La hija del verdugo

ella es una muchacha inocente, que no sabe lo que le sucederá cuando visite a su padre, en la cárcel...

LA HIJA DEL VERDUGO

Cristina –aunque todos le dicen Cris- es una muchachita preciosa. Tiene 16 años y es encantadora, como las mañanas de la primavera. Su pelo, castaño, le avanza libremente sobre la espalda y la fina cintura, que termina en unas caderas alegres, de hembrita feroz, y unas hermosas y torneadas piernas. Tiene –a juicio de algunos- unos pechos soberbios, pero es su sonrisa la que hace que los transeúntes se den vuelta a mirarla. Es una sonrisa que ilumina las avenidas, que hace bailar el corazón de los orangutanes e incendia a los hombres solos.

Cris adora a su padre. Él es un funcionario de la cárcel, y a pesar de su duro trabajo es un hombre dulce y bueno, que cuida a su hija como a un tesoro. Nadie se atrevería a mirar su cuerpo esbelto de virgencita sensual frente a él.

Hoy Cris va a visitar a su padre, a la cárcel; le lleva un encargo de la familia. Viste una polera de color rosa, ajustada a su cuerpo, un cintillo del mismo tono y una faldita blanca y amplia, que nos deja ver sus piernas. Es casi la encarnación de la virtud, salvo porque excita a todos los caminantes: es hermosa y equívoca, como los ángeles, y no se da cuenta de que, tras ella, los fantasmas danzan las oscuras danzas del deseo.

Cuando llega a la cárcel, su padre no está. Está en el sector de las celdas, con los presos peligrosos. El funcionario que la recibe debiera hacerla esperar, pero hoy está de buen humor, y al ver a la preciosa jovencita decide enviarla al pabellón de los prisioneros. "Para que tengan con qué masturbarse los próximos veinte años", piensa mientras ve el espectáculo de su cuerpo alejándose.

Sergio es un criminal. Está condenado para muchos años, con toda justicia. Es un tipo alto, fuerte, de rostro duro y puños apretados, que se ha ganado el respeto de toda la cárcel usando la violencia y la intimidación. Hace años que no ve una mujer, y no tolera el sexo con hombres. Él está asomado a las rejas de la celda, cuando llega Cris, como una aparición. Está enloquecido: le parece sentir su aroma, no puede creer que esté en la mazmorra una mujer real, de curvas perfectas, joven, hermosa y sonriente, tan distinta de las mujeres baratas que él frecuentaba "Una reina", piensa, pero se equivoca. Isabel de Inglaterra es una reina; Cris pertenece más bien al mundo de las hadas.

Su padre quiere llevársela, alejarla de los ojos perversos de los condenados, pero justo en ese momento le llaman: el superior quiere verlo, urgente. Le dice a su hija que espere, que será un momento, pero no es verdad. El problema que hay es serio, y se tardará en volver.

Cris da un par de vueltas, negligentemente, por el pasillo. Sabe que la están mirando todos los hombres, pero no entiende muy bien las miradas turbias y los ojos enloquecidos que la contemplan detrás de los barrotes. Se acerca demasiado, sin querer, a la jaula de Sergio: éste es un hombre decidido, al que no le ha fallado antes el pulso para cercenar gargantas, y ahora tampoco le fallará. Atrapa a Cris por un brazo, con una mano que es una garra, y la pone contra las rejas, mientras le presenta en los riñones un cuchillo hecho en la cárcel. "No grites, chiquitita", le susurra, pero Cris no piensa gritar; no piensa en nada, sólo siente con temor que unas manos fuertes la manosean, como fieras hambrientas. Pasan por sus pechos, apretándolos, y hurgan debajo de sus calzones, gozándose de la suavidad de sus muslos y entrepierna.

Sergio manosea a la pequeña a su gusto, la recorre por todas partes, con ambas manos. La voltea, para besarla –un beso burtal, de presidiario: le mete toda la lengua en la boca, mientras la pequeña no sabe bien qué hacer, sus manos se aferran a los barrotes de la celda- levantándole la faldita, para acariciarle las nalgas con la palma de las manos. Se las pellizca, y los presos se masturban silenciosamente contemplando la violación de la hija del carcelero.

Ya le bajan la cabeza a Cris, que se deja hacer de todo, turbada y loca. Ve el miembro enorme y durísimo acercándose a su rostro, y no sabe qué le harán con él. Sergio lo restrega por su cara de ángel inocente, y después apunta hacia su boca. La pequeña empieza a chupar, como aturdida. Chupa con los labios suaves, y una lengua que es una caricia de seda en la verga sedienta del criminal. Él le acaricia el pelo, y le masajea las tetas, levantándole la polerita hasta más arriba de los hombros, mientras las manos de Cris aprietan cada vez más fuerte las rejas de la celda.

La pequeña no tiene que chupar demasiado tiempo: el hombre está ansioso, y pronto acaba, en la deliciosa boquita de la muchacha. Le sostiene la cabeza muy firme hacia arriba, y ella no tiene más remedio que tragarse toda la leche caliente. Es la primera vez que prueba el sabor de un hombre.

Ahora la levantan, brutalmente. La calentura es mucha, y Sergio tiene una erección casi inmediatamente. Le arranca con la navaja el calzoncito, pequeño y fino, y le separa mucho las piernas. La pequeña gime –ya sabe qué le va a pasar- y sólo espera que llegue su padre. Pero el padre tiene aún para rato, y ella está sola frente a una bestia feroz, que no la respetará.

Es penetrada con fuerza, de una sola vez y hasta el fondo. Para que no grite, Sergio le mete su propio calzoncito en la boca: ella abre los ojos desmesuradamente al sentir la penetración, y Sergio es ya un animal que jadea junto a los barrotes. Mete y saca con furia, las manos aferradas como pólipos a las nalgas de la muchacha. Ésta aún no se da cuenta, pero está empezando a mover su cuerpo al compás de los movimientos del criminal. Está descubriendo el placer, aunque sea de la peor manera...

Sergio sigue, cada vez más rápida y profundamente: está enloquecido, y folla a la muchacha con rabia, pensando en el puto mundo de la cárcel, mientras Cris se deja hacer, y la humedad asoma –quizá por primera vez- entre sus piernas.

Pero se sienten pasos, en el corredor. Sergio tiene que soltar a la pequeña: antes de hacerlo le lanza una amenaza que nunca podría cumplir, y se queda con las bragas de Cristina como trofeo. Entra en el pabellón el padre de la muchacha, preocupado por su nena y afligido por dejarla tanto rato ahí ¡conque le hayan dicho nada indecente estos rufianes, ya verían! Abraza a su hija, y la lleva a su oficina, un lugar más adecuado para las muchachitas en flor.

Cris no denunciará lo que acaba de sucederle. Tiene miedo de que hagan algo a su padre, se siente culpable también, en parte, y –sobre todo- no quiere en verdad denunciar a nadie. Ha empezado oscuramente a descubrir un mundo nuevo, que los maestros no le enseñarían nunca. Es ella quien tiene un recuerdo con qué masturbarse durante largo tiempo.