La hermana pequeña (II)

Nuria cae en la trampa de su envidiosa hermana mayor, quien la recomienda como sustituta de secretaria en un gimnasio. Pero Nuria ignora que su avaladora también les ha dicho a todos los hombres del polideportivo que es un auténtico pendón de manera que todo se tuerce... o se levanta, según se mire.

Durante toda la semana no hacía otra cosa que pensar en cuándo iba a llegar el siguiente lunes. Y eso que no sabía la mala fama que mi hermana mayor había difundido de mí y que todos los hombres del complejo deportivo esperaban los mismo, convencidos de que era toda una golfa.

¿Qué iban a pensar de todas maneras? Mi hermana insistía en tratarme como la mayor y me había cedido toda su ropa de uniforme para la piscina. Yo no protesté por no humillarla. No podía decirle que en los últimos tres años yo me había desarrollado con unas medidas de auténtico escándalo mientras que ella se había quedado bajita y con pecho indefinido. Pero después de lo que había pasado con su novio tampoco era cuestión de restregárselo por la cara.

Claro que luego la realidad es otra cosa. Además luego me enteré de que mi hermana  Lidia había llevado a modificar algunas prendas y había sustituido otras. Aparentaba no hacer más que facilitarme la indumentaria de una secretaria eficiente pero en realidad lo que llevaba a cabo, tal y como descubrí más tarde, querido, era convertirme en una apetitosa fruta que iba a ser lanzada a un montón de cerdos hambrientos.

Con la excusa de que yo carecía de la indumentaria adecuada se ofreció a facilitarme las prendas que debía llevar en el polideportivo, porque yo nunca había trabajado y mis atuendo resultaba mucho más informal. Pero lo cierto es que no hizo más que poner los cimientos para lo que pasó luego. Luego me enteré que utilizó a Blanca, una amiga suya que hacía corte y confección y que también me odiaba porque era la ex novia de mi novio de entonces, Arturo, un chico que lo que tenía de guapo, lo tenía de bueno y era tan inocente que apenas me tocaba aunque se leía en los ojos que se moría de ganas. El caso es que Blanca hizo de la costurera del demonio. Realizó alguna confección especial, como un vestido entallado rosa de lycra tan delgado que parecía una segunda piel, pero en general utilizó las prendas de Lidia: acortó alguna falda, cambió todos los cierres por velcro, abrió alguna apertura donde no había ninguna. Si un top tenía gruesos tirantes, los modificaban por otros del diámetro de fideos, cosidos con verdadero descuido, si un pantalón era blanco lo lavaban tantas veces hasta que parecía transparente, si una chaqueta abotonaba hasta el cuello, la reformaban para que quedase abierta y destacase mi busto. Con las camisas se emplearon a fondo. Las centrifugaron tantas veces que todas eran exageradamente pequeñas y parecían casi transparentes. Tras ese proceso, ninguna abrochaba hasta el cuello, pero es que además, descosieron todos los botones de manera que la mayoría quedasen pendientes de un hilo y a punto de ceder a la menor presión.

De hecho me hubiera negado en redondo si las muy ladinas no hubiesen tomado la precaución de cambiar las etiquetas, sustituyendo marcas absolutamente vulgares por otros como Armani, Gucci, Chanel o Dior, con lo que una jovencita como yo no podía rechazar tales prendas, y menos si se las ofrecía su solícita hermana mayor.

Lidia remató esta genial puesta en escena con un pequeño incendio que se produjo en la habitación que compartíamos, donde, que mala suerte, se quemó toda mi ropa interior. Lidia dijo que había sido culpa suya, un estúpido accidente con unas cerillas.  Pero se mostró tan apesadumbrada y tan dispuesta a ayudarme en lo que hiciera falta que la perdoné en seguida. Como una boba me metí de lleno en la trampa de la araña.

Poco podía yo esperar que con la excusa de que a su novio de entonces le iba la marcha, novio, por cierto, del todo inexistente, como averigüé más tarde,  mi sospechosamente solícita hermana sólo me ofrecía modelitos de ropa interior de lo más atrevido. Nunca he vuelto a llevar tantas bragas minúsculas, tangas exagerados y wonderbrás de todo tipo, eso sí, todo de la talla de mi hermana. Imagíantelo, querido, y combinado con medias con ligueros, ya que según ella le había salido una extraña afección en los muslos y no podía llevar pantis. Yo, tonta de mí, no sospeché nada. Incluso Fanny, nuestra hermana pequeña me felicitó cuando me vio el primer día vestida de ejecutiva y con unos zapatos de tacón de vértigo, que según Lidia eran  indispensables en toda secretaria que se precie.

Y debía haberlo hecho, porque el primer día mi novio Arturo me llevó al trabajo en su coche ya no parecía el mismo. Yo ya no era virgen pero había decidido que todavía lo haría sufrir un poco antes de entregarle aquello que tanto deseaba. Pero al acceder al coche se me subió un tanto la estrecha falda y Arturo que hasta entonces si había pecado de algo había sido de pacato, cambió radicalmente. Tanto que del beso de despedida pasó a comerme a besos, y de aquí a un magreo que empezó inquieto y acabó salvaje y yo no tenía manos para defenderme de un novio al que yo creía cordero y que se había transmutado en lobo. Nada ayudó el que se soltase uno de los velcros de la falda dejándome indefensa y que la chaqueta fuese mucho más escotada de lo que yo misma había reparado cuando me la abroché.

Arturo, pues, parecía otro, y si bien sus inoportunas caricias, algunas de ellas muy cerca de mis zonas más sensibles, me dejaron en un estado cerca de lo febril, me negué a continuar sus sucios juegos. A penas llegué a balbucir unas excusas sobre mi hermana Lidia, la ropa y el nuevo trabajo. No le convencí, pero creo que la visión de los retazos de mi voluptuoso cuerpo le había nublado la razón. De otra manera no entiendo como viendo que me iba preocupada por el retraso con el que iba a comenzar mi primer día a Arturo no se le ocurrió otra cosa que pedirme con todo descaro que “aliviase su dolor” y lo hizo cogiéndome de la muñeca y posando mi manita sobre sus pantalones.

– ­­­Tú estás loco, hace muy poco que salimos. No puedo acceder a lo primero que se te ocurra.

– Pero no puedes dejarme así, cariño.

– Pues tendrás que arreglarte, pero no quiero que te lleves una idea equivocada del tipo de chica que soy.

Y con esta frase le dejé. Bueno, con la frase y con algo más entre las piernas que, incluso a mí, me había sorprendido tanto a lo largo como a lo ancho, a pesar del fino pantalón que lo cubría.

Este incidente debería haberme puesto en guardia de lo que me esperaba en mi nuevo lugar de trabajo, por mucho que no supiera que mi hermana ya había precalentado a todo el personal diciéndoles que yo era el eslabón perdido entre la chica despreocupada y la buscona.

Quiero especificar que aquel día llevaba un traje chaqueta en gris perla con una falda sobre la rodilla que tenía una inoportuna apertura en uno de sus lados, con la cual resultaba difícil ocultar que llevaba medias negras con liguero a juego y  debajo de la chaqueta –demasiado escotada, demasiado ceñida–  un top negro con tirantes como hilos a punto de ceder antes los excedentes naturales de mi voluminosa delantera.

Pedro Moreno, el director, me miró con evidente lujuria cuando entré a su despacho.

– Ya he llegado. Estoy aquí para lo que usted desee –. Pensándolo con perspectiva, quizá no fue la mejor frase para empezar con buen pie.

– Bueno, seguro que como buena observadora se ha dado cuenta de que esto hace mucho tiempo que está abandonado. Podría empezar por ordenar esos archivos.

– Lo que usted mande.

Se trataba de organizar cajas con las fichas y las altas de los socios del club que estaban apiladas en el suelo y colocarlas por orden alfabético en un estante. Para ello tenía que ordenar las cajas, colocar los papales en su interior y subirlas a un alto estante. Algo mucho más atlético de lo que permitían mis prendas, más pensadas para preparar presentaciones de Powerpoint.

Pensé que después de levantar tres o cuatro cajas cualquiera que estuviese observando se daría cuenta de que llevaba unas medias negras con liguero. Pensé que Pedro Moreno sería el afortunado. Y pensé también que me tomaría sin muchas contemplaciones. Pero me equivoqué. Moreno se encerró en su despacho y a pesar de la lujuriosas miradas que me había lanzado ni salió de sus despacho. Tampoco lo hizo cuando  uno de los socios pidió que le recibiesen. Era un jubilado, pero al estilo Brian Denahy. Su cabeza era poderosa y sus manos fuertes y tenía una abundante melena cana.

Entré para anunciarle.

– El señor Bárdenas, que quiere que le reciba.

Moreno me miró con cara de estupor. Pero no supe si por la identidad del visitante o por mi aspecto. Porque después de media hora de apilar cajas, debía estar colorada, sofocada, con el rubor en las mejillas. Y lo que es peor, la chaqueta, a causa de unos ojales que seguramente Lidia y su costurera diablilla habían agrandado, se había desabrochado y habíz dejado a la vista mi ceñido top negro tan fino que mis pechos parecían tensarlo hasta estar a punto de romperlo.

Se quedó un momento con la boca abierta. ¿Por mí? ¿Por el jubilado que le reclamaba?

– Dile que espere un momento – y eso fue lo último que me dijo ese día. A lo mejor no salió porque si lo hacía me violaba.

Sin embargo este sencillo hecho complicó mucho mi situación. Tenía que seguir apilando las cajas pero esta vez tenía al solicitante de audiencia de un inesperado espectador.

No sé qué desencadenó todo. Quizá fue cuando levantando un caja especialmente pesada ésta se desfondó. Todos los papeles cayeron a mis pies y cuando me incliné para recogerlo las apertura de mi falda dejó ver sin ningún atisbo de duda el final de mis medias negras.

Yo ya estaba bastante azorada sin que el jubilado, con una voz grave y poderosa se acercase  en mi auxilio.

– Permítame que la ayude, señorita.

– No hace falta.

– Yo creo que sí.

Me puse todavía más colorada, porque resultaba fácil percibir que el señor Bárdenas estaba más atento a lo que pudiera entrever bajo una falda que cada vez tapaba menos que a la caja que había acercado para llenarla con los papeles que se habían caído de la otra.

En un momento determinado intenté recoger papeles con una mano y subirme la falda con la otra porque el avispado jubilado me estaba viendo hasta el carné de identidad, pero al inclinarme para hacerlo uno de los tirantes del top cedió del todo y si bien el mundo no se fue abajo uno de mis pechos quedó al descubierto, todo turgente y apretado por el sucinto sujetador que me había prestado mi pérfida hermana.

Esto fue mucho más de lo que el pobre pensionista podía soportar. Parecía evidente que no sólo había perdido los papeles, en todos los sentidos, sino que además tenía graves problemas de vestuario. Me levanté y me separé de él todo lo que pude, hasta que mi espalda topó con la pared, mientras que intentaba recomponer el roto y finísimo tirante. Pero era imposible, como seguramente también comprendió el señor Bárdenas, que se incorporó a una velocidad sorprendente.

– Deje que la ayude con eso.

– No, no hace falta, llegué a balbucir.

Pero ya era demasiado tarde. Lo tenía encima arrinconándome con su corpachón contra la pared, sin posibilidad de escape. Estaba indefensa y no podía hacer nada, si chillaba o gritaba, el director Pedro Moreno saldría de su despacho, pero difícilmente podría justificar mi aspecto.

– Deje, ya lo hago yo… No se moleste…

– Si no es molestia -gruño, jadeando mientras su manaza, con la excusa de intentar unir lo que era imposible de recomponer rozaba una y otra vez mi pecho y la cuarta o la quinta vez conseguía que mi pezón quedara libre de la copa del sujetador. A mi pesar, y para mi desgracia, el pezón aparecía tan tieso como un menhir, ya que lo morboso de la situación me había excitado hasta lo más profundo. Me moría de vergüenza, pero a la vez, temblaba de deseo.

– Será mejor que le baje esto para que pueda hacer un nudo en el tirante –y ni corto ni perezoso, como recuperando un vigor que debería haber estado olvidado en alguien de su edad, me bajó el top de un golpe, el sujetador  cedió también y mis dos tetazas quedaron absolutamente indefensas a sus cada vez más rudos ataques, mientras que yo intentaba hacer el nudo propuesto. Pero estaba tan nerviosa que no atinaba a nada.

Mientras, el impetuoso retirado se restregaba contra mi cuerpo cada vez con menos pudor, yo conseguí hacer el nudo de manera provisional. Sin embargo, estaba claro que me encontraba a la merced del jubilado, que con la excusa de consolarme ahora me besaba la cara y los pechos  y me decía:

– Tranquila, pequeña. Todo se arreglará.

Pero de pequeña nada, porque la tranca del abuelo estaba de tal volumen que estaba claro que si no hacía algo el tipo me violaría allí mismo. Conseguí calmarlo un tanto cuando le dije la frase:

– Deje que le agradezca su ayuda, señor.

Dicho esto y con mis pechos todavía al desnudo caí de rodillas y con una presteza que no dejaba de sorprenderme desenvainó aquel pedazo de nabo. Yo sólo le supliqué:

– Por favor, no se me venga en la boca que me da mucho asco.

Dicho esto empecé a meneársela, primero y chupársela, después. Me volqué haciendo trabajar mi boca y sobre todo la punta de la lengua contra el glande, intentando que acabase cuanto antes para que el director no me sorprendiese de tal guisa. No era fácil porque la tenía tan grande que dejaba muy poco espacio para maniobras orquestales en la húmeda oscuridad de mi boquita.  Por suerte no hacía ni tres minutos que tenía aquel pollón en mi boca cuando el tipo gruño, intentando cumplir con sus compromisos:

–¡Que me corro!

La intención fue buena pero llegó un poco tarde porque justo cuando me intentaba sacarme aquel miembro de la boca el tipo se corrió a toda potencia poniéndome perdida en cara, pelo y tetas. Tanto que cuando acabó sólo pude hacer que irme corriendo, pero no corriéndome, al lavabo para no parecer una puta desastrada. Cuando volví me encontré a Bárdenas, continuaba apoyado en la pared y si bien había enfundado su herramienta tenía la mano sobre el pecho, como si estuviera a punto de darle un ataque.

–No le he preguntado para que quería ver al señor director.

–La verdad es que venía a protestar por el bajo nivel de servicios que estaba dando el polideportivo a sus socios con la nueva gestión. Pero querida, después de haberla conocido, he cambiado por completo de opinión.