La hermana pequeña (I)

Nuria cae en la trampa de su envidiosa hermana mayor, quien la recomienda como sustituta de secretaria en un gimnasio. Pero Nuria ignora que su avaladora también les ha dicho a todos los hombres del polideportivo que es un auténtico pendón de manera que todo se tuerce... o se levanta, según se mire.

Ya sé que tras estos años de novios no tengo que tener secretos para ti. Pero hay algo que hasta hoy no te había contado. Aunque hoy, después de que me hayas cegado con ese anillo y después de como hemos hecho el amor esta tarde sé que no vas a juzgarme por unos hechos que sucedieron un año antes de que nos conociésemos. Una chica debe abrirse plenamente al que un día será su marido.

Todo empezó cuando tuve que suplir a mi hermana Lidia en la piscina del complejo deportivo en donde trabajaba de secretaria los lunes por la mañana para que ella preparase unos exámenes de una asignatura especialmente difícil. Ella no sólo es la mayor sino que en aquel tiempo nuestras relaciones eran especialmente tensas por culpa de un noviete que la había dejado para luego requerir mis atenciones. No sé que la irritó más, si el desdén sufrido o que yo no me interesase lo más mínimo por un tipo que a ella la había enamorado hasta los huesos.

Sin embargo no puedo culparles ni a él ni a ella porque en aquella época yo estaba ciertamente muy guapa. Llevaba el pelo castaño más largo que ahora, y me caía ondulado, suelto, sobre los hombros y enmarcaba una cara si cabe más angelical que la que tengo ahora, que sí, que ya se que a veces parezco tonta. Y más con este gesto de la boca, demasiado pequeña para mi gusto, con los labios tan apretados y carnosos y esta naricilla respingona. Entonces todavía no sabía que era levemente miope y no llevaba lentillas, así que mis ojos castaños, oscuros, tan grandes, siempre estaban parpadeando.

Pese a todo, lo que para mí fue una minucia resultó para mi hermana semilla de rencor. Y decidió utilizar la suplencia en la piscina para planificar hasta el último detalle una venganza del todo desmesurada.

De manera que cuando yo llegué a la piscina para suplir a mi hermana como secretaria durante los meses de febrero y marzo, lo más tranquilos del año, y precisamente los lunes, en los que no había casi nadie en el polideportivo, poco podía sospechar, como me enteré después, que mi hermana mayor Lidia me había preparado el terreno diciéndoles a todos los hombres que quisieran escucharla que yo había tenido muchos novios, que era alegre y despreocupada y que siempre estaba dispuesta a cualquier proposición, siempre que se realizase en términos suficientemente sutiles para que no me sintiese como la buscona,  que según ella, precisamente era.

Que te quede claro que la reacción de Lidia resultaba absolutamente fuera de lugar en una casa como la nuestra: tres hermanas de buena familia, educación convencional, más bien conservadora,  y que si tenemos un problema es de demasiado consentidas.

Debió extrañarme que justo aquella mañana en que debía presentarme a la entrevista para  mi trabajo por primera vez toda mi ropa estuviese en la lavadora y que la colada la hubiera puesto precisamente mi hermana Lidia, con lo que ella odia las tareas domésticas. Y que Gogol , nuestro gato, hubiera asaltado el cajón, que, oh casualidad, seguro que la propia Lidia había dejado abierto en un supuesto descuido, para arruinar todos mis pantis. De manera que una hora antes de mi primera entrevista de trabajo… ¡de verdad no tenía que ponerme!.

Lidia, la muy falsa, corrió solícita a ayudarme. Y para nada encontré sospechoso que la única ropa que pudiera dejarme fuese una minifalda roja de una tela demasiado ceñida y elástica y una camisa blanca. La camisa era normal, pero como todos mis sujetadores blancos estaban en el bombo mi hermana me convenció para que me pusiera uno de los suyos, arguyendo, la muy arpía, que iba a parecer un putón si me ponía un sostén negro debajo. Nunca he entendido la pasión de Lidia por el wonderbra. Primero porque no lo necesita y segundo porque siempre me han parecido la mar de incómodos. Y más si, como es mi caso, no es que tenga unos pechos normales como los de mi hermana mayor, sino que, como bien sabes, cariño, los míos son de talla superior. Si bien Lidia me ofreció los más grandes que tenía, no sólo me apretaban por todas partes, sino que me hacían una delantera que llegaba media hora antes que yo a los sitios. No contenta con ello, Lidia completó su obra dejándome unos zapatos rojos −los únicos que según ella combinaban con la falda− que tenían como inconveniente unos taconazos de vértigo y si bien aseguró que no podía dejarme ningunos pantis porque todos los suyos también estaban en la lavadora, me facilitó unas medias transparentes con liguero que según ella ajustaba tan bien que no se verían  por el borde de la falda. No salí de casa hasta que comprobé que lo que decía era cierto, que una cazadora negra disimulaba mi realzada personalidad y de que mis padres no me veían salir de casa de esa guisa.

Mi hermana no había mentido respecto a la longitud de la falda en reposo. Pero era tan ceñida que caminando era otra cosa y la muy puñetera no hacía más que subirse desvelando el final de mis medias y el principio del liguero, tanto que cada docena de pasos debía pararme para bajarme la dichosa faldita. De manera que si bien el polideportivo estaba a cinco minutos de casa, el camino se me hizo eterno y como mínimo paralicé la única obra en marcha en aquel momento de crisis por los piropos y frases soeces que generé a mi paso. Algo a lo que para nada una chica de mi edad y mi educación estaba acostumbrada.

Para colmo llegaba tarde así que cuando por fin estuve frente a la puerta del director del centro para presentarme estaba sofocada de la carrera final que había tenido que dar para llegar hasta allí, dificultada además por los zapatos de tacón de aguja. Por suerte el director Pedro Moreno, un hombre maduro pero atractivo de pelo entrecano y gafas de bibliotecario, parecía un buen tipo.

Los problemas empezaron cuando me invitó a sentarme para repasar mi currículum. No pude dejar de percibir que desviaba sus ojos de los folios de mi solicitud a mi entrepierna, tras lo que me di cuenta de que al sentarme la falda se había subido tanto que no era difícil entrever mi finísima ropa interior por muy juntas que tuviese las rodillas.

− Aquí dice que es usted una chica muy abierta − comentó con aprobación.

Sin embargo, no pensaba serlo tanto, así que opté por cruzar las piernas y privarlo de sus vistas privilegiadas. Sin embargo, para mi desgracia fue peor el remedio que la enfermedad, porque al hacerlo la falda resbaló por mi muslo y noté perfectamente que descubría una parte de carne desnuda sólo atravesada por el liguero. Mentalmente maldije a Lidia, mientras que al director Pedro Moreno unas gotitas de sudor empezaban a perlarle la frente.

−Su hermana me ha hablado mucho de usted − dijo mientras daba un recorría con los ojos mis larguísimas piernas, cuya propietaria, yo, ignoraba el doble sentido que encerraban sus palabras.

Ya estaba tan nerviosa que no oía nada. Sólo pensaba en cómo interrumpir aquel espectáculo erótico que estaba dando absolutamente al margen de mi voluntad. Intenté tirar de la falda hacia abajo, de manera disimulada pero era imposible tapar el liguero si no me ponía de pie, lo que me pondría más en evidencia. Tras dos inútiles tirones en dos momentos en los que Moreno no miraba, se me ocurrió que podría sacarme la cazadora de piel y taparme las piernas hasta el final de la entrevista dejándola sobre mi regazo.

−¡Uf qué calor hace aquí! − fue la única frase que se me ocurrió en ese momento, sin poder evitar que sonase como si fuese la protagonista de una de aquellas malas película italianas de los años 70, que alguna vez había sorprendido viendo a papá en DVD.

Tras lo cual me saqué la cazadora y me tapé los muslos. Al principio no tardé por qué el director del centro ponía los ojos como platos. Y fue su tartamudez sobrevenida y su nerviosismo evidente lo que volvió a ponerme en guardia. Porque mi pequeña carrera para llegar hasta allí había agitado tanto mis aupados senos, que un par de botones se habían levantado en armas y habían escapado de sus respectivos ojales, ofreciendo al sorprendido espectador un paisaje de dunas voluptuosas y una regatera sin fondo. Azorada atiné a abrocharme y fue entonces cuando percibí con horror que en tamaño trance el pequeño wonderbra también me había traicionado y mis pezones, enormes, oscuros, deseables, habían escapado de sus respectivas cazoletas y se marcaban del modo más provocativo bajo la tenue, finísima camisa.

−Bueno, parece usted la persona idónea. Será mejor que me acompañe a ver las instalaciones.

Iba a coger la cazadora para volver a cubrir aquel par de atributos que parecían fosforescentes pero el muy ladino me la tomó de las manos y añadió:

−Será mejor que la deje aquí. Medio complejo está en obras y podría manchársela.

Normalmente no soy así, pero vestida de aquella guisa parecía como si hubiera perdido buena parte de mi voluntad y mi determinación. De modo que le seguí, aunque en breve él encontró más placer en que fuese yo quien le precediese quién sabe si para deleitarse en cómo se me marcaba todo el culo en esa falda tan ceñida.

−Aquí están los vestuarios, aquí la sauna, aquí la sala de musculación y ahora bajaremos a la piscina.

Se bajaba por una escalara de caracol que para mi desgracia permitió a los dos únicos operarios que vi trabajando, aunque todo el trayecto estaba salteado de obras inconclusas, no se perdieran ni un detalle de mi roja ropa interior desde su privilegiada posición.

Llegamos a la piscina y vi al que iba ser uno de mis compañero de trabajo:

−Este es Marcelo, el otro vigilante. Marcelo, esta Nuria… Nuria Casta…

Como casta, casta no parecía con aquel atuendo opté por deshacer el equívoco:

− Castaño, Nuria Castaño.

Era un tipo bronceado con una camiseta sin mangas y el bañador de uniforme del centro. Llevaba el pelo largo, teñido con algunas mechas y parecía una especie de surfista.

− Encantado − y mucho parecía mientras me repasaba de arriba a abajo.

El director Moreno debió de percibir mi cara de pánico ante la piscina repleta y los niños jugando a waterpolo.

− Tranquila, esto es que es viernes. Pero los lunes esto está supertranquilo. Apenas unos jubilados y algún solitario nadador.

Después de una breve inspección en que no podía dejar de sentir que todos los ojos de los hombres me estaban desnudando y los de las mujeres me lanzaban miradas de reprobación o envidia, el director dio por zanjada la visita y se limitó a señalar:

− Pues esto es todo. Empieza el próximo lunes. La acompaño a la salida.

El problema radicó cuando tuve que volver a subir las escaleras de caracol. Ya contaba que Moreno iba a dejar que le precediese con lo que tendría una visión perfecta de lo que más mal que bien tapaba mi minifalda. Pero el más mayor y malicento de los dos operarios −el otro era un joven imberbe− estaba en medio de la escalera frotando algo con un paño mugriento.

−Cuidado, señorita, que nos ha caído algo de grasa en la escalera.

Le lancé una mirada desafiante y fingí ignorarle. ¿O es que pensaba que no sabía que no estaba allí no para recoger nada sino sólo para tener una mejor visión de mi trasero, que, como tú dices amor mío, no sólo es redondo y prieto, sino que está duro como el mármol. Giré la cabeza con un gesto de desdén ya que con él, al contrario que con Pedro Moreno no precisaba quedar bien.

Tan volcada estaba en mi desprecio que no miré donde pisaba y, en efecto, uno de mis zapatos resbaló como si pisase aceite. Intenté agarrarme a la barandilla, pero mi mano se deslizó también. Si no perdí el equilibrio fue gracias a los dos hombres. Y mientras el patibulario manitas me sujetaba por arriba el director lo hizo desde abajo, pero con tanta mala fortuna que uno sólo atinó a agarrarme de la camisa, mientras que Moreno echó mano a la falda. El operario se dio cuenta de que se quedaba con la camisa e intentó aferrarse más al cuerpo consiguiendo solo agarrar con sus manos grasientas además de la camisa el sujetador, que pronto cedió, con lo que mis grandes pechos y mis enormes pezones quedaron a la vista de todo el mundo. Por abajo el resultado fue, si cabe, peor porque mi cuerpo bajó al mismo tiempo que, gracias al director, la falda por la que intentaba sujetarme subía, dejando al descubierto mis muslos y mi culito que no paró hasta que topó con el oportuno paquete de Moreno.

Así que quedé atrapada y medio desnuda entre los dos. Ambos me dijeron que me calmara y me llevaron en volandas hacia arriba. Estaba tan azorada que apenas pude decir nada, excepto algunos balbuceos. En un rincón aprovecharon para recomponerme mis ropas no sin antes dar un amplio repaso a mis pechos, mis caderas, mi estómago y mi muslos, con la excusa de que habían quedado manchadas de grasa, cosa que era cierta. Sin embargo, ¿era  necesario que dos hombres de tan distinta condición pusieran exactamente el mismo celo en restregar algunas partes de mi cuerpo con el argumento de que debían sacar algunas manchas y roces? Mostraron especial énfasis en mis pezones, ya de por sí grandes y que con tanto magreo se habían disparado en todo su esplendor. Si el rijoso operario se centró así en mis enormes e indefensos melones, el director Moreno optó por, de rodillas, aplicar el mismo tratamiento a mis muslos y mi trasero, sin evitar que algún dedo se deslizara, como sin querer, a mis rincones más íntimos desguarecidos como estaban ya que mi hermana me había recomendado un tanga rojo que apenas tapaba lo que recomienda la decencia más laxa. Me dejaron en tal estado que todo el día me estuvieron temblando las piernas y no veía cuando podía llegar la noche. Y fue acostarme y seguía tan excitada que no puede hacer más que autoaliviarme con mis manitas repetidas veces.