La Herrería (capítulo 2)

Agua y fuego

(2)

Norma despertó en el suelo, sobre la vieja y roída manta. Le dolía terriblemente todo el cuerpo. Intentó moverse pero le fue del todo imposible. No había forma de poder cambiar la postura sobre aquel suelo de hormigón sin que le dolieran hasta las pestañas. Los pechos le ardían. Las nalgas eran un infierno. Los muslos los tenía separados para evitar el dolor que le causaba el intentar unirlos para evitar el frío. Estaba tiritando. Los dientes le castañeaban. Y todo su cuerpo era sacudido por temblores imposibles de dominar. Las luces apagadas. Hambre y sed. Y cansancio. Ahora ya no pensaba en huir, en marcharse, en dejar aquello atrás. Su nueva meta era simplemente sobrevivir, llegar a las siguientes horas. Y con esa idea se armó de valor y se puso sobre el costado derecho. Luego se colocó en posición fetal pero con una pierna más adelantada que la otra. Se abrazó a sus pechos y se quedó dormida de nuevo.

En las siguientes horas estuvo entrando y saliendo del sueño. Por su mente pasaron imágenes confusas, hasta el punto que no era capaz de discernir lo que era real y lo que era pura locura creada por el frío, el hambre, el dolor y la fiebre. Hasta que bastante tiempo después se despertó.

Intentó moverse para cambiar de postura, pero no pudo. Estaba atada. Empezó a recuperar el tacto. Manos atadas, piernas atadas… estaba boca abajo, sobre lo que podía ser una especie de caballete. A horcajadas. Atada a 4 patas sobre lo que le parecía un mueble de madera muy fuerte y grueso, pues cuando intentó zafarse apenas se movió un milímetro. Tendida sobre su vientre, un grueso y fuerte tablón (o algo parecido) la sujetaba. Pasaba entre sus pechos y le sujetaba también la cabeza. Algo la tenía sujeta por las rodillas, muñecas, tobillos, espalda y cadera. Daba la sensación de cinchas de cuero, pues eran fuertes pero a la vez cálidas y nada duras. Al mover los ojos se dio cuenta de que los tenía vendados. Los pechos apenas le dolían, pues los tenía colgando. Los muslos, separados, tampoco le transmitían el dolor que había sentido horas antes, cuando pensó que estaba tumbada en el suelo.

Iba a gritar, pero se lo pensó dos veces. Ahora sabía cómo se las gastaba aquel hombre, y no pensaba ponerle las cosas  en bandeja de nuevo. Buscó en su mente la razón por la que, cuando el hombre le preguntó si quería marcharse, ella escogió quedarse allí. Por chulería. Por la estúpida seguridad de poder tenerlo comiendo de sus manso en unas horas. Pero lo más preocupante no era esa decisión, pues se conocía y sabía que en multitud  de ocasiones su inmensa bocaza la había perdido. Lo que más la preocupó fue aceptar el castigo por haberse portado mal. Cuando el hombre le preguntó, ella no lo pensó siquiera. La palabra “si” le salió del alma directo a la boca, sin siquiera pasar por su mente…

Estaba perdida en esos pensamientos cuando escuchó abrirse la puerta, y el tintineo de los fluorescentes al encenderse. Su cuerpo sintió un escalofrío que le recorrió desde la punta del os pues hasta la nuca. No fue miedo. Fue algo mucho más profundo que no supo reconocer.

-Hola, Nora.

-Hola amo. Buenos días.

-No sé en que te basas para decir buenos días, pero no voy a negarte ese pequeño placer de intentar saber en qué hora vives.

Nora iba a contestar, cuando escuchó el ruido de algo parecido a una silla detrás de ella. Se puso nerviosa. Apenas podía ver cierta claridad a través de lo que el amo le había puesto en los ojos. Imposible saber que estaba tramando. Sólo lo podía situar muy cerca de ella por sus pisadas y el ruido de algo que llevaba en las manos.

-Abre la boca.

No fue una orden, pero Nora actuó como si lo hubiera sido, abriéndola de inmediato. Sin pensarlo siquiera. El amo le introdujo algo parecido a una bola de algún tipo de caucho. Se la anudó en la nuca. Luego le colocó unos ganchos en la nariz con algún tipo de elástico, y también los anudó en la nuca. Le quedaron las fosas nasales totalmente abiertas. Podía respirar perfectamente, pero su boca empezó a segregar saliva de inmediato, y al ser incapaz de tragarla con la boca abierta, esta iba directa al suelo.

Enseguida notó como un líquido fresco y aceitoso era esparcido sobre sus nalgas y espalda. La mano del amo se deslizó suavemente sobre ella, y poco a poco, con suaves y dulces movimientos, fue desapareciendo el dolor de los golpes que aquellas mismas manos le habían propinado horas atrás. Se dejó hacer, al notar que aquello no tenía pinta de castigo. Y poco a poco fue cayendo en una ensoñación mientras el amo acariciaba de forma suave pero enérgica su dolorido cuerpo. Cerró los ojos y se entregó a aquél pequeño placer.

Las manos del amo fueron recorriendo su piel centímetro a centímetro. Y de la espalda pasó a sus doloridos pechos. Aquella crema era milagrosa, pues a los pocos minutos el dolor había desaparecido. Y para vergüenza de Norma, sus pezones contestaron rápidamente a aquellas caricias poniéndose dolorosamente duros y sensibles. Sin darse cuenta, Norma empezó a gemir. Las babas fueron aumentando en caudal, y de la pelota se veía claramente un largo hilo de saliva que terminaba goteando unos escasos 5 cms antes de llegar al suelo. Las manos del amo no paraban, y Norma dejó a un lado el preocuparse por ser humillada, y se entregó al placer de sentirse instrumento en manos del amo.

Las manos del amo llegaron de nuevo a sus nalgas, después de masajear piernas, muslos y pies. Los masajes iban cada vez más cercanos a su ano y vulva. Como si fuera de forma ocasional, pasaban por ellos cada vez con más asiduidad. Y cada paso era un nuevo gemido de Norma. Lentamente, fueron abriéndose como queriendo facilitar el paso a las manos del amo. Y el amo no tuvo reparo alguno en empezar a acariciarlos directamente. Los dedos del amo empezaron no solo a masajear, sino a pellizcar, apresar, abrir, dilatar, acariciar y separar. A norma le fue del todo imposible permanecer cerrada a aquellas caricias. La idea solo duró un par de segundos, para luego abandonarse totalmente a aquellas manos. A entregarse a ellas. Aquellas manos que la fueron abriendo muy lentamente, y sin esfuerzo alguno empezaron  a invadirla, a tomarla, a adueñarse de ella. Ocasionalmente se quedaban unos segundos sobre el hinchado clítoris, pero sin darle tiempo a concentrarse en él. Lo cual la frustraba profundamente, pues no le dejaba llegar al orgasmo al cambiar enseguida de un sitio a otro.

Al cabo de media hora (o eso calculaba Nora), ya no sabía por dónde iba a estallar. Si por el ano, por la vagina o por el clítoris. Su cuerpo estaba en una tensión tal, que era sacudido por unas pequeñas convulsiones musculares. Nora se lo pensó dos segundos antes de explotar, pues temía que si lo hacía sin el permiso del amo, pudiera aquello acarrearle nuevos castigos. Y por primera vez en su vida, luchó como loca por intentar parar aquel volcán que estaba creciendo dentro de su cuerpo y que amenazaba con hacerla reventar en cualquier momento. Era angustioso. Y entre lágrimas, babas, y vanos intentos de hablar a través de la mordaza de bola, su boca apenas pudo gritar una vez tras otra la palabra “amo”. Aquellas manos seguían manoseándola. Aquellos dedos la seguían abriendo. Y su cuerpo se había convertido en un volcán que derramaba lava ardiendo por todas partes. Pero aquel hombre no decía palabra. Y cuando ya se iba a dar por vencida y aceptó el estallar a cambio de un nuevo castigo, el hombre paró de golpe.

Decepción, humillación, cabreo, angustia… Todo un cúmulo de sensaciones envolvió ahora a Nora. Se había sentido usada, manipulada, convertida en un simple trozo de carne que obedecía más a aquél hombre que a ella misma. Era incapaz de controlar ni siquiera su propio cuerpo. Aquel hombre se estaba apoderando de él.

Y tan ensimismada estaba en sus pensamientos y cabreo, que apenas escuchó ni sintió los manejos que aquél hombre llevaba a cabo a sus espaldas. El hombre colocó tras Nora una pequeña máquina eléctrica con un pequeño rodillo que convertía el giro en dos largas pértigas de madera acabadas en sendos y enormes consoladores, uno sobre el otro y a escasos centímetros. Ambos alimentados a través de un pequeño tubo de plástico con algún tipo de aceite. Nora solo se dio cuenta cuando el hombre introdujo ambos consoladores en el ano y vagina de Nora. Aunque ambos eran de tamaño considerable, Nora estaba tan dilatada que entraron perfectamente. El hombre lo puso inmediatamente en marcha, pero a una velocidad muy lenta. Debido al mecanismo del aparato,  el consolador anal se desplazaba más de 30 centímetros dentro de Norma, mientras que el vaginal no llegaba a los 20 centímetros. El hombre, tras verificar el correcto funcionamiento, colocó un arnés alrededor de la cintura de Norma, y atado a éste, un enorme vibrador situado directamente sobre el clítoris de Nora.

Nora no supo que decir o pensar. Solo sentía algo caliente y blando invadiéndole por completo, sin saber realmente de que se trababa. No sabía lo que debía hacer, que decir, ni cómo actuar. No estaba preparada para aquello. Solo empezó a comprender cuando el hombre activó el mecanismo y Nora empezó a sentir como algo entraba y salía de ella. Se dio cuenta de que una máquina se la estaba follando. Pero apenas habían pasado unos minutos desde que las manos del hombre la habían dejado a medias, y su cuerpo enseguida recuperó el ritmo. Un ritmo ahora tan lento que la desquiciaba de deseo.

El hombre se sentó frente a Nora. Ella escuchó como colocaba la silla. Las manos del hombre le acariciaron de nuevo los pechos. Y luego le sacó la venda de los ojos. Por segunda vez, Nora tenía aquellos ojos azules a escasos centímetros de su cara y podía verlos en toda su profundidad. Lo primero que pensó es que no estaba nada presentable babeando y gimiendo de nuevo frente a aquel hombre. Pero enseguida cambió de opinión.

-Te morías de ganas de correrte. ¿Verdad? –le dijo el hombre sonriéndole. Norma asintió con su cabeza, sin poder evitar que algunas babas cayeran al suelo. Estaba totalmente humillada y a la vez caliente como una perra.

-Como ves, tu cuerpo ahora me obedece a mí. Sería bueno que aprendieras de él y también lo hicieras –le volvió a decir el hombre. Nora asintió de nuevo.

-Has aguantado los orgasmos como una leona y eso me ha gustado. Has aprendido por ti sola que sin mi permiso no puedes ni debes hacer absolutamente nada. Y eso merece un premio. Así que ahora puedes tener todos los orgasmos que desees. Tienes mi permiso.

Nora intentó darle las gracias, pero solo pudo mover la cabeza arriba y abajo. Y mientras el hombre le miraba directamente a los ojos, sintió algo parecido a un mordisco en cada uno de sus pezones. Miró debajo suyo (le dolió la nariz pero ella tenía que mirar) y se dio cuenta de que el hombre había colocado sendas pinzas metalizas dentadas en sus pezones. Con unos pesos colgando de ellas. Volvió el  dolor, pero la mente de Nora rápidamente dejó de ir de un lado para otro cuando el hombre, sonriendo, aceleró algo más la máquina y el vibrador. Se separó algo de Nora, con el control en la mano. Y la máquina empezó a adueñarse del cuerpo de Nora.

Al cabo de pocos minutos, Nora empezó a tener un orgasmo tras otro. O tal vez uno infinito. No supo diferenciarlos. Explotaba, explotaba, explotaba, seguía explotando. Ano, vagina y clítoris se combinaban para que su cuerpo fuera un saco tembloroso del que se habían apoderado convulsiones y espasmos hasta estar totalmente fuera de control. Nora gritaba, gemía, intentaba pedir algo al hombre. La máquina seguía cada vez más rápida y profundamente apoderándose de Nora desde sus mismas entrañas. Y a cada golpe metía un poco más de aquella substancia parecida al aceite en el ano y vagina, de forma que Norma cada vez se dilataba más y más. Apenas se la oía gritar, debido a la mordaza. El hombre no se perdía detalle de la cara de Norma. La miraba fijamente a sus ojos. Norma había perdido toda vergüenza. Toda razón. Su cuerpo, incapaz de retener nada por culpa de los espasmos, vació completamente la vejiga de Norma. Cuando el hombre se dio cuenta, sacó la mordaza a  norma y le cogió la cara con su mano. Ahora Norma podía gritar, y lo hizo.

-Mi amo, por favor…

No se atrevía a decir más. Los orgasmos ya eran insoportables, y por primera vez en su vida, Norma temió morir allí mismo si aquello seguía mucho más tiempo. No podía controlar su cuerpo ni su mente. Estaba cayendo por un pozo sin fondo, y todas las sensaciones habían pasado hacía tiempo la raya roja (si es que los sentidos pudieran tenerla). Se mezclaban orgasmos con espasmos y con calambres, y todo su cuerpo era un caos.

-¿A quién perteneces?  -le preguntó el hombre que le tenía cogida por la barbilla.

-A usted, mi amo.

Y en aquel mismo momento todo se desconectó. El aparato eléctrico, el vibrador… todo quedó en silencio. El cuerpo de norma seguía teniendo convulsiones y espasmos, pero poco a poco se fueron calmando. Su amo separó con cuidado la máquina, y ambos consoladores salieron del cuerpo de Norma brillando por el aceite. El amo los sacó fuera de la jaula. Luego se colocó tras Norma, y lentamente volvió a dar un suave masaje. Solo que esta vez el cuerpo de Norma recordó el tacto de aquellas manos, y lentamente volvió al loco deseo que la embargó al principio. Ahora norma no tenía la boca amordazada, así que podía hablar.

-Amo, por favor… -sin atreverse a decir nada más. Su cuerpo quería más a gritos. Su mente hacía mucho que andaba perdida sin nadie ni nada a que agarrarse.

Fue rápido. Norma ya sabía por experiencia lo que era vivir un “fisting”. Pero nadie le había preparado para aquello. Su Amo le introdujo una mano en la vagina, y otra en el ano, muy lentamente. La fue abriendo paso a paso, sin prisas. Poco a poco el hombre la fue llenando. La mano entera dentro de la vagina, y hasta medio brazo dentro del ano. Nora sintió como ambas se estaban apoderando de ella. Por primera vez tenía a su amo dentro de sus entrañas, totalmente abierta a él en cuerpo y alma. Libremente expuesta para que tomara todo lo que quisiera de ella, aunque fuera su propia vida Y Norma explotó como jamás lo había hecho, y sin permiso. No tuvo tiempo para pedirlo. Ni supo de donde vino. Fue creciendo hasta envolverla, hasta sentirlo en cada célula de su cuerpo. Y simplemente explotó en una cascada interminable de placer y sentimientos. Gritó hasta quedarse ronca, y se desplomó sin fuerza alguna. Jamás había sentido algo así. Aquella entrega absoluta, total, sin fisuras ni condiciones. Sin límite alguno. Sentirse totalmente suya y a la vez totalmente libre. Se sintió desvanecer a la vez que su deseo era que su amo, desde lo más profundo de sus entrañas, cerrara fuertemente la mano dentro de ella y así tomarla de una forma definitiva y total para hacerla suya ya para siempre.