LA HERENCIA (Capítulo 1)

Un joven que atraviesa un mal momento, decide evadirse buscando un cambio de aires en una casa recién heredada en la costa gallega. Allí vivirá una experiencia que le cambiará radicalmente la vida, descubriéndole placeres nunca imaginados, y haciéndole cuestionarse todo lo que hasta ahora creía

NOTA DEL AUTOR: Hace algún tiempo publiqué el que en aquel momento dije, porque así lo creía entonces, sería mi último relato. Algún tiempo ha pasado ya, pero no he podido resistir la tentación de volver a esta nuestra casa para compartir con vosotros mi última fantasía.

Tal y como lamentaba entonces, dado que el trabajo de escribir puede resultar a veces un tanto ingrato, me he propuesto en esta ocasion hacerlo de un modo diferente. En lugar de publicar el relato ya terminado y completo, como en mi sería habitual, esta vez voy a ir con una serie por entregas. Esto me permitirá llevarlo de un modo más descansado, y espero que con vuestros comentarios y sugerencias, me ayudéis a hacer un poco más ameno el camino. Sentíos libres de opinar y sugerir propuestas argumentales. Por ahora, solo tengo terminado este primer capítulo, y todo está por acontencer.

CAPITULO 1

Mientras terminaba de afeitarme ante aquel desvencijado espejo, nuevamente me inundaba aquel sentimiento de desánimo que por desgracia ya comenzaba a ser un viejo conocido. Un nuevo día comenzaba, y aquellos oscuros pensamientos comenzaban ya a revolotear en mi cabeza, casi de manera obsesiva, intentando sumirme en la depresión, intentando arrancarme unas lágrimas que ya no brotaban, intentando joderme el día.

Estaba comprometido a no dejarme vencer, pero ciertamente estaba resultando mucho más difícil de lo que hubiese imaginado meses atrás. Habían sido casi dos años especialmente duros, viendo como su vida se apagaba y la mía se sumía cada vez más en la mierda, sin un horizonte claro, sin nadie cerca que realmente estuviese dispuesto a darme su apoyo sincero más allá de unas bienintencionadas palabras. Ahora que por fin se había ido, comenzaba a notar ese frío vacío, a tomar consciencia de lo realmente solo que me había quedado, cansado y sin ánimo por nada. Con toda una vida por delante a mis recién cumplidos 24 años, con una mochila cargada de tristes recuerdos y duras experiencias, extenuado, desfallecido, en un lugar que no era el mío, intentando encontrarme, intentado ,simplemente, descubrir como seguir adelante.

Iban a cumplirse 3 meses de su fallecimiento tras una larga enfermedad. Antes de eso, más o menos un año y medio antes, había tenido que dejar la vida que comenzaba a formar en Madrid para volver a su lado, para cuidarla, para cumplir con mi deber de hijo, igual que ella cumplió con su deber de madre. Para cuidar de ella en aquel entonces que más me necesitaba, igual que ella siempre cuidó de mi desde que mi padre nos abandonó al poco de yo nacer para prácticamente no volver a dar nunca señales de vida. Solo nos teníamos el uno al otro, así había sido siempre. Sin familia cercana y sin poder esperar que los amigos asumiesen unas cargas que no les correspondían.

Ahora, tras recibirla en herencia, allí estaba, sin saber muy bien porqué, en aquella humilde casa que heroicamente luchaba por mantenerse en pie, en aquel indómito paraje tan lejano de la vida que sí me era propia, casa donde mi madre había nacido, y a la que hacía ya tantísimos años que no había vuelto, desde la muerte de mi abuelo, ultimo habitante de aquella morada, desde aquellos lejanos años de mi infancia, de los que ya vagamente conservaba no más que un leve recuerdo.

Una humilde casa de pescadores, en la costa gallega, en una recóndita aldea a algunos kilómetros del pueblo de Malpica. Una casa que durante años y años había resistido los envites de los vientos del Atlántico, en cuyas paredes la erosión del sol y del mar habían ido dejando huella, y a la cual, ni los años de abandono, ni las inclemencias meteorológicas, ni la actual Ley de Costas habían conseguido derruir.

Llevaba instalado allí ya un par de semanas de aquel primaveral Abril. No sabía muy bien que hacía tan lejos de mi entorno, pero pensé que poner tierra de por medio durante una temporada me ayudaría a ver las cosas desde otra perspectiva.

Podría haber intentado volver a mi antiguo trabajo en Madrid, al menos esa era la idea inicial cuando, en vista de la situación, mis jefes -atención que siempre les agradeceré- me ofrecieron un despido pactado, para poder beneficiarme del paro, y la promesa de que el puesto me estaría esperando cuando quisiese volver. Podría haberlo hecho, pero aquel desasosiego que últimamente me invadía me había llevado en dirección totalmente opuesta.

Nada me ataba y por lo visto, nadie me esperaba allá. La relación con mi chica se había ido enfriando en los últimos tiempos. Del apoyo y ánimo constante en las primeras semanas tras nuestra separación temporal, fuimos pasando a las dificultades para ni tan siquiera encontrar un fin de semana en el que ella pudiese desplazarse hasta Toledo, donde yo cuidaba de mi madre, de ahí a casi ni encontrar un rato para charlar por teléfono, y como quien dice, casi sin darnos cuenta, nuestras vidas habían continuado por distintos derroteros. No podía culparla de nada. No podía esperar que a sus 22 años, en la mejor etapa de su vida, me esperase indefinidamente, o dedicase el poco tiempo libre que su incipiente carrera profesional le dejaba, a pasarlo compartiendo mis lamentos.

Y así es como había llegado allí el hombre que veía ante el espejo. El reflejo de Roberto, un buen hombre que no estaba sin duda en su mejor momento personal, que tras 10 horas de viaje por carretera había vuelto a la aldea de sus abuelos, para intentar poner algo de orden en su vida, para ver en que estado se encontraba aquella humilde casa, probablemente con la intención de venderla, como intentando con ello cerrar una dolorosa etapa de su vida, esperando que al hacerlo, los nubarrones se disiparan y nuevamente pudiese ver la luz.


El entorno era casi paradisíaco; la casita humilde y necesitada de reforma pero servía perfectamente para pasar en ella unas vacaciones, o incluso para vivienda habitual de algún lugareño. A escasos metros de los acantilados de Ardeleiro, muy cerca de una ruta de senderismo salpicada de centenarios molinos, a un paseo de la minúscula playa de Rega, o un paseo algo un poco más largo hasta la playa de San Miro, esta ya de una extensión algo superior. Con acceso directo, a través de un serpenteante caminillo de tierra y rocas, a -no vamos a llamarle calita, porque ni eso era- una pequeñísima extensión de arena entre las rocas contigua a la vecina playa de Rega, y que salvo algún ocasional pescador que buscaba desde aquellas rocas su mejor lance, o yo mismo que bajaba hasta allí prácticamente todos los días, casi nadie frecuentaba. Borroso, pero todavía conservo en el recuerdo la imagen de mi abuela, bajando hasta aquel minúsculo arenal, para lavar en el mar el pulpo que mi abuelo había pescado pocas horas antes, y golpeándolo contra las rocas para que -según decía- así la carne estuviese más tierna una vez cocido. En cierto modo, aquella diminuta cala, siempre había sido como una especie de playa privada, de la que prácticamente solo se servían mis abuelos. Será por eso que los pocos recuerdos que de mi infancia allí conservo, de mis chapuzones veraniegos, eran en aquel pedregoso arenal, y no en las playas más amplias que todo el mundo por aquella zona frecuenta. Será por eso, que todos estos días de estancia allí, pasaba gran parte del tiempo mirando aquel embravecido oleaje, tomando el sol en las horas centrales del día, cuando la temperatura resultaba mínimamente agradable dada la época del año en la que estábamos, adentrándome a nadar y enamorándome cada vez más de aquella sensación de libertad.

Cierto era que en un paraje prácticamente deshabitado, donde tan solo había un par de casas cercanas, y de donde de no ser por el Hostal Antonio, ubicado allí al lado, y donde aún se acercaban -especialmente los domingos- algunos parroquianos a dar buena cuenta de los buenos platos que allí se preparaban, el interés inmobiliario de aquella casucha era prácticamente nulo. Ya en alguna inmobiliaria que había consultado me habían expuesto la poca salida que aparentemente tendría mi recién heredada propiedad. A no ser que un ermitaño buscase un refugio tranquilo, alejado de la vida civilizada, o un lugareño quisiese, más que nada por apego, seguir viviendo por allí, pocos encajarían en el perfil de potencial comprador. En los meses de verano, aún si acaso, por aquello de que siempre llegaba algún que otro veraneante, pero aún así, no era una zona típicamente turística de las muchas que existen en Galicia. Aún con esas consideraba que lo más lógico era venderla. ¿Para que demonios la querría yo?. Mi vida estaba en Madrid, o bueno... al menos allí la había dejado aparcada. Quedármela supondría una serie de gastos en impuestos y mantenimiento, que difícilmente compensarían, aún suponiendo que volviese a ella de cuando en cuando, tal vez a pasar unos días de vacaciones en verano. Sabía que lo más inteligente era venderla, pero por algún motivo algo en mi interior me pedía a gritos no hacerlo; como si aquella casucha y el poco terreno anexo, en el que una vecina, más que nada por hacerle el favor a mi madre, cultivaba algunas verduras para mantener el terreno a raya de la maleza, fuesen mi último arraigo familiar. Como si perderla, supieses perder lo último que me quedaba de mi familia, de mis ancestros, del legado que mi madre había recibido de sus padres, y antes estos de sus abuelos. Me quedaba su piso de Toledo, cierto era, pero en absoluto tenía el mismo valor sentimental. A fin de cuentas, aquel no era más que un piso cualquiera, en el que sí, viví algunos años de mi vida antes de mi muy temprana emancipación a Madrid, gracias a la excelente oportunidad profesional que se me presentó con tan solo 19 años, pero en el que los recuerdos más recientes eran dolorosos y muy distintos a los que me transmitía aquella vieja casa costera.

No tenía muy claro cuanto tiempo pasaría allí. No había planes de ningún tipo. Simplemente me levantaba cada día, y salvo necesidad imperiosa de tener que acercarme al pueblo, dejaba pasar las horas intentando remendar algún que otro desperfecto de la casa, que si la puerta del baño que está rota, que si el calentador a veces no enciende, y gran parte del tiempo, cuando el solecillo primaveral invitaba a ello, bajaba a aquella desierta cala a poner mi cabeza en orden, a inundarme la cabeza de recuerdos y a bañarme en el gélido atlántico como si el pago de aquella fría penitencia purgase el dolor que en mi se había instalado.

Aquella tarde, nada debía ser diferente. Tras tomar el café, como habitualmente hacía, en la cafetería del hostal vecino, cogí el libro que aquella semana me entretenía, una toalla que ya pedía ser lavada, y me dispuse a disfrutar de un par de horas de lectura vespertina. Pero a mitad de camino, ya antes de llegar a mi recoveco preferido, comprobé como alguien se había apoderado de lo que ya consideraba "mi sitio". ¡Que mierda! -mascullé para mis adentros!... ¡no tendría otro sitio al que irse!; pensaba.

A medida me acercaba pude verla mejor. Era una señora, podríamos decir ya entradita en años, que en absoluto pude reconocer -cierto es que tampoco conocía a mucha gente de aquel entorno- que tomaba el sol con el pecho desnudo, espatarrada boca arriba sobre su toalla, sientiéndose dueña y señora de aquella pequeña planicie donde mejor se descansaba, al abrigo de la mejor roca que servía como pequeña mesilla auxiliar y que en aquel momento maldije por haber venido a interrumpir la soledad que tanto disfrutaba. Obviamente estaba en su derecho de estar allí, así que no me quedó otra que buscar acomodo a escasos metros de ella, intentando alejarme lo más posible, yéndome hacia el otro lado que si bien es cierto no era tan acogedor, bien tendría que servirme en esta ocasión.

Para no acercarme demasiado y no molestarla, suponiendo que estaría en plena siesta, atajé ya saltando a través de las rocas, en lugar de cruzar por mitad de la arena. Aún así, se percató perfectamente de mi llegada, y mientras yo tomaba acomodo en mi nueva posición, como si se hubiese sobresaltado, me di cuenta de que se había apresurado a ponerse la parte de arriba del biquini. ¡Menuda idiota!, reconozco que pensé para mi. Como si pensase que fuese a querer violarla, o como si me fuese a asustar por ver unas tetas. En cierto modo me enojó su reacción, porque como si no hubiese tenido bastante con "apoderarse de mi playa", a saber que habría pensado de mi. En el fondo, supongo que lo mismo que yo de ella, pero como ya la tenía cruzada por haber alterado mi rutina, lógica estaba intoxicada de un cierto enfado.

-¡Como si hubiese mucho que ver!; refunfuñaba mientras extendía mi toalla. Poco me había fijado, pero estaba claro que aquella señora distaba mucho de ser mi canon de belleza ideal. Si al menos fuese un yogurín, comprendería un poco ese recelo al ver llegar allí, a un hombre desconocido, en aquel lugar tan inhospito, pero... ¿Esa señora?.. ¡Por favor!.. seguía refunfuñando mentalmente mientras buscaba la ultima página marcada en el libro.

Un buen rato después, cuando ya estaba sumergido en pleno duelo a espada de los dos protagonistas de mi libro, cuando casi había conseguido olvidarme de que ella estaba allí, a escasos metros de mi, un poco más atrasada, se levantó y caminó derecha hacia el agua, como si fuese a zambullirse con paso firme y decidido, justo hasta sentir el agua rozarle los pies, momento en el cual pareció pensárselo mejor y dudando que si sí o si no, finalmente decidió que seria no, y allí se quedó de pie, escapándole al frio océano, como diciendo "mejor en otra ocasión".

Fue entonces cuando no pude evitar fijarme mejor en ella. Que vamos; que tampoco es que intentase evitarlo, no es que me pusiese a mirar fijamente para ella, pero era imposible no verla estando justo allí delante. Me llamó poderosamente la atención lo poco -uhm.. como decirlo... acertado no es la palabra pero...-; esperado, dejémoslo en esperado, que me pareció su bikini. Y que conste que no soy yo de los que juzga a nadie por vestir, o por no vestir como más bien sucedía en este caso, como le da la gana, sino que simplemente me parecía una contradicción la confianza en sí misma que aparentaba tener para usar aquel modelito, con la que a mi me pareció una desproporcionada y aireada reacción en cuanto se percató de mi llegada.

Lucía un ligero y más bien escueto bikini, en tonos azules y rojos, con motivos florales. Compuesto por un sujetador de esos de triángulo corredizo, que a todas luces era insuficiente para contener aquellos voluptuosos pechos, y una braguita de esas de corte brasileño, creo que así se llaman, que sin llegar a ser considerados un tanga propiamente dicho, en poco se le difieren, braguita que por detrás, se empeñaba en escondérsele entre aquellos rollizos glúteos. Un trasero, definámoslo como generoso, que estando muy lejos de los estándares de belleza tan habituales en la sociedad, en absoluto desentonaba con el conjunto de su exuberante anatomía.

Ahora que me había fijado mejor en ella, comprobé como mi primera impresión estaba un poco alejada de la realidad. No diría que me resultaba atractiva, más que nada porque apostaría a que como mínimo me doblaba la edad, y a mi el rollito madurita sexy me ponía más bien poco, pero supongo que para hombres más maduros resultaría una mujer ciertamente seductora.

Así de espaldas destacaban especialmente unas caderas anchas, coronando aquellos carnosos glúteos que insistían en engullir la exigua tela con la que pretendía taparlos, y unos contundentes muslos que torneaban sus largas piernas. Algunos dirían que le sobraban tal vez un par de kilos, o que aquellos hoyuelos de celulitis que se intuían en la desnudez de sus nalgas estaban de más, pero siendo realistas, hay que reconocer que la mujer se conservaba bastante bien. De frente, tampoco tenía nada que desmerecer. Bajo las gafas de sol podía intuirse un rostro dulce y bien compensado. Una mujer guapa en su termino más generalista. Tal vez el corte de pelo no le pegaba demasiado, como el estilo del bikini podríamos decir, pues en una señora así yo hubiese apostado más por una melenita algo más tradicional. Por el contrario, lucía un corte como más juvenil, mucho más corto, y que sin tener el mismo tono rubio que Claire UnderWood, -ella era morena- me recordó muchísimo a la mujer del presidente en esa afamada serie de House Of Cards.

Cierto es que no podía presumir de un abdomen plano y firme, ¿quien puede acaso?, pues era obvio que con los años la turgencia va dando paso a la flacidez, pero en líneas generales todo en ella resultaba harmonioso. Hasta harmoniosos resultaban aquel voluptuoso par de pechos que así erquidos y de cerca, y no desparramados como antes los había visto de lejos, lucía entre las exiguas porciones de tela que ella se afanaba por colocar del mejor modo posible al percatarse de que yo había levantado mis ojos de la lectura.

Fueron no más que unas milésimas de segundos que nuestras miradas se cruzaron, suficientes para que ella se diese cuenta de que había captado mi atención, y suficientes también para que, sin darle mayor importancia, yo volviese a mi lectura.

Tan absorto como estaba en la lectura, no sé exactamente en qué momento, pero cuando cambié de postura en mi toalla y me tumbé espalda hacia arriba, al mirar hacia atrás, comprobé como ya se había ido. Pensé en recuperar mi preciada posición en la parte alta del arenal, pero ya casi no valía la pena. Comenzaba a refrescar así que mejor terminaría aquel capítulo y me recogería ya para casa.