La hermandad de San Bernardino

Historia de un joven llamado Jack que va a estudiar a una Universidad de California, donde de descubre la manera de entrar en una fraternidad.

LA HERMANDAD DE SAN BERNARDINO

Publico este texto por hacer válida aquella vieja sentencia que reza que recordar es volver a vivir. Y les aseguro que nada me gusta más que recrearme en mis recuerdos de juventud, esa época en la que casi todo resulta fascinante pues uno, todavía, no arrastra demasiados pesares.

A mis padres se les ocurrió llamarme Jack y con ese nombre me quedé. Vine al mundo en 1981 en un pueblo de Arkansas cuyo nombre omitiré pues dudo mucho que lo conozcan. La nota media que obtuve en el instituto me permitió estudiar Medicina en la USB, la Universidad de San Bernardino, población del estado de California. Supongo que han oído hablar de Santa Mónica o de Santa Bárbara, famosas por haber servido de escenario de exitosas series de televisión y, en cambio, San Bernardino no les suene, a no ser que sean lugareños. Esta localidad está rodeada de campos de naranjas y carece de costa, razones por las cuales está condenada al anonimato mediático. Me limitaré a decirles que se halla enclavada a 97 millas al este de Los Ángeles y, por poco, supera la cifra de cien mil habitantes.

Por cierto, siempre me ha resultado curioso constatar que en California haya tantas ciudades con nombres de santas, siendo que es justo allí donde menos propensas son las mujeres a alcanzar la santidad. Creo sinceramente que tanta hagiografía geográfica solo sirve para despistar.

Por aquel entonces, la USB contaba con un campus en el que se impartían cuatro grados: Medicina, Biología, Ingeniería Informática y Matemáticas. Cuenta, además con un equipo de fútbol americano “Los hurones” y otro de baloncesto “Las jirafas” ambos en la liga del condado.

El campus también disponía de una residencia que nos permitía a los estudiantes forasteros poder estudiar sin arruinarnos. Mis padres tuvieron que hacer un esfuerzo descomunal para pagarme la matrícula y no podía permitirme el lujo de vivir por mi cuenta. No era lo suficientemente buen estudiante para que me dieran una beca y tampoco era lo bastante bueno practicando ningún deporte para que me ficharan en un equipo y que me salieran gratis los estudios. Lo digo porque a los alumnos deportistas, la matrícula les salía gratis.

El edificio de la residencia estudiantil era sencillo, sin artificios y se componía de dos alas, una para cada sexo. Por cierto, siempre me he preguntado por qué razón los edificios con dos alas nunca se echan a volar. Dicha esta gloriosa frase, les contaré que me asignaron un compañero de habitación con el que conecté enseguida e hice buenas migas. Parecía buen chico, poco conflictivo y poco amigo de meterse en líos. Se llamaba Andy y era natural de Kingman, una pequeña ciudad del estado de Arizona. Iba peinado con la raya a un lado, llevaba gafas con montura de pasta y hablaba con una lloriqueante voz nasal. Estudiaba segundo de Biología y, según me contó, desde pequeño, era aficionado a coger insectos y examinarlos. Así como a diseccionar ranas, cazar mariposas, organizar peleas entre insectos, cortar rabos de lagartija, anegar nidos de hormigas con agua y cualquier otra actividad al aire libre relacionada con los animales. Sin duda, era todo un amante de los animales.

—En la habitación tengo una vitrina de cristal en la que se ve cómo es la vida en una comunidad subterránea de hormigas  —me dijo orgulloso recolocándose las gafas sobre el caballete de la nariz—. Es apasionante.

La habitación donde habría de pasar el curso académico no era muy grande, apenas catorce metros cuadrados. El mobiliario estaba por duplicado, como las cerezas: había dos camas, dos armarios y dos escritorios. La única ventana daba a un parquecillo desde el que se veían estudiantes patinando, corriendo, paseando o leyendo, y algunas parejas tendidas en la hierba.

Deshice mi equipaje y fui colocando mi ropa en las perchas de plástico de varios colores que encontré en el armario.

—Me alegro de tenerte como compañero —me dijo—. El año pasado estuve solo, y, a veces es triste, porque casi nunca tienes con quien hablar.

—Todo tiene su lado bueno y todo depende de cómo te lo tomes —contesté en plan filosófico—. A veces te sentirías solo y otras agradecerías con toda tu alma no tener que soportar a nadie.

Cuando estaba a punto de terminar de sacar mis pertenencias y colocarlas en su debido sitio, Andy se dirigió nuevamente a mí:

—Las clases no empiezan hasta mañana, pero esta tarde a las siete hay un acto en el Auditorio en el que el señor Bradley, el rector, inaugura el curso académico. ¿Quieres ir? —me propuso Andy, que se hallaba a mi espalda.

—Sí, claro. No veo por qué no —accedí, considerando mentalmente que no tenía nada mejor que hacer.

Poco antes de la siete, nos encaminamos hasta el edificio central, donde se hallaba el Auditorio, los despachos de la Rectoría y la Secretaría: la oficina donde debíamos acudir para hacer el papeleo y procurarnos nuestro carné de estudiante.

Calculo que la sala tendría capacidad para unas ochocientas personas, aunque allí nos congregamos poco más de la mitad. Ocupamos dos butacas cerca de los conferenciantes: en la quinta o la sexta fila, pues era la zona más despejada. Por supuesto, no pienso hacer ningún esfuerzo en rememorar la tediosa charla que nos endilgaron. No viene a cuenta en esta clase de narraciones, ni aporta nada a la historia.

Lo que sí recuerdo sin ningún esfuerzo fueron las dos rubias que se sentaron justo delante de nosotros. Antes de que llegaran unas tías que parecía que habían salido de las páginas centrales del “playboy”, un murmullo generalizado, salpicado de algún grito, dominaba el ambiente. Y, de golpe y porrazo, se hizo el silencio. Un silencio que me impelió a volverme para ver cuál había sido la causa de aquel mutismo.

Los conferenciantes todavía no habían tomado la palabra, pero supongo que, como todo hijo de vecino, habrían enmudecido de haberlo hecho. Las jóvenes, caminaban como a cámara lenta, como si el tiempo se hubiera paralizado, como si tuvieran un ventilador agitando sus brillantes melenas. Recuerdo como si lo estuviera viendo ahora su llegada triunfal, sabedoras de su belleza indiscutible, conscientes de sus tipazos despampanantes, convertidas en el foco de atención del alumnado masculino, como si el pasillo central del auditorio fuera una pasarela de moda.

Me viene a la memoria el pescozón que se ganó un chico, sentado en nuestras proximidades, por parte de la que presuntamente era su novia, por dejar de atenderla a ella y no tener ojos más que para las bellezas recién llegadas.

Recuerdo la generosidad de sus escotes, su ropa ceñida estudiada palmo a palmo para que les sentara impecable y la obscena premiosidad con la que se sentaron, casi a la par, como si se estuvieran ensartando sendos miembros en sus conejitos. Y recuerdo haberme sentido dichoso por haber elegido un buen sitio y poder así disfrutar del privilegio impagable de tener muy cerca sus anatomías prodigiosas. Una tenía el cabello rubio platino y la otra de una tonalidad más amarilla y dorada, y las dos estaban bastante bronceadas como surfistas o vigilantes de la playa.

Me fijé en que una de ellas dejó sobre una butaca vacía un bolso en cuya parte frontal aparecía una chapa amarilla con un símbolo compuesto por dos círculos negros y debajo un triángulo equilátero negro con una de las puntas dispuesta hacia abajo, como dos ojos y una boca. No era un símbolo famoso como el de la NBA y estaba seguro de no haberlo visto nunca antes.

Supongo que me habría olvidado del logotipo, pero resulta que justamente a la salida, me fijé en un pin con el mismo símbolo que llevaba un chico, en el bolsillo de una camisa vaquera. Eso me dejó con la mosca detrás de la oreja durante todo el camino de vuelta, pues mis ojos se posaron en una chica de rasgos orientales hablando en un corro, que llevaba puesta una camiseta en cuya parte posterior volvía a aparecer ante mis ojos el dichoso símbolo.

Al llegar a la residencia hablé con Andy al respecto:

—¿Te suena de algo un dibujo de dos círculos y un triángulo negro con el fondo amarillo?

—Claro que me suena, coleguita —afirmó—. Es el símbolo de la hermandad de San Bernardino.

Por medio de diversas fuentes había oído hablar de hermandades universitarias. Bueno, yo y seguramente todo el mundo, porque las fraternidades no son ningún secreto.

Parece ser que los que formaban parte de ellas lo pasaban de rechupete y tenían ciertos privilegios, aunque eso sí, el acceso a una de ellas ni resultaba fácil, ni estaba al alcance de todos.

—Ya, supongo que montarán unas juergas que flipas —dije—. Y como estén todas la mitad de buenas que las rubias que se han sentado delante de nosotros…

—Sí, cómo no —confirmó Andy—. Tienen unas tías alucinantes. La rubia de color platino es Amanda, una de las animadoras de “Las jirafas”. Y la otra creo que se llama Susan y está en segundo de Matemáticas. Aunque que sepas que no es fácil entrar. Mi amigo Murray, que está estudiando Ingeniería Informática, quiso pertenecer a la hermandad, pero le pidieron tales disparates en su iniciación que no tuvo más remedio que renunciar. Yo ni lo he intentado, pero creo que me quitaría tiempo de estudio. Prefiero centrarme en los estudios y olvidarme de todo ese rollo. Ya habrá tiempo de pensar en pibas más adelante.

Más adelante. Más adelante es mucho tiempo, demasiado tiempo, se me antojaba una eternidad y media, por lo menos. Yo ardía en deseos de estar con una de esas rubias de culo perfecto, senos turgentes, sentada desnuda en mi regazo, en vuelo conjunto a la estratosfera. Quería estrechar contra mí esos cuerpos tibios y delicados. Quería acariciar y manosear a una o a todas esas bellezas hasta que me cansara del sexo, cosa que no creía que pudiera suceder nunca.

—Tú aún eres nuevo, pero el estudio y las prácticas absorben todo el tiempo libre —añadió Andy.

—Menudas prácticas haría yo con las rubias esas —comenté en tono pícaro—. Esas sí que tienen pinta de absorber. Más que una esponja diría yo. Más que una bomba. Una bomba hidráulica.

Andy rió sin mucho humor mis ocurrencias y luego con aire confidencial me dijo:

—Jack, no vayas a pensar que a mí no me molan todas esas pibas que se ven por ahí. Daría lo que fuera por tener una novia como esa o por pasar la noche con una de ellas, pero entrar en la fraternidad, según me han contado, no es algo para lo que todo el mundo esté preparado.

—¿A qué te refieres con eso de que no todo el mundo está preparado?

No me dio ninguna explicación. Se limitó a hacerme un gesto con la mano que parecía expresar: “olvídalo, no merece la pena”. Pero no me olvidé.

Para confirmar que el sexo formaba parte de sus ensoñaciones vitales y de sus más profundos deseos me enseñó una caja de plástico escondida debajo de su cama que contenía bastantes revistas pornográficas con páginas arrugas y algún que otro manchurrón y pósters de pin-ups un poco antiguos y amarillentos.

—Mira: a mí no me resulta nada fácil trabar amistad con ninguna chica —me confesó en aire confidencial—. En general están todas muy locas y si están buenas, ya ni te cuento. Además, muchas de ellas tienen novio. Yo, personalmente, me conformo con aprobar, encontrar un buen trabajo y darle la bienvenida a la vida adulta. Y las fiestas están muy bien, pero te descentran y suelen estar reñidas con aprobar.

Reconozco que estaba un poco salido, pero es que las rubias me habían puesto como una moto de competición al máximo de revoluciones. No obstante, estaba sembrado en ocurrencias:

—Yo también vengo aquí a aprobar, ya sabes: a probar a la rubia, a la morena, a la pelirroja y a todas las que se dejen.

Acto seguido, cogí una de sus revistas y pasé las páginas sin ocultar un gesto de aprensión:

—No, tío, no podemos conformarnos con mirar —dije al cabo de un momento—. Nos hemos hartado de mirar en la adolescencia. Hace falta un poco de contacto físico. Mi familia no es rica y, teniendo en cuenta que estudiar aquí cuesta treinta mil dólares por año, tampoco me puedo permitir estar todo el día de juerga o tocándome las narices. Sin embargo, no pienso que un poco de marcha haga daño a nadie. Yo tengo la teoría de que cuanto más feliz es uno, mejor le va en todo lo que emprende.

Me sabía a cuerno quemado haber alcanzado cierta independencia y estar condenado a la soledad. Siempre he sido muy tímido en presencia de las mujeres y eso me ha dificultado sobremanera mi acercamiento al sexo opuesto.

De hecho, me había tenido que conformar con perder la virginidad a los dieciséis en un prostíbulo de carretera al que me había llevado, en secreto, un amigo algo mayor que yo. Y después lo había hecho solo en una ocasión con una prima lejana, rozando el incesto, en plan todo queda en casa. Y me la trajiné, no porque la chica me fascinara, pues su exceso de peso y el aparato que lucía en sus dientes resultaban disuasorios, sino simplemente porque me lo puso en bandeja enroscándose y desenroscándose un mechón de cabello, poniendo ojitos y sonriéndome. Un bagaje pobre, en definitiva, el de mis acercamientos al sexo contrario. Por decirlo de alguna manera, mi miembro viril había experimentado mucho más ordeño manual que automático.

*  *  *

Los primeros días de clase no es que fueran duros; los recuerdo como una pesadilla recurrente, como una broma de muy mal gusto. La velocidad a la que había que tomar los apuntes, los términos en los que se expresaban los profesores, los sobreentendidos que casi nadie entendía…, todo resultaba agobiante, agotador. Y apenas asimilaba nada.

Me hice algunos coleguillas de entre la gente que solía sentarse por la zona que yo elegía. Algunos vivían en la residencia y otros vivían en San Bernardino.

Y ni que decir tiene que el asunto de las tías, siempre lo tenía en mente, porque el tótem menguante y creciente de mi entrepierna siempre reclamaba su atención diaria. Aprovechando los descansos entre clases, o abordándolas por los pasillos trataba de entablar conversación con algunas alumnas y, muchas de ellas, respondían cortésmente, pero no se las veía entusiasmadas ni demostraban ningún interés en prolongar la conversación más allá de formalismos trilladísimos. Yo preguntaba, ellas respondían y se acabó. A veces me quedaba mirando a alguna y, si ella se daba cuenta, me devolvía una mirada enfurruñada, feroz, indiferente o fulminante, que de todos estos registros tuve que aguantar con atribulada resignación. Y si llevaban algún símbolo de la Hermandad, ahí ya no había nada que hacer: esas sí que te miraban por encima del hombro.

El viernes por la tarde Andy se fue en tren a su ciudad natal y me dejó con toda la habitación para mí. Mi compañero tenía la suerte de que la localidad de Kingman no distaba demasiado y se podía ir allí algunos fines de semana. No era mi caso: a mí me suponía atravesar medio país, motivo por el cual me veía volviendo a mi tierra solo en Navidades.

El sábado, desde muy temprano y vestido con el pijama, decidí pasar a limpio los apuntes. Enfrascado en la transcripción de mi jeroglífico se me pasaron rápido las horas. Me sacó de mi ensimismamiento un nervioso repiqueteo en la puerta de mi habitación. Preguntándome con extrañeza quién sería accioné el picaporte. Al otro lado esperaba una pareja. Ninguno de los dos me sonaba, ni siquiera de vista.

—Por favor, déjanos pasar —me apremió el chico adentrándose por las bravas en mi territorio sin que le hubiera franqueado el paso. La chica también atravesó el umbral sin mi permiso.

—¿Quiénes sois vosotros?

El joven, visiblemente nervioso, se calmó un poco tras echar un vistazo fugaz al pasillo y cerrar la puerta a sus espaldas. La chica parecía más tranquila.

—Te llamas…

—Jack.

—Jack —repuso—. Yo soy Steven y ella es Celine. ¿Está Andy?

—Andy no está. Ayer por la tarde se fue a su pueblo.

Steven, que encajó la noticia con una visible mueca de desagrado, me tendió la mano. Se la estreché sin comprender muy bien a qué venía todo aquello.

—Mira, te tengo que pedir un favor muy importante, Jack. Necesito que me dejes un par de horas la habitación para estar con mi amiga. Mientras tanto, tú puedes bajar a la sala de juegos.

Steven hablaba como si la chica no estuviera. Ella se mantenía al margen. Por supuesto, tuve que hacer esfuerzos para que no me entrara la risa floja. ¿Pensaba ese tipo que había nacido ayer?

—Fuera —me limité a decir acercándome a la puerta y haciéndoles un ademán para que salieran.

—Media hora; ni un minuto más —me suplicó el tal Steven.

—Esto es de traca —mascullé.

Un instante antes de echarlos con cajas destempladas me fijé en que Steven llevaba una sortija con el símbolo de la hermandad. Instantáneamente comprendí que aquel era el momento propicio para negociar y obtener algo provechoso.

—Veo que llevas el símbolo de la hermandad. ¿Me podrías decir qué hay que hacer para pertenecer a ella?

Steven sopesó mi petición frunciendo el entrecejo mientras me observaba con detenimiento. Era evidente que no estaba dispuesto a ponerle la cama así, por las buenas, como un puto novato.

—Para que quedes admitido en la hermandad y disfrutar de todas sus ventajas, debes hacer un favor a un miembro de la hermandad. Y yo pertenezco a la hermandad, así que dar el primer paso está a tu alcance.

—¿Y qué más?

—Luego tienes que superar dos pruebas: la taladradora y la lluvia.

—¿En qué consisten esas pruebas? —me interesé.

—Básicamente “la taladradora” es un tío que te da por el culo —explicó Steven—. Y en la “lluvia” se te mean encima varias tías. Una sodomía y una lluvia dorada, vamos.

—Lluvia ácida, más bien —repuse valorando la idea.

—Bueno, eso depende del ph que tenga su orina —repuso Steven siguiendo el cachondeo.

Eran unas pruebas degradantes, como no podía ser de otra manera para entrar en una hermandad, pero mentalmente les di mi aprobación. Si ese era el peaje que había que pagar, lo pagaría. Todo fuera por poder tirarme a mujeres como Amanda o Susan. Supongo que Steven esperaba que lo que me había contado me parecería escandaloso e inaceptable, pero mi deseo de follar era muy fuerte y mientras no tuviera que soportar el dolor físico del sadismo, cualquier práctica sexual, aunque fuera un disparate mayúsculo, me parecía aceptable. El fin no justifica los medios, pero sí las humillaciones que se padecen en el camino.

—¿Cuánto rato me tiene que sodomizar ese tío?

—Todos esos detalles los decidirán los componentes de la hermandad que por turno les corresponda. En esta fraternidad no hay jerarquías.

—Y si las supero…

—Si las superas, entrarás en un mundo en el que tu esfuerzo y tus sacrificios se verán plenamente recompensados —respondió enigmáticamente.

Hice una pausa para pensar mi respuesta definitiva.

—Acepto.

—En ese caso, no hay tiempo que perder —respondió Steven—. Se lo comunicaré a mis compañeros y, en breve, quedaremos para hacer las pruebas.

La vida me había vuelto desconfiado y quise que me diera alguna garantía de lo expuesto verbalmente, pues ya se sabe que las palabras se las lleva el viento. Las hojas también pueden volar, pero por lo menos, puedes ponerle un pisapapeles encima.

—No es que no me fíe, pero, ¿cómo me aseguras que me vais a hacer las pruebas? A ver si mañana nadie se va a acordar de nada.

Steven hizo gestos contenidos, dando muestras de impaciencia y de que no tenía tiempo para actos jurídicos.

—Jack, amigo, te juro que el sábado que viene te haremos las pruebas —aseguró besándose la sortija para sellar el compromiso—. Tienes una testigo, ¿qué más quieres?

—Ella no vale de testigo. Es tu novia —me opuse.

—No, no es mi novia —respondió Steven exasperado.

Luego, tras exhalar un suspiro, optó por aclararlo todo. Era la manera más rápida de evitarse un largo interrogatorio.

—Mira, Celine es la novia de Jeremy Adams, uno de los extremos del equipo de fútbol americano. Ella, igual que tú, hace escasos minutos me ha pedido entrar en la hermandad. Yo le he dicho que no podía entrar en la fraternidad teniendo novio; es una de las reglas. Ella me ha respondido que si pasaba las pruebas cortaría con Jeremy. Luego le he dicho que tendría que hacerme un favorcillo sexual para ganarse su derecho a hacer las pruebas, condición que Celine ha aceptado. Pero yo no puedo estar seguro de que va a superar las pruebas. Por lo tanto, tengo que encontrar una manera discreta de hacerlo con ella, para que, en caso de que Celine no entre en la hermandad, Jeremy no se entere y tome represalias. Ahora Jeremy está jugando un partido contra los “Tigers”, pero en apenas una hora terminará. Recordaba que esta era la habitación de Andy, a quien conozco porque va conmigo a clase. Y pensaba pedirle que me dejara hacerlo en su habitación, porque yo no vivo en la residencia y ella, que vive en el ala de las alumnas, tiene una compañera de cuarto bastante cotilla, que seguramente se acabaría yendo de la lengua. El resto ya lo sabes. Así que déjanos solos, porque… —consultó su reloj digital—, solo nos quedan cincuenta minutos para echar el casquete y tampoco es cuestión de gastar toda la saliva que me queda hablando contigo.

—Tengo bastante que estudiar —pedí. Es mejor protagonizar, pero hay muchas veces en que uno se tiene que conformar con ser el espectador—. ¿Os importaría que me quedara? Os prometo que no me moveré de esa silla. No os molestaré.

Steven se limitó a consultar con su mirada a Celine.

—A mí me da igual que nos vea —respondió la chica encogiéndose de hombros—. Tampoco vamos a hacer nada del otro mundo.

Steven se tumbó boca arriba. Celine se quitó los pantalones vaqueros descoloridos y unas bragas de encaje y, con la camiseta aún puesta, se colocó a horcajadas sobre la cara del joven. El chico procedió a dar un baño de saliva a la zona genital de la chica. Al poco, desvié la vista, tratando de concentrarme en el estudio.

Cuando volví a mirar a los protagonistas del encuentro vi como ella, tumbada boca arriba, con la cabeza sobresaliendo de la cama, le practicaba una felación. Él, arrodillado y con las brazos en jarras, colaboraba con ligeros movimientos pélvicos. Ambos se habían aligerado por completo de la ropa. ¡Cuánto me hubiera gustado estar en el lugar del afortunado chico! Reanudé el estudio, tratando en vano de abstraerme de la fiesta que estaba aconteciendo entre aquellas paredes.

Celine, tumbada boca arriba abrió las piernas para que Steven incrustara su herramienta. El chico llevaba puesto un preservativo de color rojo. El coito se desarrolló con fluidez, entre bufidos del chico. La chica, en cambio, permaneció en un hermético silencio, como si aquella coyunda no le resultaba ni un poco placentera, sino el precio que tenía que pagar por pasar a pertenecer a la fraternidad. Supongo que Steven temía que les pudiera oír alguien, y por eso no era cuestión de llamar mucho la atención.

El hombre remató la faena con la chica puesta a cuatro patas, en la postura del perrito, y cayó sudoroso y derrengado encima de ella cuando ya no pudo retener el líquido blanquecino que pugnaba por salir de sus genitales, emitiendo un gritito muy poco masculino. Luego fue a tirar el preservativo a la papelera.

Ambos se lavaron y, como precaución, Celine salió la primera de la habitación. Steven, esperó cinco minutos y luego también salió, prometiéndome que al viernes siguiente hablaría conmigo para concretar la hora a la que quedaríamos el sábado.

En cuanto me quedé solo observé las huellas físicas de los cuerpos que habían gozado en mis sábanas y comprobé que la tela estaba impregnada de los líquidos resultantes de aquella unión. También vi varios pelos púbicos diseminados, pues ninguno de los dos iba del todo depilado. Lavé las sábanas de mi cama en la bañera y luego las tendí sobre la barra de las cortinas de la ducha. En la USB había servicio de lavandería, pero tenía que mirar con lupa los gastos.

*  *  *

Steven cumplió lo prometido. Quizá porque tenía una testigo que podría dar fe de que habíamos hecho un trato. Quizá porque la gente la gente de la hermandad tiene palabra o, sencillamente, porque de no hacerlo, me habría puesto en contacto con los componentes del equipo de fútbol americano, para contarle al tal Jeremy los divertimentos en los que andaba enfrascado Steven con su novia, mientras él luchaba en el campo por avanzar el mayor número de yardas posible.

El sábado, muy temprano, Steven, que era hijo único, me llevó en su bonito descapotable a la casa de sus padres; estos se habían ido el viernes a Las Vegas a celebrar las bodas de oro. Cruzamos la verja de entrada y nos quedamos en un jardín de césped muy cuidado rodeado por varios parterres. Había también dos tumbonas de plástico con las fundas a rayas.

Aparte de Steven acudieron Jacqueline y Edgar, ambos pertenecientes a la fraternidad, para velar por el correcto desarrollo de las pruebas y dar el visto bueno en caso de superarlas.

El último en llegar fue aquel que ostentaba el sobrenombre de “la taladradora”. Su nombre real no me lo dijeron. Estaba acorazado de músculos y su piel era de un tono muy oscuro, supongo que de tanto bronceado playero. Parecía mayor: un antiguo alumno quizá. Bueno, mayor entre comillas porque no pasaría de los treinta. Tenía patas de gallo al sonreír, cosa que hacía a todas horas para mostrar una sonrisa de nácar, que tanto destacaba en contraste con el moreno de su piel.

Jacqueline, una chica delicada y con lentes que le otorgaban aires intelectuales, y que portaba una carpeta, tomó la palabra, adoptando cierta solemnidad al hablar. Edgar adoptó el papel de convidado de piedra durante todo el rato que estuvimos en aquella propiedad.

—Jack, como ya te habrán informado, para formar parte de la fraternidad debes superar dos pruebas. En esta primera, “la taladradora”, te someterás sexualmente a los dictados de este señor. La apatía o la desgana en tu proceder, el desinterés o negarte a hacer algo de lo que te pida, será penalizado hasta el punto de que no la daríamos por válida y tendrías que repetirla. Si aceptas participar, firma en el recuadro.

Me entregó una hoja en la que ponía que aceptaba voluntariamente las condiciones puestas por la fraternidad y que, en caso de participar, en modo alguno, estaría legitimado recurrir a los tribunales por cualquier secuela física o psicológica resultante de aquellas actividades.

Pensé que si hacían firmar esto era porque alguien les había denunciado por ocasionar un desgarro anal, o cualquier otro desarreglo corporal a resultas de aquellas prácticas, o tal vez porque tales prácticas le habían desencadenado algún trauma psicológico a alguien. ¿Quién sabe? Me limité a firmar la hoja y se la devolví a Jacqueline.

—En tal caso, podéis empezar.

“La taladradora” y yo nos quedamos en cueros en menos que canta un gallo, aunque por distintos motivos. Supongo que él se desnudó tan rápido para empezar cuanto antes y yo para terminar cuanto antes. Estaba completamente depilada y era sumamente musculoso; no tanto como para pensar que estaba ciclado pero casi. Por supuesto, que me repugnaba la idea de que aquel tío me sodomizara, pero aquello era el peaje que tenía que pagar por acostarme con tías buenas, y lo pensaba pagar.

El tipo, sabiéndose dueño y señor de la situación, empezó sobándome por todas partes, despertando en mí una tremenda sensación de rechazo que tuve que reprimir. Su atezado miembro, su broca, fue ganando volumen hasta adquirir firmeza. Hay brocas destinadas a horadar la madera y otras para el cemento; por lo visto, la suya estaba especializada en la carne.

“La taladradora”, que era de pocas palabras, me sujetó por los hombros y me hizo agacharme hasta colocarme justo delante de su miembro erecto, que me apuntaba a la cara como un dedo acusador. Venciendo los escrúpulos y la vergüenza y con las lágrimas a punto de que se me saltaran, le fui chupando el falo. Al principio con tímidos lengüetazos en la parte superior del pene. Al poco, me introduje el glande en la boca y lo chupé sin remilgos. Para que los jueces u observadores no me tacharan de apático también le chupé los depilados testículos, mientras él entrecerraba los ojos.

Luego me hizo ponerme a cuatro patas y me humedeció mi virginal ano con un líquido pringoso, que supuse que sería aceite. Me introdujo la punta de su endurecido miembro y empezó a moverse con cuidado. El daño que me hizo al atravesar el esfínter fue de tal intensidad que tuve que cerrar los ojos y apretar los dientes con fuerza para reprimir un alarido. ¿Cómo podría haber personas que hicieran eso por gusto? Cuando parecía que me iba a resquebrajar por dentro, la acción del lubricante redujo aquel dolor lacerante hasta hacerlo molesto, casi tolerable. Ni rastro de placer todavía, pero el tremendo dolor inicial había desaparecido. Él, movía su miembro, adelante y atrás, adelante y atrás, ganando poco a poco profundidad. Resoplando aguante aquel calvario.

Lo siguiente que hizo mi compañero de juegos fue hacer que me tumbara boca arriba, colocándome el cojín de una tumbona en la zona de mis partes, y dejándome el culo en pompa. No es que me fascinara todo aquello, pero mi pene debía de haber detectado algo y empezaba a adquirir volumen. Me incomodaban los observadores, pero me excité.

Se colocó sobre mí y sentí sobre mis espaldas la dureza de sus músculos en tensión mientras lo hacía. También me acariciaba el cabello. Traté de relajarme para facilitar la tarea y percibir mejor las sensaciones que empezaban a llegarme como en oleadas. Reconozco que el vaivén de su grueso miembro en mi interior iba desencadenando en mí una naciente sensación de placidez embriagadora. Progresivamente esta percepción se convirtió en un gusto que me hizo emitir gemidos leves y acomplejados al principio, y más fuertes y desinhibidos después. Era cierto que los hombres tenemos el punto G en el recto. Y empezaba a saborearlo.

Lo que vino después fue el desmadre. Me puse a mover el culo para acrecentar el placer de ambos. Menudo mazazo a mi hombría. ¡Estaba moviendo el culo como una perra en celo para dar gusto a un hombre! Y lo que es peor, también me estaba gustando a mí. Era vergonzoso que me estuvieran haciendo aquello, pero en aquel momento no solo me hubiera molestado que se hubiera detenido, sino que hubiera dado todo el oro del mundo para que no parara. Mi mente no terminaba de aceptar lo que mi cuerpo pedía a gritos.

Cuando “la taladradora” ya no pudo aguantar más se incorporó y dio las últimas sacudidas a su mástil. Arrodillado delante de él, poniendo una mano en su rocoso muslo, me tragué lo poco que me quedaba de orgullo, al tiempo que me tragaba algo más cremoso y amargo que salió despedido del orificio de su pene.

*  *  *

Durante la tarde del sábado estuve estudiando, al igual que Andy. Las materias había que llevarlas al día, porque eso no era el instituto y para aprobar ya no era suficiente con estudiar con un par de semanas de antelación.

Me temí que a causa de aquellas prácticas sexuales me volvería amanerado en mi forma de andar, o tal vez mi voz adoptaría la entonación resuelta y afeminada de los gays, pero nada de esto ocurrió. Había sido una experiencia que había resultado mucho mejor de lo previsto. De hecho, desde aquella mañana me podía considerar bisexual. Woody Allen dijo que ser bisexual consiste en tener el doble de posibilidades de ligar el sábado por la noche.

Me giré hacia Andy. Masturbarte siempre está en tu mano, pero uno se cansa de lo mismo de siempre. Además es la manera más fácil de quitarse los agobios: de sacar fuera todo lo que uno lleva dentro. Ni que decir tiene que follar siempre es mejor. Cambio un mal polvo por una buena paja, aunque solo sea por tumbarse encima de una tía, con el cuerpo tibio y los pezones duros, y agarrarse a sitios prohibidos.

El problema consistía en conseguir amantes dispuestas a ser mi complemento. ¿Por qué no proponerle a Andy hacer algo esa noche? Tal vez se mosqueara conmigo, pero merecía la pena intentarlo. Pensé que si se negaba, siempre podría decirle que estaba bromeando, que la experiencia de esa mañana había sido un trauma, un mal trago, y nunca mejor dicho. Insistiría en que me había decidido a hacer las pruebas de acceso, ya que si las superaba podría acostarme con jóvenes preciosas, deportistas, que cuidaban su alimentación, la tonificación de sus músculos, se hacían la manicura e incluso la pedicura.

—¿Tienes planes para esta noche, Andy?

—Sí, voy a una fiesta que celebran en la mansión “playboy” —repuso con toda la guasa del mundo—. ¿Tú que crees?

Le conté cómo había conseguido el derecho a participar en las pruebas de la fraternidad y luego le conté sin omitir detalles lo que había acontecido en casa de Steven. Andy negaba con la cabeza con pesar.

—Te compadezco —dijo sin ocultar una mueca—. Me da grima pensar que me puedan meter algo por el culo.

—No estuvo tan mal. En honor a la verdad, diría que estuvo bastante bien. Me sorprendió gratamente.

Andy hizo un mohín de disgusto:

—No me puedo creer lo que estoy oyendo. ¿No me digas que te gustan los tíos?

—¡Pues hombre! Tanto como eso… Si me dan a elegir, prefiero una tía, pero hay que conformarse con lo que uno tiene a su alrededor. ¿Qué te parecería…?

Esta vez, entendiendo la insinuación, sí me miró con los ojos desencajados.

—¡Tú estás como una cabra, colega! A mí me gustan las mujeres.

—¿Y a quién no? A mí también me gustaría estar con mujeres cuanto más macizas, mejor. ¿Cómo no va a ser más bonito hacerlo con una tía? ¿Pero cuál es la cruda realidad…? Que no tienes amiguitas que estén dispuestas a bajarse las bragas esta noche y yo tampoco. El único asunto que puedes tener entre manos esta noche es una maratoniana sesión de manubrio. Y me de la impresión de que no es la primera noche que te enrollas con tu propia mano.

Andy parecía meditar sobre mis palabras. Aproveché para seguir argumentando sobre la homosexualidad forzada por las circunstancias.

—No soy mago y no puedo sacarme un conejo de la chistera cada vez que me entran ganas de follar, pero creo que podríamos pasar un rato mejor.

—¿Pero es que no piensas en echarte novia?

—Claro que me gustaría, pero tener una novia ni es fácil, ni es tan bonito como lo pintan. No lo sé por experiencia, pero me lo han contado amigos míos. Tienes que dedicarles mucho tiempo y estar pendiente de un sinfín de fechas, aniversarios, hacerle regalos, hacer cosas que odias por ella, estar más con las lobas de sus amigas que con tus colegas de siempre, cuidar mucho tu vocabulario, no decir palabrotas, no poner motes a nadie y todo para que te dejen follártelas cuando ellas quieren. En temas de sexo, a no ser que sean ninfómanas o las pilles en una época buena, te suelen tener a pan y agua, y suerte que no sea pan duro y agua del grifo. Además, si la tía es una guarrilla, casi seguro que, no es que te pondrá lo cuernos, sino que ya te los estará poniendo. Y si es una mojigata, casi seguro que vuestra vida sexual será aburridísima. Fíjate: Yo tengo la teoría de que los gays son tíos que antes tenían novia, y, asqueados, se pasaron al otro bando, para poder follar algo y librarse de todos los inconvenientes que conlleva estar con una chica.

Luego añadí una frase con doble sentido que pretendía ser elocuente y lapidaria:

—Hombres o mujeres. En la forma somos diferentes, pero en el fondo todos somos iguales.

Andy se puso serio. Su rechazo inicial había dado paso al nerviosismo morboso de probar algo nuevo.

—Esto no se lo cuentes a nadie. ¡Júrame que no se lo vas a contar a nadie!

Se lo juré, aunque soy ateo. A mí tampoco me beneficiaba que aquello se supiera. Gente que se cree superior y desprecia a los demás hay en todas partes. En aquella Universidad podía haber gente que no estuviera a favor de la homosexualidad que se dedicaran a meterse con los demás.

—Nadie se va a enterar de esto —aseguré para que no se le pasara por la cabeza echarse atrás—. No tenemos por qué putearnos entre nosotros. Es más, si ves que no quieres seguir, paramos y ya está.

—Se me hace raro, muy raro, no sé si podré —se lamentaba Andy que quería, pero no podía.

—¿Pero tú qué te piensas? —le animé—. Mi amigo Freddy, que actualmente tienen novia formal, me han contado que estando de campamentos en los “boy-scouts” se chupaban las pollas unos a otros dentro de la tienda de campaña cuando las chicas no les hacían caso. Y que se juntaba cuatro o cinco y hacían el trenecito. ¿Te lo puedes creer? ¡El trenecito! Con trece o catorce años, moviéndose ensartados para darse gusto. Y te puedo asegurar que ninguno de ellos lleva ahora trenzas, ni vestidos, ni gesticula graciosamente al hablar. ¿Sabes cuál es el problema? Lo que ocurre es que de pequeños, nos educan con ideas negativas y nos lavan el cerebro para que no probemos nada, para que no nos salgamos del camino prescrito por las autoridades. No vamos a hacer ninguna barbaridad, solo… probar algo diferente entre amigos. El hedonismo te hace sentir bien. Y ya verás que no pasa nada porque esto va a quedar entre tú y yo.

Había vencido las últimas reticencias.

—Podríamos hacerlo en el baño, así no mancharemos las sábanas.

—¿Quieres dar o recibir?

—Soy generoso y quiero dar como un buen samaritano —repuso Andy.

Nos tendimos sobre las baldosas del cuarto de baño.

—Podríamos hacer unos preliminares —sugerí—. Algo así como un ejercicio de calentamiento. Antes de empezar a correr hay que estirar, no nos vaya a dar ningún tirón.

—¿Quién se pone arriba y quien abajo para hacer los estiramientos? —quiso saber Andy.

—De lado —decidí—, no hay por qué discutir.

Nos quitamos la ropa y la dejamos tirada hecha un revoltijo en un rincón. Nadie se entretiene en doblar nada antes de follar.

No sin cierto reparo por su parte, pues tardó bastante en decidirse, nos chupamos nuestros respectivos miembros. El suyo era más pequeño y blanquecino que el de “la taladradora” y no estaba depilado, pero no estaba mal. Me resultaba enfermizamente placentero introducírmelo en la boca hasta notar que adquiría volumen. Chupé su pene que no mediría un palmo, sorbiendo, haciendo ruido, procurando no exprimirle su jugo blanco. Respecto al mío, la verdad es que era la primera vez que me lo chupaban, pero mucho interés no parecía poner mi compañero de habitación.

Al final me coloqué de rodillas sobre la alfombrilla de baño, apoyándome con las manos en el borde de la bañera. Mis sentimientos era contradictorios: a mi superego le daba mucha vergüenza hacer aquello y, al mismo tiempo, a mi ello le daba mucho gusto. Andy fue un momento a la habitación y volvió con una revista pornográfica que situó en mi espalda.

—Por si decae la cosa —dijo empezando a menearse el cimbrel con la mano.

Cogí gel, me eché una buena cantidad sobre la palma de la mano y lo esparcí por mi culo hasta dejarlo embadurnado. Supongo que no era el mejor lubricante del mundo, pero no tenía otra cosa a mano. Éramos solo aficionados.

Andy empezó a penetrarme. Fue más fácil que con “la taladradora”. Empecé a sentir que Andy y yo estábamos bien compenetrados. Él gruñía, comprobando que aquello no era tan malo después de todo. Por mi parte, también recibía algún que otro calambrazo de gozo que me sacudía el cuerpo de arriba abajo. Hasta que llegó el momento que Andy, con gesto crispado, se puso en tensión y se vació por completo.

Mientras recibía por el ojete, aprovechaba para masturbarme con mi mano derecha, e hice coincidir mi orgasmo con el suyo. Me sentí desfallecer por partida doble, salpiqué las baldosas del baño que había en mis cercanías. Y me quedé tendido contra la bañera, deshecho, sin energía. Hasta que finalmente, derrengado y con una flojera de piernas que no había conocido en la vida, reuní fuerzas para lavarme.

*  *  *

El domingo se efectuaría la segunda y última prueba: la lluvia dorada. El lugar al que Steven me remitió fue una habitación del ala masculina de la residencia. Cuando llegué había un grupo numeroso de personas bebiendo cerveza en lata, entre ellas cinco chicas. También estaban Steven, Jacqueline y Edgar, muy en su papel de testigo mudo. Me dio vergüenza mirarlas a la cara. Iban a mear encima de mí. Jaqueline tomó la palabra:

—Desnúdate, túmbate en la bañera y quédate quieto. Si te apartas o esquivas la lluvia, no daremos por superada la prueba. En breve dará comienzo la segunda prueba, la lluvia dorada. Si la pasas, serás miembro de pleno derecho de la hermanad de San Bernardino.

Hice lo que me mandó y me tumbé en la alargada bañera comprobando que cabía de cuerpo entero. Mis dedos acudieron a mi ano; el esfínter estaba sensiblemente más ensanchado, menos cerrado. Esperé hasta que las seis chicas fueron desfilando por el umbral del cuarto de baño. Las mujeres siempre se las arreglan para ir juntas al baño. Iban desnudas, con lo cual me brindaron un panorama inmejorable de sus cuerpos. No tardé en excitarme, a pesar de que iba a convertirme en la víctima de su inmundicia líquida. Se colocaron alineadas para abarcar toda la largura de la bañera. Luego entraron Steven, Jacqueline y Edgar, para verificar la correcta ejecución de la prueba.

Me quedé quieto contemplando cómo las seis tías empezaban a colocarse de espaldas a la bañera, muy apretujadas. Tenían unas nalgas preciosas y en el centro sus chorretes depilados. Me recreé mirando esa escena, aún sabiendo lo que estaba a punto de hacerme.

Noté el fluido cayendo sobre mi cuerpo, salpicándome por todas partes, como un cálido torrente de limonada y percibí impertérrito el sabor salobre de su orina en mis labios, sabiendo que, tras esta sevicia, esta mortificación degradante, sería un nuevo integrante de la hermandad de San Bernardino.