La Herrería (capítulo 13)
Final de la serie ...¿por ahora?
— Me llamo Celia, Señor.
Juan llamó a Nora y Raquel para presentarles a Celia. Era un encargo urgente, de última hora. A media noche recibió la llamada, y había ido a buscarla rápidamente, pues quien le llamó era un muy buen cliente. Llegó poco antes del amanecer, dejó a Celia en una habitación, y marchó a la suya para descansar. El día iba a ser muy largo.
— Tu propietario me ha hecho un encargo. ¿Sabes de que se trata?
Nora y Raquel estaban de pie tras Juan, esperando a que aquella mujer les diera un poco de información. Pues Juan no les había comentado nada.
— Tengo 64 años, y mi cuerpo está ya ajado e inservible, después de 47 años de servicio ininterrumpido a mi Amo. Tengo marcada toda la piel, y hace ya tiempo que no puedo dar todo lo que mi Amo debería recibir de mí —. Celia miraba el suelo, también de pie, con voz avergonzada y triste. Apenas se le podía entender, pues le bailaba la dentadura postiza dentro de la boca, debido a los nervios y a la tensión del momento.
— ¿Qué has venido a pedirme? —Juan estaba muy serio, y su mirada estaba clavada en Celia. Nora y Raquel apenas se atrevían a respirar.
— Mi fin, Señor.
— ¿Por qué no se lo has pedido a tu dueño?
— Lo he hecho, pero después de tantos años de servirle, me ha dicho que se siente incapaz de ello. Y como le conoce a usted de muchos años, ha pedido, a través mío, que tenga a bien el llevar a cabo lo que para él es imposible. Parece ser, Señor, que tiene toda la confianza puesta en usted. Y que tiene la absoluta seguridad de que usted sabrá cómo llevar a buen fin su humilde y respetuosa petición.
— ¿y tú que es lo que opinas, Celia?
— Una esclava no opina, Señor. Pero pude estar seguro, si me permite expresar mi parecer, de que necesito deshacerme de este viejo y cansado cuerpo que ya a nadie sirve. Y si hay otra vida, estaré preparándome a fondo para ser útil a mi Señor para el resto de los tiempos, en todo aquello que pueda ordenarme. Solo pediría, si se me permite hacerlo, que ese encuentro con mi Señor en el más allá sea lo antes posible. Pues no puedo vivir sin él. Me es imposible del todo imaginar una vida sin mí Señor. El solo pensarlo, me angustia.
— Te comprendo perfectamente, Celia. ¿Eso es todo? ¿Deseas algo más?
Nora y Raquel estaban temblando de la emoción. Jamás habían estado ante una esclava que expusiera tan claramente lo que llevaba dentro. Con tanta claridad, pasión, determinación y ternura a la vez. Se sentían como dos ínfimas gotas de agua ante aquella esclava que llenaba el recinto con su sola presencia.
— Si el Señor me permite abusar de su bondad, desearía algo más.
— Por supuesto, dímelo. Tienes mi palabra de que será cumplido, sea lo que sea —. Nora y Raquel se dieron cuenta del profundo respeto que Juan mostraba por aquella esclava.
— Por miedo a perderme, mi Señor jamás ha hecho uso extremo de mí. Desearía dejar esta vida sabiendo que he entregado a mi Señor hasta mi último suspiro, gemido, grito, lágrima y latido de mi corazón. Y como él a delegado en usted este trabajo, mi petición es que sea usted quien lo lleve a cabo y reciba, para poder transmitírselo a él. Mi deseo es que mi fin sea siendo crucificada. Soy extremadamente masoquista, y desearía tener un final lo más salvaje posible. La crucifixión es la mejor forma en la que he pensado durante mis últimos años, pero usted puede añadir lo que crea más adecuado.
Nadie dijo nada. Sus últimas palabras, aun siendo hechas con el mismo tono, parecieron encontrar el eco del enorme comedor y, de pared en pared, llegar hasta el último rincón de la masía. Nora y Raquel sintieron un estremecimiento que las invadió por completo. No se atrevieron a decir nada, por miedo a romper aquél momento de sinceridad tan profunda. Celia, avergonzada, se colocó bien la dentadura, con manos temblorosas. Luego volvió a ponerlas a ambos costados, esperando la respuesta de Juan.
— Te di mi palabra, y la cumpliré. Ahora te ruego seas mi invitada, y dejes que estas dos esclavas novicias te preparen adecuadamente —. Y por primera vez, Nora y Raquel vieron como Juan se inclinaba ante Celia haciendo una profunda reverencia en señal de absoluto respeto.
— Llevadla a la habitación del este. Lavadla, aseadla y acomodarla con lo mejor que haya en esta casa. Luego dejarla descansar hasta primera hora de la tarde. Yo vendré más tarde. Necesito dar una vuelta.
Y Juan salió de la masía con rumbo incierto, las manos en los bolsillos, y cabizbajo.
Nora y Raquel se inclinaron antes Celia en señal de respeto, y le indicaron muy amablemente que pasara delante de ellas. Celia se negó. Y, cediéndoles el paso, las siguió hasta el cuarto de baño. Allí fue desnudada con sumo cuidado por ambas. Se dieron cuenta de que no había centímetro de su piel que no llevara alguna marca, corte o señal. Tatuajes, anillas, cicatrices y delgadas y finas líneas rojas abundaban por todo su cuerpo. Sus pechos, totalmente caídos, llevaban con orgullo pesados candados que habían estirado sus pezones hasta hacerlos crecer varios centímetros. Lo mismo pasaba con su clítoris, desprovisto de su capuchón, y con los labios vaginales. Enormes anillas de pesado acero habían ido deformando y estirado la carne hasta límites increíbles. Iba completamente depilada. Su cuerpo, lleno además de arrugas, demostraba a todas luces los años y años de servicio abnegado a su propietario.
Al intentar quitarle anillas y candados para una profunda limpieza, Celia se negó totalmente. Así que fue bañada con todos sus ornamentos en la piel. No se dieron prisa. Ambas iban enjabonando y aclarando cada centímetro del cuerpo de Celia con absoluto respeto, amor y admiración. Celia se tendía en la enorme bañera, o bien se ponía de pie, dependiendo de lo que ambas le pedían en cada momento. Poco a poco, Celia se relajó. Y durante las dos siguientes horas disfrutó de la atenta y respetuosa compañía de aquellas dos jóvenes, las tres inmersas desnudas en la enorme bañera. Poco a poco el ambiente se volvió cálido, y las dos muchachas, sin perder la compostura, fueron cosiendo a preguntas a Celia, deseando adquirir parte de la sabiduría y experiencia de aquella gran mujer y esclava. Celia, respondió cariñosamente a cada una, tomándolas como alumnas aventajadas, y como hermanas menores que piden consejo, ayuda y conocimiento.
Le sirvieron una ligera pero deliciosa comida, postradas ambas a sus pies. De vez en cuando, y alternativamente, Nora o bien Raquel, se levantaban para ir a buscar lo necesario a la cocina. Luego volvían a su lugar, en el suelo a los pies de Celia, para seguir hablando con ella. Celia se sentía en el mismísimo cielo, no pudiendo imaginar un lugar mejor que aquél, naturalmente exceptuando el estar con su Amo. Era feliz dando consejos, explicando situaciones ya pasadas, o bien riendo abiertamente de ciertos momentos ya vividos, y que compartía con sus dos alumnas.
Cuando terminó, la llevaron a su habitación. Celia se negó a dormir sobre la cama. Alegó que, tras años y años, su cuerpo se había acostumbrado al duro suelo, y no podía aceptar nada más. Admitió, sin embargo, el que Nora y Raquel le pusieran sobre una mullida alfombra de lana con algunos suaves cojines por encima. Luego, llegando a un acuerdo entre ellas, Raquel se quedó velando el sueño de Celia. Y Nora salió en busca de su Amo. Llevaba cerca de tres horas fuera, y nada sabían de él.
Lo encontró junto al arroyo, una hora después. Sentado en el suelo, sobre la hierba. Pensativo y cabizbajo. La pipa entre sus manos, apagada. Y la vista perdida entre los pinos que sembraban el páramo. Solo se escuchaba el suave murmullo del agua deslizándose entre las piedras, y algún cuervo en la lejanía.
— ¿Qué le ocurre, mi Amo?
— Hola, Nora. Ven. Siéntate aquí, a mi lado —. Juan tenía cara de compungido, como si le hubieran arrastrado a la fuerza de otro lugar.
— Le encuentro mal, mi Señor.
— Lo de Celia me ha trastocado un poco. Pensé que su Amo sería capaz, pero veo que no. Y ha usado la amistad que nos une, para pasarme a mí esa carga.
— Niéguese, mi Señor.
— No quiero. Celia merece ese final que tanto desea. Y no tiene la culpa de que su Amo no tenga lo necesario para llevarlo a cabo. En parte, le comprendo.
— ¿A Celia?
— A Celia y a su Amo. Celia ya ha vivido lo que siempre ha deseado. Y su cuerpo no le deja ir más allá. Es lógico que desee descansar, y probar si existe otro mundo después de éste, donde no existan las limitaciones físicas que nosotros tenemos. Su Amo no quiere dejarla marchar, pues es demasiado querida para él. Dejarla marchar es como abandonar un trozo de sí mismo para siempre, a una suerte desconocida. Muchas personas piensan que una esclava es solo un trozo de carne. ¡Qué equivocadas están! Una esclava se forma día a día, mes a mes, durante años y años. Y si bien la esclava se entrega completamente a su dueño, su dueño va introduciendo en ella pedazos de él mismo. Hasta que poco a poco, ambos son uno mismo, pero desde ángulos distintos. Pueden existir varias esclavas, pero no muchas. Porque esos trozos de uno mismo no son infinitos. Y no hay mejor o peor. Como no es mejor una mano que un pie. Lo difícil para un amo no es usar a su esclava, sino darle forma y educarla de manera que llegue a ser parte de él. En el fondo, una esclava lo es porque necesita sentirse parte de su dueño. A cada momento, lugar y segundo. Eso puede llevarse a cabo entre dos o tres personas, pero no muchas más. Al menos, desde mi punto de vista y experiencia.
Nora estaba pensativa. Nunca había escuchado a su Amo hablar así. Pero lo comprendía perfectamente. Ella no necesitaba los azotes. Necesitaba que su Amo la azotara. No necesitaba órdenes o humillaciones. Necesitaba las órdenes y humillaciones de su Amo. Y si le hubieran preguntado, necesitaba cada célula que saliese del cuerpo de su Amo, en forma de semen, orina, babas, heces, escupitajos, sangre, o lo que fuera, para llevar algo dentro de ella que segundos antes formaban parte de él. A veces soñaba que con un cuchillo abría las entrañas de su Amo, y desnuda, se refugiaba dentro de ellas para dejar el mundo aparte y ser ambos uno solo. Cubierta de él por completo. O ser devorada por él. ¿Estaría loca? Escuchando ahora a su Amo y antes a Celia, comprendió definitivamente que no.
— Creo que algo sí que le comprendo, mi Señor.
— En todo caso, será un honor el hacerme cargo del fin de Celia. Espero poderlo llevarlo a cabo a su total satisfacción —. Se levantó del suelo, y ayudó a Nora a hacer lo mismo.
— Y ahora volvamos a casa. Se nos echa el tiempo encima.
— Sí, mi Señor.
Al llegar a la masía, se encontraron con Raquel esperándoles en la puerta, algo preocupada por la tardanza de ambos.
— ¿Se encuentra bien, mi Señor?
— Por supuesto. No debéis preocuparos. Solo algo contrariado por la forma de actuar del Amo de Celia. Tenía otro concepto de él, pero ya está superado. La vida siempre da sorpresas.
— Celia está dormida. No quiso usar la cama, y le puse una manta en el suelo sobre la que descansar.
— Celia jamás me decepcionó. Ahora os necesito a ambas, pues no podré llevarlo a cabo yo solo. Deberéis ayudarme en lo de Celia. Va a ser una noche muy larga. Descansad también vosotras. A media noche, poneros extremadamente sexys, y luego me despertáis. Hoy no se cena.
Juan marchó escaleras arriba directo a su habitación. Necesitaba pensar detalladamente en el fin de Celia, y descansar cuando lo hubiera planeado a la perfección.
Nora y Raquel pasaron un par de horas probándose ropa y accesorios, hasta dar con el atuendo adecuado para cada una. Colocaron todo lo necesario en dos montones perfectamente dispuestos sobre dos sillas, el despertador programado a las 23:00, y por último quedaron dormidas hechas un ovillo sobre la enorme cama de la habitación de Raquel. No tenían ni idea de lo que su Amo podía tener preparado para Celia, y estaban nerviosas, ansiosas y expectantes.
Cuando sonó el despertador, ambas se levantaron disparadas de la cama. Rápidamente, la una ayudó a la otra. Primero dejaron la cama perfectamente hecha. Después la una peinó a la otra dejándose ambas una coleta recogida en forma de moño. Eso les dejaba la piel de cuello y hombros totalmente despejada para lo que su Amo deseara utilizar de ellas. Un sujetador de cuero de ¼ de copa, que recogía sus pechos por debajo, pero no los tapaba. Así podían lucir las anillas de sus pezones. Una minifalda de cuero que apenas tapaba su pubis. Al menor movimiento, el Amo podría ver perfectamente las anillas del clítoris y los labios. En esta especial ocasión, en lugar de las anillas pequeñas, se colocaron las de 6 mm de grosor. Unas pesadas cadenas de acero inoxidable rodeaban el talle de ambas, colgando palmo y medio por el lado derecho, sujetas con sendos candados. Y, por último, sandalias de tacón de aguja, de 12 cm, en sus pies, anudadas con cuerda de cuero hasta palmo y medio por encima del tobillo. Pezones y labios de la boca con el mismo tono de carmín negro. Brazaletes negros de acero en el brazo izquierdo de ambas, daban el acento místico a sus atuendos. Uñas de pies y manos bien recortadas, y con laca del mismo color que el carmín.
Al salir de la habitación para ir en busca de su Amo, hallaron pegado a la puerta un pequeño papel con una nota: “Despertad a Celia y traedla a la sala de ceremonias. Tenéis una hora.”
Despertaron a Celia, la lavaron, y por petición de ella misma, la vistieron de igual forma que a ellas. La única diferencia fue que Celia quiso llevar el sujetador de media copa, pues sus caídos y maltrechos pechos no quedaban bonitos en los sujetadores que Nora y Raquel ostentaban. Al salir de la habitación en dirección de la sala de ceremonias, a Celia se la veía totalmente feliz y exultante. Algo nerviosa, pero extremadamente dichosa de estar acompañada por aquellas dos preciosas y entregadas esclavas que iban a hacer de ayudantes en su última y gran sesión. No podía haber imaginado un final más adecuado y brillante para ella.
La ayudaron a bajar los escalones, hasta llegar al comedor. Luego, las tres dirigieron sus pasos a la sala de ceremonias. Celia en medio, escoltada por Nora y Raquel. La puerta estaba abierta, y Juan al fondo, radiante de poder observar a aquellas tres maravillosas mujeres. Las tres, al verlo, recuperaron energías, y marcharon hacia él con paso firme y marcando caderas, orgullosas de que el Amo las estuviera observando con la boca abierta, feliz de verlas así vestidas.
Junto a Juan, pudieron observar un pilón de madera, de unos dos metros de alto. El grosor era de medio metro, y estaba fuertemente atornillado al suelo. A su alrededor, cuatro gruesas argollas de negro acero, sujetas al pilón por medio de enormes pernos. A su lado, una mesa de madera con un mantel negro de seda que escondía algo, por las formas que la tela dibujaba sobre los objetos. Y un poco más allá, un brasero encendido con ardientes y blancas brasas de carbón.
Algo más apartado, pero frente al pilón, un trono sin fondo, de madera, cuyo respaldo era una fuerte y gruesa cruz también de madera. Y en el otro extremo del pilón, un robusto marco de fuertes tablones, firmemente sujeto al suelo y reforzado con puntales por los cuatro lados. A lo largo del marco, gruesas anillas de acero cada 25 cms. Daba la sensación de que el marco y la silla estaban preparados para observar desde ellos el pilón de madera, el brasero y la mesa. Nora y Raquel se dieron cuenta enseguida, de que sobre el pilón iba a ocurrir algo importante. Juan se colocó debajo del marco.
— Celia, si me haces el honor… — Juan le hizo una reverencia en señal de respeto, indicándole el marco de madera.
Celia no se lo pensó dos veces, y con paso firme y seguro, se colocó justo debajo del marco. Miró a Juan, y en señal de agradecimiento y respeto bajó su barbilla mirando al suelo. Se mantuvo así cinco segundos, y volvió a mirar a Juan directamente a los ojos, feliz y sonriente. Aspiró profundamente, colocó sus manos a la espalda, separó las piernas, y esperó con los ojos cerrados, muy segura de sí misma.
— Nora y Raquel, ayudadme.
Rápidamente, ambas se acercaron a Celia. Y según Juan les fue indicando, entre los tres anudaron cuerdas en los tobillos de Celia, hasta dejarle las piernas totalmente separadas y atadas a los postes verticales que formaban el marco. Hicieron lo mismo con sus muñecas, atándolas a ambos extremos superiores del marco. Las argollas del mismo cumplían perfectamente su función de efectuar el tensado de las cuerdas con suma rapidez. Por último, colocaron otra cuerda alrededor de la cintura de Celia, y atada a ambos lados a los postes verticales de madera. La tensión de las cuerdas era suficientemente fuerte como para que Celia no pudiera moverse ni hacia adelante ni hacia atrás, y tampoco pudiera mover brazos ni piernas.
— Colocaros junto al pilón. Una a cada lado. Y esperad —. Ambas obedecieron rápidamente.
Juan sacó un látigo corto de debajo del manto que cubría la mesa. Apenas tenía mango, no medía más de metro y medio, y estaba formado por tiras de cuero fuertemente trenzadas, terminando en un hilo de acero con pequeñísima bola de plomo en el extremo. Lo colocó frente a los ojos de Celia, la cual lo observó, y asintió con la cabeza mirando directamente al suelo. Juan se colocó detrás de Celia. Pasaron unos segundos. El látigo silbó, y cruzó la espalda de Celia. Se enroscó por su costado. El hilo de acero cruzó su pecho derecho, y la diminuta bola dio en su pecho izquierdo. A Celia se le cortó la respiración, pues no esperaba un primer golpe tan brutal. No pudo gritar, y asomaron unas lágrimas. No abrió boca. Juan le dio tiempo para reponerse. Y Celia recordó que Juan no era su Amo, y que tal como ella le pidió, iba a ser duro. Respiró hondo. Y recordó que antes de la crucifixión debía ser debidamente azotada, según el ancestral rito. Asintió con la cabeza, indicando a Juan que siguiera. El segundo latigazo fue justo en mitad de la espalda. Esta vez el hilo de acero mordió su vientre, y abrió la piel dejando la bola una herida que rápidamente empezó a sangrar. La cabeza de Celia se echó hacia atrás al recibir el golpe. Los ojos cerrados. Volvió a coger aire, asintió con su cabeza, y esperó el siguiente…
Al cabo de media hora, la espalda de Celia era un cuadro abstracto lleno de sangrantes líneas, que los cruzaban en todas direcciones. La pequeña bola había ido marcando su vientre con pequeñas heridas de las que manaban rojas gotas que recorrían su piel cintura abajo. El sujetador de cuero mantenía en secreto el castigo recibido en los pechos. Juan fue bajando los golpes poco a poco, y empezó a azotar los muslos. Al ser mucho más estrechos, el látigo se enroscaba totalmente en ellos. Y a cada golpe Juan tenía que acercarse a ellos y desenroscarlo. Empezó a observar que, a medida que Celia empezó a gritar, por el interior de sus muslos bajaba cada vez más abundantemente las húmedas secreciones de su vagina. En vista de ello, sus latigazos fueron aumentando de intensidad y frecuencia. Dejó de dar tiempo a Celia a reponerse. Y Celia dejó de aguantar, para poder disfrutar del dolor, de sus propios gritos y lágrimas, y de su noche tan especial y definitiva. Cada silbido iba seguido por un trallazo que abría su carne, dejando surcos que más que arder, mordían terriblemente. Los sentía ahora por todo el cuerpo. Devorándola viva. No pudo evitar tener varios orgasmos que sus gritos de dolor disimularon. Los golpes iban cayendo uno tras otro. Babas, mocos y lágrimas, ya imposibles de absorber por el sujetador de cuero, bajaban a raudales entre sus pechos, correteaban por su vientre, tomaban el color rojo, y caían formando un pequeño charco en el suelo, entre sus piernas. Juan se dio cuenta enseguida de los orgasmos de Celia, debido a las convulsiones y estremecimientos de su cuerpo. En tales ocasiones, paraba el castigo para que Celia pudiera gozar libremente de ellos. En otras, aceleraba los golpes para aumentar la intensidad de los mismos, de forma que Celia nunca podía saber cuál sería la reacción de Juan. Al no poder anticiparse, se dio por vencida y solo pensó en gozar de su sufrimiento.
Nora y Raquel se habían pegado al pilón, dándose la mano fuertemente apretada. No decían palabra, y no perdían detalle. Podía más la curiosidad y el deseo, que el miedo.
Celia dio un último grito y su cabeza cayó sobre su pecho, desmayada. Juan se acercó rápidamente. La observó. Miro sus ojos, y fue a buscar algo a la mesa. Volvió con un trapo de lino y un bol de agua con hielo y sal. Limpió la boca de Celia, llena de espumarajos y saliva. Limpió sus ojos llenos de lágrima. Limpió su cuello lleno de sudor. Y Limpió su ardiente frente. Celia abrió los ojos cuando Juan puso el trapo de lino, totalmente empapado y helado, sobre su nuca. Quería decirle algo a Juan. Juan acercó su oído a su boca…
— Siempre he deseado ser suya, Señor. Hubiera dado mi vida por poderle llamar mi Amo. Pero siempre he sido fiel a mi Amo. Si una esclava no es fiel a su Amo, no vale lo que un escupitajo. ¿Verdad Señor?
— Creo que eso tiene remedio, mi querida Celia. Ahora descansa. Quiero mostrarte algo que he preparado para ti. Son dos partes sumamente importantes.
Juan tomó vinagre y sal, y llamó a Nora y Raquel.
— Venid. Usad este cuenco y limpiadle todas las heridas a conciencia.
Ambas acudieron rápidamente. Y a medida que iban lavando las heridas de Celia, esta empezó a aullar. La sal y el vinagre en las heridas la hacían sentir que la estaban cociendo viva. Eso no fue motivo para que pararan, al darse cuenta de que Celia volvía a tener orgasmos mezclados con sus gritos. Su cuerpo volvía a tener espasmos incontrolables.
Una vez terminada la labor de lavar a Celia, ambas dejaron el cuenco y el trapo sobre la mesa, y volvieron al pilón de madera. Juan se acercó a ellas con unas cuerdas. Colocó a Raquel sobre el pilón. Ató sus manos a unas argollas que colgaban como medio metro por encima de su cabeza, rodeando con ellas el pilón. Y lo mismo hizo con sus tobillos. Luego dio varias vueltas alrededor del pilón y de Raquel, dejándola totalmente aplastada e inmovilizada contra el enorme tronco.
— Ayúdale con tus besos y caricias, porque va a necesitarlo.
Nora no entendía nada, pero obedeció al instante. Se pegó a la espalda de Raquel, y empezó a besar su pelo, su nuca, sus hombros… al mismo tiempo que acariciaba su cintura y su vientre. Raquel tampoco entendía nada, pero las caricias de Nora le encantaban. La deseaba locamente, y ni se le pasó por la cabeza otra cosa que no fuera sentirla en su piel. Juan aprovechó el momento. Celia, un poco recuperada, se quedó mirando entusiasmada el espectáculo que Nora y Raquel ofrecían. Aquellas dos bellas esclavas ofreciéndose la una a la otra la llenaban de deseo y le recordaba años atrás a ella misma. Tampoco tenía ni idea de lo que podía ocurrir, hasta que observó a Juan acercarse con un hierro al rojo vivo entre sus manos. Nora también se dio cuenta, y acto seguido, una vez adivinó la intención de su Amo, se puso a un lado, agarró la cabeza de Raquel por el pelo, y le dio un tremendo y profundo beso con lengua. La mano de Nora agarró con fuerza la nalga de Raquel. Raquel se sintió transportada por aquel arrebatamiento de Nora, y se entregó totalmente a ella. Dos segundos después. Juan pegaba el hierro al rojo sobre la piel de Raquel, justo tras el hombro derecho. El grito de Raquel murió en la garganta de Nora. Sus manos se crisparon agarrando fuertemente las cuerdas que la mantenían inmovilizada. Juan contó lentamente del 5 a 0. Raquel lloró. Nora la besó como si le fuera en ello la vida, agarrando a Raquel por detrás de la cabeza y obligándola a recibir su lengua hasta el fondo de su garganta. El olor a carne quemada invadió la sala de ceremonias. Juan llegó al 0, quitó el hierro, y aplicó rápidamente un trapo con agua helada sobre la quemadura. Hizo un gesto a Nora, y ésta agarró el trapo y lo mantuvo sobre la herida, mientras Juan dejaba el hierro sobre el brasero. Luego volvió con un cuchillo, y cortó las cuerdas que mantenían atada a Raquel contra el pilón. Raquel reaccionó al instante, abrazándose y besando locamente a Nora, mientras ésta mantenía a duras penas el pedazo de lino sobre la quemadura. Celia no se perdió detalle, y en el fondo de su alma sintió orgullo por Raquel, y a la vez cierta soledad y envidia. Tras unos momentos de locura, Raquel se dio cuenta de lo que había sucedido, y corrió en busca de su Amo Juan. Se colocó de rodillas ante él, y empezó a besarle los zapatos dándole las gracias entre lágrimas de agradecimiento y dolor. Juan apenas terminaba de limpiar del hierro al rojo los restos de la piel de Raquel.
— Perrita, ve junto a Nora. Tu no sabías que iba a ocurrir, pero ahora ella si lo sabe. Y necesita muchísimo más de ti. Mientras, yo termino de preparar esto. Toma estas cuerdas. Ya sabes lo que hay que hacer.
Raquel se levantó del suelo, feliz, cogió las cuerdas, y volvió junto a Nora. Ambas quitaron los restos de cuerdas que su Amo había utilizado con Raquel, y cuando estuvo el tronco completamente libre, la misma Nora se posicionó sobre él para que Raquel pudiera atarla debidamente.
A los pocos minutos, Juan se acercó, tensó fuertemente las cuerdas, y le hizo una señal a Raquel. Si Nora, en su momento, volvió loca a Raquel, ahora Raquel se lanzó sobre Nora con el firme propósito de hacerle olvidar todo dolor que pudiera venir. Se pegó a ella como su segunda piel, acariciándola con toda la ternura del mundo. Cuando Juan se aproximó a Nora con el hierro al rojo, Nora volvió su cabeza. Miró a su Amo. Luego cerró los ojos.
— Señor, su permiso para hablar…
— Dime Nora.
— Los amo tanto a ambos, mi Señor, que solo pensar en su ausencia me dan deseos de morir.
Nora se volvió a Raquel. Esta vez fue Raquel quien la tomó fuertemente por la nuca, y la besó con desenfrenado deseo y pasión. Juan acercó el hierro, y volvió a contar lentamente de 5 a 0. El cuerpo de Nora sufrió una contracción brutal al contacto con el metal al rojo. Y su grito murió en la garganta de Raquel.
Celia lloró. Jamás había visto a Amo alguno amar a sus esclavas como Juan amaba a las suyas. Sintió de nuevo un deseo irrefrenable, una envidia que le envolvía el alma. Y por su mente pasó, allí atada y azotada, si realmente había perdido el tiempo con un amo para el que solo había sido un trozo de carne. Apenas había pasado unas horas con el amo Juan, pero al estar a su lado recordó años pasados, mucho tiempo atrás. Una esclava no tenía derecho alguno, una vez había escogido su total entrega por propia voluntad. Pero en su interior siempre deseó ser propiedad de Juan. Y sus lágrimas brotaron amargamente en silencio.
Nora y Raquel, una vez pasado el torbellino de sentimientos, se dieron cuenta de las lágrimas de Celia. Rápidamente se acercaron a ella, preguntándole que le ocurría, y porque estaba tan desesperadamente triste.
— Es un secreto que morirá conmigo. No hacedme caso. Demasiado vieja. Pero me siento terriblemente feliz al veros a las dos con el amo Juan, mi… —. Y calló en seco.
— Nora, ven un momento —susurró Raquel a su oído.
Celia se dio cuenta, entre lágrimas, de que durante unos pocos minutos, Nora y Raquel estuvieron cuchicheando. Luego se acercaron a su Amo Juan, y los tres volvieron a susurrar entre ellos un par de minutos más. Juan, al principio, negaba con la cabeza. Luego miró a Celia, pensativo. Y, por último, su cabeza hizo un gesto afirmativo. En ese instante, en un rapto de total desobediencia, ambas se abrazaron fuertemente a Juan. Y sonrientes, volvieron junto a Celia. Trajeron el cuenco lleno de agua helada, y dos trapos de lino. Una vez frente a ella, empezaron a lavarla de nuevo. Celia aceptó con gratitud el contacto del frio en su piel. Lo necesitaba para tomar fuerzas y seguir adelante, aunque algo en su interior no la dejaba disfrutar totalmente. Echaba en falta algo que no llegaba a comprender. Se sentía incompleta. Algo no estaba bien.
Perdida en sus pensamientos, y sintiendo las manos de Nora y Raquel en su vieja, marcada y herida piel, no se dio cuenta hasta que fue demasiado tarde. Un enorme trallazo de dolor atravesó su cuerpo cuando, por tercera vez en la noche, el hierro al rojo vivo quemó la carne de una esclava. El dolor atravesó a Celia, que todavía no comprendía la razón del mismo. Fue como si un relámpago la hubiera cruzado desde cabeza a los pies, ardiendo todo a su paso. Las caricias de Nora y Raquel, los besos, los abrazos… Y Celia comprendió entonces. Su mente se liberó como si alguien hubiera cortado sus amarras para siempre. Cerró los ojos, y dejó que un inusitado y colosal orgasmo la hiciera gritar hasta dejarla afónica. Su cuerpo, incontrolable, daba sacudidas que amenazaban con soltarse de las cuerdas que lo mantenían fuertemente sujeto. No pudo escuchar la cuenta tras de Juan, de su ahora Amo Juan. Se desmayó, tan feliz, que hubiera jurado que iba a morir a causa de que su corazón no había podido soportar tanta alegría y júbilo.
Se despertó, y lo primero que vio fue a Juan enfriando las quemaduras de Nora y Raquel con trapos de agua helada. Ambas sentadas en taburetes de madera, colocadas frente a Celia. Sonrió. Estaba totalmente desfallecida. La parte de atrás de su hombro le dolía horrores. Tanto, que apenas sentía las heridas producidas por el látigo. El orgasmo había acabado con ella. Pero por primera vez, no fue solo su cuerpo el que experimentó aquel brutal orgasmo. Fue mucho más que no se sabía explicar. Había tocado algo con las puntas de los dedos. Algo que ella hubiera llamado cielo, si hubiera creído en él.
Juan observó que Celia había vuelto en sí. Se acercó con paso firme.
— Hola, mi Amo. ¿Preparado para el final? —susurró por fin totalmente feliz.
— Por supuesto, mi Celia. Te di mi palabra.
— Entonces no me haga esperar mucho más, mi Amo. Ya no quedan muchas más fuerzas en este viejo saco de pellejos —concluyó Celia sonriente y con los ojos cerrados.
Ahora Celia era suya. Para siempre. Deseaba un final digno de la mejor esclava, y él, su Amo, se lo iba a dar. Celia se lo había ganado a pulso tras años de entrega, obediencia y fidelidad absolutos.
Se acercó a la mesa, y trajo algunos objetos que colocó sobre un taburete de madera. Lo primero que hizo fue cortar el cuero del sujetador y la minifalda con un cutter. Ambas prendas quedaron en el suelo hechas añicos. Juan pudo ver entonces los estragos producidos en los pechos de Celia por la bolita de plomo del látigo. En algunos sitios, la piel simplemente había reventado abriendo la carne. En otras, edemas totalmente negros fruto de la sangre coagulada en el interior del tejido mamario. Cogió la aguja de hacer punto. Media no más de medio metro. Perfecto. Apoyó la punta en el costado del pecho derecho de Celia, y apretó. Costó, porque la punta era roma. La carne se hundió bajo la presión, hasta que el tejido cedió y se abrió. Celia lanzó un pequeño grito, mientras el metal iba atravesando su pecho. Era fácil. El tejido graso de los pechos era fácilmente atravesado sin necesidad de forzar nada. Juan tuvo que hacer mucha fuerza para romper de nuevo la piel y hacer que la aguja saliera al exterior. Brotaron algunas gotas de sangre. Deslizó la aguja unos centímetros hasta que entró en contacto con el otro pecho. De nuevo tuvo que ejercer bastante fuerza hasta que la piel se abrió y entró la aguja de nuevo. Celia volvió a lanzar otro pequeño grito. Juan terminó de traspasar el pecho, y colocó su mano sobre la piel para palpar y averiguar el lugar exacto donde se hallaba la aguja, en el interior del pecho. Una vez encontrado el punto, separó un poco los dedos, hizo presión sobre la aguja, y ésta salió disparada con algo más de sangre que la vez anterior. Se separó un poco de Celia, y movió unos centímetros la aguja hasta que se cercioró de que la medida de la aguja en ambos extremos era la misma.
Volvió al taburete, y cogió un gancho de carnicero. Con una mano pinzó los labios externo e interno de la vagina de Celia, y los atravesó a la vez con el gancho. Celia emitió ahora un grito algo más agudo que los anteriores. Juan cogió el otro gancho, y realizó la misma labor en los labios vaginales de la izquierda. Por último, colgó una pesa de tres kilos en cada gancho. Las perforaciones se abrieron y empezaron a sangrar. Celia abrió los ojos, miró hacia abajo, y sonrió a su Amo juan.
— Gracias, mi Amo.
Juan se llevó el taburete hasta la mesa, para que no molestara. Tomó otro látigo, y volvió hasta Celia para colocarlo frente a sus ojos y mostrárselo. Era un látigo muy especial, más parecido a un alambre de espinos. De hecho, el látigo había sido trenzado sobre un alambre de púas de acero, de forma que éstas sobresalían unos 3 milímetros a lo largo del metro y medio que medía el látigo. No solamente originaban heridas. Si el que usaba el látigo tenía maña suficiente y tiraba del látigo cuando estaba en contacto con la piel, esas púas desgarraban la carne y la hacían girones. Celia miró el látigo y sus puntas. Cerró los ojos, y, suspirando, afirmó con la cabeza sonriente.
Los latigazos ahora no dejaban una fina línea. Las heridas producidas por el anterior látigo se iban abriendo a su paso por las púas. Juan golpeaba y tiraba. Golpeaba y tiraba. No dejaba tiempos muertos. El látigo de espino fue adquiriendo color rojizo a medida que entre sus pinchos se iban quedando girones de piel y carne de Celia. Ésta, gritaba y gritaba. Se estaba creando una orgía de sangre, dolor y muerte. Los pezones de Celia, poco a poco fueron devorados por el látigo hasta desaparecer. En su lugar, carne, grasa y sangre. Unos cuantos latigazos de abajo arriba dejaron la vagina de Celia totalmente destrozada. El clítoris desapareció poco a poco. Las nalgas eran una masa de carne abierta y temblorosa. Los muslos, desollados. Cada vez, las sacudidas y los espasmos eran más generales en el cuerpo de Celia. Pronto se convirtieron en convulsiones, hasta que la garganta de Celia cedió y no pudo articular palabra, grito o susurro. Desgarradas las cuerdas vocales, apenas era capaz Celia de emitir sonido alguno. Juan pensó que era suficiente.
— Ayudadme a sacar a Celia de aquí.
Nora y Raquel estaban como en trance, tras ver el terrible castigo al que había sido sometida Celia. Les costó reconocer la voz de su Amo, y obedecerle. Entre los tres, llevaron el cuerpo inconsciente de Celia hasta el trono de madera sin fondo. Juan ató sus piernas a las patas del trono, dejándola totalmente abierta. Luego ató su vientre al fondo del trono. Hizo lo mismo con su torso, pasando la cuerda por debajo de sus destrozados pechos y anudándola al mástil de la cruz. Por último, ató los brazos de Celia a la cruz, hasta dejarla totalmente inmovilizada. Solo quedaban pequeños detalles. Colocó una cuerda alrededor del cuello de Celia, y la pasó por una polea colocada en el techo de la sala. Debajo de Celia instaló una caja con unas conexiones eléctricas. Y, por último, llenó un cubo de agua con hielo, y lo dejó caer sobre Celia. Celia volvió en si al instante. Su cara era una espeluznante fotografía del dolor más aterrador, pero a la vez de la felicidad más absoluta. Intentó hablar, pero no pudo. Lo único que estaba a su alcance era mirar a su Amo con los ojos y agradecerle todo cuanto había hecho por ella. Intentó expresarle su deseo de darle las gracias convertidas en millones de besos, pero su reseca boca y su garganta descarnada se lo impidieron. Sabía que estaba cerca el final. Por fin iba a ser crucificada. Por su Amo de verdad.
Juan sintió que Celia no podía aguantar mucho más. Se acercó a ella, y le besó los labios suavemente. Celia cerró los ojos y sonrió. Pudo por fin decir unas palabras.
— Gracias mi Señor. Sabía que no me fallaría. Le estaré esperando. Esta vez no se me escapará.
Juan pulsó el botón. De la parte inferior del trono subió poco a poco un pequeño vibrador que quedó colocado sobre los restos del destrozado clítoris de Celia. Algo más atrás, un metálico tubo con punta roma de unos 3 cms de diámetro empezó a subir lentamente. Juan colocó sus manos bajo Celia hasta encarar el tubo con el ano. El tubo, esta vez en su sitio, siguió su marcha en el interior de Celia. Vibrador y tubo empezaron a ser todo uno. El intestino de Celia estaba siendo invadido, y las vibraciones solo hacían que se dilatara más y facilitara su empalamiento. Celia vislumbró el más extraordinario orgasmo de su vida, llegando lentamente. Como si fuera un maremoto que descubres unos kilómetros antes de llegar a la costa. El tubo siguió su curso, desgarrando ahora tejidos. El final llegaba como locomotora desbocada. Dolor, placer, agonía, felicidad, éxtasis… Juan pulsó otro botón y la cuerda del cuello de Celia empezó a subir, ahogándola. Faltaba el aire, se sofocaba, y el mundo de los sentidos se multiplicaba por mil. Juan puso su mano bajo la de Celia. Esta la agarró con fuerza. Juan besaba los labios de Celia. Celia besó los suyos hasta que llegó la locomotora, el maremoto la invadió, y fue presa de terribles convulsiones. Su garganta pudo articular una sola palabra más.
— Mi Amoooooo
Su voz se apagó, su corazón dejo de latir. Y Celia por fin tuvo su tan deseado final. Quedó quieta, con uan sonrisa inmensa en la boca. Su mano todavía apretaba la de su Dueño y Señor. Hasta que aflojó. Nora y Raquel eran presa de lágrimas, abrazadas la una a la otra.
Juan recogió las cosas. Entre los tres, desataron a Celia y la colocaron sobre una silla de ruedas. La llevaron hasta el comedor. Juan les dijo a Nora y Raquel que limpiaran la sala de ceremonias. El pasó el resto de la noche con Celia. Primero la lavó a conciencia, hasta no dejar rastro de sangre. Le puso un vestido negro de cuero. Durante horas cavó una fosa a unos 100 metros de la masía. Y allí depositó a Celia. No hubo féretro. No hubo cruz. Simplemente una caja con una anilla en la que rezaba “De tu amo”.
Al día siguiente, a primera hora de la mañana, los tres pusieron unas flores sobre la tierra que cubría a Celia.
— ¿Habéis sacada algo en claro, de lo ocurrido esta pasada noche? —preguntó Juan a Nora y Raquel.
— Creo que sí, mi Señor — respondió Nora.
— Espero que no me respondas que soy un sádico terrible — Juan no podía dejar de sonreírles.
— No Señor. Más bien pienso que entre Amo de verdad, y esclava de verdad, no hay límite alguno. Por lo que he podido ver, mi Amo, ni siquiera la muerte.
Raquel se abrazó a Nora, y asintió con la cabeza mirando a Juan.
— De cualquier forma, visto lo visto, podéis escoger entre volver a casa o marchar. No puedo pensar en otra esclavitud que no sea la plena y totalmente aceptada y deseada.
— Mi Señor, el teléfono… — Y Raquel salió disparada hacia la casa, junto con Nora. Juan sonrió y se dirigió también hacia la casa. A medio camino, Nora salió por la puerta de la masia.
— ¡¡Mi Señor!! ¡¡Un tal Alfredo, pregunta por usted y por Celia!!
—Dile que se ha equivocado. Que hace años que nadie llamada Juan vive por aquí. Hubo alguien llamado así, pero marchó a Argentina hace muchísimo.
Juan sonrió al pensar que era el capullo del Amo de Celia. No. Mejor del ex-Amo de Celia. Puso un pie delante del otro, y al llegar a la puerta de la masía, Nora y Raquel le estaban esperando.
— Hoy voy a haceros a las dos una comida que os vais a chupar los dedos. Después tendré que ser más riguroso en vuestros ejercicios. No quiero que engordéis...