La hija del Viento (prólogo)

Mundo imaginario. Tras atacar una pequeña aldea que alaba al dios del viento, los bárbaros roban su más preciado tesoro. La única que lo puede recuperar es Serea, clériga del viento, pero primero deberá pasar una misteriosa prueba. Nunca había escrito nada así, no sé si lo continuaré.

-          Serea, nuestra pequeña aldea será destruida. Necesitamos recuperar el orbe del viento… y ahora que nuestra sacerdotisa ha muerto, sólo tú puedes tocarlo.

-          Pero para eso tienes que recibir el don oficialmente. El ritual será en el templo a medianoche.

-          Lamentamos que tengas que soportar esta carga siendo tan joven… pero eres nuestra única esperanza.

Serea asintió. La aldea había sufrido daños severos durante el ataque de los bárbaros. Sus hechiceros habían encontrado la manera de contener el poder del orbe del viento, el mismo núcleo de la aldea del dios del viento, y lo habían robado.

Debía ser recuperado a toda costa, y como única clériga del dios del viento tras la muerte de la anciana sacerdotisa, nadie más que ella lo podía hacer.

La chica se puso la túnica del ritual más sagrado de la aldea, un ritual secreto que sólo realizaba la suma sacerdotisa. Era una túnica blanca, cuya falda cubría una pierna pero no la otra. Resultaría muy vergonzoso que la vieran así, pero como el ritual era a medianoche y secreto, pudo salir de su choza amparada por las tinieblas.

Fue un breve y solitario paseo. Cuando llegó al templo, sobre la colina, se arrodilló ante el altar y tal y como le habían enseñado, rezó:

-          Señor de los vientos, desciende sobre tu sierva fiel e imprégnala con tu espíritu eterno. Yo, Serea, soy tu fiel sierva por siempre, tu descendencia será la mía.

Tras las extrañas palabras aprendidas de memoria y con prisas, Serea se tumbó sobre el altar, boca arriba, y esperó, sin saber qué debía acontecer. Pronto, sin embargo, el viento comenzó a arreciar. El templo tenía techo, pero las paredes estaban llenas de grandes ventanales sin rejas ni contraventanas, ni nada que obstruyera el fluir del viento. Y éste se enseñoreó por la estancia.

La joven empezó a sentir frío, sobre todo cuando su escasa falda se abrió empujada por el viento. El frío la entumecía. Afortunadamente, el aire empezó a volverse más cálido…

De pronto, Serea notó que no era natural. Una especie de bolsa de aire caliente que fluía en círculos sobre sí mismo como un líquido, caía sobre ella. Cubría su cuerpo, y era extremadamente agradable. El frío desapareció, y mientras su túnica se hinchaba y el aire caliente acariciaba su piel, Serea no pudo evitar cerrar los ojos y gemir por el placer. Nunca había soñado con sentir nada igual. ¿Era aquel el abrazo del dios del viento?

Era algo más, como comprendió cuando notó el flujo de calor envolver sus piernas y alzarlas, y separarlas poco a poco. La alarma apareció demasiado tarde. Como un huracán caliente, aquel ser irrumpió en el interior de la joven. Su virginal vagina se abrió, y un pequeño grito de dolor fue engullido por el viento.

Serea se aferró al borde del altar con las manos. El torbellino la engulló por fuera… y desde su interior. La noche transcurrió como una sucesión de repentinos despertares provocados por explosiones de placer. El aullido del viento, sin embargo, envolvía a la chica, que se sentía fuera de sí, ajena a todo aquello. La sensación de irrealidad la dominaba.

Hacia el final de la noche, cuando el cielo negro era sólo azul oscuro, Serea volvió a despertar. El viento que la cubría estaba húmedo. Era como una nube de diminutas gotas de agua tibia que se movían a gran velocidad, empapándola completamente. Y en su sexo, sintió un gran chorro de agua caliente que la llenaba… para luego desvanecerse.

El viento cesó, y sus piernas cayeron suavemente a los lados del altar. Serea estaba quieta. Era la primera vez que sentía silencio desde que empezara el ritual. Por primera vez no oía el murmullo del viento a su lado. Sus piernas estaban dormidas, apenas las sentía. La joven quería incorporarse, pero no lo lograba.

Poco a poco volvía a notar la brisa fresca de la mañana. Y mientras iba sintiendo frío, su mente se despertaba, y su voluntad de incorporarse se hacía más fuerte. Por fin, se levantó.

Al principio creyó que sus piernas no la sostendrían, pero lo hicieron. Se sorprendió al comprobar que su túnica se pegaba a su cuerpo, pues estaba empapada, tanto la tela como la piel. Era como si se hubiera dado un baño con agua tibia, solo que Serea no se sentía limpia.

Conforme descendía al pueblo, iba notando dolor en el vientre. En cuanto llegó a su choza, entró y cerró la puerta. Se tumbó en la cama y quedó dormida.

Despertó gritando por el dolor. Su vientre le dolía muchísimo. Sus manos fueron a él y se encontraron… con que era enorme. Era el vientre de una mujer embarazada en avanzado estado de gestación. Los ancianos que la habían enviado al ritual, la rodeaban.

-          Tranquila, has sido muy valiente.

-          Esto es normal, tiene que pasar. Pronto pasará.

Una anciana le agarró la mano y un anciano colocó las suyas sobre su vientre hinchado.

Y mientras Serea jadeaba de dolor, el hombre apretó el vientre. Lo hundió con todas sus fuerzas. La joven chilló como si la estuvieran matando. La gente quedaba aterrorizada fuera de la cabaña, pensando qué estarían haciendo los sabios a su idolatrada aprendiz de sacerdotisa.

Los ancianos se turnaron para machacar sin piedad el vientre de Serea. Y entonces, uno de ellos metió la mano entre las piernas de la joven, y… empujó.

El dolor fue atroz. Sintió que algo se rompía dentro de ella. De su boca salió esputo. Todo comenzó a dar vueltas.

Y… todo empezó a cambiar. Como si su interior se reajustara, notó chasquidos y movimiento dentro de ella. Pequeñas punzadas de dolor. Algunas más intensas. Pero cada vez menos frecuentes.

La respiración de Serea se asentó, y ella miró a su alrededor. Los ancianos sabios se habían apartado. Miró su vientre, y lo encontró normal. La chica se sentó en la cama, y durante un instante notó algo moviéndose dentro de ella, pero la sensación desapareció de inmediato, y dudó haberla tenido jamás.

-          Ven, pequeña. Has sido aceptada por el dios del viento. Ven, sal fuera. Ponte esto.

La chica se puso la tradicional túnica blanca de sacerdotisa, a la que no estaba acostumbrada. Era larga y bonita, pero sencilla. Y el anciano la tomó de la mano. Las piernas de la joven aún no pisaban demasiado firmemente. Serea se tambaleó ligeramente antes de abrir la puerta y…

Se mareó. Notó un pitido en los oídos. Se llevó las manos a la cabeza… pero pasó enseguida, y entonces se dio cuenta, de que había nuevos olores en el aire, nuevos sonidos. Sentía la dirección de la más leve brisa de viento. Percibía su temperatura, sus variaciones. El viento traía sonidos.

Un perro perseguía a un gato detrás de la casa, en el callejón. Dos niños se peleaban a dos manzanas de distancia. Una manada de antílopes galopaba lejos de su tierra natal, a unos kilómetros de la aldea. Una bandada de aves viraban hacia el este…

Y un gran número de pisadas que avanzaban en formación se dirigían al oeste y al norte. Voces groseras y el eco del metal…

-          Sé dónde están los bárbaros. –Dijo Serea.

-          ¡Alabado sea el señor de los vientos! –respondió la anciana, con júbilo.

Había llegado el momento de viajar para recuperar el orbe de cuya presencia dependía el futuro de la aldea. Ahora oía al viento. Tan solo debía seguirlo.