LA HERENCIA (Capítulo 2)
Roberto, el protagonista, comienza a interesarse cada vez más por aquella enigmática mujer.
Un nuevo día amanecía en el horizonte a través de la ventana de la cocina. Imaginé como sería la vida diaria de mi abuela muchos años atrás, preparando el almuerzo en aquellos mismos fogones, mirando a través de aquella misma ventana, viendo tal vez como en mitad del mar la humilde barca de mi abuelo regresaba con alguna que otra captura que vender en la lonja, echando un ojo de cuando en cuando a mi madre siendo niña, correteando por el huerto jugando tal vez con el perro. Nunca supe si en aquella casa había costumbre de tener perro.
Todavía era algo temprano y la temperatura aún desaconsejaba el baño marítimo matinal. Esperaría una horita más, tiempo suficiente para terminar de arrumbar un poco la casa. No me apetecía tener que coger el coche e ir al pueblo a hacer la compra para preparar el almuerzo. Hoy comería algo en el Hostal de Antonio.
Ya un poco más entrada la mañana, como venía siendo ya casi una rutina desde que había llegado allí, cogí simplemente la toalla, y bajé hasta la pequeña cala. En, como ya la llamaba ya, mi otra vida, la que había dejado aparcada en Madrid, resultaría imposible pensar en salir de casa con esta total despreocupación, sin ni tan siquiera tener que cerrar la puerta con llave. Allí en la aldea todo era muy distinto. No recordaba ya cuando había sido la última vez que había encendido la pantalla del móvil, de hecho, no tenía muy claro ni tan siquiera donde lo había dejado. Podía dejar la casa abierta de par en par, porque ya no es simplemente que no hubiese nada interesante para ningún amigo de lo ajeno, es que simplemente a nadie se le ocurriría entrar. Los pocos vecinos que de cuando en cuando deambulaban por aquella estrecha carretera eran todos de absoluta confianza; todos se conocían a todos y eso me inspiraba una absoluta seguridad.
Temí que nuevamente estuviese allí aquella señora, ocupando nuevamente "mi playa", pero afortunadamente no fue así en esta ocasión. Me resultó por un momento extraña su presencia de ayer; ¿quien sería?; ¿que haría por allí?. Era muy poco probable que fuese de paso y que de manera puntual decidiese aparcar su coche por allí cerca para bajar un rato a tomar el sol. En tal caso, lo lógico, hubiese sido parar en la playa principal, perfectamente señalizada y con un cómodo aparcadero. Pensé que tal vez fuese alguna familiar de alguno de los vecinos cercanos, psst.. no sabía.. el caso es que hoy ya no estaba y eso me alegró enormemente.
Tiré la toalla encima de una roca, me desnudé, y en un arrebato de valentía, porque si lo pienso mucho no soy capaz, me metí a las carreras en el agua.
Bañarse aquí, en Abril, era muy distinto al concepto que yo tenía de playa veraniega. Tampoco es que fuese yo mucho de playa, dado que salvo algunas que otras vacaciones que había pasado en la costa levantina, mi vida era más bien "de interior", pero vaya... que desde luego nadar en esas gélidas aguas era toda una experiencia vital.
Le estaba cogiendo al gusto a esos chapuzones matinales, por muy fríos que fuesen. Ciertamente resultaba de lo más reconfortante aquel momento de introspección, sin ningún otro ruido que no fuese el rugir del oleaje y de cuando en cuando el graznido de un cormorán o una gaviota. Me adentraba unos cuantos metros, y después nadaba largos trechos de un lado al otro, llegando hasta las playas contiguas y retrocediendo cuando los primeros signos de fatiga comenzaban a hacer acto de presencia. Saberme allí desnudo, en plena harmonía con aquella salvaje naturaleza, como si esta me permitiese compartir aquel maravilloso espacio al cual no pertenecía, me reconfortaba enormemente. Como si fuese esta la que me brindase el consuelo que tanto necesitaba.
Y que conste que nunca había sido yo de practicar el nudismo en la playa. ¡En absoluto!. Como decía, no por pudor o prejuicio alguno, sino más bien por falta de oportunidades. El primer día de mi llegada; bueno, mejor dicho el segundo, pues recuerdo que el primero estuve muy ocupado instalándome, cuando bajé por primera vez a la cala, recuerdo que me había equipado con el bañador que había traído en la maleta. Eso sí; nada más llegar a la arena, al verme allí totalmente solo, me dije... ¿Y porqué no?, y desde aquel primer día, ahora no concebía modo mejor alguno de meterme al mar que sintiendo esa total libertad.
Nada más salir del agua, a lo lejos la divisé. Ahí estaba nuevamente. ¡Maldita sea mi estampa!; pensé. Quedé todavía unos segundos allí de pie, solamente para cerciorarme de que efectivamente era ella. Desde tan lejos no podría asegurarlo al 100%, pero vamos...¿Quien si no?. Recordé que estaba desnudo. Pensé en dirigirme rápidamente a donde había dejado la ropa, junto a mi toalla, no solo para taparme un poco, sino especialmente para que no me cogiese nuevamente mi sitio favorito.
Mientras recorría los pocos metros que me separaban de la toalla, pensé que tal vez, al verme a mi allí, tal vez incluso al intuir mi desnudez, se asustara del mismo modo que ayer me había transmitido y decidiese irse a otro lado. No fue así; pude confirmar viendo que seguía bajando por la vereda.
Comencé a secarme allí de pie, impávido, dejándome ser visto con la esperanza de que todavía no se hubiese percatado de mi presencia, o de mi desnudez, con la intención de hacerla retroceder. Ella seguía caminando. Era obvio que no tenía intención de cambiar de planes. Pensé en ponerme el bañador, pero recordé la desagradable sensación de rechazo que sentí ayer, cuando tan azarosamente la noté ponerse la parte superior de su bikini en cuanto se percató de mi llegada, y me dije. ¡Pues no!; ¡a ver si así tienes realmente motivos para sentirte incómoda con mi presencia!.
Quise pensar que tal vez todavía no se había percatado del todo de mi desnudez. A lo mejor debía usar gafas para ver con nitidez a distancias largas, o vete tú a saber. Intenté imaginar que sentiría una mujer, aparentemente tan pudorosa -o vamos; pudorosa para según que cosas-, al tener que acercarse a un hombre en aquellas condiciones. En aquel aislado paraje, sin nadie cerca a quien poder gritar pidiendo ayuda, ante un hombre de mi porte, que si bien es cierto no me tenía por Adonis ninguno, tampoco estaba en absoluto descontento con mi físico. Soy un hombre bien aplomado. Alto, casi casi rozando el metro noventa. 90 kilos. Facciones muy masculinas, de mandíbula cuadrada y prominente, ensombrecida por la ligera barba que suponía el no haberme afeitado hoy. Brazos y piernas bien torneadas. Hombros anchos y pecho bien definido, gracias a una buena genética, algo de pesas que de cuando en cuando practico en el gimnasio, y sobre todo, a la mucha natación que practico. En la piscina municipal allá en Madrid, desde que era un crio, y ahora en el mar tal y como recientemente estaba comenzando a aficcionarme.
Con el vello normal que a un hombre se le presupone, pero -eso sí- bien arregladito, bien rebajado con mi inseparable maquinilla cortapelos, para evitar que la jungla de pelos dificulte o estorbe en mitad de cualquier lance amoroso. Suelo despejar con más ahínco el vello de la zona genital. Rebajando hasta su práctica totalidad todo el vello que circunda mis testículos, perineo y rasurándome incluso, de cuando en cuando, los pelillos que atesonan la base del pene. El contraste de la polla bien desnuda, con el vello un poquito más largo en lo que ya viene siendo el pubis, acentúa su tamaño y permite que luzca con más lustre. No soy de los que considera relevante su tamaño, pero reconozco que tengo una verga de la cual sentirme satisfecho. Acorde a la altura que tengo, más de una y más de dos han loado su desempeño. Cierto es que en este último tiempo andaba yo con la líbido un poco caída, y reconozco que en ocasiones hasta temía por mi salud sexual. Hasta el punto de haber acudido a la consulta de un psicólogo en busca de consejo, quien al comprender las difíciles circunstancias por las que venía pasando últimamente, intentó tranquilizarme haciéndome ver que era normal. Que el estress, las situaciones emocionales complejas, los principios de depresión o como quisiera llamársele a aquello que me atenazaba por dentro últimamente, podía perfectamente alterar a mi líbido, al sueño o al apetito por ejemplo.
No quería darle demasiada importancia, pero cierto era que últimamente notaba que mis erecciones no eran tan vigorosas como siempre las había conocido, o que incluso, simplemente, no tenía aquellos deseos de sexuales que siempre me habían caracterizado.
Me tumbé en mi toalla dejando que aquellos tímidos rayos de sol terminaran de devolverme la temperatura de confort. Sabiendo que un poco más atrás, la "intrusa" estaría ya muy cerca de mi posición, no por ningún fetichismo exhibicionista en sí, sino más bien por esa malévola intención de hacerla sentir incómoda, me cuide de explayarme bien, con las piernas amenazadoramente abiertas, asegurándome de dejar el glande ligeramente descapullado -no del todo, tampoco quería que pareciese muy forzado- y la verga reposando sobre mi muslo derecho. Me tumbé con la cabeza ligeramente ladeada hacia el lado opuesto, como queriendo disimular, como si no quisiese verla, como esperando no ser visto. Sentía sus pasos crujir sobre la arena. Parecía que no se iba a amilanar. Noté como su presencia superaba mi posición y estando ya más adelantada, giré la cabeza para comprobar como efectivamente, había continuado hasta ubicarse más o menos en la posición que yo había tomado ayer. Allí al lado. A pocos metros de mi.
Lancé un órdago. Como quien no quiere la cosa, me incorporé un poco hasta dejarme descansar sobre mis propios codos. Mientras, como quien dice, tomaba el sol tranquilamente, no dudé en fijarme en la nueva vecina. Ella se dio cuenta de que la miraba. Una mirada inocente, como bien podría mirar a cualquier otro lado, salvo que allí su llegada era la unica novedad.
Extendió la silla de playa que en esta ocasión la acompañaba. Al lado, dejó la toalla todavía plegada y la bolsa de rafia en la que portaba sus objetos personales. Se aseguró de quedar bien alineada respecto al sol, que a aquellas horas ya estaba prácticamente en lo más alto.
Se sacó el sombrero y lo aparcó en la silla. Hizo lo mismo con las gafas de sol, pero estas las guardó en su cartuchera. Abrió la cremallera que aquella especie de vestido ibicenco blanco tenía a la espalda, y acompañándolo de un bamboleo de caderas dejó que se le deslizase hasta los pies. Lo recogió, lo dobló y lo guardó en la bolsa.
Una vez mas me sorprendió con la elección de su biquini. Diferente este al que ayer tenía, pero igualmente, ¡inesperado!. Esa era la palabra.
De una tela más parecida a la licra. En color azul turquesa. Muy similar corte, con un tanga -esta vez sí era tanga propiamente dicho- no de esos de tiras, sino de esos otros que son algo más anchitos, y un escueto top de triángulos, que en esta ocasión -nuevamente me desconcertó- no dudó en desatar a su espalda y retirar dejando liberados aquellos exhuberantes pechos.
Aunque no miraba directamente hacia mi a fin de confirmar la sospecha, era más que obvio que era consciente de que yo podía estar fijándome en ella si quería. Era lo más probable; de hecho, hasta sería difícil evitarlo. Intuí por un momento que tal vez incluso llegase a despojarse de aquella minúscula braguita que literalmente le comía el culo. No; simplemente se la acomodó y tras volver a ponerse el sombrero se sentó en su silla.
Mientras se aplicaba generosamente crema protectora por el cuerpo, estoy convencido de que sí se percató claramente que yo la miraba. No de ningún modo en particular, sino simplemente observaba lo único que podía observar. Igual que si de repente aterrizase allí una gaviota. Difícil sería abstraerse a su presencia, y de querer evitar mirar, resultaría incluso más violento y ridículo.
Se aplicó una buena capa por los muslos, por el vientre y los brazos. Dejó para el final un último chorretón blanco, que de sus manos, tras extenderlo en ellas, se llevó a las tetas, para con unos ligeros movimientos circulares, cubrir perfectamente toda su extensión.
Tenía un busto generoso, pechos rollizos, con la flacidez habitual que se podría esperar a su edad -45 o tal vez alguno más calculé en aquel momento- coronados por unos pezones carmesí de gran aureola, y perfectamente bronceados, sin marca de biquini alguna. Se veía que en ella, el topless era práctica habitual. Un nuevo y fugaz cruce de miradas, constató mi certeza de que era consciente de que yo estaba allí. No hice nada por evitar que se diese cuenta, del mismo modo que ella tampoco hizo nada por evitar tener que ver mi verga desnuda, quien a aquellas alturas, de manera algo sorprendente para mí comenzaba a resistirse a mantener su flácida posición.
Me recosté totalmente y quedé mirando al cielo, descubriendo pintorescas formas en las nubes. Me hizo gracia reconocerme en aquella posición. Saberme allí desnudo, a la vista de aquella extraña. Sin sentir por ella nada que pudiese llegar a definirse como atracción sexual, pero reconociéndole hoy al menos la deferencia de un comportamiento cortés. Intentando comprender, y tal vez excusar su comportamiento de ayer. Intentando justificar aquella primera reacción suya, fruto tal vez del desconocimiento, y como si desde hoy, algo hubiese cambiado. Como si le hubiese aceptado unas disculpas que ni me dio, ni tendría porque darme, faltaba más.
Estuvimos disfrutando de la mañana un buen rato. Juntos, y totalmente separados al mismo tiempo. Cada uno en su pequeña parte de la diminuta cala. Sin dirigirnos la palabra en ningún momento, como lo que éramos, dos perfectos desconocidos que no tenían ganas ni el deber de socializar el uno con el otro. Intuí en ella a una mujer reservada, como también lo era yo. Siempre preferí a la gente de carácter más bien entrovertido.
En alguna ocasión ella se acercó a la orilla. En otras, fui yo el que acudió a refrescarse. Intentando no coincidir. Siendo educados. Manteniendo las formas. Sin importarnos en modo alguno la recíproca desnudez, más extrema en mi caso, sí es cierto, pero eso era lo de menos. Sin importarnos demasiado que inevitablemente el otro ojease con mayor o menor descaro. Tal vez ella no lo estuviese viviendo igual que yo, pero lo cierto es llegó un punto en el que simplemente dejó de inquietarme su presencia allí. Se había ganado mi beneplácito para compartir conmigo aquel espacio -como si acaso lo necesitase-; no me molestaba en absoluto, quería creer que yo a ella tampoco. Me importaba entre poco y nada lo que pudiese pensar de mi, y quiero pensar que lo mismo le sucedía a ella. Sentía que no me juzgaba, y en absoluto yo la juzgaba a ella. Me sentía totalmente liberado y, como no sentía desde hacia mucho tiempo, empezaba a sentirme en paz conmigo mismo.
Me abstraía en ensoñaciones intentando suponer que podía llevar a aquella mujer allí. No me parecía la típica turista; de serlo parecía que viajaba sola. No me tenía aspecto de tener familia en aquellas casas cercanas. Superada aquella primera reacción inicial, hoy parecía ya una mujer muy distinta. Segura, confiada, fuerte y a la vez muy frágil. Viéndola allí de pie, prácticamente desnuda, dejando que las rompientes olas le salpicaran, sabiéndose observada por mi, totalmente despreocupada por si su presencia o su cuerpo despertaban en mi deseo, rechazo o cualquier otra cosa, intuía que algo mucho más profundo había en ella. Sé que cualquiera de vosotros, calenturientos amigos lectores, hubiese pensado que estaba intentando provocarme. Que sería el prototipo literario de mujer ansiosa de sexo que se ofrecía al primero que se le pusiese a tiro esperando un acercamiento por parte de este. ¡En absoluto!. Aquella mujer me transmitía algo muy distinto. Ambos sabíamos que no había oscuras intenciones flotando en aquel tiempo y espacio que las circunstancias nos habían obligado a compartir. Comencé a pensar, que tal vez al igual que yo, llevase a sus espaldas algún tipo de pesada carga y que simplemente, como yo mismo hacía, vivía dejando pasar los días.
Como en aquellos últimos días hasta del reloj me había despreocupado, no sé exactamente cuanto tiempo echamos allí. El ruge ruge de mi estómago comenzaba a decir que estaba próxima la hora de comer. Lo mismo le debía suceder a ella, porque casi como si nos hubiésemos puesto de acuerdo, vi que se levantaba con intención de recoger sus bártulos.
Para que no pareciese que la seguía ni mucho menos, para no tener que compartir también el camino de vuelta a la carretera, esperé unos minutos a que ella se marchase primero. Me quedé allí recostado, como si nada, mientras ella guardaba el libro en su bolsa. Sacó el vestido y lo desplegó con delicadeza. Se lo vistió por la cabeza, levantando bien los brazos, aupándosele en ese instante aquellos portentosos pechos. No se puso sujetador alguno.
Una vez acomodada la falda, miró hacia la bolsa, hizo ademán de dudar y deslizando la mano derecha por debajo del vestido, tiró hacia abajo trayendo consigo el tanga que dejó caer hasta el suelo. Levantó primero un pie, y luego el otro, mientras se apoyaba delicadamente en la silla.
De su bolsa sacó una braguita que dispuso a ponerse con la misma elegancia y decoro con las que se había sacado la otra. Era una braguita de color champagne; con algún ligero encaje me pareció ver. La deslizó sutilmente piernas arribas, se acomodó nuevamente el vestido, recogió sus cosas y tomó la ruta de salida, yéndose en esta ocasión por entre las rocas algo más alejadas de mi posición, como si quisiese evitar tener que dedicarme un saludo de despedido meramente cortés. Para mis adentros, agradecí el gesto.
Esperé unos minutos prudenciales, y yo también retorné a mi casa. Una ducha rápida, un cambio de ropa y me dirigí al hostal deseoso de dar buena cuenta del menú que aquel día hubiese.
Tomé asiento en una de las mesas que estaban ya más cerca de la entrada, entre algunas otras salpicadas de algún que otro obrero de los que por allí cerca trabajan, y algún que otro vecino del lugar. Elegí unas lentejas de primero y rodaballo a la plancha de segundo.
Mientras Antonio volvía para dentro con mi comanda, casi accidentalmente alcé la vista, y allí al fondo volví a verla. En una mesa relativamente apartada, comiendo ella también. Sé que me vió; supo que la ví y cada cual siguió a lo suyo.
Mientras degustaba las deliciosas lentejas, seguía rumiando en mi cabeza cual podría ser la historia de aquella enigmática mujer. Me reconocí que comenzaba a pensar demasiado en ella, no sabía el porqué exactamente, pero innegablemente era un hecho. ¿En qué otra cosa podía ocupar el tiempo en aquel aburrido paraje?; quise autojustificarme.
Cuando yo todavía no había comenzado con el segundo plato, ya a ella le habían servido el postre, y antes de yo terminar con este, ya ella se disponía a abandonar la mesa. Vestía el mismo atuendo con el que había salido de la playa. Recordé su imagen poniéndose las bragas con el máximo decoro posible; recordé que bajo aquella vaporosa tela no lleva sujetador alguno; intuí perfectamente la redondez de sus pechos desnudos debajo de aquel sugerente escote; pensé que Antonio se habría alegrado la vista un poco a la hora de acercarse a servirla; pensé que a un hombre de la edad de Antonio, esta mujer sí le resultaría sumamente atractiva. Creo que no pude evitar que una sonrisilla se dibujase en la comisura de mis labios imaginándome la escena.
Se levantó, acomodó la silla bajo la mesa, y enmascarado por el ruido de local me pareció oírle decir un "Gracias; hasta luego" a Antonio, quien devolvió el saludo con un gesto con la cabeza. Era la primera vez que oía, aunque malamente, el timbre de su voz. En lugar de tomar la salida, enfiló el pasillo que conduce a las escaleras que suben a las habitaciones. Dado que también se marchó sin pagar, deduje claramente la situación. Estaba allí hospedada. ¡Vaya, vaya!; pensé para mi. No me lo hubiese imaginado.
Tampoco es que aquella información resultase extremadamente útil, pero... simplemente me sorprendió y contribuyó a aumentar el áurea de enigma que envolvía su presencia.