La hija del androide V

Autores: Edith Aretzaesh y Drex Ler. Capítulo V, Noche de tormenta "Coló las manos por debajo de los harapos en que había convertido mis prendas y aferró rudamente mis tetas..."

La hija del androide V

Noche de tormenta

(Novela por entredas, escrita en coautoría por Edith Aretzaesh y Drex Ler)

Relato escrito en coautoría por Edith Aretzaesh y Drex Ler para la Antología TRCL

Perfiles TR de los autores:

Edith Aretzaesh

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Drex Ler

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Aviso legal

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—01—

Las orugas del viejo camión hacían crujir los escombros de la calzada. El camino ante nosotros se presentaba resquebrajado, quemado en ciertos tramos y con herbajos que crecían entre las grietas del antiguo pavimento. Llovía, no con la mansedumbre de un chaparrón primaveral ni con la furia de una tormenta de verano. Llovía, simplemente, con la indiferencia que la naturaleza mostraba hacia la humanidad. Los relámpagos iluminaban ocasionalmente las ruinas de los altos rascacielos incinerados que nos rodeaban.

—No pudimos elegir peor momento para esto —me quejé aferrando el volante con las manos sudorosas. Mi reclamo era inercial, pues no estaba realmente molesto, más bien me sentía contento de que el destino me hubiera dado todos los ases en aquella partida.

—Nosotros no elegimos el momento, Ragdé, el alquiler de los robots vence dentro de dos días y diez de ellos solamente operan bajo visión nocturna —respondió Ciro, mi androide, fingiendo una sonrisilla en su rostro de leñador pelirrojo—. Teníamos que hacerlo hoy o ver cómo malgastabas tu dinero.

Asentí con una mueca. El destino me había favorecido y esta última jugada me aseguraría una inmensa fortuna.

Sucedió que, cuando mi camión triturador fue destruido, Ciro y yo nos dedicamos a la caza de un modo menos ortodoxo; los androides y ginoides que estuvieron en la caja del camión en el momento en que detonó el explosivo no me sirvieron para nada, pues el centro de reciclaje no admitía artificiales en tan mal estado, para evitar que los cazadores trataran de engañar a la Corporación con cuerpos viejos de entes neutralizados desde años antes.

Durante los primeros días vigilamos caminos, entramos en ciénegas y buscamos de todas las formas a nuestro alcance la oportunidad de capturar al menos un obsoleto. Conseguimos atrapar a un androide que viajaba clandestinamente, en busca de la frontera continental. Ciro, haciendo gala de una gran habilidad para estrujar los sensores táctiles de su congénere, en una especie de tortura artificial, le hizo revelarnos la ubicación de otros dos más que, como en el caso de nuestro cautivo, legalmente ya no debían existir.

Estos otros dos nos revelaron la existencia de una ginoide muy antigua, que habitaba una casa en el pantano. Investigué y descubrí que no había recompensa por su captura, estuve a punto de descartarla, pero Ciro me convenció de que la criatura podía contar con información útil. Mi ayudante no se equivocó.

Encontramos la casa en el sitio que nos dijeran los androides, en ella hallamos a la vieja ginoide. La artificial era tan antigua que no contaba con piezas de recambio, le faltaban ambas piernas y tenía el rostro desfigurado por el fuego de algún incendio ancestral sin que la pseudopiel de nuestra época pudiera injertarse a la original con que fue fabricada.

Bajo el "tratamiento" adecuado, Ciro consiguió arrancarle el premio mayor con que sueña todo cazador que se precie de serlo.

La ginoide conocía de sobra a Yael Sófet, el legendario androide que, según se decía desde siglos atrás, se dedicaba a ayudar a los fugitivos. Hacía reparaciones, les daba cobijo, les encontraba sitios dónde habitar y velaba por mantenerlos a salvo de quienes nos ganábamos el sustento eliminando la escoria.

Cuando finalmente la ginoide sucumbió a las manipulaciones de Ciro, encontramos en su interior varias piezas y dispositivos que debieron ser remanofacturados para mantenerla en estado operativo. Por mencionar algo, el microreactor había sido desmontado por completo, vaciado y reconstruido con componentes actuales.

La misma ginoide que nos dio la información de dónde localizar a Yael nos proporcionó indirectamente los medios para chingarlo, pues debajo de las tablas del cobertizo guardaba una pequeña fortuna en divisas antiguas.

Lo que más gusto me dio fue descubrir, al investigar un poco, que Yael no actuaba solo. Había criado a una humana, llamada Layla, quien resultó ser la misma mujer que estuvo presente cuando aquella otra ginoide detonó el artefacto explosivo en la caja trituradora de mi camión.

«Putita de mierda, encontraré el modo de vincularte a los crímenes de tu padre y te entregaré para que te ejecuten, pero antes voy a reventarte el culo a vergazos», me dije, recordando el mantra que me había inventado durante los días que siguieron a las investigaciones que me llevaban a aquella ciudad abandonada.

La mujer se había reído de mí, me había hecho sentir vergüenza  de mi trato hacia ella y me había hecho desearla y odiarla al mismo tiempo; necesitaba desquitarme y satisfacer mis ganas de penetrarla mientras la hacía sufrir.

Según los registros, Layla había absorbido recientemente la deuda del crédito de un androide nuevo, cubriendo la cuenta en su totalidad. Al parecer, la puta archivadora contaba con recursos y, en caso de que yo pudiese comprobar sus nexos con las actividades clandestinas de su padre artificial, todo lo suyo me sería entregado antes de que las autoridades la ejecutaran.

Existía, desde dos siglos antes, una recompensa por la captura de Yael. La suma había aumentado mes con mes hasta volverse una fortuna que me serviría para hacerme con una flotilla de camiones y un equipo completo de androides cazadores. Cuando entregara a la archivadora Layla (o lo que quedara de ella, pues pensaba vengarme primero por sus burlas e insultos), sería un negocio redondo.

Las divisas de la vieja ginoide me sirvieron para comprar un ruinoso camión y alquilar los servicios de un desvencijado escuadrón de veinte robots utilitarios, programados con software militar. Me había fijado como meta chingar al padre y a la hija y nada me detendría. En la plataforma del camión montaría un cañón de impacto electromagnético, por aquello de que el obsoleto se pusiera pendejo, pero prefería conservarlo en estado operativo para sacarle información mientras Ciro lo destrozaba delante de la putilla que había criado. Soñaba con las maravillas que podría revelarnos acerca de otros artificiales.

Llegamos ante el viejo edificio de aspecto tan chamuscado y ruinoso como todos los demás. Según la vieja ginoide, ahí estaría escondido Yael, posiblemente acompañado de Layla. Los robots bajaron de la plataforma, prepararon sus armas y Ciro y yo salimos de la cabina. Poco me importaba la lluvia cuando todo aquello me llevaría a una era dorada de abundancia económica.

—02—

Volví a mi cama después de darme la ducha nocturna, tras la sesión de sexo que disfruté con mi padre. Afuera, la lluvia caía insistentemente, como queriendo difuminar los antiguos edificios que nos rodeaban. La urbe muerta intensificaba entre sus paredes los ecos de los relámpagos que estallaban ocasionalmente.

Las tres semanas que habían transcurrido desde la llegada de Adriel fueron dedicadas a su reprogramación y a la preparación de nuestro gran viaje.

Mi padre había dado con la pauta exacta que revelaba la contraseña de apertura para la puerta del ascensor espacial, en Ciudad Ícaro, África Ecuatorial. Al mismo tiempo, desarrolló un programa para controlar todas las funciones de la instalación y un software especial para dirigir el Orión 5 cuando consiguiéramos arribar a la nave.

Por mi parte, había preparado todos los respaldos de memorias de androides y ginoides que, primero él y luego yo, recopilamos durante años. Sumaban un total de veintidós millones de identidades que esperaban volver a la existencia. Mi padre me entregó su tesoro más preciado, los respaldos de memoria de los diez mil científicos humanos más prominentes de la etapa anterior a la Guerra Interempresarial. Por aquellos días se había descubierto el modo de crear copias digitalizadas del contenido de los cerebros humanos para transferirlas a cerebros artificiales. Aunque nunca se comercializó la técnica, estábamos seguros de que en Orión 5 encontraríamos las herramientas para hacer que hombres y mujeres, fallecidos siglos antes, recuperaran la existencia en cuerpos de androides y ginoides.

Adriel se había ganado un lugar en nuestra familia. Cada mañana, él y yo nos bañábamos juntos. Follábamos con todo el salvajismo de mi naturaleza hormonal y ansiosa, combinado con la pericia de su programación como androide creado originalmente para el placer sexual femenino. Por las tardes, mi padre y yo incluíamos nuevo software en su cerebro. La reprogramación complementaba su contenido precargado, pero también incluía librerías y paquetes correspondientes a lo más avanzado en Robótica, Mecatrónica, Astrofísica, Combate, Aeronáutica y demás ramas del saber o la defensa que necesitábamos que conociera para concretar nuestro proyecto.

Dedicaba mis noches a follar con mi padre. La naturaleza ardiente e insaciable de mi temperamento sexual me permitía pasar de Adriel a Yael, del recién construido al antiguo, del amante al padre, dando el doble de placer a mi cuerpo. Emocionalmente tuve reparos al principio, cuando Adriel llegó, pero después descubrí que no hacía mal disfrutando con los dos. Entre ellos se estableció un vínculo de camaradería y colaboración en el que a veces incluso yo estaba excluida.

Ambos sabían que me estaban compartiendo, pero respetaban mi decisión de no entremezclarnos. Entre ellos parecía haber una especie de pacto de no comentar nada sobre mi situación sexual. Asumían lo que estaba sucediendo como algo natural en la organización de nuestro grupo. Por mi parte, nunca hablaba de las proezas sexuales de uno con el otro y prefería disfrutarlos por separado. Aunque había fantaseado con la idea de montar un trío con ellos dos, me detenía cierto temor a que alguno de ellos pensara que deseaba dar más atenciones al otro.

Desnuda, con el cabello aún húmedo y llena de la paz que viene después de una buena sesión de sexo, me acurruqué sobre la cama. Cubrí mi cuerpo con la manta y sonreí, dichosa por los amores que me rodeaban, los planes que se abrían ante nosotros y la suerte que teníamos de estar juntos. Interiormente agradecí a quien quiera que hubiera que tomar en cuenta por la suerte que estábamos corriendo.

Un maullido prolongado, poderoso y antinatural me hizo abrir los ojos. Se trataba de Guimael, seguramente acababa de ver algo fuera de lo habitual y nos alertaba.

Mi vida podía ser feliz, incluso más que las vidas de mis contemporáneos, pero no olvidaba que éramos fugitivos. Sabía que cualquier día podría presentarse una emergencia y siempre estaba preparada.

Salté de la cama y abrí el armario. No demoré más de treinta segundos en estar totalmente vestida e invertí la misma cantidad de tiempo en tomar mi Novo-Kaláshnikov, verificar la munición especial de impacto electromagnético, ajustarme el cinturón canana y correr al pasillo. Mi padre, Adriel y Guimael ya me esperaban, cada uno preparado con lo que le correspondía.

El androide de aspecto joven tenía a la espalda la mochila impermeable donde estaban almacenados todos los respaldos de las memorias que insertaríamos en cuerpos nuevos cuando llegáramos a la Orión 5. Mi padre traía víveres para mí, armas para él y Adriel y el paquete de herramientas de reparación que siempre llevaba consigo.

—No son de la Corporación —informó Guimael—. Se trata de algún cazador particular, pero viene acompañado por veinte robots y un androide. No creo que se trate de un encuentro al azar.

—Vienen a por mí —suspiró Yael en un gesto que se parecía mucho al fastidio humano—. Si me entrego, no se conformarán conmigo; lo destruirán todo, acabarán con las memorias y es posible que lastimen a Layla.

—¡No te vas a entregar, papá! —grité con energía sin querer considerar siquiera esa posibilidad. —Nos vamos todos, luchamos todos y sobrevivimos todos... ¿estamos?

—Estamos —concedió Yael acercándose a mí. Me tomó por los hombros, sonrió y besó mi boca; Nunca antes había mostrado manifestaciones de índole sexual delante del joven androide, este parpadeó un par de veces, como asimilando el nuevo giro de las acciones, pero no dijo nada.

Miramos a través de la ventana. El vehículo invasor estaba aparcado frente a nuestro edificio. Los robots eran antiguos, pero parecían peligrosos. Un relámpago me reveló la identidad del humano que los dirigía.

—¡Es el cazador que me hizo mostrarle las tetas, el que quería que le hiciera una mamada!

—¿Crees que venga solamente por ti? —preguntó Adriel tomándome por la cintura. Al parecer, el gesto de mi padre de momentos antes le había indicado que él también podía mostrar actitudes sexuales hacia mí delante de Yael.

—No, chico —negó el androide antiguo—. Es demasiado equipo para capturar a una humana. Ese tipo viene buscándome.

—¡Miren al androide! —gritó Guimael alertándonos.

El artificial a quien yo riñera semanas atrás tenía en la diestra un cartucho de dinamita; los cuatro entendimos lo que pretendía hacer. Corrimos hacia la parte trasera del edificio y llegamos al ventanal que daba a la calle. Adriel lo abrió y mi padre me cargó para acomodarse en el alféizar.

El joven androide saltó y cayó limpiamente, seis pisos más abajo. En seguida volteó para ofrecer sus brazos a Guimael, quien no tardó en seguir el ejemplo. Mi padre buscó mi mirada y asentí, me sentía segura y protegida a su lado. Saltó con esa determinación mecánica que había sido el ejemplo que tuve durante mis años de infancia, misma que había adaptado a mis acciones humanas.

Mientras caíamos, escuché el ruido de un cristal rompiéndose, seguido de inmediato por una detonación que cimbró el edificio entero. Oficialmente, el ataque había comenzado.

Yael cayó en pie, absorbiendo el impacto con una flexión de rodillas. Me soltó, lanzó un N-K a Adriel y preparó el otro. La lluvia nos empapaba, los pasos de los robots se escuchaban cerca y el quejido de los microreactores del camión me parecía demasiado amenazador.

—Chico, ten cuidado con esa munición —dijo mi padre a Adriel—. Las balas contienen cámaras de impacto electromagnético que podrían inutilizarnos a ti, a mí y a Guimael.

—Lo tendré en cuenta, Master —respondió el joven con entonación casi humana—. Lo importante es proteger a Layla.

—¡Lo importante es proteger los respaldos de las memorias! —exclamé duramente—. Si algo malo me pasa, ustedes deben seguir adelante, ¿queda claro?

—¡Allá vienen! —gritó Guimael y se plantó a mi lado.

Habría sido difícil escapar. La lluvia hacía insegura una fuga trepando las paredes de los edificios como habrían hecho mis amantes, conmigo a cuestas, en un día soleado.

Nos separamos unos metros, ocultándonos y parapetándonos entre las ruinas. A mi lado, Guimael bufaba por lo bajo, como un verdadero gato enfurecido.

El cazador detuvo su vehículo a unos cuarenta metros de nuestra posición. La parte trasera del camión consistía en una plataforma sobre la que se encontraba el androide colaboracionista. El ente se esforzaba por montar a toda prisa un cañón de impacto electromagnético. Me estremecí pensando en lo que podría suceder con todos los respaldos de las memorias, con mis amantes y mi mascota si llegaba a hacer un barrido sobre nosotros con el arma disparando.

Desde su parapeto, mi padre me hizo una señal para que no me moviera. Los robots enemigos rodeaban el transporte que los había traído, en espera de órdenes por parte del cazador.

Yael hizo una señal a Adriel para que este se alejara de la escena con los respaldos de las memorias, abandonó su N-K y corrió hacia el vehículo, atrayendo toda la atención de nuestros adversarios. Me sentí entre angustiada y conmovida, pues entendí que lo arriesgaba todo con tal de que el androide juvenil pudiese escapar. Los robots dispararon una descarga cerrada sobre el cuerpo de Yael quien, pese al dolor que sus sensores táctiles debían reportarle, siguió corriendo hasta llegar a la plataforma.

Apreté los dientes con miedo y los puños con preocupación cuando mi padre saltó para llegar al lado del androide colaboracionista. Desdeñando la amenaza que representaba la boca del cañón de impacto electromagnético, se hizo a un lado y sujetó el arma para tirar de ella con todas sus fuerzas, arrancarla del soporte e inutilizarla. Dando un poderoso giro, golpeó al androide colaboracionista con el tubo del cañón, imprimiendo tal fuerza en el movimiento que la cabeza del pelirrojo se desprendió de su cuerpo. Mi padre había arriesgado su existencia para destruir el arma que hubiera podido acabar no solamente con él, con Adriel y con Guimael, sino con el sueño de devolver la existencia a los artificiales que nos confiaran sus memorias. Dolorosamente, no saldría bien librado.

Los robots volvieron a disparar contra mi padre, esta vez me di cuenta de que algo en su sistema motriz debía estar dañado, pues se tambaleó y dejó caer el arma inutilizada. Adriel ya no estaba en su escondrijo, quizá había huido con los respaldos y eso me tranquilizó lo suficiente como para salir en defensa de mi padre.

Disparé desde mi parapeto contra los robots que atacaban a Yael. La munición de impacto electromagnético penetraba en el metal y estallaba, inutilizando las psiques de mis adversarios. Logré neutralizar a algunos, pero los sobrevivientes no tardaron en descubrir mi presencia y me devolvieron el fuego con balas convencionales, apenas tuve tiempo de volver a protegerme.

Yael, visiblemente averiado, cayó de rodillas. Uno de los robots trepó a la plataforma para ponerle un collar inhibidor del movimiento. Sentí ira, terror y mucho dolor al ver sometido precisamente al androide que más había luchado por la libertad de sus congéneres.

—¡No disparen, pendejos! —exigió el cazador bajando del vehículo—. ¡A esa puta la quiero viva! ¡Layla, sal de tu escondite y ven parra que te reviente el culo! —se agarró la entrepierna groseramente—. ¡Ven desarmada y no intentes una chingadera, o tu pinche padre artificial pagará por tus pendejadas!

Temblé de rabia. Ragdé conocía mi nombre, estaba claro que nos había investigado. Si también venía por mí, significaba que había atado cabos sobre mi colaboración en las actividades de mi padre y era seguro que presentaría cargos en mi contra. Legalmente podía hacer conmigo lo que se le viniera en gana, sin que nadie le objetara nada.

—¡Ya voy, cazador! —grité—. ¡Deja en paz a mi padre, aquí me tienes!

Salí del parapeto con las manos en alto, dejé el N-K tirado en el suelo. Solo esperaba que Adriel hubiera podido escapar. Guimael hizo amago de acompañarme, pero se lo prohibí con una señal. Prefería que se fuera con mi joven amante, juntos tendrían más probabilidades de llegar al ascensor espacial. Reprimí un sollozo y quizá derramé un par de lágrimas que se confundieron con la lluvia que caía sobre nosotros; me estaba rindiendo, emulando el sacrificio de mi padre, con la esperanza de que al menos Adriel consiguiera escapar. Las existencias de aquellos artificiales que habían confiado en nosotros eran más importantes que mi vida.

Tres de los robots sobrevivientes se acercaron a mí para inmovilizarme con actitudes bruscas. Me ataron las manos a la espalda y juntaron mis tobillos, luego me cargaron por los brazos haciéndome gritar de dolor. Me dejaron caer en dos ocasiones, quizá intencionalmente, mientras Ragdé reía triunfal. Cuando estuvimos cerca del cazador me tiraron violentamente, haciendo que mi rostro se hundiera en el fango de un charco.

—¡Puta de mierda, cómo nos vamos a divertir! —se burló Ragdé agachándose para propinarme una dolorosa nalgada.

—¿Ahora no eres tan fiera como el otro día, pendeja? —preguntó y me tomó por el cabello, tiró con fuerza para obligarme a quedar arrodillada ante él.

Creí que intentaría meterme la verga por la boca, en vez de ello, se acomodó detrás de mí y, con una navaja, cortó mi chaqueta desde el cuello. Temí que tambén cortara mi piel y me estremecí indefensa, pero esto no sucedió. Después desgarró mi playera y mi espalda quedó expuesta a la lluvia. Coló las manos por debajo de los harapos en que había convertido mis prendas y aferró rudamente mis tetas. No necesitaba ser muy lista para entender que deseaba violarme, la situación me indignaba y asustaba, pero temía más por mi padre, de quien no sabía si seguía en estado operativo.

—¿Qué me dijiste del último cabrón que te las agarró sin tu permiso? —preguntó con sorna—. ¡Contesta, piruja, que le voy a meter una bala al androide de mierda ese por cada segundo que te tardes en ladrar!

—Perdió los cojones respondí obligada.

—Pues yo tengo los míos aquí, acompañados de un vergón que pronto estará taladrándote por el culo —me susurró al oído, mientras apretaba mis senos con más fuerza.

Me soltó y se incorporó para propinarme una patada en la espalda y hacerme caer nuevamente, tendida sobre el resquebrajado pavimento. Pisó mi cabeza haciéndome daño con el tacón de su bota y se agachó para quitarme el cinturón canana y cortar con la navaja el filo de mis vaqueros y, finalmente, desgarrar la tela con verdadera saña.

—03—

Incluso para un androide era posible distinguir los efectos de las emociones humanas. Si bien yo no contaba con aquello que hace de los humanos seres emocionales, que reaccionan por impulsos e instintos, eso no me quitaba la posibilidad de apreciar lo que las personas, o incluso otros artificiales, eran capaces de hacer en nombre de un esquema emocional.

Layla amaba a su padre, eso era evidente. Había aprendido también a sentir algo por mí, quizá unido o quizá independiente del deseo y el placer sexual, pero sentía algo. Yo, como el androide que había ejecutado hacia ella mi comando de lealtad, experimentaba por ella el equivalente a una fidelidad a toda prueba. Sumado al hecho de que me había acogido tan bien y me procuraba software y atenciones, este potencial de lealtad crecía hasta ser lo más parecido a lo que mi psique artificial podía interpretar como amor absoluto.

Yael, mediante una señal, me había ordenado marcharme. Entendía que las memorias de artificiales recavadas durante siglos representaban un tesoro que debía protegerse, pero, ni por un instante, consideré la idea de abandonar a Layla y a su padre a merced del cazador. Me deslicé entre las sombras hasta las instalaciones de un antiguo banco, cuya bóveda, saqueada siglos antes, serviría como escondite para la mochila que contenía los respaldos de las memorias.

Me deshice del chaquetón que, por otro lado, me era totalmente inútil, aferré el N-K y asentí para mí mismo. Había recibido programación de software militar, incluso ciertos paquetes ilegales, técnicamente debía saber cómo actuar.

Volví adonde se encontraba el camión del cazador, a cien metros de llegar me percaté de la escena. Se trataba de la versión brutalizada de la primera vez que enculé a Layla.

Bajo la lluvia, la mujer, en el más absoluto silencio, permanecía con el rostro pegado al suelo mientras el cazador le azotaba las nalgas con una mano. Él le había desgarrado toda la ropa y parecía deseoso de penetrarla después de hacerla sufrir. No tuve dudas, no sentí reparos, no me detuve a pensar en el alto valor de la vida humana; simplemente, disparé el N-K, enviando una bala que habría inutilizado a cualquier robot y que haría pedazos la vida de cualquier hombre.

El proyectil se alojó en la cabeza del humano, quien se hizo hacia atrás en el momento en que pretendía dar una nueva nalgada a mi dueña. Quizá todavía tuvo tiempo, antes de caer al suelo, de ver cómo me acercaba corriendo. Poco me importaba, lo dejaría ahí para que las alimañas dieran buena cuenta de sus restos.

Los robots sobrevivientes, doce en total, se percataron de mi presencia y me dispararon. Una bala dio directamente en mi codo izquierdo, los sensores táctiles encendieron una dolorosa alerta en mi centro sensorial, pero conseguí derribar a cuatro enemigos mientras me parapetaba.

Se acercaron, inconscientes del peligro que representaba para ellos un androide que estaba dispuesto a ofrendar su existencia en beneficio de la mujer con quien ejecutó su comando de lealtad. Layla se dio cuenta de lo que estaba pasando y me sonrió con gesto entristecido desde el suelo. Para mí, esa era suficiente motivación y recompensa. El estar exento de emociones humanas me libraba de toda duda y todo temor; si antes había neutralizado a un hombre, podía acabar con los adversarios que creían superarme.

Salí de detrás de los escombros y disparé de nuevo. Una bala se clavó a dos centímetros de mi microreactor y otra me produjo un profundo corte por encima de la oreja derecha. Un tercer proyectil se alojó en mi rótula izquierda, deformando el metal de su estructura interna y disparando una alerta de dolor que me hizo gritar, pero aniquilé a los robots con la precisión quirúrgica que había adquirido gracias al software recientemente instalado en mi memoria conductual.

Continuará

Próxima publicación: "La hija del androide VI, Trío en las alturas", por Edith Aretzaesh en coautoría con Drex Ler

Fecha aproximada de la próxima publicación: 12-09-2016