La hidra de Viceka

Relato de fantasía épica-erótica.

PRÓLOGO

—No —contestó Braco.

El hombre que estaba sentado al lado del trono, sobre los escalones forrados de lustrosa piel de conejo, agachó su cabeza. Era irrespetuoso contrariar al monarca, tanto por protocolo como por sentido común: aquel hombre era enorme, más de dos metros largos de músculos tensos e hinchados bajo ropajes de seda brillante y ostentosa. Perfumes corporales, perfumes intensos, limpieza inmaculada, peinado aceitoso, barba recortada, axilas depiladas…, todo en aquel hombre gigantesco reiteraba un recalcado y excesivo cuidado narcisista.

—Dile que no —repitió Braco mirando a lo lejos, hacia la plácida oscuridad del extremo de la gran sala.

El otro hombre, hombrecillo en comparación, tragó saliva y quiso atreverse a formular una pregunta tras una digna explicación.

—Vuestra alteza, mi señor, mi dios… —paró cuando el monarca desvió su mirada hacia él—. Su divina esposa me ha solicitado para mañana mismo un primer escrito sobre vuestras aventuras y memorias. Ha incidido, sobre todo, en el capítulo dedicado a su muerte y

—Quieres saber de la milagrosa existencia de la reina —interrumpió Braco.

El hombrecillo sonrió y afirmó con la cabeza.

—Vinomiel —pidió el monarca con un vozarrón que hizo temblar las paredes de la sala de audiencias.

Un sirviente apareció de las sombras de un rincón portando en su hombro una gran pellejo de piel y tendió a Braco una exagerada copa de plata con incrustaciones de piedras preciosas. Vertió un chorro de licor espeso y dulzón.

Braco saboreó el brebaje de hierbas y una sonrisa empezó a florecer en su gruesa mandíbula. Mostró unos dientes parejos y blancos. Frunció su ceño.

—Escribano —dijo mirando por primera vez al amanuense—. Mi vida, no hace muchos años, era fácil de llevar y divertida de arrastrar. Te hablo tan solo de cinco años atrás, cuando simplemente era un asqueroso rufián cuya máxima aspiración era montar a las hembras más hermosas, destripar a todo aquel o aquello que me importunase, robar a incautos e idiotas y calmar mi sed con brebajes que me aturdieran hasta dejarme casi muerto. Los dioses no me hacían caso, y mejor así. No tenía ningún dinero encima y solo contaba con una espada, unas pocas monedas y una arrogancia que aún no ha conocido rival.

El hombrecillo había colocado sobre sus rodillas una resma de pergaminos que embadurnaba presto con palabras y símbolos, asintiendo de vez en cuando con la cabeza.

—Toma buena nota —rió Braco al contemplar la rapidez de la escritura del escribano—. Cuando caiga borracho ya no habrá más que contar. Y sí mucho que añorar.

1 .

Bostecé aturdido y desorientado, incapaz de recordar nada de lo que había sucedido la noche atrás e, incluso, días antes. Tenía la mente bloqueada, la memoria deshecha. Los efectos del alcohol me amodorraban los sentidos y los movimientos, y me crispaban los nervios. Estaba en un pajar, en penumbra. Rayos de luz se filtraba por las rendijas de las paredes destartaladas y el polvo flotaba en el aire. Había despertado porque en el exterior alguien estaba clavando algo y los martillazos resonaban en mi cabeza, insidiosos. Iba a aullar que se detuviese el malnacido que me importunaba cuando tomé conciencia de la hembra que tenía a mi lado, desnuda como yo, con las briznas de paja pegadas a su cuerpo.

Era muy joven, de facciones suaves, algunos arañazos en la tez, cabello largo y dorado, y cuerpo rebosante de atributos femeninos. Cientos de tatuajes finos y elaborados decoraban toda su piel, desde su frente hasta los dedos de sus pies. Era muy bella. Pero también era muy inconsciente. Si no, no hubiera accedido a yacer con un desgraciado y ladrón como yo, que no podía pagar una puta y menos ofrecer a una joven una vida decente más allá de cópulas interminables y latrocinios de poca monta.

O eso o la había forzado, lo cual me hubiera disgustado; mi encanto se resistiría. Pero viendo la placidez de su dormitar lo dudaba. Intenté recordar qué había sucedido la noche anterior, los días anteriores, porqué me encontraba en aquel pajar, qué hacía en aquel pueblo, dónde estaban mis ropas, mi espada, qué, qué, qué.

El asno que estaba atado en el extremo del pajar rebuznó cuando un recuerdo empezaba a formarse en mi cabeza. Aquella muchacha me era conocida, muy conocida. Pero el rebuzno me había despejado la mente.

Por fortuna el martilleo exterior cesó y aunque luego fue seguido del rumor de un gentío, el ruido era más soportable. La joven gruñó algo y se estrechó a mí en busca de calor. Estampó su sexo desnudo en mi muslo y sentí el agradable calor que su interior desprendía. Mi verga comenzó a hincharse y pronto sentí la necesidad de aplacar aquel calor que me traspasaba la pierna.

La tendí boca arriba, despertándola, y me arrodillé sobre sus tiernas y blancas carnes. Abrió los ojos y me miró con una sonrisa lúbrica, pasándose la punta de la lengua por los labios sonrosados.

—Veo que te has levantado con ganas, gigantón —dijo acariciándome el miembro erecto que se sostenía en el aire entre su vientre y el mío.

Sonreí. Comprobé con un dedo que su interior estaba húmedo y, sin esperar su consentimiento, deslicé la mitad de la verga en su prieto sexo. La joven ahogó un grito que mezcló dicha pero también dolor. Otro golpe de caderas y hundí el resto de mi miembro. Abrió los ojos sorprendida y emitió un siseo quejumbroso con los dientes apretados.

—Hijo de… una ramera —chilló entre empellones— ¡Me vas a romper en dos!

Pasó sus brazos alrededor de mi cuello y sus piernas abrazaron mi cintura. Con cada embestida sus pechos se revolvían desparramados por sus costados y sus carnes se agitaban mientras de sus labios manaban insultos. Se mordía los labios y resoplaba como una vaca. Su interior era acogedor y caluroso.

—¡Boñiga, excremento de rata, hijo de cien padres! —aullaba. Y sus uñas se clavaban con fuerza en mi piel y sus piernas temblaban agarrotadas.

Me apoyé a cuatro patas y ella me abrazó con brazos y piernas, elevándose sobre el suelo de paja. Las briznas volaban sobre nosotros, barridas con su rubia melena alborotada mientras cada movimiento provocaba un nuevo vaivén de su cuerpo columpiado en el aire.

Meció la cabeza sobre la paja mientras recitaba plegarias y sonreía gozosa. Cuando comenzó a temblar y vibrar embargada por su éxtasis, aflojó la presa de sus brazos y piernas y cayó derrumbada sobre la paja, desmadejada. Varios chorros de esperma espeso regaron su cuerpo.

Me miró al cabo de unos segundos cuando se recompuso. Mis fluidos la salpicaban los pechos y el vientre, su mandíbula y su cabello de paja o la paja de su cabello. Me señaló un rincón oscuro del pajar con un dedo tembloroso.

—Recoge tu ropa mugrienta y tu espada endemoniada, hijo de mil rameras, y márchate.

No la respondí. Al lado de mi taparrabos estaba su vestido, una sencilla túnica gris, rasgada decenas de veces y remendada otras tantas. Me calcé las sandalias y até el taparrabos a mi cintura. Luego me coloqué el cinto de la vaina al hombro y deslicé la espada dentro. Me giré hacia ella antes de abrir la puerta del pajar. Sus palabras estaban teñidas de desprecio fingido.

—Ni me reconoces, ¿verdad? Vete, monstruo inmundo, aléjate de mí, búscate una yegua donde hundir tu aberrante verga.

Sonreí. Y ella, tras unos segundos, me devolvió la sonrisa. Salí a la luz de la mañana.

El pajar estaba situado cerca de la plaza central de un pueblo. Casas arremolinadas en los bajos de una ladera cubierta de bosques de oscuro verde. Estiré los brazos hacia los lados y luego hacia arriba, bostezando e hinchando mi pecho, sintiendo como todos los músculos de mi cuerpo crujían con agradables sonidos.

Cómo saber que, días más tarde, los crujidos de mis miembros tendrían otro doloroso significado.

En el centro de la plaza, al lado de una fuente, varios lugareños se apiñaban alrededor de un poste. Varias gallinas correteaban entre mis piernas. Me acerqué y aparté a algunos para ver la nota que había clavada. Tenía algo escrito.

Miré hacia abajo y pregunté al que tenía las ropas menos andrajosas.

—¿Qué dice ahí? —pregunté con tono ronco. Necesitaba algo de beber para calmar la sequedad de la garganta.

Posé mi mano sobre su hombro. Mis dedos se asemejaban a sus brazos, mis muñecas a sus muslos. El hombre comenzó a temblar al gigante que era en comparación.

—Una recompensa… —balbuceó—, dan una recompensa por traer un cántaro de sangre de la hidra de Viceka.

—¿De Viceka?

—La laguna más allá de estas montañas, cruzando el horizonte tres veces —aclaró.

Eso me recordó algo. Hidra. Viceka. Caudiona. Malditos fuesen los dioses, el dolor de cabeza era descomunal.

—¿Qué recompensa? —pregunté.

—La gratitud… la gratitud del rey.

Emití un bufido de desprecio.

El gentío había cambiado el epicentro de su atención hacia nosotros.

—Está loco si cree que alguien puede abatir a la hidra —dijo uno.

—Es inmortal —añadió otro.

—Es de locos, ¿para qué quiere sangre de hidra? —dijo un tercero.

—Magia negra, hechicería, taumaturgia, nigromancia —dijo una voz femenina.

Todos se volvieron hacia la procedencia de la voz. Era la joven a la que había ensuciado el cuerpo con mis jugos poco antes.

—La princesa está enferma, podrida —caminó alrededor de nosotros con andares gráciles. Era más alta que la mayoría y, sin embargo, no sobrepasaría la veintena. No era de aquí, estaba claro, igual que yo. Llevaba los pechos al aire, blancos, pesados, repletos de complicadas líneas tatuadas que convergían alrededor de los pezones rosados todavía erectos. Aun colgaban briznas de paja de su cabello—. Incluso se dice que ya ha muerto. La sangre de hidra puede curarla, quizá resucitarla.

—Vete de aquí, bruja —dijo uno de los lugareños—. Lárgate con tus venenos y pócimas de puta.

—¿Eres una bruja? —pregunté alarmado por haber compartido el lecho con una hechicera.

La joven no respondió y caminó alrededor del corrillo, sonriendo impúdica, exhibiendo sus gráciles carnes, sus pechos bamboleantes. A cada paso sus carnes turgentes se mecían sinuosas y sus tatuajes parecían vivos, reptando por su piel, deslizándose entre sus pechos, ascendiendo por su cuello, anidando en sus axilas.

—La gratitud de un rey bien vale cualquier sufrimiento —dijo—. Necesitamos espadas afiladas y brazos que sepan manejarlas.

Paseó su mirada por entre los lugareños pero estos rehuyeron el cruce visual. Cuando sus ojos se posaron en los míos no rechacé su mirada. No eran ojos, eran dos piedras opacas y oscuras. Un escalofrío me recorrió la espalda, desde el cuello hasta los riñones. Aquella mujer exudaba magia negra por cada poro de su piel. Pero era una mujer. ¿La conocía? Un extraño sentimiento de familiaridad me asaltaba en oleadas pero no llegaba a coger forma.

—¿No les ves un poco cobardes, Braco? —preguntó.

—¿Cómo sabes mi nombre, zorra? —la grité agitado.

Si aquella bruja sabía mi nombre, por medio de sus conjuros, podía poseer mi voluntad, obtener mi vigor, marchitar mi espíritu. Deslicé mi mano derecha en busca del pomo de mi espada. Su muerte sería motivo de fiesta, sí, ¡al infierno con todas las brujas!

No varió su gesto, siguió sonriendo mientras el siseo de mi espada saliendo de la vaina hacía enmudecer a todos. Parecía confiada, como si supiera que no iba a atacarla, como si una matutina ración de sexo la preservara de mi ira. Estaba equivocada.

Pero llegaron las mujeres.

—¡Mala puta! —gritó una a lo lejos lanzando una piedra. La golpeó en un hombro haciéndola caer al suelo.

Nos apartamos ante la lluvia de piedras que comenzaron a brotar del grupo de mujeres al otro extremo de la plaza. La bruja se levantó como pudo entre la lluvia de pedruscos. Alguno la borraría la sonrisa, porque su rostro demudó en rabia, escupió sangre y saliva. Me miró, entre el asombro y el dolor. Su rostro reflejaba incredulidad.

Nosotros reímos viéndola huir, cojeando, abrazándose un brazo seguramente quebrado, mientras las piedras caían a su alrededor. De su cabello dorado brotó sangre y los moratones que los guijarros produjeron en sus pechos ocultaron sus tatuajes.

Escupí al suelo cuando desapareció detrás de una calleja.

Las mujeres fueron tras ella. Los lugareños se volvieron hacia mí cuando los chillidos e insultos se perdieron a lo lejos.

—¿Qué te ha hecho esa bruja para no defenderla? —preguntó uno de ellos.

Le agarré del cuello y lo levanté en el aire ciego de rabia.

—¿Por qué habría de defender a esa puerca hechicera, boñiga de vaca?

No se atrevió a contestar. Tampoco habría podido hacerlo. Pataleaba en el aire como un pollo, su cara se puso lívida y el cuello crujió.

—Llegaste al pueblo con ella dos noches atrás —dijo alguien a mi espalda.

Me volví hacia la voz con el hombrecillo medio asfixiado, debatiéndose inútilmente en el aire.

—Llegasteis juntos, ¿no sois compañeros?

Tomé conciencia de nuevo del intenso dolor de cabeza que me invadía. Y entre la cruel resaca y los vapores del vino rancio que aún notaba en mi boca, recordé que aquella joven no era ninguna bruja. O quizá sí, pero a mí no me importaba tanto.

Aquella joven, de sonrisa libidinosa, andares lúbricos y cuerpo voluptuoso, era mi hermana.

2.

La encontré a la salida del pueblo. Estaba acuclillada dentro de un riachuelo, entre las piedras. Se había quitado la túnica y se estaba aplicando plastas de barro sobre las heridas. No se giró cuando me senté a su lado, sobre una gran piedra en la orilla. Me deshice de la espada que cayó al suelo y el sonido del metal golpeando la piedra la hizo detenerse durante unos segundos antes de volver a formar con sus manos bolas de barro espeso que se aplicaba sobre su cuerpo sembrado de cardenales y bultos purulentos.

Tras unos minutos de hacendosa aplicación del barro sobre su piel, se detuvo, suspiró, se acercó y se sentó frente a mí. Mi hermana tenía la cara amoratada, la nariz hinchada y los labios tumefactos. Se llevó a la boca dos dedos pringosos de barro y se arrancó dos dientes sanguinolentos que despreció tirándolos al río.

—Cienes un zroblema con el vino, hezmanito —ceceó mientras escupía a un lado un gargajo sanguinolento que reunía varias tonalidades de rojo carmesí. Cerca se escuchó el croar de una rana entre los murmullos del agua.

—Dime que debo hacer, Caudiona, hermana mía —dije mirándola a los ojos. Uno de ellos estaba inyectado en sangre y del otro manaba pus por el lagrimal.

—Zor loz diocec del abizmo, ¿dómde zienez la zabeza? —preguntó llevando los brazos al cielo y perdiendo su mirada en el azul de la bóveda—. Záme du ezenzia, Ifazión.

Mi esencia. Mi esperma. Caudiona se alimentaba de semen, recordé de pronto. Sus tatuajes no eran tales, sino finas hendiduras en su piel por donde absorbía las esencias de los fluidos. Todo su cuerpo estaba surcado de diminutas acequias que recogían las humedades que necesitaba. Mi hermana no era una bruja, era una hechicera capaz de darle más usos a los fluidos corporales masculinos que el resto de hembras.

Deslicé el taparrabos a un lado e hice surgir mi grueso miembro. Venas hinchadas bajo las cuales vibraba la sangre. Mi hermana tomó entre sus manos el miembro y lo restregó hasta hincharlo.

Caudiona no estaba para sutilezas. Las heridas purulentas y los huesos quebrados debían de dolerla bastante porque se llevó el miembro a la boca sin dejarme rechistar. Cuando empezó a succionar provocándome un estremecimiento de la zona inguinal, cometí el error de ponerla una mano encima del hombro para que aminorase. Sus pocos dientes apretaron alrededor del tallo y sentí como su incisivo derecho, el único que le quedaba, se hundía amenazador en la carne.

El mensaje quedó claro. Apresó con una mano uno de mis testículos para estimularlo y abreviar el incómodo ordeño. Obvió delicadeza y sensualidad, se concentró en los tendones y puntos sensitivos que me provocaban escalofríos de placer.

Agarré dos grandes piedras con las manos y las apreté con todas mis fuerzas. Cerré los ojos. Los músculos se tensaron, toda mi piel sudó por el esfuerzo, los dientes me parecieron estallar en mi mandíbula. El sudor manaba de mi frente en regueros, el calor me invadía el pecho. Y mi hermana azuzaba con su lengua el extremo de mi miembro en busca del consuelo para sus dolores.

Cuando el primer chorro de esperma la salpicó el cuello, chilló alegre —en contraste con el mugido de placer que emití—, riendo y dando gracias a los dioses. Varios chorros convergieron entre sus pechos, ocultando sus heridas. Cuando de mi glande ya no parecía brotar más fluido, lamió todo el miembro y dejó que su saliva espumosa aflorara entre sus labios para lavarse la cara con ella.

Tras unos segundos de espera, mi hermana se tendió sobre al agua del riachuelo mientras yo me dejaba caer sobre el pedregal de la orilla, recuperándome del esfuerzo. Entre mis dedos solo quedaban guijarros desmenuzados.

Caudiona emergió del agua tras haberse limpiado todo el barro del cuerpo. Ya no quedaban rastros de lesiones ni heridas, sus ojos brillaban risueños y su sonrisa refulgía pura y juvenil. De su cabello chorreante parecían nacer estrellas doradas y su piel blanquecina resplandecía sin mácula. Sus pechos parecían más llenos, sus caderas más rotundas, su vientre más sinuoso, su pubis más agreste, sus muslos más firmes.

Se llevó su melena chorreante a un lado y la apretó para escurrir el agua que la empapaba. Me incorporé para contemplarla salir del riachuelo como una diosa del agua. Se sentó de nuevo frente a mí, con las piernas abiertas, apoyados los antebrazos en sus rodillas. Del espeso vello de su sexo manaba agua que salpicaba cantarina las piedras.

Nos miramos. Caudiona abrió la boca para decir algo pero pareció pensarlo mejor y meneó la cabeza.

—Vamos, tenemos un trabajo qué hacer —dijo levantándose.

—¿Qué trabajo? —pregunté confuso y a la vez irritado por las lagunas de memoria que el alcohol había creado en mi cabeza.

—Hermanito, hermanito —sonrió acercándose a mí— ¿No te acuerdas? Claro que no. Por supuesto que no. ¿Por qué habrías de acordarte, eh?

—Caudiona

—El rey nos ha contratado para llevarle la sangre de hidra a su podrida hija, ese engendro descerebrado. No me extrañaría que ya esté muerta. Muerta y enterrada. Sería mejor así. A cambio nos ha prometido su apoyo.

Caudiona maldijo al rey y su descendencia y escupió al suelo. Su saliva tiñó los guijarros de un verde fosforescente que ennegreció con rapidez. Luego sumergió su túnica en el agua y tras musitar un oscuro encantamiento que hizo enmudecer el paraje entero, la sacó limpia del agua y tras restallarla varias veces en el aire, agitándose sus carnes despendoladas, la prenda quedó seca.

—¿Tu anillo no te dice nada? —preguntó.

Mi miré las manos y descubrí un grueso anillo de plata en el dedo meñique derecho.

Prebenda, recordé. Este anillo es una prebenda.

—¿Y la nota del pueblo? —pregunté cada vez más colérico por mi memoria perdida y mi nula perspicacia— ¿Es qué no confía en nosotros?

—Somos dos desgraciados e incestuosos proscritos, Braco —rió mi hermana vistiéndose con la túnica. Luego se acuclilló frente a mí y, sin perder la sonrisa, me confesó en voz baja al oído—. Yo ya habría ordenado violarnos, torturarnos, mutilarnos y matarnos.

Caudiona se calzó las sandalias y echó a andar hacia el camino de tierra batida que serpenteaba paralelo al riachuelo en dirección contraria, hacia el bosque, tarareando una melodía.

Me puse en pie, recogí mi espada, me coloqué el taparrabos y la seguí. Al volverme hacia el lugar donde habíamos estado una pestilencia surgió con rapidez, el agua se volvió turbia en ese tramo y a la superficie corrompida afloraron peces de varios tamaños panza arriba.

3.

Caminábamos en silencio por el bosque, oyendo como los pájaros inundaban con sus cánticos el ambiente y la hojarasca crujía bajo nuestros pies. El sendero estaba cubierto de ramas y matojos y se hacía difícil seguirlo a veces. Los arañazos eran continuos y los insectos se cebaban con nuestros cuerpos semidesnudos. Mi altura desproporcionada me prodigaba los embates de ramas que mi hermana esquivaba con facilidad.

Caudiona se había cubierto los pechos a costa de que sus nalgas asomaran juguetonas por detrás, bajo la túnica. Yo caminaba tras ella, tropezando con raíces traicioneras ocultas bajo el manto de hojas o lastimándome los dedos de los pies con piedras afiladas. Iba pendiente del contoneo del culo de Caudiona y, aunque mascullaba cada vez que el dedo gordo o el meñique resultaban golpeados con las piedras, sonreía bobalicón atendiendo a los globos vibrantes de mi hermana.

De repente los sonidos del bosque se acallaron y el silencio pareció hacerse palpable. Nos detuvimos y nos miramos suspicaces. El bosque había tardado en darse cuenta de nuestra presencia.

O quizá había enmudecido por otra causa.

Nos agachamos en silencio, juntos, estrechando nuestros cuerpos. Los insectos parecían ajenos a la extraña calma y se arremolinaban en la cara y el cuello, zumbando excitados por el sudor.

No tuvimos que esperar mucho. A lo lejos, entre el follaje, un lobo negro, casi indetectable entre las sombras de los árboles, surgió como una voluta de humo. Sus pasos eran sigilosos y su porte magnífico. El lomo del animal era casi tan alto como mi hermana y, de lejos, se intuían la grandiosidad y el poder de sus afiladas garras y colmillos.

La bestia no había reparado en nuestra presencia, quizá porque el viento soplaba en contra nuestra y nuestro olor no llegaba hasta él. Quizá porque sus ojos ambarinos parecían lánguidos, casi ocultos bajo unos pesados párpados. Caminó despacio hasta situarse varios codos más adelante del sendero. Gracias a la luz filtrada por las ramas que incidían en el suelo como bastones dorados, pudimos contemplar mejor el soberbio cuerpo del animal.

Estaba sangrando de un costado. La sangre brillaba en su pelaje carbonífero. Se recostó sobre el sendero y pareció suspirar, tratando de recomponer sus fuerzas. Sus orejas replegadas se agitaron para espantar a las moscas.

Caudiona y yo nos miramos. Aquel animal, por muy herido que estuviese era capaz de arrancar un brazo de un zarpazo o una pierna de un mordisco. Caudiona entrecerró sus ojos y adiviné lo que estaba pensando.

Negué con la cabeza. No atacaría a un animal herido. Y menos a aquel lobo solitario, herido, cansado. Caudiona apretó los labios molesta y encogió los hombros demandando otra opción.

No quería matar a aquel lobo. Era grande, de porte altanero incluso herido y no iba a matarlo. Pero sabía que en pocos segundos nuestro olor le llegaría y entonces no habría más remedio que luchar. Un animal herido es pragmático, suele huir cuando considera que no va a ganar. Pero aquel lobo no huiría, moriría atacando. Eso lo sabía hasta mi hermana.

Tomé una decisión. Me deshice de la espada tirándola al suelo. No quería ventajas. El lobo irguió las orejas al oír el sonido y giró la cabeza en nuestra dirección, alerta. Me levanté hinchando mi pecho y me puse de puntillas para aparentar más altura. Quería intimidarlo, hacerle huir, no quería matarlo.

El lobo se levantó de un respingo y gruñó enseñando los dientes. Sus ojos brillaron con un fuego dorado tras las rendijas de sus párpados. Su pelaje se erizó y todos los músculos de su cuerpo se tensaron.

Grité con todas mis fuerzas. Aquel grito habría hecho persignarse al soldado más aguerrido y provocado desmayos entre las mujeres. Las ramas de los árboles y los matojos se revolvieron cuando todas las alimañas huyeron despavoridas y los pájaros levantaron el vuelo aterrorizados. Pero el lobo respondió gruñendo con más fuerza aún, inmóvil, babeando saliva por los belfos, haciendo vibrar su mandíbula, exhibiendo sus poderosos caninos.

No huiría, estaba claro. El enfrentamiento era inevitable. Uno de nosotros encontraría la muerte en aquel bosque.

—Braco, idiota, coge la espada —chilló mi hermana levantándose y tendiéndome el arma.

—¡Agáchate, mujer! —rugí desdeñando el arma.

Y me lancé hacia la bestia a la carrera. Sentí como mis muslos se contraían y distendían como vendavales, como mis brazos crujían con la tensión. Era capaz de pulverizar una piedra entre mis dedos. ¿Qué no sería capaz de hacer con la tierna carne de un animal, por muy lobo que fuese?

El animal no se movió. Bien. Aguantaría la posición esperando una muestra de fuerza por mi parte. O su herida del costado era tan grave que no le permitía siquiera correr. No importaba. Ya estaba muerto. Era él o nosotros.

Y cuando estaba a menos de diez codos de distancia el cerco se cerró. Fue mi hermana quien me gritó idiota, que era una trampa, que los lobos cazan en manada.

Cuando me quise dar cuenta varios pares de ojos surgieron de las sombras verduscas hacia mí. Al menos un par de lobos en cada lado, quizá otro atrás para impedir la huida.

El primer ataque correspondió a una bestia de pelo rayado, marrón y gris. Se lanzó sobre una pierna, buscando mi caída, asegurando un final rápido. Sus dientes se clavaron sobre la espinilla, atravesaron carne, músculo, tendones, era un lobo enorme, no tan grande como el negro, pero sí igual de astuto.

Le agarré del pescuezo y, tomando impulso, aproveché uno de los gruesos troncos de abedul que surgían alrededor nuestro para estamparlo de costado. Crujió su espinazo y el árbol se tambaleó, cayendo una lluvia de hojas muertas. Hojas doradas y oscuras. El lobo chilló, gimiendo desesperado. Lo lancé de nuevo sobre otro tronco y, ahora sí, su espalda se quebró para siempre. Lo tiré sobre otro que lo esquivó sin inmutarse.

—¡Aquí tenéis! —aullé.

Los demás lobos miraron el bochornoso espectáculo del animal lisiado, arrastrándose con las patas delanteras, huyendo y desgañitándose entre gemidos y lastimosos gruñidos. En su hocico y sus dientes aún quedaban restos de mi carne y mi sangre. Se perdió en el bosque.

Ya no se confiaron tanto. Más les valía. Eran cuatro, como había supuesto. Formaron un círculo alrededor de mí y comenzaron a moverse, a uno y otro lado. Buscaban confundir, provocar el nerviosismo. No les quitaba la vista de encima, tenía que estar pendiente de todos ellos. Cualquiera, viéndome débil, podría lanzarse sobre mi espalda, mi sexo, mi vientre. La sangre que fluía por mi pierna les excitaba. El aroma cobrizo y dulzón les aturdía y enardecía.

No era una herida grave. Algunos días de reposo y los buenos cuidados de mi hermana bastarían para recuperarme. Así, confiado en que solo cabía un posible vencedor, no reparé en el lobo negro que había actuado de cebo. Aquellos animales son muy astutos y no dejan cabos sueltos. Caudiona tenía razón. Había sido un idiota al confiarme, al pensar que los animales tenían un sentido del honor. Idiota, me dije, simplemente sobreviven. Aunque lobos me temían, de eso estaba seguro.

Pero no a mi hermana.

Vi como el lobo negro corría —el engaño de su herida ya no era necesario— y daba un amplio rodeo sobre los lobos y yo para acercarse por detrás a Caudiona. Ella sí que no tendría posibilidad alguna. Ella era la presa más débil.

—¡Caudiona! —grité señalando hacia el lobo negro.

Mi hermana siguió la dirección que marcaba mi brazo y atisbó a la bestia casi encima de ella.

Chilló angustiada. No había tiempo para hechizos ni divertimentos. Solo podía escapar.

Se ayudó del tronco de un árbol para ascender a otro que crecía cercano y paralelo. Se llevó la espada al hombro. Era un arma pesada y aparatosa. El lobo negro adivinó sus intenciones y redobló el ritmo de la carrera hacia ella. Su presa se escapaba. La intimidó con sus gruñidos y emitió un portentoso ladrido que retumbó por toda la floresta.

Caudiona resbaló nerviosa por el tronco. Ayudada por las piernas y la espalda iba ascendiendo por los troncos paralelos en busca de la altura necesaria. Pero uno de sus pies perdió la sandalia, patinando sobre la corteza traicionera. Chilló horrorizada.

—¡Sube, sube! —grité.

Consiguió agarrarse a una rama baja. El lobo negro estaba casi encima de ella. Intentó auparse para recoger las piernas colgantes. No podía, no tenía fuerzas. La espada tintineaba contra el tronco y su espalda. La bestia se lanzó al aire en busca de la carne blanquecina de los muslos. Era el fin. La iba a arrancar de cuajo las piernas.

Pero subió. Mi hermana aupó las piernas y se encaramó a la rama. El lobo apresó entre sus dientes el extremo de la túnica y desgarró entera la prenda, llevándosela al vuelo. Mi hermana se tambaleó precaria en la rama y chilló aterrorizada. Pero estaba a salvo. Quedó desnuda, boca abajo, como un gato, abrazada a la gruesa rama con brazos y piernas, con la espada colgando.

El lobo negro, creyendo que la prenda tibia escondía un miembro la sacudió entre sus dientes, la revolvió, la agitó. Comprendió que solo era tela. Olía a carne caliente, pero nada más.

Miró arriba y vio a mi hermana encaramarse a otra rama y ascender a otra más alta, fuera ya del alcance de cualquier salto, por muy formidable que fuese.

El lobo estaba lleno de furia, gruñía rabioso, tanto más cuanto más sentía el olor a miedo y carne dulzona que había cubierto la prenda que ahora babeaba entre sus dientes. Caudiona lo miró desde arriba y rió y le enseñó el culo, palmeando sus nalgas sonrosadas, cubiertas de heridas a causa de la áspera corteza.

—¡Lobito, lobito! —rió agitando sus redondeadas carnes— ¡Este culito no podrás catar, bestia fea!

El lobo negro escupió los andrajos de mi hermana y me miró con la cabeza gacha y las orejas erguidas. De sus belfos manaba saliva a borbotones, espumosa y translúcida.

La bestia estaba verdaderamente fuera de sí. Echó un vistazo a mi hermana y luego a mí. Le bastaron unos segundos para tomar una decisión. Agachó las orejas y bajó la cola. Aulló levantando su poderosa testa y los demás lobos se volvieron hacia él. Agacharon las cabezas y abandonaron el cerco que me impedía moverme. Se retiraban en silencio. No querían luchar. Yo era una posible presa capaz de dejar impedido a varios de ellos con las manos desnudas. Mi hermana era otra presa lejos de su alcance. No había necesidad de arriesgar tanto por tan poco.

—¡Se marchan! —gritó eufórica Caudiona al verles retirarse, sumergiéndose entre los matorrales.

Los lobos cuidaban su retaguardia, mirando de reojo mis movimientos. No querían un ataque por la espalda. Uno de ellos recogió la prenda. Olía a carne, era mejor que nada. El último vistazo correspondió al lobo negro, lanzándome un aterrador mensaje con sus ojos ambarinos.

"Otra vez será", parecieron expresar aquellos ojos.

Me acerqué hasta el tronco de mi hermana. Al apoyar la pierna herida noté un ramalazo de dolor. La herida era más grave de lo que pensaba. Habría seccionado algún tendón. Los lobos ya no estaban para advertir mi debilidad. Mi hermana también se dio cuenta. Comenzó a descender por las ramas. Era complicado, la corteza le arañaba el cuerpo desnudo, las ramas resecas le azotaban las carnes trémulas, su cabello se enredaba en las hojas y se las llevaba consigo.

—¡Cerebro de mosquito! —gritó al dar un salto y aterrizar en el suelo. Me lanzó la espada al pecho y la cogí al vuelo— ¡Podríamos haber muerto! ¿Se te ha ocurrido pensar que hubiera sido de nosotros si llegan a ser más?

—Pues que ahora nos estarían devorando —sonreí llevándome el cinto del arma al hombro.

Caudiona me miró ceñuda y viendo que no conseguiría sacar nada en claro de mí, se agachó para ver mi herida.

—Sangras como un becerro —dijo tocándome la herida, manipulando las capas de carne visibles. El dolor era agudo—. Eres un idiota, un maldito idiota descerebrado, Braco.

—Huyeron porque sabían que no ganarían —dije ufano.

Se levantó y me arreó un tortazo estirando la mano arriba, de puntillas.

—Huyeron porque no les convenían más heridos, payaso —escupió entre mis pies—. No me gusta esa herida, se puede enconar.

—Siempre me he recuperado bien, hermanita —repliqué mostrándole las numerosas y pálidas cicatrices que recorrían casi todo mi cuerpo.

Bufó asqueada ante mi desdén.

—Ya veremos. Salgamos de este bosque y rápido, antes de que caiga la noche.

Y echó a andar por el sendero, meneando sus nalgas colmadas de heridas y arañazos, sucias y sonrosadas. Sus carnes se agitaban libidinosas, hipnotizadoras. Un intenso escozor empezó a nacerme en el sexo.

La cogí por la cintura y la tumbé sobre la hojarasca, ávido de pasión carnal.

Caudiona chilló cuando abrí sus piernas y aposenté mi enorme miembro sobre su vientre.

—¡Cabestro, debemos salir de este bosque ya! —gritó tirándome del pelo y golpeándome en la cabeza.

Pero yo ya no oía nada, ya no sentía nada. Solo saboreaba el embriagador olor del sudor que emanaban sus axilas y sus muslos. Solo tenía ojos para sus pechos agitándose gordezuelos, su vientre revolviéndose. Chilló angustiada al notar como me introducía en su interior y siseó maldiciones. Pero sus reservas cedieron al placer. Sus manos me golpeaban con menos fuerza, sus muslos se aferraron a mi culo, sus labios buscaron los míos, su lengua lamió mis dientes.

Me incorporé y la alcé mientras la empalaba, sujetándola por las nalgas. La apoyé sobre la corteza de un árbol. Me mordió el cuello y me arañó los hombros mientras se agitaban sus carnes, impelidas por mis penetraciones.

Gimió extasiada, abotargada, liberada. Sus pezones arañaban mi pecho y sus hombros redondeados eran objetivo de mis labios. Su cabello nos envolvía alborotado con nuestros movimientos. Jadeábamos olvidando cualquier seguridad, deshaciendo el silencio del bosque con nuestros gemidos.

Caudiona llevó sus brazos atrás, abrazándose al tronco, ladeando la cabeza al son de los empellones. De sus labios entreabiertos asomaban hilillos de saliva. La miré a los ojos, aquellos ojos opacos, ojos de bruja, ojos de diablo. Contemplaba el rostro de una nigromante invadida por el éxtasis carnal. Un demonio de la carne, un cuerpo moldeado por el placer, para la desdicha de los sentidos.

Me separé de ella a tiempo. Continuaba abrazada al árbol, los pechos tirantes, los pies apoyados en las raíces. Los trallazos de semen salpicaron su cuerpo y rebotaron cayendo al suelo de hojarasca como perdigones. Su cuerpo se agitó y se estremeció. Sus brazos tensos como maromas, sus piernas agitándose espasmódicamente. De su sexo manaba un reguero viscoso y translucido.

Sus tatuajes absorbieron el semen al instante, chuparon y mamaron mis fluidos con avidez.

Caudiona cayó al suelo de rodillas, a cuatro patas, aun gimiendo, oculta su cabeza por el cabello derramándose por la hojarasca. Me apoyé sobre el tronco más cercano, empuñando todavía mi miembro pringoso.

Su espalda pareció digerir los arañazos, deshaciéndolos, desdibujándolos, como si jamás hubieran existido, hasta que sobre su piel solo quedaron los finos tatuajes y los rastros de suciedad y mugre del bosque.

Irguió la cabeza y se llevó los mechones de cabello dorados detrás de las orejas. Aprisionó el extremo de mi sexo y ordeñó los restos de semen recogiéndolos con la mano ahuecada. Escupió sobre el asqueroso mejunje y, juntando las manos y musitando un conjuro, llevó las manos a mi herida, embadurnándola con aquel potingue.

Sentí un calor intenso y escozor. Vaya si escocía. La piel velluda de la espinilla se me cerró y cicatrizó en segundos, restañando cualquier fisura.

Cuando en mi piel solo quedó una blanca cicatriz, otra de tantas, Caudiona se incorporó, se limpió las manos con varias hojas y, tras mirarme con ojos entrecerrados un instante, echó a andar por el sendero.

La seguí tras menear la cabeza, sonriendo

4.

Recorrimos durante días la comarca septentrional de aquella parte del país. Los días empezaban pronto y los ocasos llegaban tarde; las noches eran cortas y los descansos escuetos. Hacíamos noche en los pocos pueblos que había en nuestro camino. Algunos aldeanos, cuando pasábamos la noche en algún pesebre o cochiquera, nos miraban con recelo, sobre todo a mi hermana. Aquellos tatuajes acentuaban las curvas libidinosas de su cuerpo y excitaban los sentidos más allá de la locura. Pero hedía a hechicera, atufaba a brujería, apestaba a artes oscuras incompatibles con el trasiego habitual de sus vidas dedicadas a la labranza y los animales.

Conseguimos ropa sencilla para las noches que nos tocaba dormir al raso y algo de abrigo, una piel de oso, para taparnos cuando el viento frío soplaba por los valles. Nos acurrucábamos al lado de unos rescoldos humeantes y Caudiona siempre era capaz de excitarme, aunque no fuese ese su propósito. Su cuerpo probó el sabor de mi semen más veces de las que recuerdo. Sus finas líneas negras estampadas sobre toda su piel daban cuenta hasta la última gota de leche espesa que mi sexo prodigaba. Sus redondeces se agitaban tras comer y su piel resplandecía.

Mi hermana sonreía a menudo. Pero a veces la encontraba preocupada.

—¿Qué vas a hacer cuando el rey nos exonere? —la pregunté una noche tumbada sobre mí, cubiertos con la piel de oso, al lado de unas brasas aún enrojecidas.

—El rey jamás nos perdonará —musitó ella apoyando su cabeza sobre mi pecho. Mis piernas asomaban fuera de la piel, su cuerpo estaba encogido sobre mí. Casi era una mujer como las demás, en busca de un cuerpo caliente que disipara el relente de la noche.

—Pero aquel noble era un bastardo, merecía morir destripado. Era un ser mezquino, traicionero.

—Su perdón significaría el odio de los demás nobles. Su situación ya es bastante delicada de por sí para perdonar el asesinato de un grande.

—Nos ofrecerá apoyo, ayuda, un trabajo, unas tierras —dije mientras miraba el anillo plateado que llevaba en el meñique derecho.

—Lo mismo que te prometió cuando le pediste refugio. Los reyes no olvidan, hermano. Tampoco perdonan. No es propio de reyes, no es propio de nobles. El honor vale poco cuando se mide con la política.

Me miró con aquellos ojos opacos, negros, brillantes. Su mirada era lúgubre, triste.

—¿Por qué lo hacemos entonces? —pregunté.

Mi hermana no contestó. Desvió la mirada hacia las brasas.

—Porque quiero pensar que estoy equivocada, Braco —musitó al cabo de unos minutos.

—¿No eres ingenua si conoces los designios del futuro?

—Necesito ser ingenua. Estoy cansada de huir de la gente, del temor a las emboscadas, del miedo a las sombras que surgen sin aviso.

La oí sollozar. Estaba deprimida, sí. Mi hermana había sido raptada de pequeña y convertida en el ser oscuro y detestable que ahora era. Yo la rescaté, yo la cuidé, yo la mimé, yo la di cariño. Pero jamás volvería a ser la niña que corría tras de mí riendo alborozada en casa de nuestros padres.

En el ocaso del día siguiente, cuando al sol le faltaba poco para ocultarse y el cielo resplandecía rojizo, vimos a lo lejos las luces de antorchas, al pie de la colina. Detrás se alzaban las lomas pedregosas y, tras ellas, la laguna de Viceka.

Caudiona se detuvo y, acuclillándose en la tierra, tomó un terrón de tierra seca que desmenuzó con sus dedos mientras musitaba un hechizo. Al cabo de unos minutos, lanzó al aire el polvo, delante de nosotros.

Las partículas quedaron suspendidas, formando un disco de motas rutilantes, donde aparecía la imagen aumentada de lo que teníamos lejano.

Eran decenas de personas, quizá una centena. Habían montado un campamento. Grandes antorchas iluminaban largos carromatos repletos de pertrechos para la batalla. Lanzas y alabardas, escudos con insignias relucientes, armaduras de metal bruñido. Los esclavos hacían guardia al lado del carromato de su amo, otros corrían portando ropa y comida. Grandes cántaros de bebida oscura se vertían sobre jarras y sobre las hogueras se asaban ingentes cantidades de carne humeante.

—Casi me parece estar saboreando el chisporroteo de la comida —dije con la boca anegada de saliva. Hacía mucho tiempo que no comía nada caliente.

—Un noble y su ejército. A la búsqueda de la gratitud de un rey —dijo con voz burlona mi hermana.

En un lugar apartado las rameras ofrecían sus cuerpos y los hombres esperaban arremolinados en numerosas filas.

Grandes bultos oscuros, apartados de las monturas, se agitaban de vez en cuando. Sus formas estaban difuminadas, no podía saberse qué bestias eran, pero eran enormes. Y una forma, más grande que las demás, de una altura de dos o tres hombres, permanecía inmóvil.

—¿Qué bestia es esa? —pregunté acercándome a la imagen sobre el polvo flotante—. Es muy grande.

—Espero que no sea un alcrento, pero es lo que parece.

—¿Un alcrento? —pregunté estupefacto. Me aproximé aún más a la imagen, pero cuanto más me acercaba, menos detalle captaba en el polvo—. Esos idiotas no pueden haber invocado a un alcrento.

—Están locos. Quieren matar a una hidra con un alcrento —dijo mi hermana con sorna—. Quizá tengan que preocuparse antes de esa bestia que de la hidra.

—Pero tienen bebida. Y tienen carne. Y tienen mujeres.

Ya nos llegaban los primeros ecos de las notas de flautas y bandurrias. Era una fiesta, una gran fiesta para la batalla que seguiría al día siguiente.

—No debemos ir, Braco —dijo mirándome sombría. La noche había empezado y el disco-imagen ya estaba demasiado borroso, sin posibilidad de obtener de él más que formas confusas.

Mi hermana tenía razón. Pero no quería escucharla porque la promesa de una buena comida acompañada de vino y cuerpos calientes de mujeres era más poderosa. Eso y la posibilidad de dormir en un lecho cómodo, alejado de guijarros y raíces. Sin insectos correteando por tus pies asomando helados del extremo de la piel de oso.

—No debemos ir —repitió Caudiona—. Somos proscritos.

—Proscritos con prebenda —añadí enseñándola el dorso de la mano donde tenía en el dedo meñique el anillo real, el salvoconducto que nos aseguraba protección y seguridad.

—Solo proscritos —corrigió ella ocultando el anillo con sus dedos—. Recuerda que fue el rey quién nos apartó de la ley; se sacudió de nosotros como una cagarruta colgando de su culo. Su anillo sirve para causar respeto entre paletos e ignorantes, pero solo mofa y sonrisas entre los nobles. Esos no dudarán en apresarnos y matarnos si se da el caso. Como ese de ahí.

—No lo entiendes, hermana, el rey nos apoya. Su anillo no deja lugar a dudas: confía en nosotros.

—Tú sí que no lo entiendes, Braco. Sigues siendo el mismo payaso que aún cree en el honor y toda la mierda que hay alrededor. El mismo que me sacó de aquel templo, el mismo que casi nos hace matar en el desfiladero, el mismo que nos vendió por un culo y unas gordas tetas en aquella emboscada. Eras igual de pequeño, con tus absurdas y vanas ideas de gloria y felicidad. Sigues siendo el mismo, Braco.

Se acercó a mí y se subió a una gran roca para estar a mi altura.

—Estoy harta de ti, de tu sentido de la decencia, de tu idiotez inmadura, de… de todo, mierda.

La miré durante unos segundos sin contestar. En la oscuridad sus ojos estaba ocultos, su ropa se agitaba ante una brisa que en la noche traería frío y humedad. No pudo reprimir una tiritona de sus brazos. Caudiona tenía frío, pero no quería participar del calor y el descanso que se prodigaban en el campamento.

—Voy a ir —contesté tozudo. Más por llevarla la contraria que por sentido común. Quizá tuviese razón, pero ya estaba harto del frío, el hambre, y las incomodidades de un lecho pedregoso. Y si ello significaba una buena pelea, tampoco me disgustaba. Repetí mi propósito: —Voy a ir.

Meneó la cabeza dando por perdida cualquier posibilidad de hacerme cambiar de idea.

Caminamos separados hacia el campamento.

Cuando estábamos cerca, Caudiona se detuvo frente a mí.

Sacó de entre los pliegues de su ropa una bellota. La había visto hacía días, cuando la recogió del suelo. La había cortado a la mitad y vaciado con la lasca de una piedra. Tarareaba una canción de cuna mientras lo hacía. Me sonreía henchida de júbilo en aquella tarea. Tenía manos ágiles, habría sido buena ama de casa. Esa noche apretó tanto mis testículos en busca de la última gota de esperma que caí rendido después del orgasmo. La pregunté qué hacía con esa bellota. "Nada", rió y me besó con ternura.

Había pasado un cordel de tallos trenzados por un agujero hecho en el fruto.

—Guárdala bien, hermano.

—¿Qué es esto, Caudiona? —miré extrañado el colgante, sosteniéndolo en el aire con dos dedos—. No me gusta la magia, detesto la magia.

—Guárdala por tu bien y el mío, hazme caso. Por una vez en tu vida.

Viendo mi indecisión, la tomó de mi mano. "Agacha", murmuró. Me incliné y me anudó el cordel alrededor del cuello. Le dio un beso a la bellota.

Era una bellota sucia, cubierta de barro seco.

Los vigías gritaron al avistarnos cuando estábamos casi encima de ellos. Menudos elementos. Estaban enjutos, demacrados. Hombrecillos con un peto de cuero raído y descosido a los costados, calzones sucios de orín y excrementos, con cascos abollados y oxidados.

Llegaron una docena de guardias, tintineando sus armas. La música cesó y el murmullo de la fiesta se acalló.

Los guardias tenían mejores pertrechos. Armadura de escamas, alabardas recién afiladas donde el pendón de una noble familia —la reconocí al instante— se agitaba rampante. Uno de ellos aún mascaba un pedazo de conejo que tiró detrás de él. Nos miró inquisitivo. Tuvo que alzar la cabeza para mirarme a los ojos, chocando su casco con su coraza de escamas tintineantes.

—Tú eres Braco —masculló irritado. Tenía la cara brillante, cubierta de sudor y grasa. Estaba gordo, pero metió barriga para parecer más ágil. Respiraba ruidoso. Sus labios babeaban grasa, su bigote rebosaba grasa, de su mentón goteaba grasa. Se limpió la mano en la espalda de un vigía que por poco pierde el equilibrio. Miró luego a mi hermana, algo separada de mí, y escupió al suelo. Hizo un gesto y los guardias nos rodearon. Más guardias acudieron. Formaron un cerco. Sus armas brillaban a la luz de las antorchas. Las alabardas inclinadas, las espadas a medio desenfundar, las hachas balanceándose.

—¡Es Braco y su puerca puta! —gritó el guardia a su alrededor— ¡Proscritos!

—Tenemos prebenda real —dijo mi hermana detrás de mí al verme echar mano de la espada.

—¡Calla, puta, aquí solo hablo yo! —graznó el guardia.

Más gente acudió alrededor de nosotros. Esclavos, sirvientes y putas. Todos murmurando. Como viejas cuchicheando entre sí, bisbiseando. Insultos, preguntas, risas, carcajadas.

Mi hermana cogió mi mano derecha, la que estaba a punto de sacar la espada, y mostró el anillo a los guerreros. La plata de la joya brilló en la oscuridad, reflejando la luz de las hogueras y antorchas cercanas.

El guardia grasiento —un mando con toda seguridad—, no miró el anillo, pero sí los demás soldados. Palabras de desdén, voces apagadas, arrullos de tristeza. Éramos intocables, teníamos el apoyo del rey, su consentimiento expreso para vivir.

—¿Prebenda para qué? —inquirió el guardia.

—Para matar al bicho —dije. Me hubiese gustado añadir que para matar también a todos ellos. Ya se vería.

El guardia frunció el ceño y nos miró esbozando una sonrisa, todavía suspicaz.

Otro hombre se hizo paso entre los guardias. Se apartaron temerosos, formando un pasillo. Llegó hasta el mando que nos seguía mirando desconfiado y le empujó a un lado. El mando se volvió rabioso hacia el recién llegado pero al ver el ropaje carmesí que cubría la armadura dorada que portaba el hombre, reprimió la cólera, encogiéndose.

—¿Qué mierda hacéis vosotros aquí? —preguntó con voz firme y grave el hombre mientras se anudaba la abertura del calzón por donde se intuía un miembro erecto recién sacado de una hendidura jugosa y complaciente. Seguramente el de una concubina con ínfulas de nobleza.

Tenía el largo cabello despeinado pero lucía un bigote fino y moldeado. En sus ojos brillaba el desdén de la nobleza, sus mandíbulas delicadas estaban acostumbradas a mascar carne estofada y delicias jugosas, nada de roer huesos ni sorber sopas. Dedos finos, uñas limpias, porte señorial, mirada de halcón.

Seguía siendo el mismo desgraciado.

—Venimos por encargo del rey. Su alteza nos envía para acabar con la hidra y recoger su sangre, noble Alcido —dijo mi hermana.

—No, cochina bruja. El gordo baboso os envía como cebo para el monstruo para que yo, un grande del reino, le lleve esa puta sangre. A ver ese asqueroso anillo, Braco, desertor y amante de campesinos.

La sangre me bulló en la sesera y se me encendió el ánimo de acabar con aquel fantoche. Serví en el ejército, a las órdenes de su hermano, buscando erradicar una tierra infestada de salteadores y bandidos. Luego resultó que eran campesinos. El hermano de Alcido, Ifadión, quería sus tierras para crear un coto de caza. Un maldito coto de caza, un asqueroso y puñetero coto de caza. Yo mismo destripé a Ifadión; aquel idiota era tan engreído como confiado. Alcido ocupó el lugar de su hermano mayor y heredó sus tierras, sus mujeres, su ejército. Quizá, incluso, le hice un favor; solo el primogénito heredaba el abolengo familiar. Alcido me persiguió, hostigó y, al final, acorraló. Cuando supliqué clemencia ante el rey, me prometió escucharme; atendería mis ruegos, mis quejas, mis razones. Pero no quiso alborotar a la justicia de los nobles. No se atrevió. Me apresaron y escapé gracias a compañeros que murieron torturados. Alcido, un nombre que he maldecido no pocas veces. Abrirle en canal como a su hermano Ifadión era poco. Creó el coto de caza, claro. Algunos campesinos rebeldes fueron las primeras presas.

—El anillo se queda en el dedo de mi hermano.

Alcido sonrió ante el desparpajo de mi hermana.

—Mejor. Ese anillo habrá conocido mejor tu culo que cualquier verga, ¿o me equivoco?

Acudió el silencio que precede a un grito de guerra, una orden para empalarnos con las alabardas. Se iban inclinando más y más, hasta ponerse horizontales, en busca de un simple grito. Quizá un gesto de la mano, un movimiento de cabeza. Alcido sonreía, a la espera. Los guerreros estaban nerviosos. Un silencio tenso solo roto por el crepitar de hogueras y fuegos. Yo sacaba varias cabezas al más alto, mi espada podría lisiar a varios de un solo barrido. Pero mi hermana estaba indefensa, era una bola de carne caliente donde hundir los extremos afilados de las alabardas, atravesando piel, vísceras, huesos.

—¿Podemos esperar hospitalidad, entonces, mi señor? —rogó mi hermana, bajando la cabeza, sumisa.

Alcido varió el gesto de su cara, mirando primero a Caudiona y luego a mí. Pareció desencantado, su rostro reflejó a la luz de las antorchas la decepción de sus provocaciones ignoradas. No le convenía quedar delante de sus hombres como un traidor al rey.

No delante de ellos.

Con un gesto de desprecio, agitó el aire con su capa y se dio media vuelta sin decir palabra.

El guardia grasiento nos echó una mirada de puro odio y marchó detrás de los pasos de su señor. Las alabardas se levantaron, los ánimos se relajaron y los guerreros volvieron a respirar.

Caudiona me dio un suave toque en la vaina de la espada y tras mirarla unos instantes, devolví el arma a su aposento. Los guardias se dispersaron y la música volvió a renacer, seguida de los murmullos y el jolgorio de aquella fiesta.

—No aceptes ninguna provocación, por favor —me pidió mi hermana mientras nos internábamos en el campamento.

—No toleraré

—Tolerarás todo lo que haga falta tolerar, Braco —cortó ella—. Mierda, vas a hacer que nos maten como a perros.

5.

Entramos en el campamento.

Varias tiendas levantadas indicaban los lugares donde los guardias de mayor rango, los mandos, tenían sus moradas. La gente se arremolinaba en pequeños grupos alrededor de un fuego o una mesa improvisada con barriles y tinajas. Se jugaban a los dados, se entremezclaban las conversaciones acompañadas de vino y mujeres, las cuales, iban de un soldado a otro, en busca de unas monedas que pudiesen ganar con su cuerpo. Iban marcadas, con un oscuro tatuaje en el cuello, signo de pertenencia a aquel ejército. Algunas iban desnudas, las menos agraciadas. Otras, más dotadas, escondían sus atributos con finas gasas. Las putas reían, locuaces, meneando redondeces, restregándose como gatos necesitados de caricias y desvelos.

—Pobres mujeres —dijo Caudiona.

—¿Por qué?

—El pago por sus servicios lo establecen los mandos. Ellas no se quedan con nada más que las migajas de pan y vino que sobran. Si matas a una, pagas la multa y se acabó. Enfermedades y palizas son su día a día. Son esclavas, Braco, mujeres esclavas que solo tienen su cuerpo como herramienta de trabajo. Les marcas la cara o les cortas un pecho y solo servirán para alimentar a los perros.

—¿Tú qué sabes? Ríen y se contonean.

—Son putas, se ríen y se contonean porque son putas y tienen que hacerlo.

—Parecen felices.

—A ti todo el mundo te parece feliz. A los mandos les conviene que sean felices, que los soldados estén contentos. Mañana quedará poco de esa felicidad cuando se enfrenten a la hidra. Dudo que sepan siquiera cómo es ese monstruo.

Caminamos por entre los hombres. Rostros brillantes por el sudor y la comida. Más risas producidas por la borrachera y el sexo recién realizado. Algunas mujeronas iban de aquí para allá portando docenas y docenas de conejos y gallinas. Mataban, despellejaban y destripaban los animales sobre el fuego, los ensartaban y los cocinaban sobre las hogueras. También traían rodando los barriles de vino. Se agotaban rápidamente. Los hombres vomitaban en cualquier parte, sobre cualquiera, sobre la comida, sobre sí mismos. Defecaban y orinaban donde mejor les parecía. Las peleas se liquidaban pronto, unos gritos y varias patadas de los mandos servían para separar a los enzarzados.

—Vamos a ver el alcrento —sugirió mi hermana.

—Pero de verdad es un… en serio es un… —musité mientras masticaba. Había cogido un conejo que acaban de poner a cocinar y una jarra de vino. Masticaba rápido, tragaba más deprisa.

—Lo es. Antes vi el penacho de humo a lo lejos.

Nos alejamos del bullicio. Cruzamos un lupanar improvisado. Pocas antorchas iluminaban la zona donde soldados y putas se entregaban a los placeres carnales. Algunos esperaban en grupos y otros, cansados de ver como el agujero que querían taponar con su sexo se ensuciaba con el semen ajeno, se buscaban compañeros afines. Gemidos y jadeos incontenidos se dejaban oír a nuestro paso. Los más recatados tenían tiendas preparadas. Otros, sin una moneda ya que gastar, simplemente se masturbaban viendo el espectáculo de los demás.

—A dónde vais —dijo uno de los guardias que custodiaban a las bestias.

—Queremos ver el alcrento —dijo mi hermana.

—¿Qué bicho, ese negro con las alas?

—Yo no hablaría así de él a su lado. Entiende nuestro lenguaje.

—Es otro animal, igual que éstos.

Señaló a los mamuts. Les habían rapado el pelaje para que soportasen el clima caluroso de aquella zona del país. Estaban tumbados y resoplaban aburridos. Los colmillos se enroscaban entre sí en una espiral enorme a ambos lados de la trompa. Podía medirme en altura con alguno de ellos tumbado, pero de la media docena que había, casi todos me doblarían en estatura si se irguiesen.

—El alcrento es un demonio inferior —señaló Caudiona.

Uno de los guardias miró a mi hermana fijándose, a la luz de las antorchas, en los tatuajes que recorrían toda su piel.

—Tú también pareces un demonio, mujer.

Caudiona me retuvo con la mano cuando di un paso hacia el guardia.

—Estoy encargado de los bichos. Si queréis verlos más de cerca id a ver a un mando.

No nos dejarían acercarnos al alcrento. Subí a mi hermana a mis hombros y dejé que contemplase desde las alturas al demonio. El guardia nos miró unos instantes y luego se juntó con un compañero que acababa de saciar su sed de sexo con una ramera al lado de los mamuts.

—Es precioso, Braco —dijo—. Es enorme, está agachado, mirando al suelo, pero es grande. Su piel es brillante y tiene los ojos de un rojo fuego hermoso. Parece drogado o sometido. Tiene las alas plegadas. Agita la cola de vez en cuando y bosteza aburrido. Es precioso, Braco.

—Los demonios no son preciosos, Caudiona, son demonios.

Sentía sobre mi nuca el jugo de su hendidura traspasar su ropa. Mi hermana se estaba excitando al ver aquel engendro invocado por algún loco nigromante. Aposentaba sus pechos sobre mi coronilla y yo también me estaba excitando por momentos.

—Tú no sabes, hermano. Nadie sabe.

—Es hermoso, claro que lo es —dijo una voz a nuestras espaldas.

Nos giramos y vimos a un hombre larguirucho y enclenque sonriéndonos. Bajé a mi hermana al suelo.

Tez oscura, ropajes purpúreos y amplios, dedos cubiertos de anillos y alhajas colgando de orejas y nariz. Un hedor a corrupción emanaba de aquel ser, incluso difuminado por el de los excrementos de los mamuts.

—Soy el invocador —dijo el nigromante.

—Has hecho un buen trabajo —alabó mi hermana acercándose a él y haciendo una reverencia.

—Viniendo de un colega, los cumplidos resultan gratos. El noble Alcido era renuente a contar con la ayuda de un alcrento, pero en cuanto lo vio quedó prendado de él, igual que vos.

Me alejé de ellos cuando empezaron a conversar sobre técnicas de invocación. Mi hermana jugaba con los mechones de su pelo y se arrimaba sin disimulo a su colega de profesión.

Caminé entre los grupos y elegí una hoguera donde los soldados estaban demasiado borrachos para acometer toda la carne que se estaba empezando a quemar sobre el fuego. Los primeros conejos los devoré en pocos minutos. La cocinera me miraba mientras daba cuenta de la carne, pareciendo calcular cuánta haría falta para dejarme ahíto. La hacía gestos con la mano para que trajese más y más. Y mucho vino, también. Iba tirando los huesos a la hoguera. Algunos estallaban al calor.

—Eh, tú, gigantón —oí en el grupo de juego de al lado.

Me acerqué a ellos con varios conejos humeantes en la mano. Ensarté las brochetas a mi lado, en el suelo, y luego volví a por una tinaja de vino recién abierta. Solo para mí.

—¿Juegas? —invitaron.

—No tengo dinero.

—Apuesta tu espada —sugirió un soldado de estatura más grande que los demás. Se sentó enfrente de mí. Aun así, le sacaba más de dos cabezas.

Parecía de fiar. Pelo ensortijado, barba espesa, nariz bulbosa, labios finos.

—Sin trampas —aclaré dejando mi arma en el suelo, junto a la suya, un hacha reluciente, doble hoja, afilada, mango de cuero, filigranas y joyas engastadas. No era un soldado, quizá un mando. Algún duque o consorte de la hija de un noble.

Jugamos a los dados. Las tiradas me sonrieron. Mi suerte era buena. Mi contrincante mascullaba y cambiaba de dados cada pocas tiradas, decía que estaban trucados. Apostó su armadura para igualar el hacha y la alabarda que ahora me pertenecían. Tras varias tiradas también la perdió. La música era entretenida y el aroma del vino impregnaba el aire. Las jarras iban y venían y los párpados comenzaron a pesarme. Cada nueva tirada de datos iba seguida de un murmullo quedo y luego gritos y vítores. Perdía poco y ganaba mucho.

La bebida sustituyó a los dados. Llenaron decenas de jarras de vino oscuro y tibio delante de nosotros. El corro de gente que nos miraba extasiado iba creciendo. Me palmeaban la espalda gritando eufóricos cada vez que vaciaba una nueva jarra.

—Te están engañando, idiota —oí a mi lado.

Era Caudiona. Tenía el pelo revuelto y la túnica, una distinta, más ceñida, le resbalaba por un hombro, dejando al descubierto gran parte de un pecho tatuado. Aún le brillaba la piel, absorbiendo las últimas gotas de semen. O quizá no era mi hermana, sino una puta de aires parecidos. Ya no veía bien, la vista se me nublaba y se teñía de negro.

Pero me jaleaban sin cesar, pidiendo más juego, más vino, más emoción.

—Son tres, son trillizos y se intercambian cuando bajas la vista, Braco, te están engañando.

—Puedo con los tres —farfullé mientras el vino se me escurría por la comisura de los labios—. Déjame en paz.

Mi rival se sostenía a duras penas. Vomitaba más de lo que bebía. Cuando cerré los ojos y los abrí de nuevo parecía más entero. Sí que era otro. Pero me daba igual. Nadie iba a ganarme, no. Ninguno de ellos, nadie.

Llenaron de nuevo las jarras. Yo ya no me tenía en pie. Vomité a los pies de unos cuantos y me sentí desfallecer. Me golpearon la nuca y me volví rabioso, buscando al desgraciado con la mirada. Pero mi vista estaba difusa. Buscaba con los ojos casi cerrados una jarra más, una que pesara, una que estuviese llena de vino. A lo lejos oía los vítores y los gritos, las carcajadas y las maldiciones. Me oriné encima y seguía bebiendo a la vez.

Luego vino la oscuridad. No sé si caí al suelo, entre los vómitos y el orín, o sobre las jarras de vino.

Yo qué sé. Había tragado más vino del que jamás había bebido. Creo que caí muerto, o casi.

6.

Desperté con dolores por todo el cuerpo. Abrí los ojos pero estaba oscuro. Estaba tapado con una tela sucia y agujereada que me permitía ver poco. Quise moverme pero no pude. Estaba aún somnoliento. La cabeza parecía que iba a caérseme del cuello, los hombros me crujían, las manos me ardían. Sentía la lengua espesa, lenta.

Estaba sentado, recogido. Las rodillas junto a mi pecho, los brazos inmovilizados entre las piernas. Me dolía un dedo, el meñique de la mano derecha. Giré la muñeca y advertí en la penumbra que no tenía meñique. En su lugar, un muñón junto al nudillo. Aún estaba fresca la herida, un corro de sangre resbalaba por mi pierna izquierda.

Intenté moverme pero me ardieron los tobillos. Me miré perplejo las piernas. Me habían agujereado los talones, entre el hueso y el tendón. Una soga gruesa pasaba a través de ellos, perforando los dos pies. Una soga peluda, empapada en sangre oscura, seca.

Grité enfurecido. Oí pasos alrededor mío. Gruñidos y una conversación que no entendí. Me golpearon la espalda y grité más fuerte.

Me quitaron la tela de encima y la luz de un día ya avanzado me dañó los ojos. Estaba sobre un carro, entre tinajas de barro. Dos soldados estaban de pie a ambos lados y me sonrieron burlones. Uno de ellos me escupió y su saliva me empapó los labios y la barba del mentón. El otro me pisó los dedos de los pies. Exhalé un grito de impotencia. Estaba desnudo y tenía el cuerpo magullado. Al menos, la parte que podía ver. Noté mi miembro entero.

—¡Qué es esto! —grité. Forcejeé pero cada movimiento significaba una tortura en mis talones. Me habían amarrado la soga alrededor de la espalda y al moverme tensaba la parte que me cruzaba los pies, produciéndome un dolor agudo.

—Llama al mando, ha despertado —dijo uno. Me golpeó en un hombro, cayendo de costado. Sentí como el tendón de los talones crujía y aullé dolorido.

A través de las rendijas de las tinajas distinguí la cara de un hombre. Mi miraba con los ojos abiertos. Tenía el iris opaco y una expresión de sorpresa se pintaba en la parte de su rostro visible. Parecía mirar más allá de mí, a lo lejos.

—Dime, compañero, ¿qué ocurre? —le pregunté.

No respondió, tenía la mirada fija en el infinito.

Dieron un golpe al carro y su cabeza giró alrededor de su cuello cercenado. Solo era una cabeza, no había más.

No entendía nada. Pero lo peor de todo es que recordaba menos.

Aun notaba la bellota alrededor de mi cuello. Las rodillas la compactaban sobre mi esternón. Noté como los recuerdos afloraron a mí con rapidez. Gracias a la bellota.

Recordé haber bebido mucho la noche anterior. Contra un mando que en realidad eran tres. Mi hermana. El alcrento. El campamento. La hidra.

Me pusieron derecho y me echaron un jarro de orines tibios en la cabeza. Enfrente de mí estaba Alcido, montado a caballo, rodeado de su séquito de mandos. Me miraba ceñudo, hosco, irritado. Tenía la cara cubierta de polvo y algunos arañazos. Peor estaban los hombres alrededor suyo. Quien no lucía una brecha por la que manaba sangre tenía un miembro de menos, con el muñón ennegrecido. Tenían los rostros tiznados de hollín. Un repulsivo hedor a carne humana quemada emanaba de sus heridas.

—Sigue vivo, mi señor —dijo uno de los mandos.

—Ya lo veo, inútil —respondió Alcido.

—¡Mi hermana, mi anillo! —grité.

Alcido se permitió una sonrisa y luego escupió al suelo.

—Menos es nada —musitó dirigiéndose a su subordinado, borrando su sonrisa y mirándome con odio. Luego se dirigió a los mandos del ejército—. Vale, nos vamos. Ordena a la turba que se ponga en marcha.

—Están heridos, mi señor. No soportarán el viaje de regreso.

—Me da lo mismo. Para lo que sirven, no me importa que no llegue ninguno vivo.

Se dieron media vuelta y se alejaron.

—Darle de beber algo. A ese desgraciado sí lo quiero vivo —dijo Alcido.

Una joven enjuta y de huesos marcados se subió al carro con dificultad y con un jarra de agua y un cuenco. Llevaba marcado en el cuello el tatuaje de su profesión. Tenía el pelo negro, cubierto de hollín, y crespo. Lucía unas piernas esqueléticas y unos brazos huesudos. Tenía el rostro pegado a la osamenta, los ojos saltones. Escanció agua turbia en el cuenco y me lo acercó a los labios.

—Dime, muchacha, ¿qué ha pasado, porqué hay tanta muerte? —murmuré tras tragar.

—Un desastre, todo por culpa de ese bicho… —respondió tras comprobar que los guardias no nos miraban.

—¿La hidra?

—A ese no lo he visto. El de las alas, el negro.

—El alcronte, el demonio.

—¿Era un demonio?

Intentó escupir, dejando escapar un gargajo de sus labios tumefactos y la saliva seca se quedó colgando de su mentón.

—Habla, muchacha, ¿qué sucedió?

—Los hombres marcharon hacia la hidra al entrar la mañana. Pero el demonio se volvió loco, no respondía a las órdenes, atacó a los soldados.

Intenté reírme. Solo me salió una carcajada a medias. Un alcronte no es un animal que obedezca sin rechistar. Son seres inteligentes y malvados.

—¿Y el nigromante que lo controlaba?

—Eran dos, un hombre y una mujer.

—Sí, mi hermana Caudiona, ¿qué pasó? Responde, mujer, dime.

—Vomitó fuego y muerte. Se volvió contra los soldados, contra las bestias de cuernos enroscados, contra los carros, contra nosotras. Escupía fuego y muerte allá donde quisiera. Las armas no podían nada contra él. Las flechas no le afectaban, espadas y hachas no llegaban a tocarle.

—Mi hermana, ¿qué pasó con ella?

—Los brujos intentaron controlarlo. Cuando por fin lo pudieron someter y encerrarlo en la laguna, el señor Alcido ordenó matarlos. Estaba furioso, nunca le había visto tan enfadado.

—¿Cómo… cómo que ordenó matarlos? —pregunté con voz trémula.

—Gritó que la magia era traicionera, que los brujos nos querían matar. Flechas. Los cosieron a flechas.

—Flechas —repetí sin poder creerlo. Mi hermana muerta. No era posible, no podía morir así. Caudiona no.

—Tiraron los cadáveres al agua, junto con los restos calcinados de todo lo aquel demonio carbonizó. Flotaron, pero luego algo se los tragó. Las aguas se removieron y salió espuma.

—Y yo durmiendo la mona —me lamenté.

La muchacha me acercó de nuevo el cuenco y bebí de nuevo aquella agua con sedimentos. Tosí al atragantarme. Las ligaduras por mi cuerpo se tensaron y mis talones crujieron. Apreté los dientes reconcomido por el intenso dolor.

—Tu bellota

—¿Así llamas a mi verga? —pregunté mirándola de reojo.

—El colgante. Le ha crecido una raíz cuando el agua la ha tocado. Acaso… ¿también eres hechicero?

Negué con la cabeza.

—Ayúdame a cortar estas cuerdas, mujer.

Se alejó de mí, con sus ojos saltones temerosos, mirando a su alrededor, temiendo que alguien nos hubiese escuchado. Los guardias seguían cerca, pero sin prestarnos atención. Los pocos soldados que quedaban se iban reuniendo en un corrillo a lo lejos. No quedaban muchos. Algunos carecían de una pierna. Otros la arrastraban calcinada, envuelta en vendas que cubrían el hueso desnudo del miembro. No eran muchos, poco más de dos docenas.

—Corta las sogas, mujer —rogué.

—Nos matarán.

—Quizá, antes o después. Tú ya no sirves para satisfacer, te echarán a los perros. A mí me torturarán. Te llevaré conmigo.

—Estás herido.

—Son rasguños sin importancia —mentí—. Escaparemos o moriremos rápido. Te ofrezco la libertad o una muerte rápida.

Dudó. Lo noté en su mirada que evaluaba con rapidez mi cuerpo.

—La libertad —susurré de nuevo al ver como apretaba los labios indecisa.

Miró detrás de ella. Los guardias que nos vigilaban se habían alejado para participar en la rapiña de los pertrechos de los muertos. No iban a quedarse sin su parte del botín mortuorio.

Sacó de entre los harapos que cubrían su cuerpo consumido un estilete ennegrecido.

—Lo encontré entre las cenizas de los caídos —explicó mientras manipulaba torpemente la diminuta hoja—. Es de metal. Mira cómo reluce.

—Apúrate, mujer —la urgí—. Me da igual dónde lo hayas conseguido.

Sus movimientos eran toscos. Con una mano sostenía el cuenco cerca de mis labios, derramando el agua sucia en el resquicio entre mi pecho y mis piernas recogidas, simulando darme de beber. Por detrás, cortaba las sogas que había a mi espalda. Cada movimiento suyo, cercenando hebra a hebra el grueso de la cuerda, hacía vibrar la que penetraba en mis talones. Apretaba los dientes, reprimiendo el dolor agudo que me recorría entero.

—¿Te duele? —preguntó alarmada.

—Tú sigue, mujer, tú corta, corta, corta.

—Ya está, ya las he cortado. Quedan tus pies.

Mis brazos cayeron inertes a los costados.

—Quítame la soga de los talones, de un tirón. Yo tengo las manos dormidas.

—Muerde —dijo dándome a mascar el estilete entre los dientes—. Te va a doler.

Estaba escuálida. Solo así se comprende el horrible sufrimiento que padecí. Tiraba sacando la soga centímetro a centímetro. "Está agarrada", se lamentaba sudando. Las gotas de sudor se llevaban la mugre de su cara, mostrando una piel blanca y pecosa. La soga velluda arrancaba pedacitos de carne y coágulos de sangre que la salpicaban los brazos y sus harapos.

—Ya está —suspiró arrodillada frente a mí tras lo que me parecieron horas interminables de angustia—. Eres libre. Somos libres.

Intenté mover las piernas y los brazos. Respondieron bien. Lentos pero bien. Todo mi cuerpo crujía. Mis brazos crujían, mi cuello crujía, mi espalda crujía, mi cintura crujía, mis rodillas crujían.

Los guardias seguían inmersos en su reparto de buitres.

Saltamos del carro y rodamos acuclillados en dirección a un saliente rocoso. Trepamos entre las piedras y nos ocultamos. Necesitaba estirarme, estaba anquilosado. Yo, desnudo y cubierto de moratones y heridas, luchando por respirar. A mi lado la puta; sonriente, empuñando el estilete, embargada por el éxtasis de la huida.

—Tenemos que alejarnos, mujer.

Nos arrastramos entre las piedras de la loma, despellejándonos el vientre, las rodillas cuando podíamos gatear.

Pronto llegaron los gritos de alarma. Nuestra ausencia ya era conocida. Oí como Alcido bramaba pestes y maldiciones. Los guardias fueron degollados sin preámbulos, chillando como puercos.

—¡Braco, excremento de vaca! —gritaba enfurecido. Nos habíamos distanciado lo suficiente, ladera arriba, para poder asomarnos entre las rocas sin que nos distinguiesen. Además, estábamos tan sucios de polvo y tierra que nuestros cuerpos eran grises y casi mimetizados con el paisaje rocoso.

—¡Te mataré yo mismo, igual que a tu hermana! —vociferaba— ¡Chilló como la puta que era cuando la descuarticé!

Apreté los dientes y luego azucé a la muchacha a seguir avanzando, alejándonos de aquel lugar. Los gritos de Alcido se perdieron lejanos.

La muchacha pronto se dio cuenta de cuál era nuestra dirección.

—Volvemos hacia la laguna —musitó asustada.

—Hacia la hidra —añadí.

—Estás loco, vamos hacia la muerte, insensato —se detuvo.

Me volví hacia ella y descubrí el horror pintado en su cara sucia.

—Vete si quieres.

—Tú solo no puedes hacer nada.

—Ya veremos —respondí cogiendo entre mis dedos la bellota que me colgaba del cuello. Un pequeño brote verde empezaba a asomar por la parte superior. Las raíces inferiores se extendían rápido, en busca de una fuente acuosa, de un terreno fértil.

Ignoraba qué brotaría de aquel fruto, pero emanaba un tufo a hechicería antinatural que provenía de mi hermana. Si la bellota luchaba por sobrevivir, el espíritu de Caudiona aún se resistía a caer en el olvido, en la oscuridad de la muerte.

—Huyamos, te lo ruego. Nos esconderemos. Seré tu mujer, seré tu esclava, seré lo que tú quieras —imploró la muchacha tomándome del brazo.

Se deshizo de los andrajos que llevaba y me mostró su cuerpo huesudo cubierto de llagas y eccemas. No tenía pechos, solo dos minúsculos pezones hundidos entre las costillas. El sexo afeitado estaba cubierto de costras sanguinolentas. No quería ni pensar el hambre que debía tener ni cuánto tiempo hacía que su cuerpo no conocía el agua.

—Te daré hijos. Fuertes, grandes como tú, y muchos. Que no te engañen tus ojos, bien alimentada daré leche abundante y mi cuerpo te acogerá siempre que quieras —lloró.

La agarré de los hombros. Bajo mis nueve dedos su cuerpo palpitaba. Era un saco de huesos cubierto de piel tirante. Parecía que fuese a resquebrajarse de un momento a otro.

—Te lo ruego… —farfulló sumida en un llanto incontenible.

—Deja de llorar, muchacha —dije borrando aquellas lágrimas con los pulgares. Su cabecita cabía en la palma de mi mano—. Deja de llorar o agotarás la poca agua que retienes.

—Entonces… —se animó.

—Entonces… tú decides. Si esperas un tiempo, Alcido y sus ratas se marcharán. Si los sigues de lejos llegarás a algún pueblo. Allí podrás empezar una nueva vida. O puedes acompañarme.

—Acompañarte a la muerte, me pides.

—A la muerte, sí. La de la hidra.

La muchacha recogió de mala gana sus ropas y se sentó en una roca. Desvió la mirada hacia el grupo de soldados, unos puntos difusos en la lejanía, más abajo, que se afanaban como locos en encontrarnos.

—¿Por qué? —musitó sin mirarme— ¿Tanto aprecias la recompensa?

—No, mujer. El rey o su hija pueden morirse de asco, si no lo están ya. Quiero esa sangre, pero no busco gratitud o premios. Ya ajustaré cuentas más adelante con Alcido. Ahora quiero salvar a mi hermana.

—La bruja de pelo de paja.

—Sí, esa bruja es mi hermana.

—Era. Está muerta. Te lo dije. La ensartaron flechas hasta que su cuerpo pareció un erizo. Y luego trocearon su cuerpo. La bestia que tú dices dio cuenta de sus restos.

Miré la bellota y acaricié las raíces translúcidas. Buscaban un sustrato fértil. Solo había uno posible.

Eché un último vistazo a la ramera y me alejé en cuclillas.

—Está muerta —repitió a mi espalda alzando la voz—. Muerta, muerta. Loco idiota, ¿por qué no lo entiendes?

7.

Bajé de la loma rocosa con cuidado. Las rocas estaban sueltas y una pequeña explanada de arena, una playa cubierta de huesos y piedras, era lamida por el agua oscura del pequeño lago. Conseguí llegar hasta la arena y contemplé el pequeño desfiladero que daba acceso a la laguna. Varios hombres de Alcido llegaron temerosos. Esperaban encontrarme allí. Me escondí agazapado entre las rocas. No tenían ningún interés en despertar de nuevo a la bestia. Recogieron partes de la armadura cubierta de hollín de algún compañero achicharrado por el alcronte y se marcharon rápido.

Esperé hasta el atardecer, hasta que se inició la noche. Había cogido varios jirones de ropa carcomida por las llamas y me había procurado con ellos una suerte de calzones y una vendas para mis pies doloridos. Las heridas de los talones supuraban un líquido amarillento y los bordes de los agujeros se empezaban a ennegrecer, pudriéndose.

Salí de mi escondite cuando juzgué que ya no volverían más soldados. Varios pedazos de cuerpos, torsos y miembros, yacían desparramados por la arena, tiñendo de sangre reseca la playa. Busqué en silencio las armas que aún podían servir para la batalla. Hachas, espadas, cascos, escudos, armaduras. Todo estaba mellado o derretido, no habían dejado nada entero. Malditos soldados carroñeros. Maldito alcronte.

Despellejé los pedazos de carne que había, en busca de grasa humana y animal. Solo había una forma posible de matar a una hidra.

Las hidras son monstruos horrendos, voraces, feroces, no mayores que un mamut, con el cuerpo de serpiente. Suelen tener varias cabezas, parecidas a las de un lagarto, más grandes, y, si cortas una, crecen dos más en el lugar del muñón. La propia hidra se alimenta de sí misma cuando no tiene nada qué comer. La única forma de impedir que broten más cabezas es cauterizando con fuego la herida.

Para eso estaba destinado el alcronte y su aliento de fuego. El plan era ingenioso, pero un alcronte también lo es. No acata órdenes, se rige por una destrucción sin medida, acabando con todo rastro de vida terrenal a su paso. No tiene otro pensamiento en su cabeza.

El dolor en los talones era cada vez más intenso. La inflamación se extendía hacia la pierna y estaba empezando a notar un entumecimiento de los músculos. Por fortuna el dolor era tan grande que minimizaba el del dedo mutilado convirtiéndolo en molestia.

Sobre un escudo volcado fui depositando todo el sebo que fui encontrando raspando y sajando en los pedazos de carne.

—¿Qué haces? —oí detrás de mí.

Me giré con rapidez cogiendo un espada rota a la mitad de su hoja. Era la muchacha. Estaba sentada junto a una roca, mirándome con atención.

—No te he oído llegar —murmuré asustado, pidiendo con un gesto de la mano que acallase el tono de su voz. Si aquella mujer había podido sorprenderme no quería llegar a pensar qué sucedería si Alcido decidía volver a echar otro vistazo. El dolor me volvía descuidado— ¿Dónde están el noble y los suyos?

—Se marcharon.

Me acerqué para mirarla más de cerca. Tenía los pies desnudos llenos de arañazos y magulladuras al tener que descender por la ladera rocosa. Todavía sudaba y los corros de su frente y sus sienes mostraban más de esa piel blanca y pecosa que había debajo de la mugre.

—Tengo la señal —dijo señalándose el tatuaje del cuello—. Jamás podré rechazar ni esconder lo que soy.

"Ni tú ni nadie", pensé.

—No sé hacer otra cosa —añadió.

—¿Cómo te llamas?

—No tengo nombre. Nunca lo he necesitado.

—¿No recuerdas dónde naciste, quiénes fueron tus padres?

Negó con la cabeza. Seguramente sus progenitores la vendieran a un burdel nada más nacer, incapaces de hacer frente al gasto que hacía falta cuidar de una hija. Era un subproducto, un residuo de la pobreza. Poco más que una cagada que depositas en un agujero, lo tapas y luego marchas.

—¿Qué haces? —preguntó señalando con la cabeza al casco.

—Recojo sebo. Impregnaré las pocas armas decentes que quedan con él y las prenderé fuego. Confío en que al cortar una cabeza de la hidra, el fuego del sebo prendido cauterice la herida.

Se encogió de hombros sin entender. Señaló con un dedo la bellota que llevaba al cuello.

—Sigue creciendo.

—Necesita un medio para vivir. Era de mi hermana. La sangre de la hidra servirá para ello. Es vivificadora.

—Tu hermana está muerta.

—No. No lo está.

—Y esa bellota hará que resucite —dijo con sorna—. Estás loco confiando en la hechicería.

—Es lo único que me queda. Detesto la magia, pero no tengo otra opción.

—Vas a arriesgar tu vida por la posibilidad de que tu hermana reviva gracias a una magia que odias.

—Sí.

Calló. Me volví para terminar de extraer la grasa blancuzca y cubierta de raíces rojas de los pedazos.

—Ojalá tuviese un hermano tan grande y tan loco que hiciese eso por mí —dijo acercándose. Sacó su estilete de entre los ropajes y me ayudó en la tarea.

—Solo la tengo a ella —murmuré—. Caudiona tenía razón. No debimos acercarnos al campamento. Todo es culpa mía.

Me miró sonriendo y se acercó a darme un beso en la mejilla.

Las aguas cercanas de la pequeña laguna estaban inmóviles. Negras. Espesas. La noche había empezado y necesitábamos hacer un fuego. Me alejé para recoger ramas secas. No había muchas; alrededor de la laguna solo había piedras y arena.

Monté una pequeña hoguera en pocos minutos. Troceé el sebo sobre el escudo cóncavo. Embadurné las pocas armas servibles que encontré con el sebo y comprobé que el fuego ardía en sus filos como había esperado.

—Tienes que ponerte a salvo, en las rocas.

—Puedo ayudar —dijo poniéndose en pie.

A la luz de las llamas su cuerpo tembloroso por el frío era aún más enjuto. Estaba igual de seco que las ramas que había encontrado. E igual de quebradizo.

—Escóndete —dije colocando las armas sobre el escudo volteado, pomos y empuñaduras en el borde. Las llamas eran azules y despedían un humo negro que tiznaba al acercarse y que hedía a podredumbre. Pronto todo el aire sería irrespirable, debía darme prisa.

La muchacha negó con la cabeza y se acuclilló junto al escudo.

—Te cuidaré el fuego.

Mierda. Necesitaba toda la ayuda posible. Sonreí.

La miré durante unos instantes y la tendí la bellota.

—Guárdala bien.

Disponía de un escudo abollado y dos espadas y un hacha que, en otro momento, habría desdeñado por estar inservibles. Ahora eran todo lo que tenía.

Miré las vendas empapadas en sangre de mis pies y los improvisados calzones que constituían mi única ropa. Mierda, pensé, de todo esto no puede salir nada bueno.

8.

Avancé con una espada llameante hacia el agua. Agarré con fuerza el escudo con la otra mano. Las piernas cada vez me dolían más. Cada paso que daba era atroz. Debería encomendarme a algún dios, pero no sentía respeto por ninguno.

Arrojé varias piedras al agua.

—¡Hidra! —grité— ¡Bicho asqueroso, sal para que pueda verte tus feas caras!

El agua burbujeó en el centro de la laguna.

Arrojé más piedras. Las burbujas se movieron en mi dirección. El monstruo se dirigía hacia mí. Aquella criatura había hecho caso de mi llamada.

El paraje estaba lleno del humo denso del sebo y el olor era nauseabundo. Tragué saliva y tosí.

Estaba loco. Claro que estaba loco. El corazón me latía con fuerza y las piernas me temblaban. Sí, estaba loco.

Una cabeza emergió del agua poco a poco. La luz azulada de los fuegos se reflejaba en su piel escamosa. Dos ojos ambarinos me estudiaron con detalle. La cabeza era tan grande como mi escudo. Una lengua bífida y rojiza lamió el agua. Dioses, era enorme, más de lo esperado.

Otras dos cabezas surgieron del agua a ambos lados de la primera. Igual de grandes, igual de malignas. Se acercaron las tres. Sus cuellos eran largos, como los de una serpiente, sinuosos, cubiertos de escamas relucientes.

La hidra sacó su cuerpo del agua. Cuatro patas gruesas terminadas en garras afiladas hicieron retumbar la tierra. Una cola larga se agitaba como un látigo, restallando en el agua. Las cabezas chillaron y el humo se arremolinó en el aire con sus potentes rugidos.

Me miraron durante un segundo, agitando sinuosas sus tres cabezas en el aire, estudiando la ridícula situación: un gigante herido con una espada rota llameante y un escudo abollado. La bestia se abalanzó sobre mí.

Corrí hacia ella, bramando enfurecido.

Una de las cabezas se lanzó como un dardo sobre mí. La detuve con el escudo. Su boca abierta hedía a corrupción y sus dientes afilados resbalaron en la superficie del escudo. Esquivé otra cabeza que trató de arrancarme el brazo con el que sostenía la espada. Sus acometidas eran vertiginosas, sus golpes retumbaban en todo mi cuerpo, resbalaba por la arena. Las cabezas lanzaban chillidos ensordecedores, horrendos. Esquivé otro mordisco y descargué con un golpe todo el peso del arma y el brazo sobre el cuello. Saltaron esquirlas de sus escamas. Cercené limpiamente el pescuezo. Un rastro de grasa llameante rasgó el aire y un lastimero y estridente bramido sacudió todo el paraje. La cabeza decapitada se sacudió en el suelo, coleteando, intentando atraparme las piernas. Dejaba un rastro de sangre negra siseaba que carcomía la arena, fundiéndola y haciéndola estallar. Tuve que retroceder.

El cuello cercenado humeaba en la herida. La hidra se replegó hacia el agua y hundió el cuello descabezado en el lago.

—¡No! —grité alarmado.

El agua curó la herida. E impidió la cicatrización. Dos cabezas más surgieron del cuello decapitado con rapidez, con endemoniada rapidez. Cuatro cabezas. Resoplé disgustado. No había pensado que aquel monstruo fuese tan inteligente.

Las dos nuevas cabezas se abalanzaron sobre la cabeza inerte y la devoraron en pocos segundos, desgarrando la carne sanguinolenta entre las dos y engullendo grandes pedazos. Sus mandíbulas trituraban su propia carne y huesos con gula. Pronto aquellas dos nuevas cabezas eran igual de grandes que sus dos hermanas.

Las cuatro cabezas se giraron hacia mí y me pareció distinguir una malévola sonrisa en sus morros achatados. Las cuatro chillaron con inhumanos gritos que resonaron en el aire.

La espada me quemaba las manos. Pedazos de grasa en llamas me caían sobre los cuatro dedos y el antebrazo. La empuñadura se había calentado hasta un punto inmanejable. Corrí hasta la hoguera donde estaba la muchacha junto al escudo con las demás armas.

—¡Es inmortal! —chilló angustiada la muchacha tapándose la nariz y la boca para no respirar el humo negro.

—No, solo es más astuta de lo que pensé —dije echando la espada al caldo en llamas del escudo. Empuñé el hacha con el filo mellado. El mango siseó al contacto con la palma de mi mano y noté su calor extremo quemarme la piel de los dedos.

—Huyamos, por tu dios, nada puedes hacer —dijo ella intentando retenerme.

—Yo no tengo dios —dije desasiéndome de sus brazos—, solo tengo a mi hermana.

Me lancé a voz en grito hacia el monstruo. Las piernas me fallaron a mitad de camino. Caí al suelo, al inicio de la playa. La muchacha chilló angustiada. La hidra se abalanzó sobre mí sin contemplaciones. Recogí el hacha y me levanté jadeando, escupiendo gargajos oscuros y sangre. El sudor me cegaba los ojos y solo veía a cada parpadeo como el monstruo se acercaba con una rapidez asesina.

No sé cómo detuve la primera acometida. Alcé el escudo en el último instante. Las fauces de una cabeza me hicieron temblar el cuerpo entero. Otras dos cabezas se agitaron a ambos lados del escudo, buscando los costados; las esquivé. El hacha pesaba demasiado. Se me resbalaba entre los dedos entumecidos. La arena y el sudor hacían que a cada movimiento sintiese como el mango al rojo vivo se escurría entre mis dedos chamuscados.

Grité angustiado. La cuarta cabeza asomó por arriba, su baba goteando mi cara me hizo alzar la mirada. Se lanzó hacia mí con inusitada rapidez. La esquivé en el último instante, doblando mi espalda. La torsión hizo crujir mis caderas y mis piernas temblaron. Agité el hacha y descargué con una furia ciega el filo sobre la cabeza. Una fina lluvia de sangre me salpicó el brazo y el rostro. Grité de dolor, sentí como ardía mi piel.

Retrocedí agotado, calmando mis heridas con arena. Me costaba respirar. Casi no me tenía en pie, al final caí arrodillado. El cuello cercenado y humeante se agitó frenético en el aire.

La criatura volvió hacia la laguna y calmó su nueva herida. Dos nuevas cabezas comenzaron a brotar como ramas de un árbol.

Así era imposible. Jamás lo lograría. No podía luchar con el monstruo y a la vez impedir que retornase al agua para impedir su curación. Grite de rabia, de impotencia. Era frustrante, horriblemente frustrante.

La muchacha se me acercó y me ayudó a ponerme derecho.

—¡Te matará! —lloró desolada. Me limpió la cara de hollín y arena con sus andrajos.

Negué con la cabeza. El frío se había instalado en mis piernas y ya no se iba a ir. Tirité mientras seguía negando con la cabeza.

Intenté ponerme en pie pero lo único que conseguí fue perder el equilibrio y caerme de bruces.

Ya está, pensé mientras me incorporaba, se acabó, no puedo hacer más. Mira lo que has conseguido, Braco, con las promesas del vino, las mujeres y la comida. Morirás como el perro que siempre fuiste.

Comencé a llorar. La muchacha enjugó mis lágrimas mientras me acompañaba en el llanto.

—No puedo ni tenerme en pie —sollocé.

Nos miramos a través de las cortinas densas del negro humo empalagoso. Vi como entre sus manos apretaba firmemente la bellota.

Un chillido nos hizo volvernos hacia la hidra. El monstruo ya había dado devorado la cabeza cercenada y se había dado cuenta de mi debilidad. Se abalanzó raudo hacia nosotros, levantando abanicos de arena húmeda a la carrera.

La muchacha me miró de nuevo y sonrió. Depositó un tenue beso en mis labios. Y se lanzó hacia la hidra.

—¡No! —grité estirando el brazo, intentando detenerla. Caí a la arena.

Cuando levanté la cara el monstruo estaba frente a ella. Dudaba. No podía ser tan fácil. Un bocado tan sencillo de coger. La muchacha tenía uno de los brazos estirado en alto, la mano cerrada, la bellota en el puño.

Una de las cabezas le seccionó limpiamente el brazo a la altura del hombro. No gritó, no pudo. Otra cabeza del monstruo se abalanzó sobre la cabeza de la muchacha. Las otras tres dieron cuenta del resto del cuerpo. No duró mucho. La muchacha tampoco era gran cosa, ni siquiera para alimentar a una bestia.

Entre el crepitar de las llamas y la fetidez de la grasa humana quemándose, solo se oían el triturar de huesos y la deglución de sus gargantas. Un mero aperitivo.

Las cabezas se volvieron hacia mí. Sonrieron. Sí, sonrieron. Aquellos cinco achatados morros curvaron sus belfos y estrecharon sus párpados. Unos chillidos agudos, el equivalente a sus risas, se oyeron en la noche.

Cuando la hidra se lanzó hacia mí algo sucedió. Una de sus patas quedó en el aire, indecisa. Las cabezas se miraron confusas y luego bajaron hasta su vientre, el cual se hinchaba por momentos.

Me enjugué los ojos de arena y hollín y lágrimas y sudor. Una de las cabezas emitió un ruido sordo, como un eructo. La otra cloqueó alarmada. Las otras dos golpearon con el morro a su vientre y la última cabeza me miró fijamente, silbando un chillido de odio. Si una criatura como esa pudiese odiar, su expresión sería la de la quinta cabeza. Dejó escapar hilos de baba por entre sus dientes.

Las dos primeras cabezas se atacaron entre sí mientras las demás mordisquearon con delicadeza su vientre. La delicadeza dejó paso a la furia y luego al descontrol. Se estaba dañando a sí misma.

Las cabezas iniciaron una sucesión de chillidos graves y agónicos mientras se iban atacando unas a otras y a su propio cuerpo. El aire se tiñó de una lluvia de sangre espesa y pedazos de carne que iban cayendo alrededor.

El frío, por mi parte, había trepado hasta mi cintura y se había instalado en mi pecho. Noté como cada vez me costaba más respirar. El humo oscuro me parecía más denso, más pegajoso. Intenté toser pero ya no podía casi ni respirar. Noté como la sangre afloraba a mis labios y bañaba mi barba. Los párpados me pesaron más y más.

A cada parpadeo veía como la bestia continuaba devorándose a sí misma, como las cabezas caían al suelo sin vida. Desgarradas, trituradas. La hidra iba a morir.

Igual que yo.

Frío, mucho frío. Me castañetearon los dientes. Cerré los ojos para no volver a abrirlos. Negro, solo negro.

Escuché pasos en la arena, lejanos, difusos. Alguien me tocó. Una voz pronunció mi nombre, una y otra vez, mientras sentía como me zarandeaban la cabeza.

Una chispa, una diminuta y fugaz chispa se encendió en medio de la negrura. Hubo otras, más y más. Un calor reconfortante pareció nacer en alguna parte de mi cuerpo o de mi mente. Sí, era calor, tierno y nutritivo calor.

Cuando abrí los ojos el rostro de Caudiona me miraba desde arriba. Sonreía.

—¿Estoy… muerto? —balbuceé.

—Aún no, grandísimo idiota —respondió acariciándome la cara con sus labios—. Aún no.

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Ginés Linares

gines.linares@gmail.com

http://gineslinares.blogspot.com

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