sádica satisfacción que sentía al haber llegado a dominar a Claudia hasta ese extremo. Se daba cuenta de que era totalmente cierto que en su ex patroncita ya no existía resto alguno de voluntad propia, y que podía hacer con ella lo que le viniera en gana. Haberla sometido al suplicio de romperle el culo con el rebenque y que ella siguiera allí, totalmente sumisa y entregada por completo, era una prueba de ello. Y tenía razón, Claudia había repetido todo lo que Blanca le ordenara por obediencia, sí, pero esencialmente porque sentía que era cierto, que ya no extrañaba a los hombres, que ahora era lesbiana, que la señora era su dueña y que entonces podía entregarla a todas las mujeres que quisiera porque tenía derecho absoluto sobre ella.

Blanca extrajo de un bolsillo de su falda la llave de la despensa, se la dio y le dijo:

-Tomá, andá a sacar a la cachorra de ahí y vuelvan las dos en cuatro patas. Y ni una palabra entre ustedes. ¿Entendido?

-Sí, señora. –contestó Claudia y fue hacia la despensa. Cuando encendió la luz y vio la cabeza de Laura sus ojos se agradaron por la sorpresa, pero se abstuvo de preguntar. La rubiecita la miró y tampoco dijo nada. Claudia se puso en cuatro patas, le indicó con un gesto que la imitara y ambas se dirigieron al comedor, donde la señora, ya de pie, le dijo a Claudia:

-Levantá la mesa, lavá la vajilla y después comen las dos. Ya sabés dónde están los recipientes y la bolsa con el alimento. Ahora les traigo el juego de sábanas y dos almohadas para que duerman en el sofá cama. Yo me voy a dormir, tanto coger con la cachorra me dejó agotada. Pueden hablar todo lo que quieran pero nada de sexo, ni entre ustedes ni masturbándose. ¿Está claro? Y pongan el despertador a las diez, porque yo me voy a levantar a las once y a esa hora quiero que estén listas para atenderme, y a vos –le dijo a Claudia. –te quiero vestida de sierva.

Ambas asintieron y poco después, en cuatro patas, se encontraban ante los recipientes con los palitos y el agua.

-No tengo hambre, Claudia. -dijo Laura.

-Pero la señora nos dijo que comiéramos, así que tenemos que comer y no dejar ni un palito ni una gota de agua, porque a ella le gusta eso. –le contestó Claudia.

-Sí, es cierto. –aceptó la rubiecita inclinando la cabeza sobre el recipiente con el alimento. –No importa si tengo ganas o no, si mi dueña me dijo que comiera tengo que comer. –y tomó con los dientes el primer palito.

Después de un momento de comer en silencio Claudia dijo:

-La señora te cortó así el pelo como castigo ¿cierto? -y Laura le explicó entonces lo de la trenza y cómo después de azotarla duramente la había llevado al baño para dejarle la cabeza así.

-¿Cómo voy a explicar esto en la veterinaria y en la facultad? –dijo con expresión compungida.

-¿Y tus padres? –le preguntó Claudia.

-No... ellos se van a asombrar un poco pero nada más. Pensarán que me lo hice yo por loca, pero no les va a importar. Me preocupa el dueño de la veterinaria, los clientes, la gente de la facultad... Paola.

-Paola es ésa que te gusta ¿cierto?

-Ahora ya no... Ahora soy de la señora y... y además me... me gustás vos...

-Vos también me gustás y lo sabés, pero esta noche que ni se nos ocurra. Ya oíste lo que nos ordenó nuestra dueña.

-Sí, ya sé. –convino Laura. –Además esta noche me preocupa mucho esto de mi pelo.

-Bueno, lo hubieras pensado antes. –dijo Claudia con cierto encono originado en su condición de auténtica sumisa. La indignaba que Laura hubiese realizado un acto por cuenta propia, un acto al margen de la voluntad omnímoda de la señora.


A la mañana siguiente la señora apareció en el comedor minutos después de las once cubierta con una bata de seda negra. Ambas sumisas estaban esperándola allí. Claudia con su vestido de sirvienta y Laura desnuda, las dos de pie, con la cabeza gacha, las piernas juntas y las manos atrás. Al verla se adelantaron hacia ella en cuatro patas y le desearon los buenos días besándole la mano.

La señora le dijo entonces a Claudia:

-Vos andá a ocuparte de mi desayuno. Ya sabés, café con leche y tostadas con manteca y mermelada. –y dirigiéndose a Laura agregó:

-Y vos vení que quiero que me bañes.

Instantes después, mientras gozaba de la caricia del agua caliente sobre su cuerpo que la rubiecita enjabonaba, le dijo:

-Voy a hacerte rapar por Inés. Rapada se te va a ver mejor que con ese estropicio. Y vas a tener más morbo, que es lo que me interesa.

Laura detuvo un segundo el movimiento de la esponja enjabonada sobre el cuerpo de su dueña y se imaginó con el craneo rapado, sin ese cabello rubio, largo y levemente ondulado del cual siempre se había sentido orgullosa. La imagen le dolió, pero se dijo que al menos era un look y podía defenderlo ante sus compañeros de la facultad con el argumento de que a ella le gustaba. Reanudo el enjabonamiento de su dueña y dijo:

-Gracias, señora, espero gustarle rapada.

-Te lo dije, cachorra. Me vas a dar mucho morbo.

Más tarde, después de desayunar y con sus sumisas arrodilladas ante ella, la señora llamó a Inés, le contó lo ocurrido con Laura y le pidió que se encargara de raparla. Inés le dijo que iría esa tarde a las cinco y pocos minutos después de esa hora la sumisa estaba rapada. Tenía un cráneo perfecto y emanaba de ella un morbo muy especial, tal como imaginara la señora. Todo había sucedido en presencia de Claudia, que siguió el trabajo de Inés arrodillada muy cerca de la silla donde había sido colocada Laura. Inés quitó la toalla de los hombros de la cachorra, dejó sus instrumentos sobre la mesa y dijo dirigiéndose a Blanca:

-¿Qué te parece?

-Me calienta. –respondió la señora con los ojos clavados en la cabeza de Laura. –No te imaginás cuánto me calienta.

-Y a mí también, querida. Recordá que prometiste mandármela el martes.

-Y vos acordate de que tenés una idea que no quisiste contarme. –dijo la señora.

-¡Ah, te picó eso, ¿eh?!... jejeje... Va ser muy excitante... Al final me estás contagiando, Blanca, creo que me estoy convirtiendo en Ama yo también...

"Ama..." –pensó la señora. "Sí, evidentemente eso es lo que soy, un Ama." –y le dijo a Inés con una sonrisa:

-Bienvenida al club, querida. Espero esa idea. Y ahora te pido que te ocupes de esta otra. –y señaló a Claudia, cuyo pelo ya le estaba creciendo más de la cuenta.

-Con mucho gusto. –dijo la peluquera, y recortó convenientemente el cabello de Claudia, que siendo muy femenina volvió a lucir en su rostro un cierto aire de muchacho que le daba un encanto ambiguo y perturbador.

Inés tenía que hacer y se fue minutos después. La señora mandó a Claudia a barrer los mechones de cabello, llevó a Laura al baño, la plantó frente al espejo e hizo que se mirara:

-Te gusta, cachorra? –le preguntó.

Laura se estremeció ante esa imagen que el espejo le mostraba. Se sintió nueva, sintió que su esencia de sumisa brotaba en ella incontenible, expandiéndose por todo su ser, adueñándose de cada una de sus células, mostrándole a la verdadera Laura que la dominación de la señora había terminado por revelar. Por fin, recomponiéndose del torbellino emocional que la había sacudido, dijo:

-Sí, señora, me gusta como me veo.

-Bien, ahora andá a cambiarte que te voy a sacar a la calle con la otra. Quiero que estrenes tu nueva apariencia ante la gente.

Minutos después, ya en la calle, la señora les dijo:

-Cabeza gacha y un paso detrás de mí. Vamos. –y se puso en movimiento rumbo a un sex-shop que había descubierto en sus búsquedas por Internet y que permanecía abierto los domingos.

Había bastante gente en la calle y no pocos se daban vuelta para mirarlas, mujeres y hombres atraídos en su curiosidad por esa mujer de porte majestuoso que caminaba seguida por una sirvienta y una jovencita rapada.

El sex-shop estaba en una galería y era atendido por un hombre maduro, alto y de modales amables. El salón se veía atiborrado de videos exhibidos por tema: sado, zoofilia, lesbianas, gays, etc. A la izquierda del mostrador Blanca vio una escalera por la cual el hombre la invitó a descender cuando ella le manifestó su interés en ver artículos de sado.

-Por aquí, por favor. –dijo y las precedió en el descenso a la sala del subsuelo. Allí había varias vitrinas grandes adosadas a las paredes y donde se exhibían artículos de todo tipo. Blanca mandó a Claudia y a Laura a un rincón y dijo con ese desenfado que había adquirido últimamente:

-Son mis esclavas.

La señora nunca las había definido así, pero ambas sintieron que eso eran, esclavas tiranizadas, sometidas por completo a la voluntad de su Ama, y con un cosquilleo en el estómago y la cabeza gacha se alejaron hacia el fondo de la sala.

-La felicito, señora. –dijo el hombre luego de echar una mirada codiciosa a las dos hembras, y agregó:

-Como verá, tengo muchas cosas para usar con ellas. –y los ojos de Blanca se clavaron en una vitrina donde en varios estantes había dildos y vibradores de toda clase, color y tamaño.

-Eso es interesante. –comentó señalando un rosario de esferas azules, de un centímetro y medio de diámetro unidas por un cordel fino que las traspasaba.

-Sí, bolitas chinas. –dijo el hombre. –Las vendo mucho, son muy interesantes para usarlas en el trasero.

-Sí, lo sé. Quiero dos juegos. –dijo la señora, que las había visto con frecuencia en esos videos que venía mirando en Internet. Después eligió dos dildos que por su tamaño, doce centímetros de largo por dos y medio de ancho, estimó muy apropiados para meterlos en el culo de sus perras y tenerlas empaladas durante varias. Hizo después que el vendedor apartara un vibrador color piel, con el glande descubierto, de veintidós centímetros por cuatro, y otro para doble penetración, con dos dildos que surgían de la base. Por último incluyó dos pares de pezoneras de metal unidas por una cadenita plateada. Advirtió también, en otra de las vitrinas, una serie de látigos y fustas, pero luego de observar detenidamente esos instrumentos se dijo que ninguno tendría la dureza de su rebenque, y los descartó. Sí, en cambio, incluyó en la compra elementos de sujeción como esposas de metal, brazaletes y tobilleras de cuero negro con argollas que se unían entre si mediante un mosquetón de metal plateado, dos antifaces ciegos y un par de mordazas de bola. Urgida por el deseo de probar de inmediato sus adquisiciones abandonó rápidamente el sex-shop y volvió en taxi, sentada en medio de sus dos perras.

Ya en la casa les ordenó desnudarse, dejó la bolsa con la compra sobre la mesa y fue en busca de los collares. Se los colocó y una vez que las tuvo en cuatro patas sacó todos los objetos acariciándolos con fruición, amorosamente, con una lujuriosa sonrisa.

-Vamos, perras, síganme que voy a hacerles probar estos chiches en sus agujeros.

Lo primero que hizo cuando tuvo a sus esclavas en cuatro patas sobre la cama fue entreabrir las nalgas de Claudia y observar detenidamente su orificio anal. Entonces comprobó satisfecha que no mostraba rastro alguno de la sodomización con el mango del rebenque. La concha no podría usársela hasta el día siguiente, según la abstinencia que le había indicado Pablo, pero le daría por el culo y comenzó de inmediato, metiéndole un dedo hasta el nudillo. Claudia corcoveó un poco y exhaló un gemido de placer.

-¡Aaaaahhhhhhh, te gusta ¿eh?... Claro, si sos una perra en celo de culo siempre hambriento... –dijo la señora mientras movía su dedo haciéndolo avanzar y retroceder una y otra vez. Escuchó jadear a Laura y le dio un fuerte chirlo:

-¡Ni se te ocurra mojarte si yo no te autorizo! –le advirtió antes de sacar el dedo del culo de Claudia.

Laura supo que sería castigada, porque al oír los gemidos de placer que exhalaba Claudia y sentir cómo se movía junto a ella sus flujos habían empezado a correr.

La señora estaba segura de eso y deseosa de rebenquearla no le dijo nada más y se concentró en Claudia. Para comenzar eligió las bolitas chinas y fue metiéndoselas en el culo una tras otras, haciendo la pausa necesaria para deleitarse con los gemidos y el menear de caderas de su perra a cada bolita que le iba entrando devorada por el esfínter. Cuando terminó de meterle todas, la señora le palpó la concha y enseguida advirtió que los jugos chorreaban. Fue retirando entonces las bolitas lentamente, muy lentamente, y mientras los gemidos de Claudia arreciaban y se hacían más roncos y prolongados tomó uno de esos dos dildos anales que había comprado, lo apuntó hacia el objetivo y luego de presionar un poco empezó a introducirlo.

-Gozás, ¿eh, perrra?... Sí, gozás, y sólo porque yo he decidido que goces... Si dispusiera lo contrario te llevaría al baño y te metería la punta de la manguera en el culo para darte allí un buen chorro de agua fría...

Claudia era sólo un cuerpo vibrando en el éxtasis del placer sexual y conectado con su mente sólo por la noción intensa de ese objeto que la perforaba y parecía llegar hasta sus entrañas a cada nuevo embate. Su sensorialidad alcanzó la cumbre cuando la señora le entreabrió los labios vaginales por sobre los anillos que los atravesaban y comenzó a estimularle el clítoris sin dejar de mover el dildo en su culo. La perra gemía, jadeaba y de su boca brotaban por momentos sonidos ininteligibles. Entonces la señora consideró que era hora de ocuparse de la otra y dejarla con las ganas por un buen rato. Le sacó el dildo, se lo metió de punta en la boca, la hizo bajar de la cama y cuando la tuvo en cuatro patas en el piso le dijo:

-Como lo sueltes ya vas a ver lo que te pasa. -y encaró a Laura con mirada amenazante:

-Echate de espaldas y abrí las piernas. –le ordenó. -Si te encuentro mojada andá preparándote para lo que te espera. –y al tocarle la concha comprobó lo que ya sabía. Laura balbuceó una disculpa que no logró más que aumentar su deseo de azotarla. Abrió una de las puertas del placard, extrajo el rebenque e hizo arrodillar a la cachorra en el piso a los pies de la cama, inclinada sobre el cobertor.

Claudia, entretanto, trataba de retener el dildo en su boca en medio de los sollozos que expresaban su desesperación por no haber sido saciada.

La señora recordó las pezoneras que había traído del sex-shop y decidió aplicárselas de inmediato a Laura para castigarla con dolores distintos al mismo tiempo. La enderezó tomándola por la parte delantera del cuello, fue por las pezoneras e hizo que la cachorra sujetara la cadenita entre los dientes mientras ella, cada vez más mojada, le apoyaba las manos en los hombros y comenzaba a bajarlas muy lentamente hacia las tetas. Acercó su boca al oído de Laura y le dijo:

-Nada más atemorizante que un dolor que no se conoce, ¿eh, cachorra?... ¿Qué vas a sentir cuando estas pinzas te aprieten los pezones?... Seguramente no este placer... –le dijo rodeándole con sus dedos los botoncitos rosados que muy pronto se convirtieron en diminutas estacas. Laura estaba erizada, presa de una perturbadora e intensa sensación que aunaba miedo y goce y hacía que sus flujos siguieran empapándole la concha. La señora le quitó la cadenita de entre los dientes y comenzó a abrir y cerrar ambas pezoneras deleitándose con la resistencia que el mecanismo ofrecía al abrirse. No eran pinzas de fantasía, no había felpilla en su cara interna para atenuar el dolor, eran realmente instrumentos de castigo y la sumisa iba a sufrirlos.

Mientras tanto, Claudia seguía la escena excitadísima y babeando con el dildo en la boca. La calentaba hasta la exasperación ver cómo la señora torturaba sicológicamente a Laura antes del dolor físico que iba a infligirle mediante esas pinzas y a la vez calentándole el culo con el rebenque. Su

Blanca decidió entonces que era el momento de comenzar el doble suplicio. Vió que los pezones de la cachorra seguían duros y erectos mientras le acariciaba las tetitas y sus labios se deslizaban con lentitud por ese cuello blanco, largo y fino que ella iba humedeciendo con su lengua. Se irguió un poco y con gestos seguros pinzó un pezón y enseguida el otro, colocando las pezoneras del medio hacia delante, porque sabía que así dolían más. Laura exhaló primero un gemido y enseguida un grito, al sentir un ramalazo de dolor agudo que le recorrió todo el cuerpo. La señora tomó el rebenque dispuesta a disfrutar, una vez más, de ese goce extremo que siempre sentía al azotar un buen culo de mujer. Esta vez no le pegó alternando ambas nalgas, sino primero sólo en una de ellas, con rebencazos verticales que descargaba con fuerza y precisión.

Laura no tardó en gritar, atormentada por la dolorosa presión de las pinzas y por esa lonja que seguía restallando inclemente sobre la parte derecha de su culo. La señora respiraba agitadamente, abrasada por una calentura que se iba incrementando en simultáneo con el cada vez mayor enrojecimiento de esa nalga que contrastaba con la blancura de la otra. Blanca se dijo que era momento de cambiar de lado, y tras una breve pausa siguió con la azotaína. Al sentir el primer rebencazo en el otro cachete, Laura renovó sus gritos mezclados con ruegos infructuosos. Momentos después, ambas nalgas lucían un mismo rojo intenso y entonces la señora dio por concluido el castigo mientras la sumisa caía al piso de costado, incapaz de seguir soportando el dolor que le causaban las pezoneras y la dura paliza que acababa de recibir.

Blanca ardía de calentura después de torturar a Laura y sus perras iban a hacerla gozar en forma, pero antes se inclinó sobre la sollozante cachorra y le dijo:

-Supongo que habrás aprendido que ni mojarte podés si yo no te lo permito. ¿O tengo que seguir dándote?

-No... no, señora... no me... no me castigue más, por favor... aprendí la lección... aprendí que... que no puedo mojarme si usted no me deja...

-Y más te vale no olvidarlo, perra, porque esto habrá sido un juego comparado con lo que voy a hacerte la próxima vez. –y tras esta amenaza le quitó las pezoneras con un violento tirón que la hizo gritar de dolor. Inmediatamente se desnudó, se tendió de espaldas en la cama y llamó a las dos sumisas junto a ella. Claudia trepó con el dildo metido en la boca y Laura lo hizo con esfuerzo, aún muy dolorida.

-Aquí. –les indicó la señora palmeando el cobertor a ambos lados de sus caderas, y las sumisas tomaron posición arrodilladas.

-Vos sacate eso de la boca. –le dijo a Claudia. –Quiero tu hocico en mis tetas. Y vos, cachorra, haceme sentir tu lengua en la concha. ¡Vamos!... A moverse las dos y a ver si me honran dándome un buen orgasmo o se van a arrepentir...

Claudia no podía creer tanta ventura. Esa antigua fantasía suya, ese intenso deseo de que Blanca le diera de mamar estaba a punto de cumplirse. Allí, a centímetros de su boca, estaban los espléndidos pechos de quien ahora era su dueña, atrayéndola con la fuerza de un imán irresistible.

Se inclinó temblando y acercó su boca al pezón, abriéndola luego para abarcar la aureola y comenzar a lamer el botón que se fue endureciendo y agrandando rápidamente. Mamó y mamó de una y otra teta hasta el hartazgo, mezclando sus gemidos y jadeos con los de la señora, a quien la lengua de Laura mantenía como atravesada por una corriente eléctrica que surgía de su concha y la recorría entera.

Minutos después Blanca estallaba en un violento y prolongado orgasmo mientras mantenía la cara de Claudia sobre sus tetas y agitada por fuertes convulsiones cerraba de golpe las piernas aprisionando entre sus muslos la cabeza de la cachorra, que sorbía con avidez los jugos de su dueña.

Instantes después echó a las dos perras al piso, donde debieron permanecer en cuatro patas, y dejó que una suave y agradable modorra la invadiera adormeciéndola durante un rato, hasta que esa relajación le permitió recobrar fuerzas y el deseo de seguir gozando de sus sumisas.

Ambas perras continuaban en cuatro patas y ardiendo de calentura cuando la señora se sentó en el borde de la cama y les ordenó que giraran para quedar con sus culos hacia ella. Entonces les metió las manos entre las piernas y las retiró con los dedos empapados de flujo.

Todos los objetos que comprara en el shep-shop estaban en el piso, como a la espera de que Blanca eligiera cuál de ellos usar, y se decidió por las bolitas chinas. Tomó ambos rosarios y fue metiendo las esferas en los culos de ambas perras, deleitándose con los jadeos, gemidos y corcovos de las dos ante cada nueva penetración, hasta que estuvieron todas adentro.

Reparó entonces en las esposas y recordó muchas imágenes que había visto en Internet en páginas de bondage, con esclavas atadas o esposadas, y revivió la impresión que esas imágenes le habían causado, esa intuición de cuánto poder sobre la esclava debía sentirse teniéndola así sujeta, y quiso probar eso.

Le ordenó a Claudia que apoyara la cara en el piso, le esposó las manos en la espalda y luego hizo lo mismo con Laura. Su excitación se hizo mayor aún al verlas así, indefensas, a su merced, con los culos en alto y a su entera disposición. Entonces, lentamente, demorando a propósito el nuevo placer, se colocó su arnés sintiendo cómo sus flujos chorreaban al introducirse el dildo posterior en la concha.

Iba a empezar con la cachorra dejando para el final a Claudia, como la frutilla del postre. Cada vez que la cogía su mente se llenaba de recuerdos de aquellos tiempos en que esa perra era su patroncita, y esto siempre era causa de que gozara aún más sometiéndola. Mientras quitaba las bolitas del culo de Laura imaginó a las dos en la subasta, ofrecidas al apetito de hembras capaces de apreciar y desear la belleza femenina, y se preguntó cuál sería esa idea de Inés que la peluquera no le había comentado todavía. Antes de penetrar a Laura tomó el vibrador de color piel y se lo hizo sentir en la concha hasta que la cachorra empezó a gemir y a mover sus caderas de un lado al otro. La señora apuntó el dildo de su arnés al orificio anal y mientras con el vibrador entreabría los labios genitales en busca del clítoris la penetró sin delicadeza alguna, enterrándole el falo artificial hasta el fondo. Tal era la calentura de Laura que pocos minutos después alcanzaba el orgasmo y caía de costado en medio de gritos y convulsiones, con su concha chorreando y estremecida en todo su ser por ese vibrador que le estimulaba el clítoris. La señora, que había contenido el orgasmo porque quería acabar cogiéndose a Claudia, le abrió las piernas, se ubicó entre ellas y la perforó sin miramientos, venciendo con decididos embates la resistencia del esfínter. La mantuvo aferrada por las caderas un rato mientras se movía hacia atrás y hacia delante taladrando el culo de su perra que no dejaba de gemir hirviendo de excitación. Después llevó hasta la concha de Claudia su mano armada con el vibrador y comenzó a hacérselo sentir en el clítoris hasta que los gemidos se transformaron en gritos en tanto la sumisa presionaba con sus nalgas sobre el vientre de su dueña.

-¿Querés el orgasmo, perra? –le preguntó la señora.

-Sí... sí, señora, sí... aaaahhhh... por favor... por favor... aaaahhhhhhhh... voy a... voy a acabar... –contestó Claudia con voz enronquecida por la tremenda calentura.

-Ni se te ocurra acabar sin mi permiso. –le advirtió Blanca.

-Ay, señora... por favor... no doy más... ¡por favor!... ¡por favoooooooooooor!

La señora detuvo los embates de sus caderas y dijo friamente:

-Quiero escucharte rogándome por tu orgasmo, perra en celo.

Y Claudia rogó, desesperada hasta las lágrimas por ese desahogo que su calentura extrema le exigía. Rogó, tuvo su orgasmo al mismo tiempo que dueña y cayó al piso junto a la cachorra, ambas a los pies de esa mujer que se había convertido en la propietaria de sus vidas.

(continuará)