La Herrería (capítulo 6)
De perra a yecgua
(6)
A la mañana siguiente, el hombre despertó a Nora justo en el momento del amanecer. Hacía frío a esa hora. Llevó a Nora a un lado del cobertizo, le quitó el arnés, la limpió con una manguera de agua fría, y después de lavar a conciencia los plugs, se los volvió a insertar. Cambió las dos pequeñas baterías que Nora llevaba ancladas en unas cinchas, en los muslos, procedentes de collares de castigo (o doma) para perros. No quería que quedaran agotadas a media jornada. Luego tomó medidas de todo el cuerpo de Nora. Desde la cabeza hasta los pies. Dejó todo anotado en el bloc.
Movió el pequeño carricoche hasta la entrada del cobertizo. Colocó a Nora entre los dos brazos metálicos, y la ató a ellos por la cintura. Nora quedaba a más de un metro de distancia de la caja del carricoche. Sitio suficiente para poderse mover con total soltura. Luego le puso un bocado metálico forrado de caucho, y dejó las riendas sobre el minúsculo asiento. Por último colocó unos pequeños pesos atados a las anillas que Nora llevaba en pubis y pezones. Se sentó en el carricoche con cuidado, tomó las riendas, y dio una pequeña sacudida a las mismas…
-¡Adelante!
Nora se puso a andar despacio. Nunca la habían atado a un carro. No tenía experiencia alguna. Así que empezó a andar recto. Salieron del cobertizo. El hombre, tirando de la rienda derecha, le hizo saber a Nora que debía girar en aquella dirección. Cuando estuvo bien situada, dejó de tirar. Poco a poco Nora fue comprendiendo como debía actuar según el hombre tirara más o menos hacia un lado o hacia el otro. El suelo no era plano, y la hierba hacía mucho más difícil el poder mover el carricoche sobre ella, pues las ruedas de bicicleta se clavaban y costaba mucho esfuerzo el seguir adelante. Al cabo de pocos minutos Nora ya no tenía frío. El hombre no la obligaba a ir deprisa, pero si constante. Y poco a poco, los pequeños pesos que llevaba en todas las anillas empezaron a hacer su efecto. Notaba como a cado paso las anillas estiraban su piel.
Por si fuera poco, en una de las ocasiones en las que el carricoche quedó enganchado, su amo, en lugar de usar el látigo que llevaba, puso en marcha el dispositivo rojo y Nora recibió una descarga eléctrica cruzándole desde el ano hasta la matriz. No fue muy fuerte, pero si entendió rápidamente que las próximas irían en aumento.
En un tramo del camino, Nora pensó en relajarse y tomarse cierto descanso al ser todo bajada. Se equivocó. El hombre puso en marcha el vibrador con el dispositivo verde. Nora no pensó en recibir aquél tipo de estímulo y le cogió con la guardia bajada. Ahora tenía que aguantar el peso del carricoche a la vez que intentaba distraer su mente para no tener un orgasmo. Pero la bajada era larga, el hombre no la dejaba ir deprisa, y su cuerpo enseguida se encendió reclamando por enésima vez el correrse. Al principio Nora calló, pero cuando ya le costaba horrores el aguantarse, pidió permiso al hombre para correrse. El hombre puso el freno y paró el carricoche. También paró totalmente el vibrador. Nora se quedó quieta sin saber qué debía hacer. El hombre esperó unos segundos. Luego empezó claramente a contar hacia atrás. 9… 8… 7… 6… Nora advirtió que su cuerpo, sin estímulo alguno, empezó a sentir como llegaba aquél orgasmos tantas veces ansiado. 5… 4… 3… 2… Nora estaba a punto de estallar. Nada ya podría evitarlo. Si su amo no le daba permiso, iba a volverse loca. Se agarró fuertemente a los brazos metálicos del carricoche. 1… 0. Y Nora tuvo el orgasmo más salvaje de su vida. Gritó como fulminada por un rayo y cayó sobre la hierba de rodillas presa de convulsiones. Se puso a llorar al tiempo que el hombre ponía en marcha de nuevo el vibrador, acompañado de medianas descargas eléctricas. Eso hizo que el orgasmo de Nora se incrementara, se alargara, la invadiese por toda la parte baja de su cuerpo, y quedara con las piernas abiertas y temblando como hoja al viento. Babeaba. La cabeza gacha, los ojos cerrados. Si no fuera por el carricoche, Nora hubiera dado la sensación de estar crucificada de rodillas sobre la hierba, con las piernas separadas y su saliva cayendo sobre los verdes brotes. No pudo evitar soltar su vejiga y orinarse allí mismo. Su cuerpo ya no le hacía ningún caso y obraba por su propia cuenta. El hombre bajó del carricoche, se colocó frente a Nora, se bajó la bragueta, levantó la cara de Nora, y orinó directamente sobre el bocado y su cara. Nora apenas pudo hacer nada. El bocado le llenaba la boca pero a la vez le impedía poderla cerrar. La boca y nariz se le llenaron de la orina de su amo. Tragó todo lo posible, pero no pudo evitar un enorme sofoco al pensar que iba a morir ahogada. Sus manos, agarradas al carricoche, nada pudieron hacer por impedir aquel ahogo. Se desesperó al no encontrar una bocanada de aire. Y en ese mismo instante el hombre terminó de orinar, se cerró la bragueta y volvió al carro. Encendió su pipa, mientras Nora intentaba recuperar el aliento después de todo lo ocurrido. Se tomó unos minutos, y luego se puso poco a poco en pie con las piernas temblando. Todo su pecho estaba lleno de babas y lágrimas. De vez en cuando Nora soltaba algún pequeño quejido, mientras aguantaba el cuerpo recto con sus manos apoyadas en los brazos del carricoche. Pasados unos 10 minutos en los que el hombre dejó que Nora recobrara sus fuerzas, quitó el freno el carricoche y este empezó a deslizarse de nuevo camino abajo. Nora enseguida supo que debía seguir adelante, y siguió andando despacio.
La bajada terminó en una pequeña planicie. El hombre la hizo cruzar hasta llegar a un pequeño y cristalino riachuelo. Allí puso el freno, bajó de nuevo del carricoche, y desató a Nora para dejarla libre y poder descansar ambos.
-Amo. ¿Permite que pueda hablarle?
-Adelante.
-¿Me da su permiso para bañarme ahora en este riachuelo? Estoy llena de mocos, babas y lágrimas, y no son las condiciones idóneas para esta su perra.
-Puedes bañarte.
Y Nora, sin pensarlo dos veces, corrió a meterse dentro del riachuelo. Buscó un lugar donde pudiera sumergir todo el cuerpo, y se deleitó gozando de su primer baño en meses. No tenía jabón, pero no le hizo falta. Gozó como loca al sentir el agua fresca corriendo por toda su piel. Por cada poro de su cuerpo. Se estiró hasta que solo su cara sobresaliera del agua. Y la pequeña corriente del riachuelo hizo las veces de ducha primigenia. Sintió cada anilla, cada peso que su amo le había puesto para recorrer aquel camino. Hasta sintió el frío de los plugs dentro de su cuerpo. Un frio sano y vigorizante. Cerró los ojos. Escuchó el graznar de unos cuervos a lo lejos, y la suave brisa cruzando el mar de hierba y llenándolo de pequeñas olas. Sintió como nunca había sentido. Se dio cuenta de que cada hora, cada segundo, era un nuevo mundo de sentidos desde que se puso en manos de aquel hombre. Tuvo que admitirse a sí misma que hasta entonces no había sabido lo que era sentirse viva de verdad. Abrió la boca y bebió. Quedó postrada, dejando que el agua circulara por su piel, lavándola y acariciándola. Pasaron minutos. O tal vez más de una hora. El sol hacía tiempo que calentaba…
-10… 9…. 8… 7… 6… 5…
Nora no lo pudo creer. Aun estando su mente totalmente absorta en sus pensamientos, su cuerpo obedeció inmediatamente a la voz y a los números. Era imposible. No podía ser. Aquello no era natural. ¿Qué le estaba haciendo aquel hombre…?
-4… 3… 2… 1… 0
Y Nora se retorció en el agua, víctima de otro gigantesco orgasmo. No tuvo tiempo de pedir permiso a su amo. Ni siquiera tuvo tiempo para pensar en hacerlo. Volvieron las convulsiones, los estremecimientos, la total locura. En aquellos momentos su cuerpo la dejaba completamente a un lado, actuando por cuenta propia. Nora era incapaz de dominarlo, de conseguir que parara. Y una vez aceptado y asimilado el hecho de que su cuerpo ya era absolutamente propiedad de su amo, no puso más resistencia y simplemente se entregó totalmente a sentir con toda plenitud lo que su dueño quisiera darle en todo momento. Puso su mano en el collar que llevaba en el cuello. Y lloró con los ojos cerrados, feliz como jamás lo había sido.
Cuando cesaron los temblores, Nora salió del agua y fue directa al lugar donde el hombre se había sentado. Estaba sobre una piedra, fumando su pipa con total calma. Como si nada hubiera pasado. Nora se acercó a él a 4 patas.
-¿Da su permiso, mi amo?
El hombre asintió. Y Nora, profundamente feliz, se acurrucó a sus pies, totalmente mojada, dejando que el sol de la mañana fuera secando su piel. Sin prisas. Disfrutando de cada segundo. Y con los ojos cerrados, sus pensamientos empezaron a dar vueltas, hasta que de improviso, algo alcanzó a Nora como un rayo. Fue fulminante. Jamás se le habría ocurrido. Nunca habría admitido algo así. Pero no podía negarlo. Todo lo contrario. Era tan natural que pensó porque no lo había visto antes. Se estremeció feliz. Era evidente. Estaba enamorada de su dueño. Locamente enamorada. Era lo único que todavía no le había entregado, y ahora se lo daba con todas las consecuencias: su corazón.
No pidió permiso. Muy despacio, descalzó a su amo. Empezó por desabrochar los cordones. Luego le quitó los zapatos. Pasó su cara y sus labios por los calcetines. Luego los fue quitando también. Y durante la siguiente hora, Nora estuvo besando, lamiendo y limpiando con su boca los pies de su dueño. Lo disfrutó como loca.
A media mañana estaban de vuelta en la masía. Su amo dejó el carricoche en el cobertizo. Luego le puso la comida a Nora en el cuenco de acero inoxidable. Y Nora desayunó a 4 patas, con el cuenco colocado entre los pies de su amo, como la perra más feliz del mundo. Si hubiera tenido cola, la hubiera movido como loca.
Después del desayuno, ambos se tumbaron en la hierba y gozaron de estar sin hacer absolutamente nada. Nora colocó, con permiso de su amo, la cabeza a escasos centímetros de sus pies. Quedó hecha un ovillo, y a los pocos minutos, dormida.
Su amo la despertó una hora más tarde. Le colocó la correa, y fueron a pasear (ella a 4 patas) por los alrededores de la masía. Así Nora pudo conocer poco a poco todas las edificaciones. El cobertizo, la masía, el almacén y el garaje. Luego su amo la hizo ponerse en pie, y todavía con la correa puesta, le enseño a andar bien delante suyo (tres pasos y a su derecha), bien detrás suyo (tres pasos y a su derecha). Cuando tuviera que ir a su lado, siempre a su derecha y un paso atrás. Claro está, siempre que su amo no le hubiera dado alguna contraorden. De este modo fueron ampliando el círculo y Nora pudo conocer mucho mejor los alrededores de la masía. La carretera forestal que llevaba al pueblo (cuatro casas a unos 15 kms de distancia), la pista que llevaba al pico de Janel, el camino que iba hasta el lago de Tatué…
A media tarde, después de comer, su amo le mostró la masía por dentro. No había ningún lujo. En la planta baja, había un gran recibidor que repartía puertas a derecha e izquierda. Una cocina enorme hecha a base de madera y piedra. Un comedor más grande todavía pegado a ella. Una sala enorme que recordaba más un castillo que una casa con un enorme fuego a tierra de piedra. Un cuarto de baño con solo una ducha, un lavabo y la taza. Y una alacena donde cabía comida para un regimiento. Unas anchas y desgastadas escaleras subían desde el recibidor al primer piso…
Siempre llevada con la correa y a tres pasos detrás de su amo, Nora anduvo toda la tarde de un lugar a otro hasta conocer la casa de cabo a rabo. En la sala del fuego a tierra, se extrañó de ver dos enormes pilares redondos justo en medio, a tres metros uno del otro. Y una pequeña puerta de aquella sala no fue abierta por su amo para mostrarle su contenido. O bien su amo no deseaba que la viera, o bien se le pasó. Pero Nora no dijo nada. Había aprendido a respetar cualquier deseo de su dueño, fuera el que fuera. Sabía, ahora por experiencia, que todo tenía su explicación. Y antes o después la conocería.
Durante una semana, el hombre usó a Nora como yegua de tiro, y poco a poco le llevó a conocer los sitios más cercanos de la masía. A fuerza de tirar del carricoche, Nora fue adquiriendo fuerza y musculatura en todo su cuerpo. Falta le hacía, después de su larga estancia en el sótano del cobertizo. Su piel tomó un color bronceado fantástico por todo el cuerpo, a fuerza de ir desnuda todo el día. Su amo la había acondicionado tanto, que con sólo empezar a contar hacia atrás su cuerpo se encendía de forma instantánea. Y solo muy de vez en cuando le daba permiso para correrse. Aprendió a hacerlo corriendo como yegua, mientras comía, cuando hacía sus necesidades en los periódicos, o en las más inoportunas condiciones. Día a día fue sintiendo como su dueño se iba apropiando cada vez más de su mente y de su cuerpo, hasta el punto de que le respondía sin pensar, de forma instantánea y automática. Nora dejó de oponer resistencia y empezó a disfrutar de sentirse una parte más del cuerpo y mente de su amo, a su total disposición.
Y como debía pasar, cierta tarde su amo la llevó hasta la puerta cerrada. Sacó una llave, hizo girar el antiguo y pesado cerrojo, y le dijo a Nora que pasara. Al encender la luz, Nora quedó anonadada, con la boca abierta y sin saber que hacer o decir. Un estremecimiento recorrió todo su cuerpo, y sus ojos no pararon de volar de un lugar a otro de la estancia.