La hermana pequeña (V)

Nuria cae en la trampa de su envidiosa hermana mayor, quien la recomienda como sustituta de secretaria en un gimnasio. Pero Nuria ignora que su avaladora también les ha dicho a todos los hombres del polideportivo que es un auténtico pendón de manera que todo se tuerce... o se levanta, según se mire.

La cosa hubiera acabado aquí de no haberme despertado aquella misma madrugada con una sed terrible. Me levanté tal como estaba, apenas con unas diminutas braguitas blancas y una camiseta del mismo color de finísimos tirantes y que había recortado con unas tijeras de manera que apenas me cubría el ombligo.

Llegué hasta la nevera y abrí la puerta del enoerme frigorífico. Todavía estaba abierta, y percibía perfectamente como se escapaba todo el frío, cuando oí aquella voz:

– Nuria…

Del susto me atraganté un poco de agua calló por mis cuellos y mis pechos, dándome cuenta de lo helada que estaba. Me volví y allí estaba el primo Humberto, con su mirada bobalicona de siempre y aquel pijama a cuadros que debería desterrar al infierno.

– Prima que quería pedirte…

No podía ser más cretino. Pero en aquel momento me preocupaban más otras cosas. La primera es que mis pezones, siempre tan inoportunos, entre el frío que salía de la nevera y el agua helada salpicada estaban absolutamente disparados. La segunda, que por culpa del agua lo que antes era una inocente camiseta ahora parecía transparente. Y la tercer es que la iluminación de mi  cuerpo con la luz única del potente frigorífico debía de recortar mi figura de una manera harto sensual. Me hallaba, pues en la peor de las situaciones con un pariente que ya se había tomado demasiadas confianzas.

–Siempre estás pidiendo.

–Es que llevo demasiadas noches en el sofá-cama. ¡Y es tan incómodo!

–¡De ninguna manera! ¡No estarás pensando?

– Tu cama me pareció la mar de cómoda. Y hay sitio de sobras para los dos. ¡No sabes como me duele toda la espalda!

– Tú está loco. Mi padre te mata, si se entera. Y luego me encierra a mí en casa.

Cerré el frigorífico y a tientas decidí volver a mi cuarto dando por zanjada la discusión. Lástima que en medio de las sombras no pude evitar topar con su cuerpo y para no perder el equilibrio no me quedó más remedio que abrazarlo. El me sujetó con firmeza por la cintura y noté claramente que la espalda no era la única parte del cuerpo que tendría tensa y dolorida.

Ya me separaba de él cuando dejó caer:

–Es una pena que no seamos más amigos porque me he entarado de una cosa que te interesaría mucho.

Ya estaba por medio pasillo cuando, muy a mi pesar, me di cuenta de que me había picado la curiosidad. Le hice un gesto para que se acercase y le susurré para que nadie de la casa se despertase:

–Vale. Pero sólo dormir. Y antes de que amanezca vuelves al sofá.

Me siguió como un perrito, pero una vez en la cama resultó más duro de pelar de lo que parecía porque no quería soltar prenda.

–Es que es un tema de familia, y no querría que te pusieras a malas con tu hermana.

De nada servían mis arrumacos, mis abrazos y los besitos como de hermana que empecé a prodigarle. Humberto no decía esta boca es mía y si no hubiera sido por el miedo de despertar al resto de mi familia hubiera gritado de pura rabia. Pero mi primo además de pobre y patoso de solemnidad era buena persona y no quería revelar lo que sabía. Tenía que emplearme a fondo y decidí aprovechar la penumbra que había en mi habitación y que las primeras luces de la madrugada permitían que se entrevieran sombras, perfiles y volúmenes. Lo suficiente para montarle un numerito a mi inocente primo.

Llevaba un pulserita de cuero en mi muñeca con un pequeño cierre de metal. Fue la excusa perfecta.

–¡Uy, ahora se me ha enganchado la pulsera! ¡A ver si puedo desengancharla!

Con este argumento me senté en la cama y me subí la blanca camisetita de manera que dejé al descubierto, como sin querer, uno de mis rotundos senos. Humberto me contemplaba embobado.

– Y me ibas a decir lo de mi hermana…

– De verdad, no puedo, y mira que me gustaría… porque ese pezón, quiero decir esa comezón, me está ma… matando.

Lo que le estaba matando era otra cosa y no me iba a tocar otro remedio que bajar al fango.

–De verdad esta pulserita es un fastidio –dije yo como si no me importase su enésima negativa y sin preocuparme de volver a bajarme la camiseta–. Siempre se me engancha con todo – volví y a meterme bajo las sábanas y añadí–: ¿Ves? Ya lo ha vuelto a hacer, se ha enganchado de nuevo.

Humberto tembló al comprender:

–¡Cuidado, primita! ¡Que es mi pantalón!

–Tranquilo. Te lo bajo un momento y ya lo suelto… ¡Oh, pero qué es esto? – y fingí toda mi sorpresa ante el vehemente nabo que había aflorado. Sí, ya sé, no puedes creer que le zorrease de aquella manera–. ¡Te debe de doler muchísimo! ¿Llevas mucho rato así?

–Yo, yo… – y no atinaba a decir nada mientras mis manitas palpaban aquel instrumento.

–¿No será culpa mía? –pregunté con mi voz más inocente.

– Es que estás que te rompes, Nuri.

Sin soltarlo le comenté como si nada:

–Podría aliviarte, claro. Pero no sé si puedo tener tanta confianza con alguien que no se fía de mí.

Le oí tragar saliva.

–Podría hacerte así con las manos – y empecé a cimbreárselo como sólo yo sabía hacerlo.

– Es que no debo, Nuri, no debo…

–Incluso podría usar mi boca … y hundí mi cabeza bajo las sábanas para abocarme aquel pedazo de carne.

Lo chupaba con fruición, primero con los labios, solo la punta, luego ya con él en la boca, golpeando el grande con la lengua con la sola intención de volverlo loco. Desde debajo de las sábanas lo oía suplicar:

–No, no sigas, no…

Pero una cosa es los que decía y otra lo que hacían sus manos que me habían subido del todo la camiseta y se habían apoderado de mis pechos, acariciándolos una y otra vez. Cuando lo noté a punto de nieve paré de golpe y me hice la digna:

–Tienes razón. No está bien. No sé cómo he podido…

–¡Sigue! -rugió y sacó de dentro una fuerza desconocida con la que una mano se aferró a mi cabeza para volver a hundirla bajo la ropa de cama. Y yo con los labios ya rozando otra vez el miembro palpitante.

–¿Me lo dirás?

–Sí, te lo juro –musitó.

Fue lo suficiente para que regresase a mis esforzados trabajos bucales. Con habilidad logré domar aquella pija, mucho más indómita que su amo y la verdad es que esta vez estaba tan cachonda que cuando se corrió a duras penas pude sacármela de la boca e incluso no pude evitar tragar un poco de semen.

Más relajado me lo contó todo. Como había descolgado el teléfono para llamar y había sorprendido a mi hermana Lidia contándole todo a su amiga la modista, explicándole la evolución de sus planes. Como habían metido una grabadora en mi bolsa en marcha y tenían archivados tanto el registro sonoro de mi encuentro con el jubilado como el que mantuve con el director. Como habían trucado mis ropas, expandido a aquellos rumores y como, en modo figurado y también literal, me habían dado mucho por el culo.

Estuve toda la noche planeando mi venganza. Y tan agradecida a mi primo Humberto que no me importó hacerme la dormida y dejar que jugase con mi cuerpo, que me tocase por todos lados y me sobase de arriba abajo mientras yo fingía profundo sueño. Lo peor no fueron sus torpes caricias, ni que durante las horas siguientes se corriese encima de mi cuerpo hasta dos veces más. Lo peor es que hasta en dos ocasiones osó hundir su faz en mi entrepierna pero sus inexpertos lametones y toqueteos sólo consiguieron excitarme hasta el límite sin hacerme estallar de placer. Eso y mis pendientes planes de desquite hicieron que me levantase al día siguiente presa de un hondo desasosiego.