La Historia de Carlos y su madre. Parte 32

Sabino la agarró de la cintura, se aferró fuertemente a aquel maduro y exquisito cuerpo de mujer, la haló con fuerzas hacia él, ella gemía, pujaba, emitía sonidos guturales mientras su hijo, a escasos metros, seguía con su mano derecha masturbándose suavemente.

No le era fácil entenderlo. De hecho, había algo en su cabeza que no le “cuadraba”, como se dice en México, coloquialmente. Ya le había preguntado a Sabino, su amigo, pero no le había dicho nada, solo un “al rato te platico”, y esa frase le decía mucho, pero al mismo tiempo, nada.

Era casi las 9 de la mañana y el calor ya era bastante fuerte. Sacaron la mesa del comedor para desayunar en el patio de la casa a la sombra de todos los almendros que, altivos, se levantaban en la casa de doña Rosy.

Ataviada en un vestido completamente blanco, demasiado corto para tener visitas en casa, sumamente entallado a su fina y deliciosa figura, con un delantal rojo que disimulaba un poco sus hermosas y bien torneadas piernas por el frente, doña Rosy servía los alimentos a los dos chicos. Cuando se volvía hacia el interior de la casa, sus redondas nalgas bailaban, en cada paso que daba, al son de la febril mente e imaginación de Sabino, quien la desnudaba, nuevamente, pero ahora solo adentro de su cabeza; sus caderas iban de un lado a otro como negando que pudieran ser devoradas por aquel intrépido y atractivo joven de ojos y mirada subyugantes.

-       Los huevos están muy sabrosos, dijo la mamá de Carlitos, mirando maliciosamente a Sabino.

-       ¿Sí? -preguntó este- ¿así le parecen? Volvió a decir con una sonrisa evidente de haber entendido el doble sentido de las palabras de doña Susy, y luego añadió, aunque yo, en las mañanas, prefiero comer algo de fruta, una papayita, por ejemplo, estaría formidable, dijo sonriendo sin dejar de ver de reojo a la madre de su amigo.

-       Mmmmm, también suena rico, pero yo prefiero los huevitos con salchicha o con chorizo, dijo.

-       Con un vasito de una rica leche calientita, remató Sabino, riéndose, mientras veía la cara de estúpido que ponía su amigo, al no entender exactamente qué sucedía.

-       ¿Y siempre si vas a venir a ayudarme en la tarde? Preguntó doña Rosy digiriéndose al amigo de su hijo.

-       Sí, dijo él, aunque sería como a las siete de la noche, ¿está bien? Preguntó.

-       Sí, está perfecto dijo la bella dama, y luego dirigiéndose a su hijo le aclaró, aunque sabía que no era necesario hacerlo. Tu amigo va a ayudarme a mover unos muebles que desde cuando quiero cambiar de lugar pero están muy pesados y tu papá no ha podido hacerlo. Y como él esta joven y fuerte pues me voy a aprovechar de él, dijo riéndose entre dientes.

-       Yo los muevo, dijo Carlitos, un poco molesto por no saber lo que realmente pasaba, y otro tanto porque se imaginaba que su amigo ya se había comido a su mamá y él no sabía nada de eso. Así no había sido el trato.

-       No mi amor, le dijo su madre riéndose, están muy pesados, mejor deja que Sabino me ayude, él está fuerte y joven, para él no será ningún problema, ¿verdad Sabino? Dijo preguntando.

-       Sí señora, con gusto yo le ayudo, no tengo problema para eso. Si no puedo llegar a las siete, llegaría como a las 8 de la noche, pero sin ningún problema, yo le ayudo, aunque sea tarde, de hecho, puedo hacerlo durante toda la noche, dijo, poniendo cierto énfasis sexual en sus últimas palabras.

-       Excelente, dijo doña Rosy, acá te espero. Ahora, los dejo por que debo apurarme a hacer cosas de la casa, cosas de mujer, afirmó, mientras entraba a la cocina con los platos sucios y sus suculentas y deliciosas nalgas vibraban de un punto a otro, llenando el aire del patio con su exquisito y ardiente andar de mujer madura.

-       Yo también ya me voy, dijo Sabino, voy a ver si mi padre llegó a la casa.

-       Te acompaño, intervino Carlitos, deseoso de saber qué estaba pasando o qué ya había pasado.

-       No mi amor, le dijo su mamá, te necesito acá en la casa, deja que tu amigo haga sus cosas.

-       Pero mamá, solo un rato, suplicó Carlitos.

-       No, ni un rato ni nada, necesito que tú me ayudes con algunas cosas; ya en la tarde platicarás con tu amigo.

-       Solo voy con él a su casa y me regreso inmediatamente, insistió.

-       No, por favor no, ya más tarde platicas con él, ahorita te necesito acá, dijo terminantemente su madre.

Ya era noche, cerca de las nueve, y Sabino no llegaba. Visiblemente molesta por la informalidad del chico, mandó a Carlitos a su cuarto a dormir, este como era su costumbre, obedeció sin chistar y se despidió de su madre con un beso en la mejilla. Ya tenía rato que lo estaba esperando, se había puesto un negligé rojo, que dibujaba, perfectamente, su hermoso y delicioso cuerpo, debajo de él, absolutamente nada. Encima se había puesto su bata de baño para no despertar ninguna sospecha en su hijo. A simple vista no mostraba nada, pero al quitarse la bata de baña le cortaba la respiración a cualquiera. Sus senos se mostraban más allá de la mitad de los mismos, sus oscuros pezones se dibujaban perfectamente debajo de aquella diminuta y delgada prenda. Justa como le quedaba, su fina y breve cintura se apretaba alrededor de sus amplias caderas, mostrando su sinuosa y apetitosa figura. Era imposible verla sin sentir el deseo correr por las venas.

Unas horas antes se había aseado, con cuidado se había depilado su vello púbico, nunca le había gusta traer “la mata de pelos” como decía ella. Solo dejaba una finísima hilera de vellos que partían de la parte superior de su vulva, y luego, en dos ligeros trazos, se dividían hacia la izquierda y derecha. Era un verdadero delirio verla desnuda con su intimidad delicadamente cuidada. Y ahora, se sentía frustrada, molesta, enfadada, pues el amigo de su hijo, Sabino, no llegaba a la cita. Había quedado de llegar a más tardar a las 8 de la noche, y las manecillas del reloj ya casi marcaban las 9, y ni sus luces se veían.

Una vez que su hijo partió a su recámara ella se sentó en el sofá de la sala, tomó una revista y quiso distraer su mente. Era en vano, de repente se descubrió tocándose suavemente y en su cabeza, sin querer, dibujaba el falo grueso, venoso, negro y largo del chico, estaba demasiado rico para olvidarlo tan pronto. Apenas unas horas antes, casi al rayar el alba, lo había disfrutado. Su cuerpo no podía negar que lo necesitaba nuevamente, pero él, simplemente no llegaba.

Casi eran las 9 y media cuando decidió irse a dormir, estaba visiblemente molesta y sabía que tardaría en conciliar el sueño. Apenas dio dos pasos y creyó escuchar unos suaves toquidos en el vidrio de la ventana que daba al callejón que cruzaba por el lado izquierdo de su casa. Pensó en Sabino, pero al mismo tiempo sintió cierto temor, no era común que alguien anduviera por ese callejón tan estrecho. Se resistió a correr la cortina y solo acertó a quedarse quieta. Las luces de su casa ya se habían apagado y en el interior de aquel cuarto de madera solo se asomaba, tímidamente, el reflejo de la luminaria de su patio. Pasaron cerca de dos minutos y volvió a escuchar los toquidos, ahora un poco más fuertes, seguido de un susurro de voces que no alcanzó a distinguir qué decía ni quién las decía. Se armó de valor y corrió la cortina. Todo su enojo desapareció, su sonrisa fue franca cuando vio aquel par de ojos que la subyugaban con su mirada penetrante. Sintió un hormigueo caliente andar por su vientre y bajar hasta su caliente y húmeda cueva. Sin embargo quiso parecer dura y molesta cuando abrió la ventana.

-       Ya me voy a dormir, dijo muy seria.

-       Perdón, dijo el chico, cuando ya venía para acá me fueron a avisar que mi papá estaba muy borracho en la cantina y tuve que ir por él. Disculpe, insistió.

-       Date la vuelta, ya es noche y no puedes entrar por la puerta de la calle, ve a la parte trasera. Le dijo, ya sin ganas de luchar contra sus más profundos y ardientes deseos. Quería sentirlo muy adentro de ella.

Abrió la puerta sin la bata de baño puesta. No había ningún riesgo hacerlo ya que por esa calle no pasaba absolutamente nadie. Sabino se quedó estupefacto. Era impresionante verla así, se había puesto, rápidamente, unas zapatillas del mismo color de su negligé. Simplemente estaba demasiado hermosa y sumamente llena de deseos ardientes que sus poros transpiraban y se percibían a la distancia. Su larga cabellera, con sus cabellos sueltos, terminaban de darle ese aire de una mujer caliente, demasiado temperamental y que ardía en sus propios e intensos deseos de disfrutar del placer de la carne, y esa noche tenía ante ella a un chico joven, fuerte y con una dotación de virilidad lo suficientemente grande para llenarla completamente.

-       Esta usted hermosa, dijo Sabino.

-       Gracias, acertó a decir muy suavemente, lo tomó de la mano izquierda y lo haló al interior de su casa al mismo tiempo que cerraba, y con suma habilidad colocaba el pasador con la otra mano.

No le permitió un paso más, cuando el chico quiso, nuevamente, intentar explicarle el motivo de su tardanza, ella le puso el dedo índice de su mano derecha sobre sus labios y se acercó a él peligrosamente. Lo detuvo suavemente y lo empujó con la misma delicadeza sobre la vieja puerta de metal, introdujo una de sus piernas entre las piernas de Sabino, con ambas manos rodeó las mejillas del joven y besó ardientemente sus labios. El chico colocó sus manos encima de aquellas amplias caderas. Al tacto de la suave y delicada tela, mezclada con su piel, y producto de aquel beso profundo empezó a tener una fuerte y gran erección. Doña Rosy, restregó su vulva contra el muslo derecho del chico, estaba muy caliente. Sintió como la verga del joven había crecido impresionantemente y que, dura como una roca, le punzaba su delicado y plano vientre. Así lo tuvo un buen rato, aprisionando aquel cuerpo joven y fuerte contra la vieja puerta de metal, restregando sus piernas con el muslo del chico, sintiendo el latir de aquel falo joven que le punzaba su bajo vientre y besándolo ardientemente, deseando fundirse en uno solo con él. Estaba llena de un loco, ardiente y oscuro deseo, y buscaba saciarse en el amigo de su hijo. Lo deseaba, se volvía loca de solo pensar como aquel trozo de carne la penetraría hasta lo más profundo de sus entrañas y ella lo bañaría con sus calientes jugos de mujer. Lo besaba fuertemente, era presa de su propia lujuria.

El calor de aquella noche era especial, más de lo acostumbrado. Carlitos despertó cuando su cuerpo, sediento, le pedía que bebiera un poco de agua. Tenía demasiado sueño como para pararse y bajar al patio para hacerlo, quería seguir durmiendo. Pudo más su boca reseca y el calor que lo invadía. Tomó la lámpara de mano y apuntó hacia su reloj de pared. Eran las dos de la mañana con diez minutos. Se puso sus sandalias e inició el descenso hacia su patio.

La luz que salía debajo de la puerta y por encima de las paredes de madera, y que se colaban en las rendijas del techo de lámina de asbesto, lo intrigaron demasiado. La casa grande estaba en absoluto silencio, pero el cuarto de sus padres demasiado iluminado, ¿sería que su madre estaba despierta aún? ¿o ya había regresado su papá? No, no estaba el carro de su padre, no era eso.

Se olvidó del agua y, rodeando la casa por el interior del patio, se fue a su escondite secreto y favorito. Era el mejor lugar para ver lo que ocurría dentro de ese cuarto. Lo descubrió por casualidad, hacía dos años atrás, aquella noche de verano en la que Saúl, el amigo de casa y compadre de su papá se había quedado a pesar de que su padre había salido de casa por cuestiones de sus negocios. La vieja casa de madera ya presentaba las huellas del tiempo, y aunque sí tenía otros agujeros, este sin duda era el mejor, pegar el ojo al muro de madera le permitía ver con toda claridad lo que ocurría directamente sobre la cama. Los otros hoyos dejaban ver otros espacios del interior de la recámara de sus padres, pero este parecía estar hecho a propósito. Era simplemente perfecto. Caminó con cuidado, acercó su ojo derecho. Ahí estaban los dos. Su pene creció de inmediato, aunque no podía presumir que tuviera el tamaño de la verga de su amigo, lo sintió duro como una piedra al mismo tiempo que percibió una punzada fuerte en su estómago, era una mezcla de coraje, celos y calentura. Nunca pensó que su madre fuera tan fácil, no había pasado más de un día que había conocido a su amigo y ahí estaba revolcándose con él en la misma cama que dormía con su padre. Sintió mucho enojo, pero también lo invadieron los insanos deseos de ver como poseían a su madre. Estaba muy enojado pero también demasiado excitado, su cuerpo se lo decía.

Con la pierna derecha al aire, en la misma posición que la había visto con Saúl, estaba su madre, completamente desnuda, recostada en su costado izquierdo, con la cabeza hacia donde él estaba. Sus senos bailaban al ritmo de los empujones que Sabino, su joven amigo, daba al cuerpo de su madre. Podía ver con toda claridad, los ojos de ella, cerrados completamente, su boca abierta halando aire para sobrevivir al esfuerzo que le demandaba ese encuentro con aquel juvenil cuerpo. De vez en cuando echaba la cabeza para atrás en tanto subía su pierna más y más, como queriendo abrir todo su cuerpo para recibir la dura, gruesa y venosa verga del chico. Se tocó, estaba más duro que nunca. Se bajó un poco los cazoncillos y comenzó a masturbarse, lentamente, tenía que disfrutar de ese momento. Era un momento sumamente especial y caliente.

Sabino la agarró de la cintura, se aferró fuertemente a aquel maduro y exquisito cuerpo de mujer, la haló con fuerzas hacia él, ella gemía, pujaba, emitía sonidos guturales mientras su hijo, a escasos metros, seguía con su mano derecha masturbándose suavemente. En un momento, el chico giró el ardiente y sinuoso cuerpo de la madre de su amigo hasta dejarlo boca abajo, ella tomó una almohada del lecho matrimonial, lo puso bajo su vientre mientras esperaba que el chico la montara. Sabino entró fuertemente en aquel agujero delicioso y caliente, sin delicadeza, con toda la fuerza que la pasión ardiente hacia presa de su cuerpo. Entraba y salía con ganas, doña Rosy gritaba, al parecer no le importaba que escucharan, aunque sabía que por el lugar en el que se encontraba su casa era casi imposible que alguien escuchara, lejos estaba de imaginar que, a poca distancia, Carlitos, su hijo, era testigo de aquella febril e infiel entrega.

Sabino siguió embistiendo su cuerpo duramente, con toda la fuerza que el deseo le permitía, tomó sus caderas, levantó un poco su torso y cual jinete experto que monta  a su yegua, empezó a golpear con fuerzas las redondas y hermosas nalgas de doña Rosy, quien ante tal atrevimiento empezó a gritar con más fuerza pidiendo que la penetrara más fuerte, más violento y más profundo. Carlitos estaba en éxtasis, nunca había visto ni escuchado nada parecido, el semen caliente empezó a salir por borbotones y escurrir entre sus dedos, mientras la fuerza del mismo hacia que la mayor parte cayera en la arena que escondía parte de sus pies. Sintió un deseo inmenso, como lo había sentido la primera vez que vio a su madre con Saúl, de sentirse poseído, de ser él quien disfrutara como lo estaba disfrutando su madre.

Sabino también se vaciaba, ella lo recibía con mucho gusto, lo apretaba con sus músculos vaginales mientras su respiración se entrecortaba y se confundía con el jadeo del joven. Sintió el golpeteo de la simiente ardiente y profusa del chico en lo más profundo de sus entrañas, luego sintió escurrirse; la leche caliente empezó a salir de su vagina ante las constantes embestidas de Sabino, escurrió por sus piernas, ella volvió la cara como pudo y besó aquellos juveniles labios en un loco y desenfrenado beso, mientras sentía como la dureza de la verga del chico poco a poco se iba bajando. Era la tercera vez, en esa noche, que la poseía.