LA HERENCIA (Capítulo 3)
En este breve pasaje, un inesperado deseo comienzan a surgir en nuestro protagonista.
Tras la copiosa comida, me tumbé un rato con la intención de dormir una pequeña siesta. No conseguía conciliar el sueño. Cerraba los ojos y no podia dejar de pensar en que motivos tendría aquella señora para estar allí. En la época de verano, aún tal vez, pero en Abril, ella sola, sin aparente interés alguno por ninguno de los atractivos turísticos de la comarca, sin ni tan siquiera excesivo interés por la lectura, pues gran parte del tiempo que habiamos pasado en la playa, me habia fijado como dejaba su libro aparcado, para simplemente quedarse mirando al horizonte, o el vuelo de los pájaros, ensimismada en sus pensamientos.
La imagen de su cuerpo desnudo comenzó a dibujárseme en la cabeza. En mi memoría se proyectaban imágenes que mi retina había ido captando. Volví a fijarme en aquellos pechos, imaginando lo que sentiría al acariciarlos entre mis manos, recordé lo graciosos que aquellos ligeros michelines que envolvían su abdomen resultaban cuando se agachaba o se sentaba en su silla. Recordé la entereza con la que sin prejuicio alguno, se había cambiado de braguitas tan cerca de mi. Tomé consciencia de que en aquel preciso instante, su sexo totalmente desnudo, tapado cierto era por el vestido, había estado tan próximo. Por primera vez pensé en su sexo, hasta ahora siempre oculto a mis ojos. Imaginé como sería su pubis; si lo llevaría rasurado; si tendría vello en él. Me la imaginé lavándoselo en la ducha, acariciándolo.... Y comprobé como estaba excitado.
No comprendía muy bien del todo como era que me estaba poniendo cachondo pensando en aquella señora, tan alejada de lo que siempre hubiese considerado atractivo para mi, pero tampoco íbamos a ponernos a plantear dilemas existenciales por eso. Me apetecía hacerme una paja y punto.
Atropelladamente, sin ni tan siquiera abrir los ojos para no escaparme de aquella maravillosa ensoñación, me despojé de la bermuda y el boxer que llevaba puesto. Nada más agarrarme la polla noté como el capullo rezumaba el flujo que marca la vanguardia del acto. No estaba del todo erecto; tampoco es que estuviese simplemente morcillona, pero desde luego, aquella dureza distaba mucho de ser lo que siempre había conocido.
Por un momento aquellos negativos sentimientos parecían querer distraerme de mi onanístico propósito. Como ya conté antes, llevaba algún tiempo teniendo una cierta disfunción. El psicólogo ya me habiá tranquilizado de que probablemente todo se deviese a un cúmulo de tensión provocado por aquellos tiempos difíciles. La enfermedad de mi madre, su posterior fallecimiento, ese sentimiento de abandono que me inundaba, el distanciamiento con mi chica, el no saber como afrontar la nueva vida que tenía por delante.... todo aquello me venía superando desde hacía ya algún tiempo, y por lo visto, mi polla pagaba las consecuencias de todo ello.
Reconozco que esta ligera disfunción me importaba, y bastante. De hecho, creo que derivado de esa situación, incluso había empeorado la que ya de por sí era dificil relación con mi chica allá en Madrid.
Cuando ya iba todo cuesta abajo, el no poder ni tan siquiera disfrutar del sexo como ambos recordábamos, terminaba frustándonos todavía más. Poco a poco, tras algún que otro gatillazo, tras las típicas palabras de comprensión que ella se esforzaba por transmitirme, pero que a mi me sonaba totalmente vacías, hacían que involuntariamente, bien el uno bien el otro, buscásemos cualquier excusa para no poder quedar, y poco a poco, cada día más, irnos distanciando.
Esta merma de la capacidad sexual, me provocaba una cierta inseguridad y casi instintivamente, evitaba situaciones que pudiesen terminar poniéndome en el brete de tener que follarme a alguna amiguita que yo bien sabía que tenía ganas de enrollarse conmigo. En parte por eso, en parte por muchas otras cosas, era por lo que habiá querido poner tierra de por medio a ver si el cambio de aires me renovaba un poco el espíritu. También la líbido la tenía un poco caída últimamente, y yo que era de orgasmo día sí, y día también, ya no cuando varios en un mismo día si las circunstancias se terciaban, no recordaba cuando había sido la última vez que me había corrido. Más de una semana atrás apostaría que sí.
Con mi mano derecha me estimulaba lentamente, con movimientos largos, de principio a fin, lubricandome con mi propio flujo, concentrándome en el preciso momento que la retirada del prepucio dejaba mi glande totalmente expusto. En la memoria, nuevamente su imagen; en la mano, por momentos, notaba como sutilmente la dureza de mi erección aumentaba. Pensaba en su generoso trasero, atravesado por el elástico del tanga. Imaginaba el poder apartárselo a un lado, dejándoselo sobre una nalga, separándole los cachetes con mis manos para deslizar la polla entre ellos, allí mismo, en la playa, apoyada ella sobre una roca, ofreciéndome su retaguardia. Extendiendo por su perineo el jugo de mi capullo, aderezado con el flujo que su experimentado coño emanaría, clavándosela hasta el fondo mientras mis ojos se recrean en el agujero de su culo, tentado a horadar en él, tentando a sodomizarla, preguntándome si sería de las que se dejan meter por ahí, imaginándome sus tetas bamboleando libremente con cada una de mis embestidas.
Iba a correrme. No aguantaría mucho más. Pensé en buscar un cleenex, o levantarme para soltar la lefa en el lavabo, tal y como sería lo habitual en aquello que llamaba ya "mi otra vida". A mi chica nunca le habia gustado que terminásemos manchando las sábanas, y tan interiorizado lo tenía, que ya hasta me había acostumbrado a hacerme pajas asépticas, higiénicas, sin residuo. Me di cuenta de que allí era libre, que no pasaba nada y me dije.. ¿y porqué no?. Imaginé que me gustaría correrme mirándola a los ojos, tal vez sobre su rostro, tal vez dentro de su boca. Pensé si realmente ella sería de esas que tragan, de las que escupen, o de las que simplemente "...¡uhy, no.. que asquito.!. No tendría tiempo de preguntárselo, ella se había sentado sobre la arena, exhausta tras su orgasmo, apoyada la espalda sobre aquella roca, mirándo hacia mi alli de pie ante ella, esperando mi descarga. Juntó entre sus manos su fantástico par de tetas, ofreciéndome su divino canalillo. Me miró fijamente, la miré fijamente y de un último empellón, descapullé mi rabo provocando una contundente explosión de esperma. Un primer borbotón cayó perfectamente en el canal; uno segundo, todavía más contundente, salió desperdigado en dos direcciones, yéndose parte a su rostro, yéndose la otra parte a la parte alta de su teta derecha.
Un tercer, un cuarto, y creo incluso que hasta un quinto chorretón, terminaron de escurrir desde su cuello hasta el depósito formado entre los dos pechos. Esperó que terminase a gusto, me sonrió e igual que antes la habia visto untarse de crema solar, me regaló la imagen de verla esparciéndose mi leche por su bronceado torso. Extendiendo mi lefa por toda ella, jugando con la textura de mi semen entre sus dedos, intentando cubrirse los pezones con aquellos coágulos más densos y relamiendo con la punta de la lengua el fino hilillo que aquel impacto habia dejado tan cerca de sus labios.
Ni tan siquiera me molesté en abrir los ojos. Suponía que tendría la camiseta toda manchada, tal vez incluso las sábanas. Me daba igual. Aquella somnolencia resultaba deliciosa. Con mis propios restos todavía entre mis dedos, me dí la vuelta y simplemente, me quedé dormido.
Dormí un buen rato, y desperté ya bien entrada la tarde. Lo primero que pensé fue que tal vez ella llevase ya un buen rato allí, como si en cierto modo, aunque sabía que no era así, estuviese esperándome. Me asomé al amplio ventanal de la sala, una de esas puertas de doble hoja, que daban acceso a una pequeña terraza, donde en uno de los cristales, en su esquina superior, un cartón pegado con cinta adhesiva evitaba, cierto es que con poca fortuna, que el aire se colase por el agujero roto hace vete tú a saber cuanto tiempo ya.
Desde allí podía divisar la playa, de un modo distante, pero suficiente para saber si ella estaba o no. Efectivamente estaba. Aparentemente, en ese estado tan natural al que ya me tenía acostumbrado. No podría asegurarlo al 100%, pero presumí que sería la braguita del primer día la que llevaría puesta. No me pareció aquel otro tanga de color azul turquesa.
Me quedé unos minutos ojeándola desde aquella furtiva posición. Obviamente no era comparable, pero aún así me gustaba fijarme en ella.
Permanecí algúnos minutos alli impávido, desperezándome, deleitándome con aquellas increibles vistas -y no, no me refería a ella, sino al majestuoso océano que ante mi desplegaba todo su potencial-, valorando que hacer. Consideré que ya no valía la pena bajar a la playa. Si lo hacía sería para ir a nadar, y dada la hora que era, ya pronto comenzaría a refrescar. Pensé que podria coger el coche y acercarme al pueblo. Tenía la nevera algo vacía, y no me vendría mal comprar alguna que otra cosilla en alguna ferretería para continuar con alguna que otra tarea de bricolaje. Se me vino a la cabeza, que de paso, podría comprar unos prismáticos. Fue una idea fugaz, que se me vino así sin más, pensando que a través de ellos podría espiarla desde lejos. Pensaréis que menuda tontería, que no iba a ver nada mejor de lo que pudiese observar allí a su lado, pero esa sensación furtiva, ese saberme un voyeur, ese plus fetichista nuevamente hizo que mi polla palpitase bajo mi ropa interior. Dudé por un momento si no sería un tanto absurdo, una loca ocurrencia fruto del reciente calentón. Imaginé también que en un pueblo tan pequeño no sería fácil encontrar un producto así, pero afortunadamente existiá Amazon Prime. Diciéndome para mi mismo "...solo será por curiosidad", busqué por toda la casa donde demonios había dejado el móvil. Estaba sin batería, asi que tuve que buscar también el cargador. Algunos minutos después, ya el pedido estaba realizado. Al día siguiente tendría el paquete en mis manos. Por facilitar la tarea del transportista en aquella recóndita aldea, había puesto como dirección de entrega la del Hostal de Antonio. Supuse que cualquier vecino de la zona sabría indicarle por donde quedaba, y supuse que a él no le supondría problema alguno recoger el paquete por mi.
Casi sin darme cuenta, entre ordenar un poco la leonera, ir al pueblo a hacer esos recados, volver, salir a correr un rato antes de que anocheciese, una cosa y la otra, el día tocaba a su fin. Y yo, me reconocí que a lo largo de todo ese tiempo, habían sido múltiples las ocasiones en las que había terminando pensando en ella. ¿Pero qué me estaba pasando?.
Pasaba mucho tiempo rebuscando entre aquellas viejas pertenencias de mis abuelos. Cuando él murió, tenía yo 15 años y recuerdo haber viajado hasta allí con mi madre para acudir a su entierro. Era la primera vez que volvía a aquella casa despues de muchos años de ausencia, desde una infancia de la que ya tan solo conservaba vagos recuerdos, y desde que mi madre se marchase conmigo primeramente a Barcelona, y poco después a Toledo, donde ya estuve viviendo hasta mi temprana emancipación. Nunca me quiso dar muchos detalles al respecto pero sé que mi madre no tuvo una buena relación con sus padres. Ella había sido la menor de dos hermanos. Había llegado ya muy tarde, como quien dice por accidente, cuando su hermano mayor ya era todo un mozo que salía a faenar a la mar como hacía toda la gente de la zona. Germán, mi tío, su hermano mayor, había fallecido cuando ella tenía 6 años, en uno de esos duros embites del mar que tantas vidas habian segado por la comarca. Desde aquella, nada debió volver a ser fácil en aquella casa. Mi madre creció como quien dice sóla, mientras mis abuelos faenaban de sol a sol, sin mucha más compañía que los 4 o 5 niños que había en la aldea, una de ellas Josefa, la hoy en día vecina -nunca habia salido de allí- que todavía hoy se encargaba de echarle un ojo a la casa y a la que nada más yo llegar fui a visitar, para presentarme pues ya casi ni me reconocía, para agradecerle las muchísimas atenciones que siempre tuvo con nuestra familia, y para -lamentablemente- informarla del luctuoso motivo de mi presencia allí. Aquella tarde, lloramos juntos como no había llorado con ninguno de los que hubiese considerado mis amigos allá en Madrid. Fue ella, y solo ella, una vecina a la que no conocía de nada y que hacía muchos años que no sabía de mi madre, la única que me acompañó a -cumpliendo su expresa voluntad- esparcir sus cenizas desde una zona de aquellos acantilados, que alli llamaban la Ensenada de los Molinos, y eso que tal y como ella misma me confesó, no veia con buenos ojos esa costumbre tan poco cristiana de no enterrarse "como Dios manda" -palabras textuales-.
Mis abuelos nunca habían aprobado que mi madre se ennoviase con el que terminó siendo mi padre. A la vista de los acontencimientos, dado que nos abandonó al poco de yo nacer tras amargarle a mi madre los mejores años de su vida, no digo yo que sus razones no tuviesen, pero fuese como fuese mi madre nunca pudo contar con su apoyo y compresión, mucho menos tras el abandono, cuando de su parte, al enteresarse, no recibió más que duros reproches que terminaron por distanciarlos del todo.
Desde aquel día posterior al entierro de mi abuelo, yo no había vuelto a aquella casa hasta aquel entonces. Mi madre sí, algunos meses después, había viajado hasta allí para terminar de poner en orden todas esas cosas que hay que arreglar cuando uno fallece. Yo tenía clases y no me había dejado acompañarla, pero supe que en aquellos 3 o 4 días se había estado ocupando de embalar efectos personales, regalar algún que otro apeo de labranza a algún vecino que pudiese darle un mejor uso que dejar que terminase estropeándose allí en el cobertizo, y traerse consigo poco más que algún álbum de fotos antiguas, y algún otro recuerdo con un cierto valor simbólico. Que si su reloj, que si unos modestos pendientes pertenecientes a mi abuela...
Me gustaba subir a lo que en gallego llaman "o faiado"; el ático -generalmente sin acondicionar- que prácticamente todas las casas de la zona, y más las de aquella época, tenían bajo la cubierta, y que se usaba principalmente como trastero. Al fondo del pasillo, una puerta medio combada, daba acceso a las estrechas escaleras que conducían a aquella especie de buhardilla. Las antiquisimas vigas de madera, sujetaban heroicamente el peso de las tejas, colocadas con gran maestría hacía ya tantísimos años, y que todavía hoy estaban libres de filtracion de agua alguna.
Dos pequeños ventanucos enfrentados entre sí, uno en cada fachada, contribuían a iluminar la exigua luz de aquella estancia, provista simplemente de una bombilla desnuda, afortunadamente ahora de cierta potencia gracias al cambio que yo habia realizado. En el suelo, de cemento, apiladas todas las cajas que mi madre habia empaquetado años atrás. Cada vez que abría una y buscaba en su interior, imaginaba que al igual yo ahora, ella también habría experiemntado un sinfín de sentimientos contrapuestos al verse inmersa en aquella vorágine de recuerdos.
El viejo cobertizo anexo era otro espacio maravilloso donde la imaginación echaba a volar, como si fuese un niño recreando mil y una aventuras. Viejos útiles de pesca, redes, herramientas agrícolas y mil trastos más que recreaban en mi mente la rutina de lo que debía ser el día a dia de mis antepasados. Destacaban por encima de cualquier otra cosa una vieja moto, de esas equipadas con un parabrisas y un pequeño tornasol verde botella, en las que una especie de delantal de polipiel marrón servía para protegerse el pecho durante las frias travesías, y una barcaza de madera, algo necesitada de cosmética, pero que aparentemente lucía buena salud. Me hubiese gustado ser uno de esos fornidos hombres de campo, tal y como se ve en las películas de la sobremesa, que con sus propias manos son capaces de arreglar cualquier tipo de aparejo. Lamentablemente la realidad era muy distinta. Yo era de esos urbanitas que se venían arriba viendo Bricomanía en la tele, o que cuando iban a un Leroy Merlín disfrutaban comprando herramientas a la que nunca sacarían buen partido. La moto no digo yo que no estaría bien ser capaz de ponerla en marcha, pero lo que realmente me llenaba el ojo era la barca. Lo que daría por poder bajarla al mar, por salir a remar con ella. De proponérmelo, supongo que no seria imposible. Seguramente podría pedir ayuda a algún vecino que supiese de estos temas, o seguramente en el pueblo cualquier pescador podría orientarme de a quien acudir. Pero aunque todo eso pudiese sonar de lo más apetecible, mi vida no era aquella. Mi vida estaba esperándome muy lejos de allí.