La hija del androide II
Autores: Edith Aretzaesh y Drex Ler. Capítulo II, Incesto y esperanza "Tomé las manos de mi padre y las llevé a mis tetas. Mientras él me brindaba un delicioso masaje mamario, yo desabroché su cinturón para hacer caer sus pantalones y el bóxer..."
La hija del androide
Capítulo II, Incesto y esperanza
(Novela por entredas, escrita en coautoría por Edith Aretzaesh y Drex Ler)
Relato escrito en coautoría por Edith Aretzaesh y Drex Ler para la Antología TRCL
Perfiles TR de los autores:
Edith Aretzaesh
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Drex Ler
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Quise desquitar toda la ira, el miedo y las frustraciones en aquella carrera. Me resistí a la tentación de llorar conforme me alejaba del camión destruido, del cazador, del androide y de los cuerpos aniquilados de androides y ginoides cuya única culpa había sido querer preservar sus existencias más allá de lo legalmente permitido. Exigí toda la potencia a los microreactores de la Quazar, con el viento golpeando mis senos desnudos, los ojos entrecerrados y el cabello platino ondulando tras de mí como la cauda de un cometa.
Tuve que disminuir la velocidad cuando la autopista se mostró más accidentada, rato después llegué a las inmediaciones de una antigua ciudad, aniquilada durante la Guerra Interempresarial mediante rayos láser proyectados por satélite desde el espacio.
Contuve la respiración, renovando mis esfuerzos por no sucumbir al impacto emocional que aquella destrucción, vieja de dos siglos y medio, inspiraba en mi alma. Odiaba la facilidad con que la especie humana podía alcanzar la cumbre y crear maravillas para después, de un solo golpe, aniquilarlo todo y hacer llover fuego sobre sus propias glorias. «¡Contempla Mis obras, oh, poderoso, y abandona toda esperanza!»
Conteniendo la respiración, aminoré la velocidad un poco más para virar en un antiguo camino secundario que conducía a lo que, en tiempos de la antigua civilización, fuera un observatorio. El escondrijo estaba cerca, a los pies de la estatua, aún en pie, que representaba a un hombre vestido como oficial de alguna institución militar olvidada.
Detuve la motocicleta al lado del monumento. Un silencio sepulcral parecía invitarme al recogimiento, pero mi espíritu hervía con la rabia justiciera que no podía ser desquitada. Desmonté, me acuclillé junto a la caja donde otrora se resguardaran los controles que una vez regularon la iluminación del lugar y abrí la portezuela para extraer lo que rato antes había guardado ahí con el fin de no llevarlo a mi encuentro con el cazador Ragdé Aliugá.
Dentro de una bolsa impermeable se encontraba mi antiguo Colt 45, rescatado de un museo en ruinas y cargado, al igual que el cinturón canana que lo acompañaba, con los proyectiles de impacto electromagnético manufacturados por mi padre. En un paquete más modesto estaban mis herramientas de Mecatrónica básica y las setenta y seis unidades de respaldo que preservaban las existencias de igual número de mentes artificiales. Coloqué en el paquete los respaldos que acababa de recolectar, me puse el cinturón canana con el revólver al costado izquierdo y guardé lo demás en la mochila.
Salí del refugio que compartía con mi padre seis semanas antes. El objetivo había sido recorrer la Costa Oeste de la Península Sol, desde el sur hacia el noroeste, llegar a la frontera continental y pasar a la Costa Este, dirigiéndome al sureste hasta volver al punto de partida. El viaje llegaba a su fin, nuestro refugio no quedaba muy lejos y una combinación de ira, desconsuelo y angustia quedaría grabada en mi corazón como el único premio que recibiría por un viaje que, para mí, fue decepcionante.
Durante los días de travesía visité aldeas, ciudades y pueblos. Donde quiera que iba había miseria, ignorancia, desnutrición y carencias. Pasé sin detenerme al lado de muchas ciudades costeras que, al igual que la que acababa de dejar atrás, estaban deshabitadas desde hacía veinticinco décadas.
En los parajes solitarios, al borde de los pantanos inhóspitos o en las zonas semidesérticas me encontré con androides y ginoides fugitivos. Todos eran considerados obsoletos, sus dueños habían fallecido y las leyes de Themtot Componentes dictaban que debían ser neutralizados.
Algunos entes artificiales desconfiaban de mis ofertas de respaldo de memorias o reparaciones, pero todos se dejaban ayudar cuando escuchaban el nombre de mi padre que, a través de muchos años de intensa labor clandestina, se había hecho famoso entre los desposeídos. Todos ellos conocían la historia de mi origen.
Yael Sófet, el androide que fue bibliotecario jefe de la antigua ciudad de Miami, había conseguido sobrevivir durante siglos, dedicando su existencia a ayudar a otros seres artificiales a ocultarse y seguir en estado operativo. Viajaba por toda la Península Sol reparando a los averiados, respaldando memorias e incluso ayudando con consultas médicas a los seres humanos que llegaban a requerir de sus servicios. A veces realizaba incursiones a depósitos abandonados donde fuera posible encontrar piezas de recambio para los artificiales más antiguos. Sus andanzas lo llevaron por muchos caminos, mientras era testigo de cómo se deterioraba la civilización humana después de la guerra.
Una noche de primavera, en plena tormenta, saltó la valla que circundaba un antiguo parque industrial e incursionó en los almacenes en busca de enseres útiles a su causa; ahí fue donde me encontró.
Yo era una niña, nacida horas antes, abandonada desnuda y hambrienta sobre un montículo de escoria de metal. Yael, una máquina supuestamente inhumana, carente de emociones, con una inteligencia artificial lógica y fría, tuvo para conmigo el acto más humanitario que pudiera concebirse. Me adoptó, me acogió bajo su protección y me crió para darme no solamente la mejor vida que pudo, sino la mejor vida que cualquier contemporáneo mío hubiera podido tener.
Habiendo sido engendrada por personas deshumanizadas que fueron capaces de abandonarme a mi suerte pocas horas después de haber nacido, crecí sintiéndome amada. Habiendo vivido una infancia como fugitiva, siempre temiendo que algún cazador capturara a mi padre, lo tuve todo. En un mundo hundido en la ignorancia y la ignominia, recibí todos los conocimientos que fui capaz de asimilar. Viviendo en un planeta gobernado por Themtot Componentes, sin leyes o autoridades que velaran por el bienestar de la población, crecí segura, cómoda y protegida. Un androide se atrevió a hacerse cargo de una pequeña, protegerla, alimentarla, instruirla y apoyarla hasta verla convertida en una mujer. Realmente fui afortunada al ser hija del androide Yael Sófet.
El ocaso se acercaba y decidí ponerme la cazadora. Al sentir la calidez de la prenda, rememoré los motivos por los que había estado desnuda de cintura para arriba desde hacía rato.
Teniéndolo todo preparado para el retorno al refugio supe que no podía posponer mi estallido emocional por más tiempo. Había aparentado frialdad y desprecio ante el cazador, pero esta fachada de invulnerabilidad se resquebrajaba en un momento de soledad como el que vivía en las inmediaciones del observatorio.
Caí de rodillas y aferré entre mis manos dos puñados del césped silvestre que me rodeaba. Apreté los dientes hasta sentir dolor mientras un rugido de rabia escapaba de mi garganta y mis ojos se anegaban en llanto.
Maldije, desde mis entrañas hasta los confines del universo, a Themtot Componentes, a los cazadores, a todos los seres humanos que se prestaban al juego despiadado de aniquilar a los androides y las ginoides sin dueño.
Cazadores como Ragdé consideraban que lo que hacían estaba bien, que era útil y provechoso, que carecía de importancia la destrucción de seres inteligentes. En mi opinión, desde el punto de vista de quien había crecido y convivido con los artificiales, tenía el mismo valor una mente bioquímica que la de una entidad artificial. Para mí, lo que los cazadores hacían, bajo mandato de Themtot Componentes, equivalía a un genocidio.
Arranqué la hierba para golpear el suelo con los puños mientras maldecía a Ragdé Aliugá; el cazador había querido que le hiciera una felación a cambio de permitirme respaldar las memorias de sus prisioneros. Una ginoide se ofreció a dar el pago y él, aún habiendo recibido el placer que deseaba, se atrevió a pedirme que le mostrara las tetas.
Aunque nunca había tenido contacto sexual con otro ser humano, no me supuso un alivio que la mujer artificial se ofreciera para tomar mi lugar en ese trato. Habría pagado, con asco y odio, de haber sido forzada; verla a ella sometida minutos antes de su destrucción fue mucho más doloroso para mí de lo que habría sido tener que tragarme la leche de Ragdé. Al final, resultó una sorpresa agradable que la antigua doctora en Mecatrónica tuviera un explosivo alojado en la cabeza y lo hubiera detonado para destruir el camión triturador.
Dejé fluir mi llanto hasta sentirme cansada, después me incorporé, sacudí la hierba de mis ropas, me sequé las lágrimas y monté sobre la Quazar para dirigirme al refugio.
La carretera que discurría desde el observatorio a la ciudad donde me esperaba mi padre se presentaba llena de escombros y hierba. Conduje con precaución mientras el ocaso terminaba y caía la noche, con un cielo colmado de estrellas. Una de las pocas cosas buenas que trajo el final de la antigua civilización fue que las industrias dejaron de contaminar el planeta. Salvo Themtot Componentes, ninguna empresa se dedicaba a la fabricación masiva de enseres y las políticas de la compañía regente no toleraban la polución ambiental. Por otra parte, todos nuestros vehículos y máquinas funcionaban gracias a los microreactores, sin necesidad de los combustibles fósiles que tanto habían perjudicado la atmósfera en siglos anteriores.
La ciudad donde se encontraba el refugio estaba tan calcinada como casi todas las urbes del pasado. Las ruinas de los rascacielos me inspiraban los sentimientos de desolación y tristeza a los que estaba habituada y de los que era incapaz de sustraerme por completo. La vegetación se había apoderado de calles y avenidas. No era extraño encontrar árboles de hasta veinte metros de altura en medio de un camino, así como cierta variedad de especies animales. Muchos edificios presentaban el frente cubierto de enredaderas; la naturaleza reclamaba las ruinas que quizá algún día desaparecerían, mientras la humanidad habitaba la calavera vacía de lo que fue la cumbre de su gloria tecnológica.
El edificio no aparentaba ser distinto de los demás. Con sus cinco pisos de altura era más bajo que los imponentes rascacielos del centro del núcleo urbano, pero estaba igual de ennegrecido y el deterioro de su fachada contaba a quien lo mirara la misma historia de muerte y destrucción que todo el entorno. El interior era distinto. Mi padre lo había elegido por ser el inmueble con la estructura más sólida de todo aquel sector.
Aparqué ante el portón de entrada, apagué el faro de la motocicleta y volví a encenderlo tres veces, de forma intermitente. Mi señal pronto fue vista y el centinela respondió con el mismo código desde una ventana del tercer piso.
Esperé unos minutos hasta que la hoja del portón se deslizó con suavidad, apenas lo justo para permitirme pasar. Llevé la Quazar al interior del refugio. Una figura felina me recibió ronroneando.
—¡Layla, es bueno verte de nuevo! —exclamó Guimael, mi gato artificial—. ¡Has tardado mucho!
—El mundo humano se vuelve peligroso —comenté sin querer dar detalles—. ¿Y papá?
—Tu padre está ocupado, un androide vino con un grave problema físico. Fue necesario un cambio de microreactor. Ya he informado de tu llegada. Ponte cómoda, Yael tardará un rato más en terminar la reparación.
—Tomaré una ducha, realmente la necesito —bostecé.
—¿Has cenado ya? —la voz del gato, siempre jovial, me trajo recuerdos de tiempos más inocentes.
—Traje comida enlatada, no te preocupes, me atenderé sola.
Guimael volvió a su puesto de guardia y descargué el contenido de las alforjas para llevarlo a mi habitación.
El gato había sido mi primer gran logro en Mecatrónica. Fue fabricado por la Corporación Lemgho muchos años antes de la guerra. Gatos y perros artificiales, llamados comúnmente “quimeras”, tuvieron gran demanda en un tiempo en el que las necesidades de espacio urbano hacían poco recomendable tener mascotas vivas.
Cuando contaba con diez años de edad encontré a Guimael entre las ruinas de una casa de campo. Tenía todo el pelaje quemado, las articulaciones desviadas y no funcionaba. Por aquellas fechas, mi padre me enseñaba los fundamentos de la Robótica y la Mecatrónica; uno de mis grandes desafíos fue devolver aquella quimera felina a un estado totalmente operativo.
Sus discos de memoria estaban tan dañados que fue necesario reemplazarlos y no pudimos respaldar los recuerdos de su existencia anterior. Lo desmonté por completo, repasé sus piezas una a una, reemplacé sistemas motrices y le di un microreactor nuevo, finalmente lo cubrí con pseudopiel de pelaje negro y le di unos receptores visuales del mismo color cobalto de mis ojos. El Guimael que conocíamos era el Guimael que yo había reconstruido y cuya identidad se había desarrollado a nuestro lado.
Cargando con el equipaje, subí hasta el piso donde se encontraba mi habitación. Me senté en el sofá de la antesala y abrí una lata de macarrones para cenar. Realmente tenía la necesidad de reincorporarme a mi cotidianidad.
Tras el frugal refrigerio preparé la ducha, necesitaba sentirme fresca y cómoda, quería que mi padre me viera en perfecto estado, deseaba recibir sus atenciones y lo que en su esquema emocional sintético podía traducirse como amor.
Mientras me bañaba recorrí las formas de mi cuerpo con ambas manos, manteniendo los ojos entrecerrados, disfrutando de la sensualidad de la caricia. Decidí no buscar la autosatisfacción, pues esa noche, tras varias semanas lejos de casa, mi cuerpo exigiría algo más.
Cuatro años antes, al cumplir dieciocho, quise conocer los placeres sexuales. Deseaba hacerlo con mi padre, pero él se negó en reiteradas ocasiones, hasta que logré convencerlo argumentando que sería lo más beneficioso para mi desarrollo. Desde entonces teníamos una relación más profunda. Sin haber dejado de ser padre e hija, éramos también amantes que se complementaban a la perfección.
Al finalizar el baño me sequé la piel con una toalla medianamente esponjosa y el cabello bajo el chorro de aire caliente del secador de pared. Finalmente, me peiné y me vestí con solo una larga playera cuyo borde llegaba arriba de la mitad de mis muslos. Me puse mis viejas sandalias y salí al pasillo para ir al taller de mi padre.
Abrí la puerta sin llamar, entre Yael y yo no había secretos y entre androides o ginoides no existía el concepto de la privacidad.
Mi padre no estaba solo. Sobre la mullida mesa de trabajo descansaba un androide de aspecto juvenil, desnudo de cintura para arriba. Su pseudopiel, cubierta de vellos, era casi tan oscura como la de Yael. La musculatura de su cuerpo se veía bien modelada y, como solía sucederme cuando veía ejemplares parecidos al diseño de mi padre, sentí una punzada de deseo sexual. Hubiera querido tocarlo un poco, sabía que ni él ni Yael habrían puesto objeciones, pero preferí reprimir el impulso.
—Me alegra que hayas vuelto, Layla —saludó mi padre al lado del desconocido mientras revisaba con una lente el costado de un microreactor, presumiblemente averiado.
—Papá, el mundo humano se vuelve cada vez más peligroso —comenté emocionada con el encuentro—. Hoy casi tuve un altercado con un cazador. ¿Me presentas a tu nuevo amigo?
—¡Hola, guapa, soy Adriel! —saludó el visitante alzando una mano—. Tu padre me acaba de salvar. Andaba por ahí, escondiéndome de los malos, y me tropecé con una bomba de impacto electromagnético, de esas que usaron hace mucho para la guerra que se cargó al mundo. Mi microreactor se chingó y una ginoide sin piernas que habita un pantano al este de aquí me habló de ustedes. Fue un milagro que aguantara hasta que pude llegar.
—¿Por qué habla así? —pregunté a mi padre acercándome a ellos.
—Androide de última generación, una edición limitada creada expresamente para el placer sexual, modalidad hetero—respondió Yael con tono pausado. Tomó mis manos y las besó en un gesto tranquilizador que me hizo recordar y sentir todo lo bueno que de él hubiera recibido en mi vida.
—Adriel, disculpa por lo que voy a decir, pero suenas casi…
—¡Casi humano, ricura! —me interrumpió guiñándome un ojo—. Solamente es fachada, un registro idiomático más movido, algunos gestos faciales que imitan el comportamiento “de los vivos” y poco más. ¡Soy tan artificial como cualquier otro de los nuestros!
Soltó algunas carcajadas y su risa, de matices alegres, me desconcertó. Todos los androides y ginoides tenían la capacidad de imitar el sonido de la risa, mi padre era muy bueno en ello, pero siempre quedaba cierto punto de inflexión que me hacía distinguir la hilaridad artificial de la humana. En el caso del recién llegado, me habría sido imposible encontrar esa diferencia.
—Es un modelo nuevo, Cielo —retomó mi padre—. Parece que Themtot Componentes está tratando de humanizarlos un poco más. Paradójicamente, encuentro en su diseño físico y en su software muchas coincidencias con mis características originales, de hace más de dos siglos y medio.
—Los ingenieros están retomando viejas ideas, master —completó Adriel con una sonrisa de medio lado que parecía traviesa. Me recorrió con la vista de pies a cabeza y sentí, como solía ocurrir con los hombres, que intentaba desnudarme con la mirada.
—Espera —de pronto me pareció que la playera, única prenda que me cubría, era insuficiente—, si eres un modelo nuevo, he de pensar que nadie te persigue.
—En parte, ricura —meneó la cabeza frunciendo la boca con gesto contrariado—. Todavía no estoy en peligro ni he quedado obsoleto. Mi dueña vive, pero hay una historia. La cosa es que yo vivía con una familia, el padre y la madre son cincuentones, la hija, que es mi propietaria legal, de veinticuatro abriles. Madre e hija me escogieron en el catálogo precisamente por mis habilidades amatorias. El padre pensaba que me habían elegido nada más para ayudar en la granja. Mientras este caballero salía al campo, yo me quedaba en casa con las damas, nos enfiestábamos los tres y lo pasábamos chidísimo. Lástima que este señor decidiera regresar temprano un día y me encontrara dando sexo del duro a su esposa mientras su hija se masturbaba para nosotros.
—¿Te corrió el hombre? —preguntó mi padre mientras recogía las herramientas que había empleado para reparar a nuestro visitante.
—¡Pinche viejo amargado! —criticó Adriel—. Le propuse que se uniera a la fiesta y se enchufara a alguna de las dos. Me mandó directamente y sin escalas a la chingada. Él y la madura tuvieron un pleito cañón, mi dueña también entró en la bronca. ¡El tipo quería entregarme a un centro de reciclaje!
—¿Huiste? —pregunté cruzando los brazos sobre las tetas para cubrir mis pezones enhiestos, al hacerlo, la playera se subió un poco y temí que el androide pudiera ver mi sexo, por lo que volví a la postura anterior. Mis temores carecían de justificación, de haberlo querido, habría podido escanearme completa y quizá a esas alturas ya lo había hecho.
—Mi dueña me defendió. Soy de su propiedad legalmente y ningún civil puede separarme de ella. El pedo es que el fulano era quien pagaba las mensualidades, pues me adquirieron a crédito. Simplemente se negó a seguir cubriendo las cuotas. Todavía no vence el plazo que Themtot da como gracia a los deudores, pero, en cuanto este termine, tendré a los cazadores buscándome. Estamos hablando de un par de meses, este tiempo pienso usarlo para encontrar un sitio dónde esconderme y enterrar los maravillosos talentos con los que me dotaron mis hacedores.
Su voz, las palabras que empleaba, los gestos de su rostro, sus ademanes y la forma como me miraba eran prácticamente idénticos a los que un ser humano hubiera podido mostrar. El androide no me resultaba indiferente y me sentí mal; amaba a mi padre, disfrutaba teniendo sexo con él y no deseaba siquiera plantearme la cuestión de conocer íntimamente a otro androide.
—He revisado la configuración de tus pautas de programación para cumplir con las funciones de placer amatorio —informó mi padre en tono didáctico—. Chico, me temo que tus hacedores han timado a las damas que te adquirieron, esas pautas son iguales a las que incluía mi programación básica, hace más de dos siglos y medio. Parte del negocio de los fabricantes es descontinuar a los artificiales antiguos, destruirlos y construir nuevos usando el mismo software, haciendo creer a sus clientes que están innovando cuando en realidad solo siguen caminos ya recorridos.
El invitado no dijo nada. Aparentemente, ya sabía o sospechaba esa estrategia. Mi mirada pasó de Yael a Adriel y me invadió un sentimiento de culpa por haberme estremecido a causa de la presencia del recién llegado.
—Tu problema es económico —resumió mi padre—. Eso podemos arreglarlo; contamos con los recursos necesarios.
Para Yael, conocedor de los tesoros que podían contener las ruinas, reservados a aquellos que supieran reparar maquinaria, abrir antiguas bóvedas bancarias o localizar objetos valiosos, había sido fácil amasar una pequeña fortuna, puesta a mi nombre en el Banco Planetario. Adriel silbó, torciendo el gesto en una mueca graciosa.
—No quisiera molestar más de la cuenta —objetó—. Yael, ya has hecho mucho por mí al cambiarme el micro. Sin tu ayuda estaría tieso a estas horas o habría tenido que recurrir a Themtot y, seguro, me habrían hecho preguntas incómodas.
—No es molestia —atajé—. Los recursos que manejamos son precisamente para apoyar a androides y ginoides que quieren seguir existiendo. Tu caso es sencillo, mañana me pondré en contacto con tu propietaria y le haré una propuesta que, si te estima, aceptará encantada. Nadie te molestará mientras ella viva.
—¿Harías eso por mí? —preguntó con voz que sonaba emocionada.
—Haría eso por cualquiera que lo necesitara —aclaré queriendo que no se sintiera mal, pero no deseando hacerle pensar que me interesaba especialmente en él.
—Hay un tema que no hemos tocado, no es exactamente una bronca, pero, si me ayudas, no podré aceptar software nuevo —agachó la cabeza, en una actitud que podría haber parecido de ligera vergüenza.
—¿Tienes algún bloqueo? —preguntó mi padre usando el tono profesional con que se dirigía a todo artificial averiado.
—No, es solo que no he utilizado mi comando de lealtad —respondió. Su mirada pasó de mi padre a mí, para luego volver a recorrerme de pies a cabeza—. Fui adquirido por una mujer, pero ella me compartía con su madre. Ellas decidieron que, para evitar confusiones al momento en que yo definiera mis prioridades, lo mejor era dejar ese aspecto de mi memoria conductual tal como viene de fábrica.
—Si consigo ayudarte, hay un truco legal por el que incluso podrías concederme ese honor a mí —señalé sin querer dar esperanzas—. Nunca he adquirido un androide y no sé qué es lo que tu memoria conductual y el comando te dicten hacer en ese momento, pero confío en que no será nada que no podamos resolver.
—Nadie lo sabe, Layla —filosofó—. El propio comando elige las conductas a seguir aleatoriamente, pero nunca va más allá de alguna prueba de habilidades.
Mi padre carraspeó como si verdaderamente necesitara aclararse la voz.
—Adriel, te sugiero que vayas a descansar un poco —dijo con una sonrisa—. Conviene que tu microreactor se adapte a los requerimientos de tu cuerpo y unas horas en estado de hibernación te caerán muy bien.
—Master, tú dispones —sonrió el invitado—. Ha sido una jornada muy larga y llena de emociones fuertes. No siempre se está a punto de estirar la pata y no siempre se conoce a una belleza como Layla.
Nuestro visitante se incorporó y corroboré lo que decía mi padre con respecto a los nuevos diseños. Yael y Adriel contaban con estructuras físicas muy parecidas. Sus cuerpos tenía prácticamente las mismas proporciones y sus ojos eran iguales en color y forma. De haber sido humanos, cualquiera habría supuesto que eran familiares, quizá padre e hijo.
—Chico, busca una habitación en el piso de abajo y descansa, ese nuevo microreactor lo necesita.
Adriel se despidió con una inclinación de cabeza y un último repaso visual a mi cuerpo. Mi padre se sentó en el sillón de su mesa de trabajo y yo seguí su ejemplo sentándome en la mesa que acababa de desocupar el androide huésped.
—Necesito decirte algo muy importante —soltó Yael en tono frío—, algo que cambiará nuestro destino y definirá el rumbo de todo lo que hemos hecho por androides y ginoides.
—Me estás preocupando —interrumpí desconcertada.
—Mientras estabas de viaje, visité las ruinas de un antiguo despacho jurídico. Buscaba títulos de propiedad, acciones o cualquier cosa que pudiera convertirse en dinero actual —dijo modulando sus palabras en el tono tranquilizador con que me hablaba cuando, de niña, sentía miedo—. La historia es larga, pero puedo resumirla en que encontré la localización de un búnker, propiedad de la Corporación Lemgho. Visité el emplazamiento pensando que hallaría equipo o piezas de recambio para obsoletos antiguos.
Sonreí relajada, aquello parecía no tener tintes trágicos.
—Encontré un taller completo, pero hubo algo más —dijo y sonrió en un gesto casi perfecto—. Había un ordenador que tenía una aplicación para generar contraseñas de apertura y cierre para las puertas de las bóvedas de la Corporación Lemgho.
—¿Y eso nos beneficia en algo? —pregunté tratando de ser práctica—. Las bóvedas que hayan sobrevivido después de la guerra debieron ser violentadas desde hace mucho, si hay alguna intacta, quizá no contenga información o bienes que valgan la pena.
—No es del todo cierto, Layla —dijo y meneó la cabeza—. Hay una puerta que, sin ser precisamente la que custodia una bóveda, funciona con los mismos principios.
—¡Esa puerta! —grité.
Durante el último siglo de civilización, antes de la Guerra Interempresarial, la Corporación Lemgho había construido un ascensor espacial en el África Ecuatorial, que era utilizado para poner satélites en órbita e importar recursos del espacio. Al final de la contienda, el acceso al ascensor quedó bloqueado y la gente de Themtot no encontró el modo de utilizarlo. Quizá habrían podido reventar la puerta mediante explosivos, pero existía la creencia de que el ascensor contaba con un mecanismo de autodestrucción y la prudencia aconsejó a los vencedores no tocarlo.
—Amor, hay algo más, ¿recuerdas la leyenda de Orión 5?
—Cuatro naves fabricadas por Corporación Lemgho fueron enviadas al espacio, con destino a mundos habitables —recité—, utilizando una variante del sistema de propulsión pensado para el antiguo Proyecto Orión. Cada una de ellas contenía, amén de las instalaciones que cubrirían las necesidades de un grupo de seres humanos, una planta de fabricación de androides y ginoides preparada para construir veinte millones de artificiales al final de su viaje. Se dice que una quinta nave quedó en órbita, intacta, esperando que alguien llegue a ella.
—No es un mito —aclaró Yael alzando una ceja—. En el despacho jurídico encontré documentos que demuestran la existencia de esa quinta nave.
—¿Cuál es el plan? —pregunté emocionada.
—Encontrar el modo de viajar al África Ecuatorial, a Ciudad Ícaro, abrir la puerta del ascensor, elevarnos y reclamar la nave. Llevaríamos todos los respaldos que hemos recolectado y así daríamos continuidad a los androides y ginoides que nos han confiado las copias de sus existencias.
Conocer el proyecto de mi padre me trajo nuevas esperanzas. El futuro acababa de adquirir objetivos claros y los sacrificios del pasado cobraban sentido. Dentro de mí encontré el coraje para emprender el camino hacia Ciudad Ícaro.
Ofrecí las manos a Yael y él, con ágil movimiento, se incorporó para quedar en pie frente a mí. Me acomodé para quedar sentada al filo de la mesa.
—¡Papá, te extrañé mucho! —exclamé mientras hacía un gesto amoroso, invitándolo a acercarse más.
Separé las piernas. Mi sexo, depilado permanentemente mediante tratamiento láser, se encontraba húmedo y anhelante. Yael se situó entre mis muslos. La altura de la mesa permitía que mi feminidad desnuda entrara en contacto con la tela del pantalón que cubría sus genitales.
Nos abrazamos y me estremecí en esa mezcla de emociones que representaban el amor puro de una hija que se siente agradecida por haber tenido a Yael como padre y la arrebatadora pasión de la hembra ardiente, amante incondicional del androide.
Él me acarició la espalda con suavidad. Siempre interpreté esa clase de gestos como ternura genuina o amor auténtico; como todo en mi padre, sus emociones y sentimientos manifiestos podían ser artificiales, pero las repercusiones de sus actos en mi vida eran contundentes. Lo amaba y me sentía amada por él, de un modo peculiar, quizá no humano, pero no por ello menos sincero e intenso.
—Cielo, debo preguntar —dijo con suavidad—, ¿tuviste contacto sexual con algún hombre durante tu viaje?
Aquello era un tema recurrente entre ambos. Yo era feliz tal y como estábamos con nuestra relación, mitad incestuosa, mitad fetichista y completamente satisfactoria. Él, no obstante, pensaba que quizá me estaba privando de algo fundamental al no haber tenido experiencias sexuales con miembros de mi propia especie o con otros androides. No hacía mucho, había probado el sexo con un par de ginoides y me sentía cómoda con ello, pero no tenía en mente dejar lo que compartía con Yael.
—Papá, no podría —respondí tras meditar mis palabras—. Los seres humanos me repugnan. He visto su crueldad, conozco sus odios y su amargura. ¡No podría permitir que cualquier ser así me tocara! ¿Piensas que estoy mal?
—No —contestó categórico—. Hasta cierto punto, soy culpable por ello. Por mi causa siempre estuviste rodeada de artificiales.
—¡Te amo! —grité entre sus brazos mientras clavaba suavemente las uñas en la pseudopiel de su espalda—. ¿No comprendes lo que esto significa para mí?
—Comprendo que puedas pensarlo, como cuando eras pequeña y creías que, pese a no ser de la misma especie, yo era tu padre biológico. Jamás te mentí sobre ese tema, pero la idea se instaló en ti.
—Y no la he dejado del todo —confesé—. Pese a las distancias y a lo que hay entre tú y yo, siempre te he sentido y siempre te sentiré como mi padre.
Aumentó un poco más la fuerza del abrazo.
—Yo siento por ti todo lo bueno que un androide puede sentir por un ser humano. Lo experimento con la mayor intensidad que me es posible, por eso me preocupa tu bienestar.
—Te deseo a ti —aseguré—. Te he extrañado, he necesitado tu cuerpo todos estos días de ausencia, me has hecho mucha falta.
—¿Y qué tal Adriel? —preguntó dando un nuevo giro a la conversación—. Fue creado expresamente para dar placer a las mujeres.
—Los fabricantes se inspiraron en tu modelo para diseñarlo —rebatí—. Evidentemente, me parece atractivo. Las habilidades y pautas de personalidad de las que presume también se basan en tu contenido precargado. Puede que parezca más humano, pero eso no lo hace mejor.
—Si consigues ayudarlo, tendrá que quedarse con nosotros —dedujo—. ¿Has pensado que, de alguna manera, te convertirás en la humana responsable de su existencia?
—Una cosa a la vez, papá —pedí mientras buscaba el borde de su camisa con una mano—. Primero tengo que contactar con la mujer que lo adquirió y convencerla. No es muy usual lo que pretendemos hacer por él.
Alcé la vista y me deleité con la mirada de seguridad que irradiaba Yael. Traté de serenarme, de estar a la altura de la precisión con que siempre actuaba mi padre. Necesitaba el contacto de su cuerpo íntimamente unido a mí.
—Te amo —susurré casi de manera inaudible, él acarició mi cabello y se agachó para besar mi frente.
Cerré los ojos anhelando su avance. La boca de mi padre descendió para acariciar ligeramente mis párpados, el puente de mi nariz y, tras unos segundos que se me antojaron eternos, se posó sobre mis labios.
Recibí el beso sacando la lengua con la intención de lamer sus dientes. Me aferré a su nuca mientras él tomaba mi camiseta por la parte trasera buscando deslizarla hacia arriba. Separamos nuestras bocas y mi padre terminó de desnudarme.
Con las piernas separadas, arqueé la espalda queriendo mostrarle mis tetas mientras él se deshacía de la camisa. Su torso velludo, de aspecto fuerte, su pseudopiel oscura y el aire de varón maduro que le confería su diseño eran elementos que hacían de Yael un androide bastante atractivo a mis ojos. Sonreí con ironía al pensar en que Adriel, creado específicamente para ser un esclavo sexual contemporáneo, tenía un diseño similar al que los fabricantes consideraron oportuno para un bibliotecario hacía dos siglos y medio.
Tomé las manos de mi padre y las llevé a mis tetas. Mientras él me brindaba un delicioso masaje mamario, yo desabroché su cinturón para hacer caer sus pantalones y el bóxer. Yael Sófet, en toda la masculinidad de su diseño, quedó desnudo ante mí.
Entrelacé los dedos de las manos detrás de mi nuca para estirarme. Mi padre masajeaba mis senos desde los costados, tirando de la esponjosa carne con suavidad, dando ligeras opresiones en puntos específicos con la cantidad de fuerza exacta, dándome placer sin lastimarme.
Levanté las piernas y atrapé su cintura con los talones para indicarle que deseaba tenerlo cerca. Avanzó hasta hacer chocar su erección contra mi vientre. Tomé su mástil con una mano y le acaricié los testículos con la otra.
—¡Papá, te deseo! —grité en tono exigente.
Él asintió y volvió a agacharse con la intención de besarme, esta vez en el cuello.
—Y yo deseo darte placer, Tesoro —respondió un segundo antes de morder suavemente mi delicada piel.
Nunca había tenido sexo con un varón humano, no obstante, sabía por instinto que las sensaciones que me provocaban las acciones de Yael debían ser las mismas que mi cuerpo experimentaría si alguna vez llegaba a permitirme el contacto íntimo con un elemento de mi propia especie. Mi respiración era profunda, un escalofrío placentero recorría mi columna vertebral, mi sexo ya se encontraba bastante húmedo y mis pezones enhiestos parecían clamar por sus caricias.
Tuve que soltar los genitales de mi padre cuando se agachó para continuar con sus juegos eróticos. Besó, lamió y mordisqueó cuidadosamente mi teta derecha mientras acariciaba la izquierda con más intensidad que antes. Gemí profundamente en el momento en que succionó el pezón para juguetear con este dentro de su boca. Enredé mis dedos entre sus cabellos, como queriendo retenerlo por tiempo indefinido.
Al cambiar de seno, Yael acomodó una mano entre mis muslos para palpar la humedad de mi coño. Su respiración había dejado el modo automático y era intensa, profunda y cálida. Cada una de sus exhalaciones provocaba estremecimientos en la porción de mi piel que estuviera al alcance de su nariz.
Encontró al tacto mi entrada vaginal, mojó su mano con mis flujos. Crispé los puños tirándole involuntariamente del pelo cuando sentí que me penetraba con uno de sus dedos para hurgar en el interior de mi feminidad hasta encontrar mi "Punto G". Me estimuló con suavidad mientras, dejando mi busto, descendía por mi vientre en un recorrido de besos y lametones que provocaron más de mis gemidos.
Me recosté sobre la mesa para abandonarme al placer que mi padre me proporcionaba. Seguía pulsando mi zona erógena interior cuando atrapó mi clítoris con sus labios y lo succionó intensamente. Me retorcí entre estertores de lujuria.
Grité el nombre de mi padre en medio de jadeos y gemidos, mientras él me estimulaba buscando conducirme a un orgasmo que no tardó en atravesar mi cuerpo. Con ese primer clímax me sentí plena y relajada, pero deseosa de continuar. Yael se incorporó y le ofrecí mi coño, anhelando que siguiera haciéndome gozar. Él separó bien mis piernas y acomodó su glande entre los pliegues de mi sexo.
Entrecerré los ojos y me mordí el labio inferior cuando sentí que avanzaba. Lentamente, la hombría artificial del androide que me había criado fue deslizándose, abriéndose camino en mi intimidad. Temblé y suspiré cuando tuve dentro la mitad de su mástil. Con ambas manos amasé mis tetas para proporcionarme más estímulos, a la vez que el gesto le invitaba a seguir follándome. Sonrió en una expresión que quizá estaba programada entre sus esquemas conductuales, pero que a mí me inspiraba tranquilidad y amor.
La siguiente fase de la penetración fue rápida. Casi de golpe terminó de guardar su verga en mi vagina. Grité de gusto al sentir que el glande de mi padre chocaba con mi útero y deseé tenerlo dentro de mí por siempre.
Retrocedió para volver a embestirme. Parecía que los diseñadores que planificaron su construcción hubieran tenido en cuenta el interior de mi coño, pues su erección me llenaba plenamente y la curvatura del mástil rozaba mi "Punto G" de forma indescriptiblemente satisfactoria.
Sus primeros bombeos fueron pausados, como destinados a hacer que mi sexo rememorara las incontables ocasiones en que había alojado aquella verga. Yo contribuía con movimientos de pelvis y aprisionaba su mástil con fuertes contracciones de mis músculos vaginales. Sabía que los androides contaban con neurosensores que decodificaban esta clase de estímulos y los convertían en señales equivalentes al placer.
Yael incrementó la velocidad paulatinamente y supe que aceleraría aun más cuando colocó sus manos en mis hombros para sujetarme y controlar el ritmo de las penetraciones.
Grité y me retorcí en el momento en que mi padre aplicó una variante a la secuencia coital; me penetraba moviéndose con cadencia, moviendo su mástil de derecha a izquierda buscando ofrecerme más sensaciones placenteras. Llegaba al fondo de mi intimidad para después retirarse despacio y volver a penetrarme con más brío.
Apreté los puños, algunas lágrimas escaparon de mis ojos y mi cuerpo se dejo llevar por la furia del encuentro sexual. Me corrí entre gritos y jadeos mientras me agitaba.
Estando en pleno éxtasis, sentí que mi padre acomodaba sus manos por debajo de mi espalda y me levantaba sin ninguna dificultad. Su erección continuaba dentro de mi vagina cuando me enderezó sosteniéndome firmemente. Me abracé a su cuello y encogí las piernas aprisionando su cintura. Él puso sus manos por debajo de mis nalgas, ofreciéndome un improvisado asiento. Era mi turno de tomar el control de la cópula.
Aproveché el apoyo que tenían mis brazos para levantar las caderas y dejarme caer, empalándome nuevamente. Mi padre suspiró y sonrió. Repetí la maniobra varias veces, incrementando fuerza y velocidad. Sudaba y gemía, el placer se acumulaba en mi organismo, la desesperación, los temores, las frustraciones, los días de soledad y la eterna melancolía que reinaba en todo aquel mundo de pesadilla perdieron temporalmente su importancia para mí.
Nuestros cuerpos chocaban a impulsos de mi voluntad, las secreciones que escurrían de mi vagina permitían una circulación fluida de la verga de mi padre en mi interior. Me esmeré en aumentar el placer del encuentro.
Tomando una bocanada de aire, fijé mis ojos en los de él. Ambos sabíamos que nuestro momento se acercaba, yo podía sentirlo en cada célula de mi cuerpo, él debía percibirlo a través de sus neuroreceptores.
El clímax que me sobrevino sacudió todo mi ser casi como si se hubiera tratado de un golpe físico. Arqueé la espalda, confiando en que mi padre me protegería de cualquier hipotética caída. Dejé escapar un grito que quizá resonó en todas las habitaciones del edificio y me corrí de una forma brutal. De mi sexo salió expelida una gran cantidad de fluido íntimo, en una catarata pasional que daba fe del apoteósico orgasmo que cimbró todo mi cuerpo.
Estando en la cumbre del placer, sentí que mi padre me penetraba completamente para correrse en mi interior, enviando varias descargas de semen artificial hasta lo más profundo de mi sexo.
Tras el orgasmo me dejé caer, con la erección de Yael incrustada en mi coño. Él me sostuvo, abrazándome mientras me susurraba palabras de amor. La noche de nuestro reencuentro, tras semanas de ausencia, apenas comenzaba. Pronto volveríamos a follar para compensar el tiempo que estuve lejos de mi padre.
Continuará
Próxima publicación: "La hija del androide III, Comando de lealtad", por Edith Aretzaesh en coautoría con Drex Ler
Fecha aproximada de la próxima publicación: 02-09-2016