La hija de un buen amigo.

María, la hija de uno de mis mejores amigos me la pone bien tiesa.

María tiene veinte años, pero hace ya un par de veranos que la conozco. Es la hija de uno de mis mejores amigos, quien llevó mi divorcio en 2018 y cuya amistad trasciende desde entonces, con mucho, el mero ámbito profesional. Pero volvamos a María, quien tiene, para ser exactos, veinticinco años menos que yo. Es una joven, por lo que he podido tratarla –más últimamente, como después se podrá ver-, inteligente y con inquietudes, estudiante de Historia del Arte y apasionada de la moda. Sus perfiles en redes sociales cuentan con un buen número de seguidores, y es que María no solo tiene cabeza y mucho estilo, sobre todo tiene un cuerpo increíble y uno de los rostros más bellos que uno puede cruzarse por la calle.

María medirá un metro setenta y cinco, y es todo piernas: tiene unas interminables piernas bien bronceadas –al menos en esta época del año-, las cuales están bien torneadas por pura genética. Me consta que María no va al gimnasio ni guarda dieta alguna. Al contrario, en las famosas barbacoas que su padre organiza cada inicio y final de verano, no diría que María come menos cantidad de hamburguesas que un servidor.

Como decía, María es alta, y tiene un cuerpo perfecto. O lo que a mí me parece un cuerpo diez. No le sobran kilos, desde luego, pero tampoco es ningún esqueleto andante. Al contrario, María tiene sus buenas curvas. Para empezar, un buen par de tetas redondas y firmes, las cuales suele lucir bajo ceñidos tops sin sostén; para continuar, bajando por la autopista que es su cuerpo, su culo tiene también unos imponentes contornos. No exageraría diciendo que María es ancha de caderas, pero si eso lleva a que alguien piense que le sobra grasa o le falta firmeza en los glúteos, se equivoca de plano: María tiene un culo de diosa y sabe cómo lucirlo, aunque sobre esto volveré más adelante.

Solo por su cuerpo, María ya podría ser la fantasía de cualquier cuarentón –de cualquier hombre en general-, pero la guinda al pastel la pone su bella carita, angelical pero gatuna; inocente y traviesa en cada sonrisa. María tiene unas cejas finas, bajo las cuales se extienden como dos latifundios sus enormes pero ligeramente achinados ojos de gata. Son unos ojos verdes –amatista según la luz- que deslumbran en cada mirada bajo unas largas pestañas. La nariz de María también es perfecta, y sus pómulos, aunque lo más seductor de todo tal vez sea su sonrisa, la cual se perfila mediante dos labios gruesos, dibujando dos irresistibles hoyuelos en sus mejillas. Además, María tiene una larga melena morena, aunque, cuando se recoge el cabello, uno puede deleitarse también con la perspectiva de su delicado cuello.

María, para qué andarse con tantos rodeos, es la joven más atractiva que he visto en toda mi vida; siendo más prosaico diría que está tremenda y que se me pone dura cada vez que la veo en persona. Por supuesto, sobra decir que hace ya mucho, prácticamente desde que la conocí una tarde en casa de su padre, que visito regularmente –a diario, en realidad- sus perfiles en redes para machacármela a su salud.

Todo lo anterior, a decir verdad, no tendría mayor importancia. Un hombre de mediana de edad, camino de la madurez, que se empalma con la hija cachonda de una de sus amistades: me temo que no es nada nuevo ni, desde luego, la primera vez que esto ocurre. Lo singular del caso es que la muchacha también se haya interesado en el cuarentón –y no demasiado atractivo- amigo de su padre, circunstancia que, al principio, se me antojó que eran imaginaciones mías –¿Cómo esa hembra iba a interesarse en un tipo de físico corriente como el mío? ¿Cómo aquella veinteañera con millares de seguidores en las redes y un imán para los hombres en el ojete iba a dedicar un solo pensamiento erótico hacia mí persona?-, pero que, al fin y al cabo, resultaron no serlo en absoluto.

Imagino que fue mi profesión lo que la atrajo. María, como he dicho, es una mujer inteligente y con inquietudes, y también, a juzgar por su manera de provocar erecciones –siempre desde la elegancia- con sus atuendos, sin duda una chica muy morbosa. Que María, bajo una cierta apariencia angelical, no es ninguna santa es algo que imagino que ni a su propio padre se le escapa. Una jovencita que no tiene un solo bikini cuya parte de abajo no sea tanga -¡y con ese culo!- en su armario, o que marca siempre que puede sus grandes y bien formadas tetas de imponentes pezones contra la exigua tela de sus tops, una muchacha que no viste un solo vaquero o minifalda que no le marque bien el culo, a mi entender, sabe lo que se hace. Sabe que atrae a todo tipo de hombres –y mujeres, por descontado que también a un buen puñado de ellas- cada vez que sale a la calle, sabe que cada día hay un centenar de pajilleros meneándosela con sus fotos en la red –tiene, además, sus perfiles abiertos-; sabe todo eso y más; le encanta, estoy seguro, la pone bien cachonda saberse el centro de las miradas, caminar e ir sembrando erecciones a su paso. Pero luego, es verdad, tiene esa carita de no haber roto jamás un plato y, hasta que una sonrisa picante asoma a su bello rostro, uno podría pensar que simplemente viste así por casualidad; que le han regalado uno de esos bikinis en los que la parte de arriba apenas cubre algo más los pezones y la de abajo es un tanga de tiro alto y, en su inocencia, se lo ha puesto para darse un chapuzón en la piscina de papá con sus amigotes cerca, o en la playa para ir con su grupo de amigas.

Como decía más arriba, lo verdaderamente excepcional, además de sus atributos, es que María se haya fijado en mí y, como empezaba a desarrollar, intuyo que es más bien por mi profesión. Podría ser que le excitase calentarle la picha al amigo de papá, pero realmente su padre tiene amigos más atractivos que también frecuentan su casa y a los cuales –lo he visto con mis propios ojos- no dirige siquiera una mirada. Pero yo, para lo bueno o lo malo, soy escritor, y no un escritor cualquiera –no sé si a María le habría interesado un tipo que escribiese novela histórica, aunque tampoco podría descartarlo-, pues mi obra desfila siempre entre lo erótico y lo directamente pornográfico. Y no es que sospeche que María me ha leído, es que lo sé, pues ella misma, con toda la naturalidad del mundo y delante de su progenitor, me pidió una tarde que le firmase mi último libro, el cual tenía bastantes descargas en plataformas de libro electrónico, pero apenas María y otro centenar de personas debieron comprar en papel.

Mi obra, como sabrán quienes ya se hayan topado anteriormente con ella, acostumbra a ser –salvo contadas excepciones- sumamente autobiográfica, lo cual creo que contribuyó a que María se interesase por mí. En mis novelas y relatos, narrados en su mayoría en primera persona, suelo hablar de mis fantasías más inconfesables, relatándolas como si hubiesen ocurrido realmente. De este modo, María, como lectora de alguno de mis libros, sabrá con total certeza que si bien mi miembro no es pequeño, sí tengo cierto complejo, pues su tamaño se me antoja discreto. Sabrá que me siento inferior a hombres más dotados, sabrá que soy sumamente tímido en los primeros contactos sexuales, incapaz de llevar la iniciativa o dar el primer paso, y un verdadero cerdo cuando llega el cuarto o quinto encuentro y siempre que la mujer de turno se entregue a mí sin reservas. Sabrá, quizá también, que he tenido, incluso a día de hoy, pocas experiencias sexuales, que cuando una mujer me excita mucho me corro en pocos minutos, aunque no tardo en recobrarme y ganar en aguante; sabrá que soy un pajillero, incapaz de no pelármela al llegar a casa cuando veo por la calle a una hembra que de verdad me excita; y sabrá, cómo no, que por encima de todo me enloquecen las mamadas. María sabe sin duda desde hace mucho tiempo que me vuelve loco tener a una mujer atractiva, una mujer poderosa, una mujer que podría tener a cualquiera, de rodillas chupándome la polla. Sometida, de algún modo humillada, en el acto de trabajar mi polla con su boca, únicamente enfocada en darme placer. Y sabrá que los culos como el suyo me la empalman al instante, y que tetas como las que ella se gasta hacen que me la pele como un mono; sabrá, en definitiva, que la deseo, que sin duda daría lo que fuese por tener sexo con ella, pero que nunca jamás me atrevería a ser yo quien diese el primer paso.

Y sabiendo todo eso que yo especulo que sabe y sabía, María fue jugando sus cartas conmigo. El verano pasado no la vi demasiado. Yo no iba tan a menudo como ahora por la casa de su padre, y cuando iba ella no siempre estaba. Recuerdo, no obstante, la primera vez que la vi con uno de aquellos bikinis en persona –en internet ya la había visto unas cuantas noches, curioseando sus redes sociales, incapaz de no pajearme tres veces en una misma velada-, refrescándose tras una de aquellas barbacoas en la piscina que su padre tiene en la finca. Nada más verla supe que no podría levantarme del asiento en mucho tiempo, a no ser que quisiese pasear mi erección ante todos los presentes. Me estaba muriendo de sed, bajo el calor sofocante de un mes de agosto especialmente cruel, y tenía el carrito con las bebidas frías apenas a unos metros, pero no podía ni soñar con levantarme a por una cerveza. Sin embargo, como si pudiese leer en mi mente –o tal vez debería decir en mis pantalones-, ella misma, tras salir del agua y envolverse en una toalla, se ofreció a traerme algo de beber. Aquella vez fue la primera en que charlamos de verdad, intercambiando más que un “hola” al llegar y un “adiós” al irme. Recuerdo haberle preguntado por sus estudios, y escuchar con atención sus respuestas atrapado en sus ojazos verdes. Estaba entonces en primero de carrera, y había sacado muy buenas notas salvo en una materia, cuya profesora, decía, era implacable. Haber aprobado con ella, aunque fuese por los pelos, había resultado ser todo un logro al alcance de ella y solo un par de compañeros más.

Aquel día María no me preguntó a qué me dedicaba yo –ignoro si entonces lo sabía, pero me inclino a pensar que sí, que si no jamás se habría sentado a mi lado y mucho menos me habría traído una cerveza-, pero me hizo un regalo inesperado cuando, tras despedirse de mí con el pretexto de ir a cambiarse, se quitó la toalla y, dándome momentáneamente la espalda, exhibió ante mí, a escasos centímetros de mi persona, su increíble trasero en aquel lujurioso bikini tanga. Escribo esto, ahora, con la polla fuera, pues de otro modo me apretaría demasiado el bóxer. Aquella visión celestial fue el foco de mis pajas durante casi un año entero, hasta que desde esta primavera, y en especial a lo largo de lo que va de verano, la propia María me regaló otras todavía más morbosas que la sustituyeron. En aquel momento pensé que había sido un gesto casual, que tenía que serlo, que no podía ser tan descarada. Hoy puedo estar muy seguro de que María sabía lo que se hacía.

Este año, como ya he adelantado, la vi con mucha mayor frecuencia. Yo no perdonaba un solo domingo de vermú en la finca de mi buen amigo, y ella estaba casi siempre presente. Es más, a menudo se sentaba con nosotros a charlar un rato y a tomarse una coca-cola en nuestra compañía. Sobra decir que yo disimulaba muy mucho mis miradas, pues lo último que quería era que mi amigo notase el enorme poder de atracción que su hija ejercía sobre mí, su compadre, el autor de novelas guarras. ¿Pero acaso podía ignorarlo? ¿Acaso aquel hombre -desde luego ningún santo en el terreno de las mujeres, pues a diferencia de mí era un putero empedernido- podía vivir ajeno a lo tremenda que estaba su hija, a cómo vestía y a cómo reaccionamos habitualmente los hombres –nuestra entrepierna- ante semejantes impulsos? Por si acaso, de todos modos, yo disimulaba como podía, aunque en ocasiones María me ponía en verdaderos aprietos, como la vez en que fue al interior de la casa a por el libro para que se lo firmase, u otra ocasión todavía “peor” en la cual, mientras su padre había entrado para atender una llamada urgente de trabajo, ni corta ni perezosa empezó a preguntarme directamente si, en efecto, mis relatos eran autobiográficos y si eran todos únicamente fantasías o algunos de ellos eran relatos fieles de experiencias reales. Como pude, haciendo lo posible por mantener esa conversación con ella como si careciese de una especial relevancia, le dije que sí a lo primero y que tenía por norma –era cierto- no revelar a nadie lo segundo. Entonces, y ya con su padre acercándose a nosotros, sentenció con una sonrisa en sus hermosos labios que las únicas que verdaderamente podrían saberlo serían mis amantes.

Coqueteos como aquel fueron cada vez más frecuentes y descarados, y en la barbacoa de finales de junio de este año, la que inauguraba oficialmente el verano, fue todavía más lejos al abordarme a la salida del servicio. Yo salía de baño, y estaba bastante bebido –el alcohol me sube enseguida-, y ella, que venía con un top increíble que no dejaba nada a la imaginación y unos leggins negros que dibujaban un puente en su coño, fingió –estoy seguro de lo que fingió- tropezarse conmigo de pleno. Yo me sentí enrojecer al momento y me disculpé entre balbuceos. María, en el encontronazo, me había rozado el paquete con su mano derecha. Sus cuidadas manos de manicura habían frenado su impacto contra mi cuerpo cuando ella se disponía, supuestamente, a entrar en el baño a la par que yo salía, y concretamente una de ellas había aterrizado de refilón en mi paquete. Yo venía de mear, no estaba empalmado, pero lo estuve apenas dos segundos después. María se disculpó entre risas un par de veces, y me plantó un beso en la mejilla. Ella también parecía “contenta”, aunque yo no la había visto beberse ni una copa. Como ella había tenido el –llamémosle así- inocentedescaro de plantarme aquel beso, yo, a medida que me hacía a un lado para dejarla entrar en el baño y sin duda exaltado por el alcohol en el cuerpo, me atreví a mirarle con cierto descaro las tetas. Ella me sonrió y cerró la puerta poco a poco, mientras yo contemplaba ahora sus exquisitos glúteos en aquellos leggins de guarra.

La semana siguiente a aquel suceso, cuando fui el domingo a casa de mi amigo, María no estaba. Se había ido diez días de vacaciones con unas amigas –volvió con un bronceado exquisito, en su justa medida-. Fue una gran decepción para mí, pues a esas alturas ya estaba absolutamente enganchado a ella, pero debía disimular y aquel día en lugar de irme a media tarde, como solía ser costumbre, me quedé incluso a cenar. Las siguientes jornadas las pasé atento a sus redes, haciendo un seguimiento exhaustivo de sus vacaciones en base a las fotografías que ella misma iba compartiendo. Por las noches me la machacaba a su salud, imaginando cómo se estaría comiendo las pollas de los dotados caribeños –el viaje era a Cuba- o fantaseando con que algún cabrón dotado la sodomizase en un Beach Club contra su voluntad por exhibir así el ojete.

Cuando María volvió de sus vacaciones todo se precipitó, pues ocurrieron muchas cosas en muy poco tiempo. En primer lugar, sucedió que su padre me pidió que la asesorase: “María está escribiendo poesía, pero duda de si tiene talento como para intentar publicar algo. Ya le he dicho que no es tu género –mi buen amigo dijo esto con bastante elegancia-, pero insiste, y supongo que tendrá razón, en que al final, como escritor, tu criterio siempre podrá serle de ayuda”. Le dije que sí, qué otra cosa iba a hacer, y cuando después de un rato llegó ella, su padre le informó de que yo no tenía inconveniente. Me preguntó cuándo me venía bien y, antes de darme tiempo a contestar, ella misma decidió que lo más práctico sería que intercambiásemos nuestros teléfonos para poder concertar una cita . Sí, así lo llamó; yo no sabía, literalmente, dónde meterme. Lo segundo que ocurrió fue que María esa misma noche me envió algunas poesías al móvil, y desde luego su forma de abordar la lírica no estaba muy distante del que yo mismo empleaba para enfrentarme a la narrativa. María escribía bien, tenía un estilo propio bastante definido, aunque realmente estaba lejos de dominar los procedimientos del ritmo y había mucho que pulir en su trabajo. Pero todo eso era lo de menos: María hablaba de miembros, de cavernas –coños-, de posturas imposibles. Aquello parecía el Kamasutra en verso. Recuerdo que me asusté: como un niño. Me intimidó sobremanera pensar en cuánta experiencia sexual debía acumular aquella cría de apenas veinte años, mucha más, sin lugar a dudas, que la que yo tenía a mis cuarenta y cinco. Por un lado me excitó mucho, pero por otro me entró el pánico.

Y entonces, un par de días después, ocurrió también que María no podía demorar más el encuentro para abordar mis apreciaciones sobre sus poesías. Había, según me dijo, un concurso de poesía en su campus universitario al que deseaba presentarse, y el plazo cerraba en pocos días, pues de ese modo el fallo del premio coincidía con la apertura del nuevo curso, en septiembre. Le dije que de acuerdo, que podíamos vernos y trabajar sobre su material aquel mismo día, que me acercaría por casa de su padre. Yo tenía cosas que hacer, pero era difícil decir que no a un encuentro con María, por más intimidado que me sintiese. Pero entonces ella insistió en posponerlo para el día siguiente. Se excusó diciendo que una amiga suya estaba muy mal porque lo había dejado con su novio, y dijo que tenía que pasar la tarde sí o sí con ella. Me pidió disculpas por marearme tanto y me suplicó que nos viésemos en su casa –la de mi amigo, claro- al día siguiente. Puedo jurar que en ese momento no caí en que al día siguiente su padre no estaría, pues era el día de la semana –miércoles- que siempre se acercaba a la capital para seguir un tratamiento de fisioterapia para su espalda (esa era la versión oficial, la realidad era que tenía una amante veinte años más joven que él allí y que ese día se encontraban en un hotel y follaban como conejos), por lo que acepté sin más objeciones. Cuando esa noche me di cuenta de lo que ocurría, literalmente me entró el pánico. Lo primero que hice fue llamar a mi amigo para decirle, fingiendo toda la naturalidad del mundo y haciéndome el despistado, que al día siguiente nos veríamos, pues había quedado con María por el asunto de las poesías. Su respuesta me dejó atónito: “Sí, ya me lo ha dicho. Pero no nos veremos, recuerda que yo mañana tengo fisio . Pedid algo de comer, María no tiene ni puta idea de cocinar”. Le repliqué que no había caído –mentira, claro-, que podíamos quedar en otra ocasión, pero mi propuesta pareció extrañarle. “¿Y eso por qué?”, me preguntó, y entendí que yo estaba dando pie a que pensase que podía haber algo más que el asunto de las poesías, pues, efectivamente, no nos era necesaria su presencia para ese trabajo. Me escurrí como pude, argumentando que era una pena pasar por su casa justo un día en que no pudiésemos siquiera compartir una cerveza y todo quedó zanjado: al día siguiente me encontraría con María; a solas; en casa de su padre.

Aquella noche apenas pude pegar ojo. A las tres de la mañana estaba tan seguro de que algo iba a ocurrir que decidí inventar una excusa para no acudir. Pero en lugar de eso me vi de madrugada arreglándome el vello púbico, planchando camisas y probando diferentes colonias. No quería ir, me daba pánico enfrentarme a esa jovencita cachonda, sin duda experta en todas las lides sexuales y a la cual yo doblaba en edad; pero a la vez sabía que iría, que no había una excusa razonable para no acudir; que posponer solo sería eso, aplazar lo inevitable. Así que me consolé pensando que tal vez ella no quisiese nada más que jugar un poco con el escritor guarro amigo de su padre, calentarme un poco y nada más. Así no traicionaría a un amigo ni tampoco pasaría por la vergüenza de que la muchacha viese con sus propios ojos al hombre inseguro e introvertido que soy, al hombre que ya ha leído en mis propios relatos. Eso sería fantástico, pasar con ella la jornada sin que nada ocurriese, irme con el calentón, matarme a pajas el resto de mi vida, pero salvar la situación. Obviamente, creo que sobra decirlo, otra parte de mi –mis huevos, mi polla- quería que pasase de todo; quería magrearle las tetas a esa calientapollas, quería sodomizar su entangado culo de ensueño, ese culo cuyos bikinis de auténtica cerda hacían que mi polla se pusiese dura como una jodida piedra. Quería que me la mamase, correrme en su cara; lo quería todo, ¡todo!, pero sabía que todo dependía de ella, pues en su presencia me quedaría sin habla, mudo, tieso como mi propia polla.

Logré dormir un par de horas cuando ya había amanecido. Después me duché, dejando caer el agua sobre mí durante casi tres cuartos de hora. Desayuné, me vestí y, ya presto para salir al encuentro de María, consulté el móvil. Tenía un mensaje de ella; la sola posibilidad de que hubiese cancelado la cita me llenó de ansiedad. No soportaría aplazar el encuentro un solo día más. Pero no era eso, tan solo me proponía que, dado que hacía un día espléndido, llevase bañador para que pudiésemos refrescarnos en la piscina antes de emprender nuestra tarea.

Me monté en mi coche y conduje despacio, con los nervios de punta. Cuando llegué a casa de mi amigo, de mi antiguo abogado, del padre de María, ella me recibió en el umbral de la puerta. Bajé del coche y me la encontré allí, de pie, en bikini. Era una prenda que poco o nada dejaba a la imaginación: la parte de arriba le erguía –más si cabe- sus espectaculares pechos, redondos y turgentes, anudada a su cuello y a su espalda por unas finas tiras celestes, del mismo tono que el resto de su indumentaria. La parte de abajo, como siempre, era un exquisito tanga de tiro alto, cuyos hilos laterales rebasaban con mucho el alto de sus caderas y se extendían descendiendo en un triángulo hacia su coño, donde la tela era algo más generosa, aunque apenas lo justo para cubrir su chocho de veinteañera.

-¿Y bien, cómo estoy? –preguntó, mientras daba una vuelta sobre si misma para que yo pudiese comprobar cómo le sentaba aquel tanga a su indescriptible culo de diosa. Lo preguntó en un tono tan jovial y desenfadado que cualquiera que no tuviese ojos en la cara podría haber pensado que no se estaba exhibiendo, que simplemente era una pregunta inocente.

-Estupenda… como siempre. –Atiné a decir yo, con voz entrecortada.

-Pues vamos al agua, que tiene que estar buenísima.

Y sin añadir nada más, me tomó de la mano y me arrastró tras de sí hasta la piscina. Fueron apenas veinte o treinta metros, pero ni un solo instante dejé de observar el contoneo de sus caderas, su exquisito ojete meneándose delante de mí mientras me llevaba de la mano al paraíso. Mi polla estaba ya a punto de explotar, recuerdo haber pensado que tendría que inventar algún pretexto para entrar a la casa, ir al baño y hacerme una paja.

Llegamos a la piscina y ella, tras soltar mi mano, se zambulló de cabeza en ella. Se perdió en el agua cristalina, buceando algunos metros, y emergió en el bordillo opuesto a mi posición. Yo estaba de pie, como un palurdo, vestido y sin ser capaz de reaccionar.

-¿No vas a ponerte el bañador? ¿O lo llevas bajo el pantalón? –me inquirió.

-No… es decir, lo he traído, pero lo tengo en el coche –vi mi oportunidad-, pero voy en un momento a por él y entro a cambiarme.

-¡Tonterías! –dijo, y desapareció de nuevo en el agua. Esta vez no perdí de vista su silueta y la seguí hasta verla emerger de nuevo en el bordillo más próximo a mí. Subió por la escalera, empapada –lógico-, y se escurrió el pelo y se recolocó la parte de arriba del bikini, de la cual sus bien formadas tetas parecían a punto de escurrirse continuamente.- ¡Venga! –Continuó- ¡Afuera esa camisa y esos pantalones! No serás el primero que se dé un chapuzón en calzoncillos en esta piscina. –Dijo entre risas.

Me quedé paralizado, pero ella ya estaba desabotonando mi camisa primero y desabrochando el cinturón de mi pantalón después, tarea para la cual se acuclilló brevemente. Yo solo podía pensar en la erección que tenía y en que en cuanto ella me bajase el pantalón yo me moriría de vergüenza.

-¡¡¡Vaya!!! –Se echó a reír, de nuevo con una actitud absolutamente desenfadada. Se mordió el labio inferior y puso una mueca picarona. Yo pensé, “ya está hecho”. Acto seguido puso la mano sobre mi paquete y lo magreó un poco. Nos besamos. Nos dimos un largo beso, ella en bikini y yo en calzoncillos junto al bordillo de la piscina de mi mejor amigo, su padre.

-Venga, metámonos. –Dijo, y me empujó en calzoncillos al agua. Jugamos a lanzarnos agua como dos críos, mientras yo asimilaba lo que había ocurrido y lo que sin duda vendría después. Tenía un calentón increíble. María nadó un par de largos, mientras yo me quedé haciendo pie junto a uno de los bordes de la piscina, en el interior de esta, pero a escasos centímetros de la escalera. Entonces volvió y se pegó a mí. Me rodeó el cuello con sus brazos, entrelazó mi cadera entre sus piernas, ciñendo su coño a mi paquete, y nos besamos de nuevo largo rato. Después se soltó e introdujo la mano en mi bóxer. Me la meneó sin sacarla un par de veces; no pude reprimir un gemido de placer.

“Salgamos”, habló de nuevo ella, y me condujo tras de sí de nuevo (ver su ojete en aquel tanga a centímetros de mi rostro cuando ascendió por la escalera de la piscina fue todo un privilegio), llevándome con el bóxer empapado y trasparentándome el rabo hasta la mesa de jardín donde tantos vermús me había tomado con su padre. De espaldas yo a la mesa, con mi trasero apoyado sobre ella, volvimos a besarnos una vez más, esta vez mientras ella sacaba al fin mi polla y la meneaba suave pero decididamente. Me la peló tres o cuatro veces hasta el fondo mientras nos besábamos, y yo ya sentía que no iba a aguantar más que otro par de meneos antes de correrme. Intentaba pensar en otra cosa, olvidarme de que la mujer de mis sueños me la estaba machacando para así poder aguantar un par de minutos más y no pasar por la vergüenza de correrme enseguida.

Pero ella debió adivinarlo, de algún modo mi polla le comunicó que estaba a punto de estallar, y fue entonces cuando se arrodilló ante mí.

-Te vuelven loco las mamadas, ¿verdad? –me dijo, de rodillas ante mi polla, con ella en la mano y mirándome directamente a los ojos-. He leído todos tus libros y relatos y eso es algo que me ha quedado claro –rió traviesa.

-Sí… -dije como pude, justo antes de que envolviese mi polla con sus gruesos labios de mamona y empezase a chupármela con devoción.

Mientras escribo esto no puedo evitar cascármela. La imagen de María de rodillas haciéndome una mamada que cualquier pornostar firmaría es, todavía ahora, superior a mis fuerzas. Hice lo que pude por aguantar sin correrme, pero en menos de un minuto de mamada María me sacó toda la leche.

-Me… oohhh, me co… ¡¡¡me corro!!! –logré decir justo un instante antes de explotar como nunca en toda mi vida. María se la enchufó hacia el rostro y, sonriente, empezó a recibir mi gran lefada. La puse literalmente perdida: el rostro, la boca, el pelo… Pero cuando acabó de ordeñarme con su mano diestra –con la zurda me sujetaba los cojones-, tan solo dijo “wow” y procedió a limpiarme la polla con la boca y la lengua. La dejó reluciente, y después apretó un par de veces mi capullo con sus manos de manicura para obtener los últimos restos de mi semen, los cuales recuperó hábilmente con su lengua para así engullirlos. Yo estaba extasiado, no habría soportado un solo ápice más de placer; pero también avergonzado, ya no por se la hija de quien era o tener edad para ser la mía propia, sino por haber aguantado tan poco sin correrme. Pero de nuevo María parecía tener entrada libre a mis pensamientos, y zanjó el asunto de una manera tan natural que hasta me sentí reconfortado:

-Te has corrido enseguida –me dijo, ya de nuevo de pie, pero todavía con mi semen por todo su rostro-, pero me encanta. Eso significa que te pongo muy cerdo. ¿Crees que tardarás en recuperarte? –continuó y, girándose para ofrecerme la hermosa vista de su culo en tanga, añadió-: Porque supongo que querrás follártelo.