La Herrería (capítulo9)

El castigo

(9)

Nora estuvo limpiando las heridas de la muchacha durante horas. Ya era bien entrada la noche cuando, sin poderlo evitar, quedó dormida sobre ella.

La despertó un terrible y brutal latigazo en las nalgas. Aulló al no poder contener el agudo dolor recibido tan inesperadamente.

-Creo recordar que te dije algo así como que estuvieras lamiendo sus heridas hasta que te dijera basta.

Nora no pudo decir palabra. Entre lágrimas, hipo, sollozos y una profunda vergüenza, no podía articular una sola sílaba. Clavó sus ojos en el suelo mientras se ponía de rodillas ante su amo.

-Además de puta, desobediente. En el fondo es mi culpa. Demasiado permisivo. ¡Acompáñame!

Sin esperar su respuesta, el hombre dio media vuelta y se dispuso a salir de la enorme habitación. Nora se puso en pie rápidamente y le siguió, con una mano masajeando su dolorida nalga. Al ver su mano se dio cuenta de que tenía algo de sangre en ella.

El hombre fue directo a las caballerizas. Escogió un precioso percherón negro. Le colocó la pequeña manta, la silla y el bocado. Cargó a su espalda una pequeña mochila. Luego ató tres bastante largas y delgadas (unos 6 metros cada una) a la parte trasera de la silla de montar.

Cuando Nora llegó a las caballerizas, el hombre ató las tres cuerdas a sus anillas. Una cuerda en la anilla de cada pezón, y otra entrelazada entre las anillas de los labios vaginales de Nora, incluyendo la que llevaba en el capuchón del clítoris.

El hombre no dijo nada. Simplemente subió al caballo y tras una corta orden, salió al paso. Nora le siguió rápidamente. O mantenía corta la distancia con su amo o las cuerdas la iban a destrozar.  Descalza, sin el arnés habitual, y por supuesto, totalmente desnuda.

Sobre la hierba no había problema. Pero la hierba se acabó y el caballo, guiado por su amo, tomó campo a través. Los pies de Nora empezaron a resentirse. Y Nora debía dar los pasos con sumo cuidado pero a la vez manteniendo el ritmo, pues una sola caída hubiera sido fatal. El hombre ni siquiera la miraba para saber si ella seguía detrás o no. Y Nora se sintió abandonada al no sentir su mirada. Como si ahora no le importara nada.

En esos pensamientos, cada paso era peor que el anterior. Se clavaban piedras, pinchos y cardos. Al cabo de media hora estaba totalmente cansada y con los pies doloridos y ensangrentados por docenas de pequeñas heridas. Cuando pensó que iba a caer al suelo y las cuerdas le iban a arrancar las anillas, el caballo paró. Levantó la vista (durante todo el camino no dejó de mirar el suelo para poder controlar donde pisaba), y se dio cuenta de que estaban en mitad de un bosque sin maleza pero repleto de altos y gruesos pinos. No se veía más allá de unos 30 metros en cualquier dirección. Era una zona plana, y el único ruido era el viento entre los árboles y el trinar de cientos de pájaros.

El hombre bajó del caballo y desató las cuerdas de la montura. Luego caminó unos metros hasta un lugar en el que se alzaban tres enormes árboles. Se quitó la mochila, se agachó, y durante unos minutos estuvo trabajando sin decir nada. Nora no se atrevió ni a moverse, esperando cualquier orden del hombre. Los pies le dolían terriblemente.

El hombre la llamó y la hizo andar hasta donde estaba él. Nora, a medida que se acercaba, se dio cuenta de que en el suelo había un enorme cuadrado de gruesa madera, de unos 2,50 metros de lado y no menos de 15 centímetros de grosor. Parecía el marco de una puerta o ventana, pero muy fuerte, resistente y tosco a la vez. Cada esquina tenía dos argollas de hierro, una por fuera y otra por dentro. El hombre indicó a Nora que se colocara boca arriba dentro del cuadro. Luego ató las muñecas de Nora, una a cada esquina del cuadro. Lo mismo hizo con sus tobillos. Y con unas palancas especiales tensó las cuerdas hasta que Nora quedó colocada justo en el centro del cuadro, a modo de X, como en una cruz de San Andrés. El hombre trajo el caballo, y ató dos cuerdas a las argollas de la parte superior del cuadro. Luego el caballo tiró, y Nora quedó de pie pero sin tocar  el suelo, totalmente atada y abierta dentro de aquel cuadrado de madera. El hombre ató las argollas del cuadrado a los árboles, hasta que quedó todo perfectamente fuerte y sujeto. Nora colgaba atada en el aire, como si de un trozo de cuero al sol se tratara.

El hombre desató al caballo y lo llevó unos 20 metros hasta una zona en la que podía pastar tranquilamente. Lo ató a un árbol para evitar que se marchara, pero con cuerda suficiente para que se pudiera mover libremente. Luego volvió hacia Nora. Sacó un látigo de no más de un metro, con un mango casi inexistente.

-Hoy aprenderás dos cosas. La primera, que mientras seas mía, me pertenece hasta tu último aliento. Soy el dueño no sólo de tu cuerpo sino de tu vida. Y la segunda, que cuando doy una orden, ésta se cumple al instante y sin vacilar. Y esa orden es totalmente válida mientras no te haya dado otra orden que la anule. Sean unos minutos o mil años.

Nora no dijo palabra. Allí atada, le costaba respirar al tener brazos y piernas fuertemente estirados. La tensión era enorme, pues colgaba de las cuerdas literalmente. Lloraba por el coraje que sentía al haberle fallado. Por lo estúpida que había sido al cometer el error de sentirse amiga y no esclava por un momento.

-No cuentes. No hables. No quiero que digas una sola palabra. Y puedes gritar todo lo que quieras. Únicamente los pájaros y el caballo van a oírte. Hoy debes pensar en quien eres de verdad, y de quien eres de verdad.

Y acto seguido, el látigo silbó y dejó caer tu dentellada en el vientre de Nora. Al ser tan corto, el hombre podía dirigirlo con extrema exactitud hacia el punto que deseara. Nora gritó. Y en su piel quedó una delgada línea roja. El golpe no fue muy fuerte. Su dueño no quería abrirle la piel, pues Nora estaba allí exclusivamente para ser domada. Y el que pagaba el encargo no quería que en el cuerpo de Nora quedaran más marcas de las estrictamente necesarias. No dejaba tiempo para que Nora retomara el aliento. Los latigazos iban cayendo sobre los pechos, el interior de los muslos, o incluso en el pubis. Nora no intentó aguantar. Sabía que hubiera sido inútil. Así que gritaba, lloraba, babeaba y moqueaba sin descanso. Sobre todo cuando se dio cuenta de que aquella tortura no iba a parar por mucho que se desesperara o pidiera clemencia. Además, su amo le había dicho que no quería escuchar una sola palabra de su boca…

El hombre, cuando la parte de delante de Nora había recibido suficiente castigo, se colocaba en la parte de atrás. Espalda, parte trasera de los muslos y nalgas eran despiadadamente azotados por aquel infernal látigo. La única parte de Nora que no castigaba eran los riñones. El hombre no deseaba provocar daños irreparables. Tampoco de cuello para arriba. Solo dolor y únicamente dolor.

Nora se desmayó un par de veces. Todo su cuerpo era marcas ahora azul oscuro. El hombre dejó el látigo dentro de la pequeña mochila, bien anudado. Luego tomó una pequeña cantimplora, la abrió y se acercó a Nora. La tomó por detrás de la cabeza y se acercó a su cara hasta tenerla a menos de 5 centímetros. Nora estaba entre tinieblas, medio desmayada y en un infierno de dolor. El hombre besó a Nora de una forma suave al principio. Y mientras lo hacía, empezó a dejar caer el contenido de la cantimplora por el cuerpo de Nora. Las heridas revivieron, y un dolor más terrible si cabe invadió a Nora. No pudo gritar. El hombre se bebió el grito de su boca. Nora se sacudía como poseída para intentar buscar inútilmente un alivio. Además le era imposible respirar, con la boca de su amo invadiendo la suya. Le estaba robando el alma. Se la estaba absorbiendo a la vez que su propia vida. De pronto el dolor cesó como por arte de magia. Y Nora se entregó a él sin pensar ya en nada más. Sin importarle absolutamente nada más.

El hombre le soltó la cabeza. Cerró la cantimplora y la guardó de nuevo en la pequeña mochila. Luego desató las cuerdas, y lentamente fue bajando el cuadro en el que estaba atada Nora hasta dejarla tumbada en el suelo, sobre la hierba.

Tomó una pipa y la encendió. Era ya mediodía. Los pájaros volvieron a trinar, pues los gritos de Nora los habían acallado. Nora cerró los ojos y se relajó un poco, intentando disfrutar de aquel paréntesis. El dolor de las heridas era ahora soportable, debido al líquido que su amo le había rociado por todo el cuerpo. Cerró los ojos y quedó dormida.

Habían pasado tres o cuatro horas cuando Nora despertó de nuevo. Le dolían ahora muñecas y tobillos por las ataduras. Levantó la cabeza para buscar a su amo con la mirada. Y lo que sus ojos descubrieron la aterrorizó hasta casi la locura. Su cuerpo era ahora un comedero para los insectos. Toda ella estaba llena de orugas, moscas, escarabajos, hormigas y decenas de repugnantes bichos que se alimentaban del líquido que su amo le había puesto horas antes. No fue dolor. Fue un ataque total de locura. Histeria. Delirio. Nora volvió a gritar como nunca.

El hombre se acercó pipa en mano, hasta quedar a escaso medio metro de los pies de Nora. Le miró las desolladas plantas llenas de bichos. Luego observó el resto de su cuerpo. Reptaban por él insectos que hasta el hombre desconocía. Sonrió viendo a Nora debatirse inútilmente, presa de un pánico atroz.

-¿De quién eres, perra? No me hagas repetir la pregunta.

-Totalmente suya, mi amo. Para el resto de mi vida y para lo que usted quiera hacer conmigo.

-Pues ahora quiero que des de comer a estos bichitos, zorra.

-Sí, mi amo.

Y Nora intentó calmarse. Procuró que su mente se llenara de otras imágenes, de otros momentos vividos, para apartar aquella visión de su cabeza que amenazaba con volverla loca.

El hombre desató a Nora. Hasta entonces, había sido muy fácil gritar. Ahora era ella quien debía tomar el control de su cuerpo y hacer que obedeciera las órdenes de su amo y no las suyas. No podía. Pero sus brazos y piernas quedaron inmóviles. Nora sentía como miles de patas recorrían su piel. Incluso por sus pechos y pubis. Y poco a poco consiguió dominar el asco y el terror que aquellos insectos le producían. Temblaba. Su cuerpo tenía como contracciones involuntarias. Pero no se movió de la posición en que su amo la había dejado. Luego se centró en días atrás, cuando tras llevar la pequeña carreta se tumbó a los pies de su amo, dormida. O cuando se quedaba tumbada a los pies de su cama, encadenada, sobre aquél cojín. Y entonces supo perfectamente que era el cielo y que era el infierno. Y que estuviera donde estuviera, fuera cielo o infierno, allí estaría siempre su amo con ella.

El miedo desapareció. El cuerpo dejó de temblar. Y a pesar de los dolores, ya sin miedo, Nora miró a su dueño con ojos claros y limpios, cara a cara. Sonrió.

El hombre sacó de su mochila un spray con el que roció el cuerpo de Nora. Al cabo de dos minutos no quedaba un solo insecto sobre el cuerpo de Nora.

-Levántate.

Nora no se levantó. Se puso a 4 patas y se acercó a los pies de su amo. Los besó, y luego se quedó pegada a ellos hecha un ovillo, feliz.

El hombre la tomó por la mano, la hizo levantar, y sacando unas gasas y agua oxigenada limpió el cuerpo de Nora a conciencia. Luego le aplicó una pomada en las heridas, y le puso una camiseta de algodón.

Guardó todo en la mochila, y fueron andando hasta donde descansaba el caballo.

-Queda un último castigo por hoy, Nora.

-Lo que usted decida, mi amo.

El hombre subió al caballo, y luego ayudó a Nora a subirá su grupa. Cuando el caballo empezó a marchar al trote en dirección a la masía, Nora comprendió a que castigo se refería su amo. Cada saltito sobre al caballo era un fuerte dolor en las castigadas nalgas. Nora sonrió para si misma y se apretó todavía con más fuerza a la cintura de su amo. Sintió su olor, su calor. Y puso su cabeza sobre él. Feliz.

La hora de camino se le hizo cortísima a Nora. Hubiera deseado que aquel recorrido durara siglos, a pesar del dolor de sus nalgas. De alguna manera, aquel dolor le recordaba que momentos antes, aquella parte de su cuerpo había sido usada por su amo. Y el uso le había dejado aquel recuerdo del que ahora tanto gozaba.

Cuando llegaron a la masía, dejaron al percherón en la caballeriza. Luego su amo la llevó hasta la estancia. La muchacha seguía en el mismo sitio en el que Nora la había dejado. Y Nora entendió perfectamente el alcance de las palabras de su amo durante el castigo.

-¿Puedo, mi amo?

-Por supuesto.

Nora besó a la muchacha hasta la saciedad, sabiendo que ésta no podía hacer movimiento alguno sin la orden expresa de su amo.

La muchacha miró al hombre, luego a Nora, y por fin le devolvió el beso.