La hija de la panadera

Mis costumbres cambiaron tras descubrir que, durante la tarde, la panadería donde solía ir a comprar estaba atendida por una dependienta de lo más singular.

— Hola —dijo la muchacha incorporándose detrás del mostrador— ¿Qué le pongo?

Me quedé mudo al entrar aquella tarde en la panadería donde solía ir a comprar . Yo esperaba encontrar allí a Marcela, la misma señora campechana que durante los últimos doce años me había atendido cada mañana.

Por la edad que aparentaba la chica que se dirigía a mí en ese momento, supuse que debía ser la hija de la panadera. Se trataba, empero, de una joven de lo más peculiar. Aunque sus facciones guardaban un ligero parecido con las de Marcela, aquella era una muchacha transgresora que poco o nada tenía que ver con su madre.

— Buenos días. Una barra, por favor —contesté de forma algo apresurada quizá, una vez superado el desconcierto inicial― ¿No está Marcela?

― No, por las tardes estoy yo. Marcela es mi tía.

Era joven, pero no especialmente guapa. Poseía una abundante melena recogida en una cola de caballo alta, un sencillo peinado que le iba bien a su cara estrecha de rasgos angulosos. Aunque llevaba unas gafas de pasta que la dotaban de cierto aire intelectual, el carácter relucía en sus ojos oscuros, igual que una señal de peligro.

Me extrañó llevar tantos años comprando allí el pan y no haberme enterado que por las tardes había otra dependienta. Probablemente no debía hacer mucho tiempo que la chica se encarga del despacho, pero no quise preguntar para no parecer un fisgón.

— Me pones también media docena de magdalenas, por favor —solicité, como si me acabara de acordar de que no tenía nada para desayunar al día siguiente.

En realidad, yo prefiero las tostadas con aceite y sal, y mi intención era otra. Quería ver qué tal culo tenía la muchacha, y las magdalenas estaban precisamente en la parte mas alta del expositor que había a su espalda.

“No está nada mal, la verdad”, pensé. “Si lo llego a saber habría pedido una docena y media…”

— Me llamo Alberto —dije a la vez que dejaba el dinero en la bandeja.

— Ana —respondió ella con una sonrisa que derrochaba carisma.

Salí de allí con el pasmo aún en la cara. La chica era una de esas jóvenes que te hacen sentir desfasado. Al contrario que yo, la joven panadera lucía un sin fin de tatuajes, extraños símbolos y palabras que no atiné a leer. El brazo derecho lo llevaba cubierto por entero de manchas moteadas cual un leopardo. En el izquierdo, en cambio, la Mano de Fátima compartía sitio con una orquídea. Más arriba, una calavera femenina con carmín en los labios y sombra de ojos tenía a su espalda una golondrina. Una serpiente del coral se enroscaba entorno a ese mismo antebrazo, dando la sensación de moverse según se movía la muchacha. Incluso en el envés de las manos podían verse unos dados y una brújula. Si bien, el lugar más insólito que Ana llevaba tatuado era la mejilla, donde tres diminutos puñales parecían derramarse de su ojo izquierdo cual tres intimidantes lágrimas.

Imaginé que Marcela se había visto coaccionada de algún modo a contratar a aquella joven para hacerle un favor a su hermano o hermana. Algo me decía que Ana había sido una de esas jóvenes con trastornos del desarrollo que abandonan de forma prematura los estudios. Cuántas de esas muchachas se ponen a trabajar de camareras en cualquier tugurio, demasiado inmaduras para discernir la precariedad que se esconde tras esa frágil independencia económica.

— Creo que nunca te he visto en misa con tu tía— comenté irónico.

— Es que me parte la mañana —respondió con desdén— Los domingos no me levanto hasta la hora de comer.

Ana habría sido, posiblemente, la última persona a quien uno esperaría encontrar en un oficio religioso y, sin embargo, había algo divino y magnético en ella que me hizo cambiar de hábitos.

A partir de aquel primer encuentro, empecé a comprar el pan por la tarde en vez de hacerlo por la mañana. Para ello, me acostumbré a encargarlo con antelación, de modo que cada tarde le decía a Ana lo que iba a querer la próxima vez y ella lo apuntaba en una libreta para que su tía lo dejara apartado por la mañana.

Por aquel entonces, yo tenía veintisiete años y hacía poco tiempo que me había emancipado de mis padres. Había estudiado Biología en la universidad y una empresa farmacéutica me había seleccionado como visitador médico.

La verdad era que a pesar de ser tan opuesta a mí, yo la encontraba muy interesante. Por mi trabajo, yo debía vestir de manera formal, y enseguida me percaté de que a mi estrambótica panadera le hacía tanta gracia mi atuendo como a mí sus uñas de colores y tatuajes.

Yo tenía cinco pantalones en varios tonos de gris, combinaban bien con las cinco camisas blancas, y otros tantos polos, todos con el emblema corporativo de la farmacéutica que usaba los días de diario. Ana, en cambio, poseía chandals de deporte que abarcaban toda la gama de colores y, sobre estos, la panadera se colocaba coloridos mandiles de Ágata Ruiz de la Prada.

Aunque bastante más joven que yo, aquella carismática panadera tenía un aguzado y cáustico sentido del humor casi idéntico al mío. Contra todo pronóstico, a base de pequeñas bromas y pullas sin malicia fuimos trazando una amistad que me sirvió para descubrir que, aunque efectivamente Ana había dejado los estudios, en ese momento estaba yendo a clases de Formación Profesional.

Merced a aquella sana complicidad, Ana me confesó que sí tenía aspiraciones y proyectos de futuro. Mi panadera favorita deseaba convertirse en peluquera y maquilladora de cine, teatro o televisión. Había intentado ser actriz, aunque sin demasiado éxito, según ella, por lo endogénico que es el mundillo del espectáculo. No obstante, la muchachita compaginaba el trabajo en la panadería con una minúscula compañía de títeres que, en cooperación con su novio, mantenía a flote girando por los teatros y bibliotecas de toda la provincia. Bien como actriz, bien como peluquera, la chica deseaba llegar a ganarse la vida en el mundo del espectáculo.

Como es lógico, no quise cambiar mis hábitos de la noche a la mañana. Un cambio tan repentino habría dado lugar a que la muchachita pensara o, mejor dicho, supiera de mi creciente interés por ella.

Una de aquellas tardes en que pasé a la panadería más por verla que por adquirir la consabida barra de pan, encontré a Ana drásticamente renovada. Se había teñido dos mechones de un rosa intenso, y también sus largas uñas y el carmín que llevaba en sus labios eran ese día del mismo estridente color.

En vez de preguntarme qué iba a querer o meter directamente una barra de pan en una bolsa de papel, ese día Ana salió por el estrecho espacio que había a la derecha del mostrador y pasó junto a mí dedicándome una enigmática sonrisa.

El embriagador aroma a mil pétalos de flores lo impregnó todo a su paso. Yo siempre la había visto desde el otro lado de un gran mostrador, de forma que, nada más pasó junto a mí, se me fueron los ojos directos a su trasero.

No me había pasado desapercibido que con el transcurso de las semanas la chica había cambiado su estridente, desfasada y cómoda indumentaria, por otro atuendo más enfocado al cortejo y la seducción.

A veces, no tan a menudo como a mí me hubiera gustado, Ana se enfundaba leggins que imitaban el cuero, otras, minifaldas y jeans minimalistas con los que lucir los también numerosos tatuajes que cubrían gran parte de sus largas extremidades inferiores. De igual modo, la chica comenzó a ponerse vestidos y blusas con escote, pues era consciente de que poseía un buen par de tetas. Si la muchacha mostraba en apariencia un completo desprecio por la estética y el decoro, si le apetecía, Ana no dudaba en sacar pecho y lucir escotes escandalosos.

Tal era el caso aquella tarde, dado que la joven panadera lucía lo que pretendía ser el uniforme de la alumna más descarada de todo el colegio. Mientras que una camisa blanca envasaba al vacío su sublime par de tetas, la faldita plisada a cuadros grises y negros apenas si lograba cubrirle el trasero.

Cuando la muchacha me saludó con aquel inocente y sensual, “Qué desea, señor”, le noté algo más, algo diferente que por más que la miraba, no lograba identificar. Pero entonces, la vi esbozar una sonrisa y, súbitamente, advertí que la boquita de la dependienta era muchísimo más turgente y sensual que de costumbre. Saltaba a la vista que Ana se había hecho algo en los labios, pues éstos no tenían absolutamente nada que envidiar a los de las famosas de la tele.

Durante unos segundos me quedé completamente ofuscado, ya que, de nuevo embebida en una conversación de Whatsapp, la dueña de aquella suculenta boquita estaba reclinada sobre el mostrador dejando a la vista su magnífico escote.

De haber sido Ana una mujer madura, o casada, la habría mirado de modo libidinoso y no habrían pasado ni diez minutos antes de que estuviese agachada tras el mostrador mamándome la polla que es, ni más ni menos, lo que una señora de mi edad desea cuando te muestra el escote del modo que ella lo estaba haciendo.

Sin embargo, dada la juventud de Ana, decidí darle un voto de confianza. Aquel alarde de busto podía ser fruto de un simple descuido. Con todo, mientras los dedos de Ana no dejaban de volar velozmente sobre la pantalla a trescientas pulsaciones por minuto o puede que más, mis ojos evaluaron con precisión el volumen y la forma de sus hermosos senos.

Sentí, obviamente, una envidia atroz del afortunado chaval con derecho a amasar aquel par de tiernos bollos, porque eso eran, el alimento capaz de saciar a cualquier hombre.

Sin embargo, lo que hizo que me quedara sin respiración fue que, al incorporarse la panadera, pude ver que se le marcaban exageradamente los pezones. Aunque lo que Ana no se había puesto era sujetador, parecía como si tampoco llevara camisa, pues el volumen y la esbeltez de sus senos resultaban evidentes a ojos vista. Todo eso y más lo capte con un sólo vistazo gracias a mi creciente nivel de testosterona.

Luego, el andar sinuoso de la chica generó un sonido que no tardé en identificar, aunque sí en poder creer. Una vez superado el shock, me convencí de que sí, ese día mi dependienta favorita se había calzado con tacones.

Sin llegar a preguntarme qué iba a querer, tal y como siempre hacía, la joven rodeó el mostrador con calma haciendo resonar sus pasos. Tras emerger por el espacio libre entre el mostrador y la pared, Ana pasó rozándose conmigo, esbozando una elocuente sonrisa en lugar de ronronear como sin duda habría hecho de ser una gatita.

Efectivamente, la chica llevaba zapatos de tacón, pero es que además se había puesto unos calcetines blancos que le llegaban un poco por debajo de las rodillas y que, de un modo sublime, terminaban de dar ese toque final a aquel disfraz de colegiala emputecida con que se había vestido.

La proximidad de la joven hizo que me quedara sin respiración de igual modo que si una leona hubiera escapado repentinamente de la jaula donde había permanecido recluida hasta un momento antes. Cuando al fin logré tomar aire, una embriagadora fragancia floral me hechizó paralizándome de pies a cabeza. Era como si cada célula de mi cuerpo rindiera pleitesía ante la regia presencia de la muchacha.

Esa fue mi mejor oportunidad hasta entonces para contemplar el trasero de la joven sobrina de la panadera. Ciertamente, aquel hermoso pandero estaba a la altura del resto de su desbordante anatomía. Además de contonear las caderas de manera exagerada, con aquella faldita Ana estaba a punto de mostrarme los cachetes de su trasero, no de ese modo tan vulgar con que lo hacen las adolescentes por la calle, sino de ese otro modo exquisito con que una mujer hecha y derecha te provoca cuando desea que la empotres contra la pared.

Aunque supuse que no tenía de qué asustarme, el sonido del cerrojo me sobresaltó. Después la vi darle la vuelta a aquel cartel, “Vuelvo en quince minutos”, para que pudiera leerse desde afuera. Sólo entonces comprendí que realmente estaba atrapado en la telaraña tejida por aquella joven depredadora.

— ¿Pasa algo? —dije mostrando más temor de lo que me hubiera gustado.

En vez de responder, Ana se agachó de espaldas a mí, mirándome sobre el hombro. De un modo tremendamente erótico, la muchacha procedió a ajustarse los calcetines. Si bien, el verdadero fin de hacer aquello no era otro que el de enseñarme las braguitas. Eran rosas, rosa pastel, rosa golosina de algodón, rosa sonrosado, rosa de pudor e inocencia.

— Tengo que hacer mis necesidades —dijo socarrona, llevándose las manos detrás de la espalda y exhibiendo su voluptuoso cuerpo frente a mí.

— Ah, está bien. Aquí la espero —dije haciéndome el idiota, o comportándome como tal.

— Es que voy a necesitar su ayuda, caballero —aludió ella entonces con simulada inocencia mordiéndose la comisura del labio inferior.

Aquel esfuerzo interpretativo para aparentar ingenuidad resultaba del todo inútil a la vista de los numerosos tatuajes y piercings de la muchacha. Con todo, la expectativa de un suculento beneficio me animó a continuar con aquella pantomima.

— Y en qué puedo ayudarla, señorita. Si puede saberse —inquirí, siguiéndole el juego.

— Sí, claro. Es que... —farfulló haciéndose la tonta— Verá señor, hace semanas que un hombre no me folla como es debido y estoy que me subo por las paredes —se sinceró la muchachita con desaire.

— ¿Y tu novio?

Ana se rió abiertamente.

— Corté con él precisamente ayer por ese motivo, caballero —declaró llena de razón— No quería engañarle, así que le expliqué que quería comerle la polla a otro.

— Oh, vaya. Qué pena —lamenté.

— ¿Y eso? —preguntó ella con extrañeza.

— Pues que a mí me habría encantado que me hubieses comido la verga siendo su novia todavía.

— ¿Ah, sí? —dijo casi tan emocionada como indignada.

— Pues claro, chiquilla. Imagínate, esta noche, después de ponerle unos buenos cuernos, podrías haberte regocijado besándole con el regusto de mi semen aún en tu boca.

Ana abrió la boca simulando incredulidad y me reprendió por tener unos pensamientos tan taimados y retorcidos. Aunque se hacía la disgustada, el brillo de sus ojos hacía patente que mi comentario la había turbado aún más de lo que estaba.

Era lo lógico. Mientras que los hombres somos seres simples que se conforman con sensaciones y emociones físicas, las mujeres van mucho más allá. Ellas sí utilizan la cabeza para pensar, necesitan experimentar sentimientos contradictorios y enfrentarse a situaciones que les supongan auténticos retos. Por aquel entonces, yo ya estaba convencido de que la mayor parte de las mujeres que son infieles a sus parejas disfrutan tanto o más de saber y pensar que al final le han comido la polla a su jefe, que propiamente de haber tenido el pollón de éste metido hasta la campanilla.

— Bueno, visto así, puede que tengas razón —reconoció finalmente la joven sobrina de Marcela— De todas formas, puede que no esté todo perdido.

— ¿Ah, sí? —pregunté con escepticismo.

— Vamos dentro y te lo explico —dijo la muchacha echando a andar ya en dirección a la trastienda.

La amplia sala a donde Ana me condujo estaba atestada de trastos. Canastos vacíos se apilaban hasta el techo y, un poco más allá, eran sacos de papel llenos de pan duro los que se apretujaban en un rincón. Ordenadas a lo largo de la pared de nuestra izquierda se disponían una serie de máquinas a cada cual más extraña. Supuse que debían ser amasadoras para elaborar pan y bollería.

Justo enfrente había una gran mesa lo suficientemente alta para que los panaderos pudieran trabajar de pie a su alrededor en la elaboración de toda clase de delicias. Se veía que debía contar con unos cuantos años. Aunque la robusta estructura estuviese hecha de hierro, la ajada superficie era en cambio de madera maciza. Además, en la base que había debajo, debidamente elevadas del suelo había toda clase de sacos y cajas que, a tenor de las ilustraciones que en ellas había, debían ser productos para la elaboración de dulces y bollería.

Sin embargo, en ese momento, lo único que había sobre dicha mesa era el bolso de Ana, del cual ésta extrajo su teléfono móvil.

— Verás —comenzó a decir la muchacha apoyándose contra la mesa— Alfon, mi novio, bueno, mi ex... —se corrigió rápidamente después de un elocuente carraspeo— En fin, que no es un tío de esos posesivos y celosos. Así que, qué te parece si le hago una video-llamada para que nos vea follar.

Naturalmente, mi primera reacción fue de desconcierto. Sin embargo, la verdad era que a mí me daba igual lo que hiciera, siempre y cuando mi anonimato estuviera garantizado. Aunque a ella no pareciera preocuparle la posibilidad de que su novio nos grabara, yo tenía una imagen personal que debía proteger pues, entre otras cosas, me iba el trabajo en ello, por no hablar de la aceptación de la comunidad de vecinos del edificio donde vivo. En mi sector profesional, se suponía que un visitador médico debía ser un hombre serio, capaz y responsable. De modo que sí, que se me viera en un video explícito podría echar por tierra mi carrera profesional y así se lo hice saber a la muchacha, quien encontró francamente divertidas mis reticencias.

A Ana, en cambio, le importaba un carajo la opinión que los demás tuvieran de ella, eso saltaba a la vista. De todas formas, para mí seguía siendo extraño que su ex novio pudiera estar interesado en ver como me comía la polla.

— A él le encanta —fue la respuesta de la joven panadera al tiempo que me tendía una gorra— Se la pone durísima.

Desde mi mentalidad decente y vulgar, algo así resultaba incomprensible. Sin embargo, lo más probable era que el tal Alfonso fuera un friki de un perfil asocial y anárquico muy similar al de ella. Dos antisistema cuya disfunción sexual lograba complementarse.

A continuación, de una pequeña caja de cartón que descansaba en uno de los estantes, Ana sacó una mascarilla similar a las que usan los cirujanos y me la ofreció.

— Ponte esto —dijo de pasada— Y que sepas que ya me he follado a dos amigos suyos delante de él, y no te imaginas lo bien que lo pasamos.

Aquellas palabras, pronunciadas con una tranquilidad pasmosa, cayeron sobre mí como un jarrón de agua helada que me hizo comprender la verdadera naturaleza de aquella muchacha. Ana no dijo que la habían follado, sino que había sido ella quién se había follado a los amigos de Alfonso.

Eso lo cambiaba todo. En realidad no era él que la coaccionaba, por así decirlo, para acostarse con otros delante de él. Era ella misma, Ana, la que disfrutaba siendo abiertamente infiel y rompiendo de paso con cualquier convencionalismo social sobre las relaciones de pareja.

Al ver que Ana sacaba su teléfono móvil del bolso, me puse rápidamente la mascarilla sujetando ambas gomitas detrás de las orejas. Dando por sentado que yo estaría dispuesto a participar en aquella locura, la joven panadera tecleó sobre la enorme pantalla de su teléfono. No obstante, en vez de llevarse el teléfono al oído, lo que Ana hizo fue estirar el brazo como si fuera a hacerse un selfie.

Apenas tuve tiempo para calarme la gorra antes de que el destinatario de la video-llamada descolgara. Un tipo de aspecto ciertamente singular apareció a pantalla completa, a excepción del pequeño recuadro en la zona superior derecha en donde se reflejaba nuestra propia imagen a este lado de la línea telefónica.

— Hola, Cari —dijo el ex de Ana con un buen rollo impropio de alguien a quien se suponía que su novia había dejado la tarde anterior.

— Pues nada, aquí, en el despacho... —le saludó ella— ¿Te acuerdas lo que te dije ayer sobre el cliente al que quería tirarme?

— ¡Cómo no! —afirmó el otro— Si llevabas semanas dándome la tabarra con las ganas que tenías de follártelo.

— Bueno, bueno. No hace falta que exageres.

— ¡Qué exagere! ¡Pero si hasta murmurabas su nombre cuando estábamos follando! —la reprendió— ¡Alberto! ¡Alberto...! ¡AAAH! ¡AAAH! —satirizó él de manera burlona poniendo voz de mujer.

— Me excita ser infiel, eso ya lo sabías.

— Sí que lo sabía, sí —rezongó el tal Alfonso con un resoplido— Lo sabía yo y todos mis amigos, sobre todo Jaime y Luis ¡Qué menuda cogida te dieron entre los dos aquel fin de semana en las lagunas! ¡Cuatro horas!

— Vaya, no pensaba que te ibas a poner así. Para una vez que corto contigo en vez de ponerte los cuernos.

— Sí claro —refunfuñó Alfonso— ¡Y lo de mi tío, qué!

— ¡Ogh, ya estás otra vez con eso! —se lamentó la joven— Me pasé con el alcohol y ya está.

Pasmado, yo asistía en silencio a la discusión de la pareja o ex pareja, dudando acerca de esto último.

— Ana, mi prima vio como su padre te follaba sobre el capó del BMW—declaró Alfonso en tono acusador.

— Y a ti también te hubiera gustado verlo —le recriminó ella entonces.

— Claro que sí, preciosa, pero deberías ser un poquito más discreta.

— Bueno el caso es que el chico del que te hablé está ahora aquí conmigo, y habíamos pensado que…

Ana no tuvo tiempo de terminar la frase. Aunque me llamaba la atención aquella bizarra complicidad entre la dependienta y su novio, yo había pasado allí con intención de follar y ya me había cansado de escucharlos discutir. Agarrando a Ana de la cola de caballo, tiré de su cabeza hacia atrás y procedí a arrebatarle el teléfono de las manos.

— Hola, Alfonso. Soy Alberto —me presenté al tiempo que le indicaba a Ana que se aupara sobre la mesa de trabajo.

— Hola, ¿qué tal?

— Bien, bien —respondí— Perdona que os interrumpa, pero es que como no empecemos de una vez podemos estar aquí toda la tarde.

¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! —le oí reírse al otro lado.

— No te preocupes —dijo— Imagino que debes estar impaciente.

— Ahí le has dado, chaval, me alegra que nos entendamos —repliqué— Te paso a tu chica.

En ese momento comprendí que ya no tenía sentido aquella estupidez de la gorra y la mascarilla. Además de sentirme ridículo, la dichosa mascarilla no me dejaba respirar. Frustrado, me quité todo y lo arrojé al suelo. Tendría que bastar con ponerme de espaldas a la cámara y con procurar que mi cara no lleguase a salir en la pantalla.

Con Ana sentada sobre la mesa sin parar de hablar, comencé a soltar uno a uno los botones de su camisa hasta liberé sus grandes senos. Ante la ausencia de sujetador, empecé a devorárselos tal cual.

La agraciada panadera poseía dos suculentos bollos de mosto, como no podía ser de otra manera. Al principio me los metí en la boca con ansia, pues llevaba semanas con poder comerle las tetas a aquella pequeña zorra. Con todo, una vez libre de esa necesidad atroz, empecé a chupárselas con más calma, procurando atender cada milímetro de sus senos y no centrarme únicamente en sus erguidos pezones.

Después sería el moreno y tupido sexo de la chica el que se haría acreedor de las atenciones de mi lengua. Ya había indagado en él mientras le comía las tetas, por lo que lo hallé bien aliñado nada más despojarla de las braguitas.

Al ir a repasarlo con toda mi lengua me llamó la atención el gran tamaño de su clítoris, así como los rebosantes pliegues de su vulva. Ana poseía un coñito tan exuberante como toda ella.

Luego de que la muy perra aullara con su primer orgasmo, la atraje de un enérgico tirón al borde de la mesa. Acto seguido me saqué la verga de forma expedita y, poco a poco, se la fui metiendo hasta lograr tener todo mi miembro dentro de ella.

Comencé entonces a agasajar con el pulgar el furibundo apéndice de placer de la muchacha. La masturbé con saña al tiempo que mantenía un contundente mete-saca y, en apenas un par de minutos, Ana volvió a experimentar de nuevo las sacudidas y convulsiones propias del orgasmo mientras yo la seguía follando.

Si la mitad de lo que la sobrina de Marcela había afirmado era cierto, aquella muchacha era de lejos la más promiscua con la que me habría acostado hasta entonces. De hecho, yo estaba acostumbrado a las señoritingas casaderas con ínsulas de grandeza, chicas a las que debía cortejar durante semanas para que tuvieran a bien hacerme una mamada. Había tomado pues la determinación de impresionar a la panadera, ya que tenía la convicción de que si lo hacía bien, podría follarla a menudo.

Ante la profusión de fluidos con los que su vagina lubricaba mi miembro viril, decidí extraer mi verga para volver a darme un festín entre sus suaves y pálidos muslos. Los pétalos de su orquídea se abrieron a mí, ofreciéndome su dulce polen.

Al escuchar una vez más sus resoplidos, decidí poner en valor la excitación de la muchachita para atacarla por la retaguardia. Con tal propósito, hice que Ana elevara las piernas. En esa postura, con la punta de sus tacones en vertical, el ano de la chica estaba en una posición inmejorable para su uso y disfrute.

La rajita de Ana continuaba emanando fluidos de toda clase y procedencia, pero todos destinados a un mismo fin, facilitar la penetración. Decidí pues rebañar aquel excedente de lubricación vaginal para adecuar el oscuro sumidero situado a escasos centímetros.

Aquella inusual fémina me había proporcionado tantas sorpresas que no le di mayor importancia al hecho de que también llevase el culo tatuado, menos si cabe teniendo en cuenta que desde mi perspectiva sólo se distinguían unas cuantas líneas sin sentido. Mientras la punta de mi lengua hurgaba en su ano, era ahora ella misma la que se masturbaba en pos de su propio placer.

El coñito de Ana parecía un recipiente en el que hirviesen sus caldos afrodisíacos y, daba la postura en que se encontraba, estos se iban derramando por su perineo hasta el otro orificio. La muchacha no había emitido la más mínima protesta ante mi evidente interés por estimular su ano, y eso solamente podía significar una cosa.

— ¡Ay!

Ana acogió el primero de mis dedos con un gritito, que pronto mudó a un gemido cuando este empezó a entrar y salir a través del arrugado esfínter. El segundo dedo, en cambio, hizo que mi alumna favorita emitiera un lánguido sollozo. Así, con dos dedos, fue como verdaderamente comencé a hacer las delicias de la muchacha.

Tanto fue así que Anita se puso a chillar como una loca mientras yo le chupaba el clítoris y le follaba el culo simultáneamente.

¡¡JODER, SÍ!!! ¡¡¡AY, DIOS, QUÉ MARAVILLA!!! ¡¡¡SÍ, SIGUE!!! ¡¡¡SIGUE!!! ¡¡¡AAAH!!!

Como no era cuestión de que nos escucharan desde la calle, hice algo que había leído en un relato erótico. Recogí sus braguitas del suelo y se las metí en la boca sin más. Obviamente, la muchacha siguió bufando, pero al menos ya nadie salvo yo y su novio podíamos oírla.

No andábamos sobrados de tiempo, de modo que en cuanto sus gemidos revelaron que estaba gozando de lo lindo, fruncí mis labios entorno a su sexo para empujarla con ímpetu a su tercer o cuarto orgasmo.

Yo había fantaseado infinidad de veces con follar a aquella muchacha díscola y extravagante, pero jamás había osado imaginar que también podría darla por el culo. Su aspecto me había confundido, me había hecho creer que la chica sería una de esas ultrafeministas radicales a las que uno teme acercarse, cuanto ni más metérsela por atrás. Pero allí estaba yo, no ya con el convencimiento, sino con la seguridad de que iba a sodomizarla en nuestro primer polvo.

Hice entonces que Ana girara boca abajo, con lo que su torso quedó tendido sobre la mesa. Dada la altura de ésta, sus piernas pendían sin llegar a tocar el suelo, pero merced a esa suerte que no dejaba de sonreírme, sus dos orificios estaban situados a la altura óptima para ser follados.

Fue en ese trance, al ver la plenitud de su trasero, cuando al fin pude reconocer el misterioso tatuaje que lo decoraba en todo su significado.

¡¡¡ERA UNA DIANA!!!

Aquella chalada se había hecho tatuar una diana en el culo. Las líneas que anteriormente había visto, no eran otra cosa que los círculos concéntricos a su ano.

Aquella desconcertante visión me dejó ofuscado, y me quedé tan mudo e inmóvil que ella se percató.

— ¡Qué pasa! —preguntó con impaciencia.

— Tienes una diana en el culo —admití simple y llanamente, como un imbécil.

— ¡Ah, sí! —clamó ella— Siempre se me olvida… ¡Cómo no puedo verla!

Ambos nos echamos a reír ante aquella graciosa ocurrencia. Sin llegar a ser vulgar, Ana era sin duda la chica menos sofisticada que había conocido en toda mi vida.

— Con un tatuaje así, debe gustarte…

No supe cómo acabar la frase. Afirmar que cualquier hombre que contemplara aquella diana sentiría el fervoroso deseo de follarla por el culo era una necedad. Era algo tan obvio que tenía que ser, necesariamente, el propósito de aquel absurdo tatuaje.

— ¿Qué me follen el culo? —declaró ella misma para ayudarme a salir del apuro.

— Eh, sí —reconocí

— Me encanta —susurró de forma lasciva— Me vuelve loca.

“Loca ya estás, querida”, pensé, mordiéndome la lengua.

Incrédulo, me hice hacia atrás para poder contemplar aquella surrealista y transgresora obra de arte en todo su esplendor. La muchacha era ancha de caderas y no estaba precisamente delgada, de modo que poseía un culazo de por sí digno de admiración. El dibujo se veía impecable, por lo que deduje que no debía llevar hecho muchos años. Era en la nalga derecha donde figuraban los números con la puntuación, en orden creciente conforme se aproximaban al ano: 10, 25, 50, 75 y, como centro, ese oscuro pasadizo que tanto respeto imponía.

En verdad no resultaría difícil acertar, dado que el círculo central abarcaba todo el contorno de su ano. Naturalmente, ahí su piel era arrugada y oscura como una castaña, por lo que ofrecía un blanco fácil en medio de su pálido trasero.

La chica seguía doblada en el borde de la mesa con el culo en pompa. Tuve que hacer de acopio de fuerza de voluntad para no ceder a aquella incitación al pecado, por el momento. Todo llega si uno es perseverante, paciente e inteligente. Todo.

Deslicé pues mi verga a través de su húmeda conchita. Y fue justo así gracias a la profusa lubricación de su maravilloso sexo. A pesar de su solidez y tamaño, mi miembro resbaló literalmente hacia las profundidades de su coño que, como era de esperar, fue acogido con una rimbombante ovación por parte de la propietaria.

— ¡Pedazo de rabo! —aclamó— ¡Madre, mía!

— ¿Te gusta? —jadeé, pues ya había entablado velocidad de crucero dentro y fuera de su túnel del amor.

— Muchísimo —dijo con alegría— ¡Qué maravilla!

— Pues a mí también me encanta tu coño —confesé— ¡Qué calentito y mojado que está!

Ana sonrió ebria de placer y encantada con mi cumplido.

— ¡Anda que no lo sabía! ¡Eh, niño! —se jactó Ana mirando a su novio en el teléfono— ¡Menudo ojo tengo para los tíos! Luego sois todos unos cretinos, pero… ¡Ogh! ¡Qué maravilla de polla!

Dejé pasar aquella pulla y seguí a lo mío, que no era otra cosa que hacerla gozar. Adoro llevar a una mujer al clímax una y otra vez hasta hacerla perder los estribos. Me encanta que ellas mismas lubriquen tantísimo como para luego poderlas sodomizar sin necesidad de lubricante, utilizando sus propios abundantes e inmejorables fluidos femeninos para abrirles el culo.

Todo iba a pedir de boca. Mi monumental erección estaba conmocionando a la dependiente, cosa que confirmaban sus ostentosos gemidos e imprecaciones. Cuando ésta comenzó a dejarse mecer por las olas de placer, pensé en terminar de preparar su esfínter para la severa inspección a la que iba a ser sometido más pronto que tarde. Sin embargo, al final opté por no hacerlo.

Contrariamente a las chicas y mujeres con las que yo solía tratar, su novio había afirmado que la joven dependienta estaba habituada a que la encularan. De modo que, en su caso, tenia margen para no dilatar su esfínter y arriesgarme a ser demasiado rudo a la hora de penetrarla analmente. Desde luego, era preferible que la chica sufriera un poquito a privarla del delicioso trance de la penetración anal por haberla preparado demasiado.

Por mucho que me apeteciera pasar al segundo plato, continué haciendo las delicias de su sexo un buen rato más. Su coñito tragaba, una y otra vez, toda mi verga sin que la muchacha diera señales de saciarse. Al igual que su sexo, la tolerancia al placer de aquella señorita parecía no tener fondo.

Puede que no fuera de modo totalmente altruista, pero esa tarde tenía la firme intención de brindarle a mi dependienta favorita un buen banquete. De primero, un buen par de orgasmos. Luego una contundente ración anal de dieciocho centímetros de largo por cuatro y medio de diámetro capaz de empachar el culo a cualquier dama y, para terminar, un rico postre a base de leche condensada. Desde luego, con hambre la chica no se iba a quedar ya que, entre unas cosas y otras, debía llevar al menos una semana sin correrme. Sentía los huevos a tope, esa iba a ser una buena corrida, de modo que intentaría sorprender a la sobrina de Marcela llenándolala boca.

En estos pensamientos me hallaba cuando me acordé de Alfonso. Después de haber molestado a su novio, estábamos pasando de él. El teléfono de Ana seguía en pie sobre la mesa, apoyado contra el infantil bolso rosa de la chica. A pesar del traqueteo no se había caído, sin duda gracias a que aquella mesa debía pesar un disparate.

Sorprendentemente, al informar a Alfonso de que me disponía a darle a su chica por el culo, éste mostró aún más ansias que yo.

— ¡Sí, fóllale el culo! —me jaleó— ¡Con el rabo que tienes, lo va a flipar!

En lugar de ponerse hecho una furia, el chaval se puso a darme inoportunos detalles acerca de los vicios de su chica. Lo último que me preocupaba en ese instante eran las posturas predilectas de Ana o si le gustaba o no que le llenasen la cara de semen.

Aquellos dos tarados debían tener un buen montón de divertidas anécdotas que contar. Antes o después estaría bien quedar con ambos a la vez. Sería muy interesante. Seguro que después de un par de cervezas, tampoco más, surgiría algo aparte de bromas y risas.

Había un detalle paradójico, sino contradictorio, en todo aquello. Puede que la muchacha fuera muy alternativa, antisistema y todo lo que quisiera, pero tenía un teléfono móvil último modelo, bastante mejor que el mío. Aquel aparato con tres cámaras tenía que disponer de una resolución brutal, de corrector lumínico, estabilizador de imagen y todas las inútiles tonterías del mercado.

Agradeciendo la buena disposición de su novio, ex novio o lo que fuera, sujeté el teléfono a la distancia y el ángulo adecuado para que el encuadre fuera perfecto. En el lado izquierdo el culazo de su chica y mi polla, y en el derecho la cara de ella. Al distraerme, me percaté en cambio de una caja entreabierta que había en el estante inferior. Manteca de cerdo, “o de cerda”, me dije maliciosamente.

Sin pensármelo dos veces, eché a un lado la tapa de cartón y hundí los dedos en aquella sustancia blanca y pringosa. Al sacar la mano me di cuenta de que había cogido demasiado, pero la lubricación es una de esas cosas que nunca están demás.

Separé sus nalgas de manera tan grosera como efectiva y le unté bien el ano con aquello. Ciertamente me había pasado con la cantidad de manteca, así que hice lo propio con mi miembro, que quedó salpicado de pringue por todos lados. A pesar de todo ello, aún guié mi glande hacia el oscuro punto de ensamblaje con incertidumbre.

Era de todo inverosímil que mi nervudo pollón pudiera entrar en aquel pequeño orificio semioculto entre sus nalgas y, sin embargo, la agitada respiración de la joven revelaba su impaciencia y deseo por que así fuera. Y entonces, como si estuviera escuchando mis pensamientos, la muchacha separó una de sus nalgas para mostrarme el agujero por donde quería ser penetrada.

Una vez más, me vino a la cabeza la total diferencia entre aquella hembra, salvaje y desbocada, y las señoritas con las que yo solía tratar en mi ambiente habitual, principalmente médicos elitistas, enfermeras remilgadas y compañeras para las que uno nunca es lo bastante interesante como para abrirse de piernas.

En contraposición, aquella chica me ofrecía su culito con una generosidad y una entrega que yo no había visto nunca. Por suerte para ambos, no hubo tumulto, sino apenas un sollozo con la claudicación de su esfínter. De algún modo, experiencia quizás, mi verga apenas causó una moderada molestia al adentrarse en aquella fosa de perdición.

Tras unos segundos de pausa para que Ana se hiciera a tenerme entre sus nalgas, empujé y empujé hasta lograr que mi pubis rozase la delicada piel de su trasero. Entonces, afianzando los pies en el suelo, le arreé una última arremetida para hacerla saber que ya estaba toda dentro.

— ¡OOOGH!

— Mastúrbate —le indiqué con voz firme, pero serena.

La tomé entonces de los hombros y comencé a sodomizarla de manera comedida, no hacía falta ser más duro de lo estrictamente necesario. Eso sí, en cuanto los sollozos de la muchacha denotaron más gozo que sufrimiento, el vigor de mis arreones fue aumentando progresivamente hasta que mi pubis comenzó a restallar contra sus nalgas con el estruendo pripio de una contundente follada.

¡CLACK! ¡CLACK! ¡CLACK! ¡CLACK!

Si bien al principio la chica siguió mis instrucciones acerca de masturbarse, e incluso aprovechó para acariciarme los testículos, cuando la situación la acabó desbordando, Ana no tuvo más remedio que dejar de hacerlo para sujetarse a la mesa.

La colegiala empezó de nuevo a gritar como una histérica, lo que me hizo percatarme de que no tenía ya las braguitas dentro de su boca. Hice una breve pausa para rescatarlas de debajo de su cuerpo y metérselas otra vez en la boca.

¡CLACK! ¡CLACK! ¡CLACK! ¡CLACK!

La dependienta estaba completamente ofuscada a causa de la enérgica enculada a que estaba siendo sometida. Aún con su prenda íntima amordazándola, no dejaba de emitir desesperados sollozos mientras abría los ojos como platos mirando a la pantalla de su teléfono.

Menudo espectáculo estábamos ofreciendo a su novio. Ella despeinada, con cara de estupor y a punto de perder las gafas, y yo encargándome ahora de frotar su sexo y estrujar uno de sus senos a la vez que arremetía con mi verga entre sus grandes nalgas.

¡CLACK! ¡CLACK! ¡CLACK! ¡CLACK!

De pronto, la muchacha me clavó las uñas e hizo ademán de incorporarse. Resoplaba y apretaba los dientes con rabia mientras yo seguía sodomizándola. Temblaba, parecía preocupada con el hecho de haber perdido el control, de haberse dejado arrastrar por su temerario furor sexual y, sobre todo, por estar a punto de experimentar un orgasmo anal.

Solamente hube de oprimir ligeramente sus enhiestos pezones para que la morena perdiera completamente los papeles y empezase a convulsionar. Ana barruntaba como un animal malherido mientras su cuerpo se sacudía con unos bruscos espasmos.

— ¿Suficiente? —le pregunté con un tono quizá demasiado desafiante.

Ana ya se había calmado y yacía echada de bruces sobre la mesa con los brazos extendidos.

— ¡Ay! —balbució por toda respuesta— ¡No puedo más! ¡Qué animal, me vas a matar!

Yo reí abiertamente, no porque su comentario me pareciera gracioso, sino porque todavía tenía la polla tan dura como una barra de hierro.

Haciendo un alarde que podría haberme costado una hernia discal, la hice ponerse de pie y logré sentarme en la mesa con ella encima de mí, y todo sin que mi miembro viril hubiese escapado de su recto.

Teníamos su teléfono justo enfrente y en la pantalla podíamos ver la cara de pasmo de su chico. No era extraño. En un pequeño recuadro aparecía también la imagen que él estaría contemplando en su teléfono.

A mí tan sólo se me veían las piernas y los huevos. La verga no, la verga la tenía Ana dentro del culo. Toda, mis dieciocho centímetros dentro de su recto. A la tatuada dependienta, por el contrario, se la veía de los pies a la cabeza. Al estar despatarrada, exhibía su sexo como una flor de pétalos carnosos. Con los brazos echados hacia atrás a fin de sostenerse semi incorporada también sus grandes senos lucían bellísimos, sus pezones apuntando al techo, tan tiesos o más que la verga que tenía en el culo.

— Escucha, Ana. Esto es importante —dije para llamar su atención— Será lo último, te lo prometo. Haz lo que yo te diga y te dejaré chupármela. Te garantizo que no aguantaré mucho, ¿vale?

— ¿Qué quieres? —suspiró respirando con intensidad mientras apretaba las rodillas sodomizada aún por mi miembro.

— Quiero que levantes un poco el culo cuando yo te lo diga, ¿entendido?

— Sí —asintió.

— Pues hazlo.

Efectivamente, la muchacha alzó su pelvis unos diez centímetros, de modo que, ahora podía verse parte de mi tremenda erección.

—Eso es —confirmé— Ahora tienes que mantenerlo así todo el tiempo que puedas.

¡AAAH! ¡AAAH!

La muchacha chilló sobresaltada cuando mi miembro comenzó a subir y bajar a toda velocidad. El show para aquel muchacho también debía ser sobrecogedor. Una verga gorda y dura como un roble follando por el culo a la muchacha más voluptuosa que uno pudiera imaginar.

Sin dejar de sodomizarla, volví a llevar una mano entre sus piernas y me dispuse a restregar los dedos sobre su pringoso coñito. Eso fue suficiente para que la chica volviera a ponerse a gritar, pero como yo necesitaba que se corriera lo antes posible, agarré y estrujé uno de sus pechos.

Así pasó. En apenas un minuto de fulminante sodomía, Ana se sacudió y comenzó a mearse a chorros al mismo tiempo que un electrizante orgasmo la recorría de pies a cabeza.

La muchacha había cumplido su parte del trato, pero antes de disolver nuestra íntima unión la cogí de detrás de las rodillas y, tirando de sus piernas hacia arriba, la levanté haciendo que mi miembro fuese saliendo de su trasero.

— Sepárate los cachetes —le dije.

Con un último esfuerzo, mi verga salió por fin de su trasero. Ni Ana ni yo pudimos ver el tremendo boquete abierto entre sus nalgas. Aquel era nuestro regalo para su novio, que era el único de los tres que disfrutaría de aquel efímero espectáculo. Tanto ella como yo estábamos agradecidos a Alfonso, ya que muy pocos dejarían a su mujer gozar con otros hombres como él lo acababa de hacer.

Tras bajarme de la mesa, tuve otro pequeño antojo. No sabía cómo se lo tomaría la muchacha, pero con la cara de satisfacción que tenía, dudaba que Ana fuera a negarme nada. La chica yacía boca arriba sobre la mesa, apretando con fuerza los muslos. En esa posición, los labios de su boca se me antojaban un par de suculentas cerezas sobre un frutero, listas para que cualquiera pudiera comerlas.

Hasta el momento, la panadera había gozado de todo sin remilgos. Sin embargo, la idea que tenía en mente exigiría un poco más de su parte. Tanto la vagina como el recto de una mujer son capaces de acoger completamente el miembro viril de un hombre, cosa que no ocurre con la boca. La glotis constituye una barrera natural que impide la obstrucción de la tráquea y del paso de aire hacia los pulmones. No obstante, con sólo echar hacia atrás la cabeza se consigue que la glotis permanezca abierta y la tráquea accesible.

Aunque yo tenía clara la teoría, albergaba bastantes dudas sobre la viabilidad práctica. Con todo, si existía una muchacha lo suficientemente freaky y trastornada como para dejarme meterle la polla más allá de las amígdalas, esa era ella.

Esta vez no la avisé. Simplemente me limpié la polla con sus bragas y luego tiré de las axilas de la dependienta hasta colocar su nuca justo en el borde de la mesa. Evidentemente, la cabeza de la chica quedó colgando, lo que hizo que se le abriera la boca.

Rápidamente, procedí a introducir mi miembro entre sus labios. Su boca estaba a la altura idónea para que yo pudiera iniciar un comedido vaivén. Inopinadamente, a pesar de estar boca-arriba, la joven colaboró con unas torpes chupadas y movimientos de su lengua. Casi sin darnos cuenta, mi resplandeciente verga empezó a entrar y salir en su boca con la misma fruición con la que lo había hecho en su sexo .

— Aguanta la respiración —le indiqué entonces con firmeza.

Tras un momentáneo carraspeo, la garganta de la muchacha comenzó a hincharse con la entrada del glande. Mi pubis pronto hizo tope con sus labios hialurónicos, al tiempo que mis testículos quedaron ingeniosamente apoyados a ambos lados de la nariz de la muchacha.

Me quedé de piedra, no era para menos. Esa había sido la primera y única vez que una mujer engullía toda mi verga. Pero entonces las palmadas de Ana en mis muslos me recordaron que ésta no podía respirar, de modo que extraje mi verga de inmediato.

Ana tosió y se giró para mirarme. Las lágrimas se derramaban de sus ojos dotando a su rostro de un genuino semblante de apuro.

— Esto no lo habías hecho antes —afirmé más que preguntar.

A lo que ella se limitó a mover la cabeza de lado a lado con incredulidad.

Sonreí. Aquella muchacha no estaba acostumbrada a que la intimidasen. La cogí pues de ambas muñecas, y la hice volver a girarse para retomar la posición anterior.

Fueron varias las veces que, gracias al pundonor y sacrificio de la dependienta, mi verga logró entrar en su garganta durante el siguiente par de minutos. Al principio superando ese mismo pequeño escollo, pero luego no, puesto que Ana no tardó en percatarse de que un movimiento semejante a la deglución la ayudaba ostensiblemente a tragarse mi verga.

— ¿Te está gustando? —le pregunté después.

— ¡Ufff! No pensaba que fueras a darme tanta caña.

— ¿Y eso? —quise saber.

— No sé, pareces un yupi cultureta —dijo sin demasiada convicción.

— No hay fiarse de las apariencias —aduje— Las únicas dos chicas a las que se la he metido por el culo habían estudiado en colegios de pago.

Ana se hechó a reír después de oírme decir aquello.

— Yo también —confesó divertida— “Dios te salve María; Llena eres de gracia; El Señor es contigo...”

Una vez que Ana dejó de reírse y estuvo en pie, le indiqué que se arreglara un poco. Después de tanta copulación, su pelo estaba enmarañado, el abundante maquillaje se había descompuesto por completo, llevaba la camisa estaba completamente desabotonada y a su falda le faltaba poco para estar a la altura de las axilas. Además, todo sea dicho, ese lapsus que a la muchacha le supondría adecentarse, a mí me vendría de perlas para atenuar mi nivel de excitación y aguantar mejor lo que estaba por venir.

— Ciertamente, es usted una de mis mejores alumnas —dije simulando ser el “teacher” de aquella muchachita— Ha demostrado una gran fluidez vaginal y una notoria capacidad oral y anal.

— Gracías, señor —me replicó ella con las manos a la espalda como una pudorosa chiquilla.

— El mérito es suyo, señorita —puntualicé— Con todo, permítame advertirle que una buena alumna ha de ser eficiente, y usted no lo ha sido.

Visiblemente compungida por la amonestación que acababa de recibir, Ana agachó la cabeza.

— Le he dado la oportunidad de hacerme eyacular tanto con la vagina como con el ano y, a pesar de ello, no has sido capaz de conseguirlo.

— Es que no era esa mi intención, señor profesor —se defendió la alumna.

— ¿Ah, no?

— No, señor profesor. A mí me gustaría probar su semen, todas dicen que está muy rico —dijo Ana sin levantar la mirada del suelo.

— Y quién lo dice, señorita. Si puede saberse.

— Todas, señor. Montse, María… y no sólo las alumnas, también mi mamá.

— Ah, sí, claro. Salúdala de mi parte, y recuérdale que me pase el turno de tu papá para que pueda citarla para la próxima tutoría.

— Sí, señor —dijo la joven disimulando una risita.

— Bueno, pues a ver si es verdad eso que “de tal palo, tal astilla” —comenté— Tu mamá es toda una campeona. Tendrías que verla.

— La he visto —dijo la chica, arrepintiéndose al momento por haberse ido de la lengua.

— ¿Ah, sí? —dije extrañado— ¿Y con quién, dígame?

— Es que no sé si está bien que se lo diga —dudó la muchacha.

— No temas, pequeña. Entre tu mamá y yo hay confianza. Si no me lo quieres decir, se lo preguntaré a ella. Lo malo, claro, es que le tendré que advertir de que la andas espiando…

— Es que es el abuelo Paco, el papá de papá.

— ¡Qué interesante! —afirmé algo descolocado por aquella ocurrencia.

— El abuelo es especial, igual que usted —dijo Ana tomando mi miembro con su mano— La hace gritar mucho.

— Y viste bien qué le hacía tú mamá al abuelo Paco —inquirí.

— Sí, claro. Hacia así…

Ana se metió mi polla en la boca con toda confianza y comenzó a cabecear adelante y atrás. Hube de cerrar los ojos para concentrarme en percibir el calor y la humedad de su boca. Su lengua se retorcía alrededor de mi glande cual una pequeña serpiente.

— No verías si tu mamá también le chupó los huevos al abuelo —comenté fingiendo desinterés personal.

— Sí, le gustan mucho los huevos.

Y al momento, la colegiala ya tenía una de mis testículo dentro de su boquita mientras proseguía sacudiendo mi erección con la mano. Alternando después al otro testículo para dejar claro que ella no era de izquierdas ni tampoco de derechas, como la inmensa mayoría de mujeres, que pueden coquetear con ambos bandos, pero que a la hora de la verdad se decantan por el poderoso miembro situado justo en el centro.

— Lo está haciendo francamente bien, señorita —la adulé con total sinceridad— Seguro que su mamá estaría orgullosa de lo rápido que aprende, para ser tan precoz. De hecho casi diría que está usted al nivel de sus compañeras de Bachillerato.

— Gracias, señor. Ahora le tocaría a usted.

— ¿A mí? —pregunté.

— Sí —respondió— Después de un rato, el abuelo le sujeta a mamá la cabeza así…

No necesité más para tomar aquella fogosa alumna del cogote y empezar un suave vaivén entre sus carnosos labios de pago. Las sensaciones orales eran lo principal, pero la gran labor de sus glándulas salivales hizo que el libidinoso chapoteo en su boca se uniera a la fiesta. La aplicada estudiante se mostraba ahora en cambio como una fascinante cerda. De que quise darme cuenta, ya estaba provocando las arcadas de la pobre chiquilla.

— Ufff, disculpa —me excusé— Me he dejado llevar.

— Eso es, señor —jadeó Ana— Tiene que dejarse llevar.

— ¿Es lo que hace su abuelo?

— Claro —suspiró— No para hasta que le da el premio a mamá.

— Pues tú el premio te lo tendrás que ganar —dije aproximando mi miembro viril a sus labios, pues deseaba que supiera que yo prefiero ver como una mujer se desvive chupándome la polla hasta hacerme eyacular.

Por primera vez, la intrépida muchacha dio síntomas de flaqueza, aunque rápidamente puso la manos en la masa. Fue precisamente por eso que tuve que sujetarle ambas muñecas, para que supiera que debía terminar con la boca lo que había empezado.

Apenas hubo de esforzarse, pues un minuto más tarde, mi polla restalló y un potente chorro de esperma salió lanzado como un trueno contra su paladar. Y así proseguí, esa era otra de las cosas que debían aprender aquella colegiala y su novio, y es que a mí me gusta eyacular dentro de la boca de las mujeres, y no en su cara.

La colegiala captó rápidamente la idea y dejó que me fuera vaciando frunciendo con fuerza los labios alrededor de mi glande. Cuando mi verga cesó de sacudirse, la avispada señorita no olvidó succionar para extraer hasta la última gota de esperma.

Cuando ya creía que todo había terminado, Ana se colocó delante de su teléfono y, separando los labios con cautela, le mostró a su chico el blancuzco contenido de su boca. La muchacha debía echar la cabeza ligeramente hacia atrás de tan llena como la tenía la boquita.

Ana se puso entonces a hacer guarradas como chapotear con su lengua en mi esperma o mojarse los dedos con el semen y mostrárselos a la cámara. Al principio aquello me resultó divertido, pero en seguida volví a excitarme y mi entumecida verga comenzó a levantarse de nuevo. La confiada muchacha no me vio venir, estaba demasiado ocupada como para percatarse de que me estaba ofreciendo la diana tatuada en su formidable trasero.

¡¡¡AAAAAAAAAAAAH!!!

AGRADECIMIENTOS:

A la hija de la panadera de mi barrio, por ser una mujer distinta, interesante y hermosa.

Este encuentro sexual está inspirado en el vídeo: My Anal Schoogirl 2 starring Roxanne Rae