La habitación del horror

Un día, nuestro protagonista despierta en una habitación extraña junto a su profesora atada... NOTA: Este relato es tanto de terror como pornográfico y, por tanto, contiene escenas muy desagradables y a un protagonista desquiciado y completamente despreciable. Avisados quedan.

La profe de Mujeres en Filosofía tenía fama de frígida, de inflexible, de hija de puta. Bien lo sabía yo, que la había tenido como docente durante todo el cuatrimestre. Delgada como un palo y huesuda como una arpía, no se cortaba ni un pelo a la hora de mandar callar a un alumno, de echarlo de clase o de ridiculizarlo por una respuesta errónea. Frente a su despacho, temblaba de nerviosismo, preguntándome si haber acudido allí era una buena idea, si a ese 9,75 que me había puesto en las evaluaciones le acabaría quitando cinco puntos por la cara.

Qué coño, iba a arriesgarme, pensé. Siempre me había dejado pisotear, pero me había ganado a pulso una matrícula de honor que no me había puesto, había pasado muchas noches dejándome los codos en aquellos temarios infumables y hasta había acabado soñando que sodomizaba a Simone de Beauvoir. Además, en aquel momento no estaba seguro de si su fama estaba justificada o no: sí, era dura, pero eso no me importaba, y a mí siempre me había tratado con respeto. La universidad tiene que ser exigente para mantener su prestigio, y me jodía ver cómo a auténticos zopencos les regalaban un aprobado. Quizás ella pensaba que ir a pedirle la matrícula era el último esfuerzo necesario para entregarla. En cualquier caso, tras dejarme la vida en mi trabajo a media jornada, estaba deseando aliviar mis cargas económicas para el curso siguiente.

-Adelante, pase-se oyó desde dentro. Me armé de valor y abrí la puerta para encontrármela sentada, leyendo unos papeles, sin ni siquiera mirarme-. Tome asiento, por favor.

Eso hice, temblando ya de miedo. Lo primero en que me fijé fue en que se había dejado el pelo corto de nuevo, dejando a la vista una melenita castaña corta e intimidante, mucho más corta que la mía. Lo segundo en que me fijé fue... para qué nos vamos a engañar, en su delgada figura realzada por un vestido ceñido de lunares, en esas pequeñas y altivas tetas que siempre dejaban ver un atisbo de sus pezones. Su cara no era nada atractiva, con una larga nariz ganchuda y los pómulos demasiado hundidos, y más de un compañero se había reído de mí al decirle que me la follaría, pero ese cuerpecito delgado... uf. A decir verdad, no solo había soñado con Simone de Beauvoir tras mis largas noches de estudio.

-Buenas, he pedido la revisión porque quería...

-Espere, estoy corrigiendo.

"¿Y para qué coño me llamas, vieja bruja?"-pensé, torciendo el gesto de manera instintiva. Aunque nunca me había faltado al respeto a mí personalmente, esa actitud arrogante y seca no me gustaba para nada. El odio se fue acumulando en mí, como tantas otras veces que me habían humillado gratuitamente.

-Bien, he terminado. Dígame.

-Bueno, verá... es decir... mire...

-No tenemos todo el día.

-Ya, lo siento. Mire, simplemente quería saber si sería posible conseguir la matrícula de honor. Me he esforzado mucho y... a decir verdad, me vendría muy bien.

Ella puso los ojos en blanco, y eso me hizo retirar la mirada. Me fijé en los carteles de congresos feministas, en los pósteres de películas dirigidas por mujeres, en ese horrible gotelé rosa de la pared. En cualquier cosa menos en la esfinge que tenía delante.

-Verá, usted es un buen estudiante, pero supongo que habrá podido reflexionar durante estos meses sobre la situación de desigualdad entre hombres y mujeres, ¿verdad?

Asentí, cauto. No me gustaba por dónde iban los tiros.

-Bueno. Entonces, supongo que sabrá que dar una matrícula a un hombre en una asignatura que defiende las cuotas para favorecer a mujeres sería una hipocresía. Si esto fuera Filosofía Medieval, que también imparto, se la pondría sin dudarlo... pero me temo que la matrícula será para Irene.

Para Irene, claro. Para esa chica arribista e insoportable que se acercaba a los profesores tras sus clases para felicitarlos por su lección, para aquella chica que se rumoreaba que tenía una relación nada ejemplar con aquella cuarentona amargada. Me puse rojo de rabia: con la excusa del feminismo (causa noble donde las haya), aquella mujer iba a beneficiar a su amante frente a alguien que lo merecía más. Siempre me ha jodido cuando alguien usa una buena causa para su propio beneficio, sobre todo si me perjudicaba a mí.

-Pero...

-No es negociable. Si quiere conservar su nota, márchese.

Eso hice sin rechistar, recordando su mala fama, con las venas marcadas en la frente y con una contradictoria erección. Me esperaban cuatro horas de aguantar a paletos metiéndose conmigo en mi "call center" porque no les funcionaba el Internet, una hora de repaso del temario que no me iba a servir para nada y media hora llorando e intentando dormir.

Me acosté pensando aún en esa zorra huesuda y mandona, en su vestido de lunares, en la figura delgada que se adivinaba a través de su ropa… en cuánto la odiaba y cuánto quería verla pagar por lo que me había hecho…

Desperté con un ominoso hormigueo en la cabeza, deslumbrado por una intensa y nívea luz que descendió sobre mis ojos. Bajo mi cuerpo, granito, un duro e inclemente indicio de que no estaba en mi piso. Me incorporé, somnoliento y confuso, como nos solemos quedar las personas cuando descubrimos que estamos en un sueño. Miré a mi alrededor, escudriñando con mis ojos borrosos aquel onírico entorno.

Una iluminación artificial de neón blanco bañaba la sala espaciosa donde me encontraba, le aportaba a todo una sensación de irrealidad difícil de describir. Las paredes estaban hechas de un material gris recio e inexpugnable, sin una sola puerta a la vista. No había un solo mueble que paliara ese vacío, nada más allá de una negra maleta de aspecto sofisticado y tentador.

Por suerte, allí había algo más tentador aún. Algo que hizo que se me erizaran los pelos de los cojones, que mis instintos depredadores despertaran y que una amplia sonrisa apareciera en mi rostro. De haber habido un espejo en aquel extraño lugar, me habría horrorizado ante lo siniestro de mi rostro. Pero tenía cosas más interesantes que mirar.

Mi profesora no llevaba su vestidito de lunares, sino un camisón semitransparente que, deduje, se había llevado a la cama. A través de esa prenda, podían apreciarse sus piernas delgadas de pollo, esos bracitos débiles y pálidos, la espalda ligeramente arqueada. Sus pequeñas nalgas, tapadas por unas braguitas negras, parecían saludarme, se elevaban hacia mí como el brazo de un militar. Y es que, amigos míos, la profe estaba atada, completamente inmovilizada. Unas extrañas cuerdas negras que parecían brotar de la misma pared sostenían sus tobillos, otras mantenían juntas sus débiles y diminutas muñecas. Trataba de zafarse con débiles movimientos, de pedir ayuda, pero esa boca que había humillado a tantos alumnos estaba también inutilizada. La cubría una sugerente mordaza de bola, uno de esos artilugios que solo había visto en películas porno.

Estaba claro: me encontraba en un sueño. Un sueño lúcido de esos que tanta gente desea experimentar. Y lo iba a aprovechar, estaba claro. Todavía me dolía el rechazo de mi petición y, además, hasta entonces solo había experimentado el sexo con prostitutas, un par de veces. Tener allí a una mujer durante todo el tiempo que quisiera… me toqué la entrepierna a través del pantalón del pijama. Era la erección más enorme de mi vida.

Qué se le va a hacer, siempre he sido un poco sádico.

Con cierta cautela, mirando a mi alrededor en busca de cámaras o de testigos, de cualquier amenaza para mi integridad física. Me pellizqué varias veces, susurré palabras al azar para comprobar que escuchaba mi voz. Sentí cierto nerviosismo, una punzada premonitoria de culpabilidad. Pero, cuando un hombre está cachondo, deja de escuchar la voz de la razón. Me aproximé a esa frígida miserable, dando grandes pisadas, asustándola. Pude ver cómo giraba la cabeza, cómo esos ojos llorosos me miraban como si fuera su futuro salvador. Dijo algo a través de esa bola roja que separaba sus labios, pero no pude entenderlo. Seguramente dijo “ayuda” o algo así. Después de todo, quizás esa furcia me tuviera en cierta estima.

Eso dejó de ser así en cuanto hice descender mi mano sobre una de sus visibles nalgas, dándole un sonoro azote que provocó que un gritito agudo saliera de su boca. Mis pupilas se dilataron, las venas se me marcaron en los brazos, la frente y la polla. ¡No podía hacerme nada! ¡No podía llamar al decano, no podía echarme de clase, no podía quitarme medio punto! Completamente desquiciado, di terribles puñetazos a ese culo indefenso, disfrutando del modo en que trataba de apartarse sin éxito, de los temblores y calambres que seguían a cada impacto. Cuando acabé, pasé la mano por esos muslos desnudos y delgados sin un gramo de carne sobrante, comprobé que la maestrita sufría escalofríos. ¡Una mujer tan fría y tan estricta, aterrorizada por un inútil como yo! La relación de poder acababa de revertirse, acababa de descubrir el mayor placer sobre la faz de la Tierra: aprovecharse de la debilidad del prójimo. Acababa de indagar en mi subconsciente y descubrí algo que me aterró y me excitó a partes iguales.

-Hola. Supongo que te acordarás de mí, zorra.

Aquello le impactó, pude ver cómo en esa carita casi adorable, que casi me provocó empatía, desaparecía la esperanza de escapar. Su alumno más sumiso la había insultado, la había tratado de tú. Reí, sin preguntarme cómo habíamos llegado allí, sobando ese trasero sin el más mínimo pudor. Lo apreté con fuerza mientras las sacudidas y los sollozos se apoderaban de su cuerpo, hice que mi dedo recorriera las venas de su cuello, como gusanos palpitantes de carne. Le tomé el pulso (bramaba), acerqué mi cabeza a su pelito castaño. Olfateé su cabello, me bañé con ese calor humano que tanto me había faltado durante tanto tiempo. Mi erección rozó su piel, mi risita se tornó tétrica.

-Te he hecho una pregunta, puta inmunda-insistí, gruñendo ferozmente sobre su cuello-. Contesta si no quieres que tu situación empeore. Dime si te acuerdas de mí.

Vi que asentía, claramente aterrorizada, con los ojos inyectados en sangre. Le sequé una lágrima, incapaz de creer mi inmensa suerte. Caminé hasta situarme delante de ella, lo que me permitió contemplar esos dos pezoncitos que se dejaban ver a través del translúcido camisón. Los pellizqué, comprobando que estaban duros como el hielo. Emitió un quejido ahogado mientras lo hacía.

-Hasta este momento solo he podido follar con putas, ¿sabes?-comenté, y confesarlo por fin me resultó liberador. Le acaricié las mejillas, gozando del asco y el desprecio que parecían desprender todos sus poros-. Tú nos has hablado de la prostitución en tus clases, aunque no tenía nada que ver con la asignatura. Decías que era inhumano, que era un negocio ilegal basado en la explotación. Bien, ¿sabes qué? Que yo lo sé, y que eso es precisamente lo que me excita. Cada vez que una de esas golfas se atragantaba con mi polla, me deleitaba pensando que tenía el coño rojo de tanto follar, que seguramente había venido al país engañada, que lloraría amargamente después de la sesión. Y ahora voy a disfrutar aún más porque estoy seguro de que vas a sufrir.

Con el corazón a cien por hora y la polla a cien grados, le di un sopapo en el rostro. Comprobé con satisfacción cómo se retiraba, cómo apartaba la vista en un gesto sumiso. Volví a golpearla.

-¿Cómo te sientes al saber que tus clases no sirven para nada, puta malfollada? ¿Cómo te sientes al saber que un misógino te va a violar sin ofrecerte cuartel? Bueno, qué digo, si ni siquiera puedes hablar. Y así es mejor: calladita estás más guapa.

La escupí, logrando que cerrara un ojo con evidente repugnancia. Nervioso aún, pasé la cara por sus tetas, por su ombligo, por esas braguitas que olían a coño... ¿por dónde empezar, cómo disfrutar mejor de ese juguete que me había regalado el destino?

Mi mirada se dirigió a la maleta. Aún no la había abierto, y parecía contemplarme con un desafío implícito en esa suave superficie negra.

-Espera un momento, guarra. Enseguida estoy contigo.

Impaciente, abrí la maleta para encontrarme con una sorpresa que estimuló el lado más secreto y turbio de mi mente. Como en un maletín de cirujano, colocados uno detrás de otro, allí había una serie de objetos que parecían haber sido incluidos atendiendo a las especificaciones de mi subconsciente, para apelar a mis bajos instintos.

En primer lugar, una bella y afilada navaja de plata. Después, algo que pude identificar como uno de esos tásers que siempre había deseado probar en alguna mujer incauta. Un spray de pimienta que, pensé con malicia, seguro que la profesora querría haber tenido para sí. Y un enorme consolador rojo que terminaba en punta.

Tras mucha deliberación, agarré la navaja. Me aproximé a mi prisionera y posé el metal en la piel de su cuello con suavidad, disfrutando al ver cómo todos sus músculos entraban en tensión, cómo me miraba con esos ojitos de cordero degollado.

-Joder, qué morbo… podría acabar ahora mismo con tu vida sin esforzarme. Un mero tajo y… ¡zas!-hice el amago, ella pegó un gracioso y patético respingo-. A tomar por culo tus logros académicos, tus experiencias, tu lucha feminista… tus amoríos con alumnas…

Sin darle tiempo a procesarlo, corté con rapidez los dos tirantes de su camisón, contemplé pletórico cómo caía al suelo. Dejó al descubierto esos pechos en tensión, esas caderas estrechas pero bonitas, ese ombligo juguetón que parecía mirarme desde un estómago completamente plano. Le acaricié esas costillas visibles, sintiendo esos constantes temblores que, como terremotos, sacudían esa fina y aristocrática piel. Apartaba la mirada con cobardía. ¡Con lo valiente que era esa puta cuando tenía el poder!

-Mira, te voy a hacer una pregunta y me vas a responder con sinceridad si no quieres que te raje el cuello. ¿Alguna vez te ha follado un hombre?

Movió la cabeza negativamente, con los ojos abiertos como platos y rojos como la sangre. Rocé su clítoris con mi navaja, algo que hizo que sus músculos se agarrotaran aún más.

-Una pena, porque la naturaleza hizo este coñito para eso… pero, bueno, eso se puede remediar…

Dejé caer el cuchillo y comencé a acariciarle las orejas, el pelo, ese cuello largo de cisne, esa nariz de bruja. Con picardía, me acerqué a sus tetas, saqué la lengua. Esta comenzó a recorrer un pezón, otro, a hacer toda una carrera por esas aureolas, a preceder a sutiles mordisquitos. Unos gemidos bastante curiosos comenzaron a salir de su boca mientras yo hundía mi rostro en esos pechitos. ¿Le estaba gustando? No lo sé, pero quería que sufriera.

-Menudas tetas de mierda tienes, zorra esquelética. Tendrías que haberte gastado una buena pasta en operártelas.

Las golpeé con furiosos manotazos, castigué esos pezones e hice que los gemidos se convirtieran en chillidos. Mis mordisquitos se tornaron en auténticas dentelladas, el sabor de la sangre convirtió mi polla en una irrompible barra de hierro. Cerré mis dientes sobre uno de sus pezones, tiré con fuerza hasta provocar una profunda herida roja. Sin perder un instante, comencé a morder sus piernas, sus brazos, sus mejillas. Dejé una serie de marcas ensangrentadas por ese cuerpo esbelto, contemplé cómo sus miembros perdían la fuerza incluso para apartarse de mi boca. Le acaricié su rostro manchado de sangre y lágrimas, y le susurré al oído:

-Esto no ha hecho más que empezar. El hombre, a través de los siglos, ha perfeccionado las distintas técnicas para hacer sufrir a la mujer. Espera un momento.

Sin pensarlo dos veces, me dirigí a la maleta, agarré el táser. Tenía un mecanismo sencillo, con un botón rojo cuya función era evidente. Con una expresión de felicidad, rocé los escasos pelitos de su coño con ese artefacto, oyéndola gemir.

Me detuve un instante: me estaba pasando. Después de todo, solo había sido un injusta con la nota de una asignatura. No había matado a nadie, no había violado a nadie, no había acusado a nadie de violación. ¿Realmente merecía lo que le estaba a punto de hacer?

Mi subconsciente dijo "a tomar por culo". Era un sueño y los sueños, sueños son. Llevaba mucho tiempo queriendo hacer sufrir a una mujer de esa forma y no iba a dejar que unos remilgos morales me lo impidieran.

Con rapidez, sin tiempo para pensármelo dos veces, golpeé su vagina con mi arma. Contemplé extático cómo se retorcía, cómo perdía el control sobre su cuerpo y experimentaba violentas convulsiones. La azoté hasta ver cómo un leve tono rojizo aparecía en sus pálidas nalgas y dejé que descansara unos segundos. Desesperada, tomaba aire por la nariz, con la boca inutilizada por la mordaza, y trataba de liberar sus piernas en un intento vano de defenderse. La agarré del pelo tras colocarme frente a ella, obligándola a mirarme a los ojos. Mi impaciente pene la apuntaba y mis risas le demostraban que sus lloriqueos jamás me provocarían empatía.

-Eres patética, joder. Vas a morir aquí y lo único que sabes hacer es llorar. Eres muy valiente en la Facultad, rodeada de todos esos profesores que quieren ganarse un puesto en tu departamento y de alumnas dispuestas a chupar tu coño arrugado para que les pongas matrícula. Pues yo no te voy a comer el coño, vieja. Yo te la voy a meter a saco y, si no te gusta, te jodes.

Entendedme: no estaba yo para diálogos elaborados. Estaba cachondo y quería meterla en caliente. Dirigí la mirada a la maleta, donde se encontraban aún el spray y el consolador. Este último no me servía para nada porque ya tenía una buena herramienta entre las piernas. Pero el spray…

Lo agarré y se lo enseñé a esa furcia, cuya mirada parecía derrotada y conformista. Con delicadeza, retiré la mordaza: deseaba oírla. Ansiaba oír esa voz que a tantos había jodido la vida, ansiaba convertir su tono frío en la súplica titubeante de una colegiala frente a una manada de violadores. Comprobé que lo primero que hizo fue tomar una bocanada de aire.

Lo segundo que hizo fue agachar la cabeza y permanecer en silencio. Le pasé los dedos por los labios, por los dientes. No hizo nada a pesar de la humillación. La había entrenado bien.

-Abre bien los ojos y mírame. Te voy a hacer una serie de preguntas y, si no me contestas, te echo esto por la cara. ¿Estamos?

Asintió, con el labio inferior tiritando.

-Bien. Quiero que respondas con sinceridad, ¿eh? Primera pregunta, guapa… por llamarte algo. ¿De veras crees que tus métodos de estudio ayudan a tus alumnos o te comportas así porque eres una zorra amargada?

No me interesaba la verdad, y ella lo sabía bien. Por eso, con esa vocecita quebrada y madura, contestó en un hilo de voz:

-Porque soy una zorra amargada…

-¿Y eso?-pregunté, pellizcando uno de sus pechos-. ¿A qué se debe tu amargura? ¿Quizás al hecho de que necesitas que alguien te dé una buena polla?

De nuevo, sabía que no era así. Pero eso no impidió que me excitara cuando contestó:

-Sí. Necesito una buena polla…

-Bueno, entonces te agradará encontrar lo que tengo en los pantalones.

Con una pausa dramática, me desnudé por completo, mostrándole mi pene. Aunque no había tenido ocasión de usarlo demasiado, era consciente de que estaba muy por encima de la media. A juzgar por el terror de sus ojos, ella también lo sabía. Sabía que iba a doler.

-Es… es demasiado grande. Si me desatas, te… te la puedo chupar…

El tortazo que le di fue de antología. Conseguí que sollozara un poquito más.

-¡Y una mierda! Tú no has chupado una polla en la vida y, hasta ahora, solo me han hecho mamadas las profesionales. Estoy acostumbrado a lo mejor, así que voy a pasar del aperitivo para devorar el plato principal. Ah, y… tus respuestas no han sido muy convincentes.

Sin darle tiempo a reaccionar, le rocié los ojos con el spray, contemplé con un gran regocijo cómo cerraba los párpados y comenzaba a emitir chillidos patéticos de urraca, poseída por el dolor:

-¡Cabrón! ¡Me lo prometiste, cabrón! ¡Eres un hijo de puta!

-Grita todo lo que quieras. Así vas a morir, zorra: siendo violada, sin posibilidad de escapar. Y yo me lo voy a pasar de puta madre contigo.

Sin más dilación, le di un superlativo azote en esas nalgas delgadas, la agarré de las caderas. Apresuradamente, ignorando todo preliminar, le metí la polla en esa cueva menopáusica que llamaba “coño”. Al principio dolía por la sequedad de esa vagina que trataba de resistirse a su crudelísimo invasor. Al principio dolía, sí… pero fui venciendo esa resistencia poco a poco, restregándome contra las paredes de su vulva, aprendiendo de memoria cada uno de sus caminos. Fui metiendo un centímetro más, otro, otro… mientras esos aullidos que pedían auxilio bañaban mis tímpanos.

Cuando estuvo toda dentro, empecé a embestirla sin piedad, a penetrarla una y otra vez sin soltar ese pelo lacio y corto. Tiré con cada vez más fuerza hasta arrancarle varios cabellos, la azoté mientras mi miembro se iba endureciendo aún más. Cada una de mis violentas sacudidas provocaba un temblor, un estremecimiento, un escalofrío. El modo en que sus nalgas trataban de escabullirse, la forma en que trataba de esconder sus pezones duros para que no los viera… todo aquello me confirmó que yo era el triunfador, que aquella era mi noche de suerte.

-Mira esto, zorra-ordené, mostrándole los pelos que le había arrancado, poniéndoselos en la boca. Los mordió de manera instintiva, quizás para contener los gritos-. Eres mía en cuerpo y alma… y, cuando termine contigo, te voy a matar…

Azoté sus nalgas al decir eso, aún sin saber si me atrevería a llegar tan lejos. Sin embargo, disfruté al contemplar cómo un sudor frío comenzaba a recorrer su piel, cómo gemía en busca de un salvador que no llegaría. Mi propio sudor se mezcló con el suyo, continúe violándola sin el más mínimo decoro, sin detenerme, sin parar por un segundo. Parecía que mi cabeza fuera a estallar, pero no me importaba.

Mientras la seguía castigando, recogí la navaja del suelo y la coloqué en su cuello, rozando ligeramente esa piel pálida. Gimoteaba como una cría inmadura, y eso solo hizo que ignorara el cansancio y me la follara con más rabia todavía, pletórico. El alumno se había convertido en el maestro.

-No sirves como profesora ni como mujer, perra frígida-acusé, mintiendo, sin dejar de embestirla. Apreté con el cuchillo hasta que cayó un hilillo de sangre-. Solo sirves para que te violen, este es tu único momento de utilidad en toda tu vida. En toda tu corta y miserable vida…

-Por favor, yo… haré lo que sea…

-Ya te estoy usando para lo único que sirves. No puedes hacer nada más.

Y, dicho esto, la furia se apoderó de mí. Con un rápido tajo, le rajé el cuello.

Movió los brazos con una fuerza inusitada, tratando de taparse la herida instintivamente. Por supuesto, las ataduras se lo impidieron. Tiré la navaja al suelo otra vez, la agarré de la cintura mientras unos estertores violentos recorrían su cuerpo. La seguí penetrando mientras su garganta expulsaba su líquido vital, más duro que en cualquier otra cópula de mi vida, más ebrio de poder que en toda mi vida. Aullé, clavando las uñas en sus caderas, disfrutando de las toses sanguinolentas, de ese temblor que provocaba que la rozadura con mi polla fuera más placentera aún.

-¿Te gusta?-pregunté, humillándola por última vez. Moví mis glúteos hacia adelante y hacia atrás, azoté sus nalgas mientras su boca emitía gorgoteos impotentes-. ¡¿Te gusta cuando otra persona se aprovecha de ti!? ¡¿Te gusta que tu vida llegue a tu final solo para mi placer!? ¡¿Te gusta ser mi coño de plástico, zorra inmunda!?

No respondió, claro. Me pregunto qué pensaría durante esos últimos momentos, durante esos instantes en los que su vida llegaba a su final entre escalofríos, en una explosión de dolor y desesperación. Me pregunto si sus últimos pensamientos fueron de rabia, de tristeza o si simplemente se planteó si había valido la pena. Ni idea. Lo que sí sé es que, en unos minutos, quedó completamente inmóvil.

Seguí follándomela durante unos cinco minutos más. Me corrí dentro de su coño estéril, agarré mi semen con rabia y lo restregué contra esos ojos inertes. La humillación suprema, la falta de respeto más dolorosa. Para ella, y...

...y para mí. La excitación se desvaneció, el fuego dentro de mí se apagó. Era como... era como si algo ajeno se hubiera apoderado de mí, como si mi mitad más nociva hubiera tomado el control. Y contemplé, atónito, el resultado de mi rabia y de mi egoísmo, me llevé la mano al pecho a punto de sufrir un infarto...

Y las cuerdas se convirtieron en negros tentáculos, y tiraron de los brazos del cadáver, y lo arrastraron hacia un hambriento agujero negro...

...

Desperté entre sudores fríos, con los latidos acelerados por el final impactante de la pesadilla. Me faltaba la respiración, me faltaba el contexto, me faltaba el anclaje con la realidad. Me agarré a mis sábanas, desesperado, recordando todavía aquella violencia de la que había sido partícipe, horrorizado ante la oscuridad que había descubierto en lo más oculto de mi alma. Pero... pero era un sueño, ¿no? ¿No era solo una sublimación inocente de mis instintos depredadores?

Me consolé pensando en ello, pero... pero, por desgracia (me cuesta aún hablar de ello), la realidad era más complicada, o eso parecía. Me olvidé del asunto durante unos días, llené mi mente de fantasías más aceptables. Al menos, hasta que me llegó el correo con la calificación definitiva.

Matrícula de honor.

Abrí y cerré varias veces el mensaje, incrédulo, ojiplático. Normalmente, aquello habría sido motivo de orgullo, pero no lo esperaba para nada. ¡Ella misma me había dicho que no me la pondría! ¡¿Qué cojones había pasado para cambiarlo!?

Durante los siguientes días, mientras los alumnos nuevos iban llegando a su clase, me encontré entre mis compañeros con reacciones que me resultaron confusas e inconcebibles. No solo la toleraban... ¡les gustaba! ¡Decían que era la mejor profesora que habían tenido, la más amable y la más justa! No, aquella no era la misma maestra que conocía...

...y ahí está el quid de la cuestión, ¿no? No era la misma. No tenía ninguna prueba, pero las dudas no se atrevían a asomar por mi mente. Mi profesora había sido sustituida... y yo mismo había sido el instrumento que lo había permitido.

A pesar de que sigo sintiendo repugnancia hacia mí mismo por lo que hice y por lo que hago, la carne es débil. De vez en cuando, tengo el mismo sueño, con distintas víctimas. Aquella supervisora tan tiránica del trabajo, esa borracha que me insultó de fiesta, su amiga que me rechazó, la propia Irene que había acabado sin su preciada matrícula... todas indefensas, todas a mi merced, todas asesinadas por mi subconsciente pesadillesco.

Y todas, una tras otra, sustituidas por copias mucho más amables, mucho más complacientes, pero... ¿humanas? Y, si no lo son, ¿qué coño son? ¿Qué hacen entre nosotros?

He tratado de ahogar estas preguntas con alcohol y drogas, pero siguen acechándome. ¿Cuántas habitaciones del horror existen en nuestro mundo, cuál es su objetivo, cuántas personas habrán caído en las pesadillas de desalmados como yo?

¿Acabaré yo en alguna de estas salas?