La guinda del pastel

En su decimoctavo cumpleaños, Isabella recibe un regalo inesperado.

Isabella se miró en el espejo. Llevaba un precioso vestido negro, muy corto, con un escote que bajaba casi hasta el ombligo. Había tenido que ser muy persuasiva para conseguir que su padre accediese a comprárselo. Es mi cumpleaños , había dicho, poniendo aquellos ojos de corderito con los que solía conseguir todo lo que quería. También se había subido a unos tacones altísimos. Le estaban destrozando los pies, pero le daba igual: le hacían unas piernas de escándalo. Se recogió el pelo rubio en una coleta alta. Antes de salir de casa, su madre la miró con desaprobación. Después le dio dinero para el taxi y le advirtió que tuviese cuidado.

Sus amigas habían alquilado un local, en la calle principal del pueblo. Cuando Isabella llegó, el local parecía una discoteca más. Un montón de jóvenes entraban y salían. A la mayoría no les había visto nunca. Sus amigas eran unos años mayores, ya iban a la universidad, y le habían prometido que jamás olvidaría aquella fiesta. Las buscó con la mirada. Estaban al fondo, sentadas en unos sofás alrededor de una cachimba.

— ¡Bella! —gritó Helen al verla, y se puso de pie, haciendo gestos para que se acercara.

Isabella se abrió paso entre la multitud. La música estaba muy alta y le martilleaba los oídos. Parecía que todos estaban ya borrachos. Un joven la empujó mientras bailaba y estuvo a punto de tirarla al suelo. Ella empezó a disculparse, mientras el chico se agarraba a ella para no perder el equilibrio. Él se recreó unos segundos, pasando la mano por la parte baja de su espalda y después por su culo, llegando casi hasta el borde del vestido. Isabella se quedó muy quieta, el corazón latiéndole con fuerza en el pecho, pero entonces él la dejó marchar. Isabella respiró hondo y se acercó a sus amigas.

— ¡Cuánto has tardado! Ven, prueba esto —la animó Verónica.

Las dos tenían un brillo extraño en la mirada. Isabella ya había probado la cachimba más veces, pero en aquella ocasión tenía un olor extraño.

— ¿Qué es?

— Pruébalo, te gustará —prometió Helen.

Sus amigas se rieron por lo bajo. Isabella no quería quedar como una pringada, así que lo hizo. La primera calada hizo que se le llenasen los ojos de lágrimas, pero reprimió las ganas de toser y dio una segunda calada.

— Muy bien. Ya eres toda una mujer —se rio Verónica—. Prueba un poco más.

Isabella obedeció. Cuando terminó, Verónica le ofreció un trago de su vaso.

— ¿Qué era eso? —volvió a preguntar Isabella, pero nadie le contestó.

Mareada, se dejó caer hacia atrás en el sofá. Cerró los ojos. Ni siquiera se dio cuenta de que se había dormido, hasta que alguien la sacudió y le puso un vaso en los labios. El líquido oscuro sabía mucho a alcohol, pero no le importó. Tenía la boca seca, y el mundo empezaba a moverse muy despacio. Miró alrededor con dificultad. Sus amigas ya no estaban allí. Vio a Verónica en un lateral del local. Estaba dándose el lote con un chico. Él le había bajado el vestido hasta dejar sus pechos al descubierto. Isabella apartó la mirada y se sonrojó. A ella nunca la habían tocado así.

Notó que se le secaba la boca de nuevo. Fue ella misma la que buscó el vaso. Consiguió enfocar a la persona que estaba sentada con ella en el sofá. Era el chico de antes. Él sonrió y volvió a acercarle el vaso a la boca. Isabella bebió, sin apartar los ojos de los de él. Los colores del local se volvían cada vez más brillantes. La música ya no le molestaba, era poco más que un zumbido en sus oídos.

— ¿Cómo te llamas? —preguntó él.

Ella intentó contestar, pero se le trabó la lengua. Él se rió. No le gustó que se riese de ella, pero cuando intentó levantarse para apartarse de él, el mundo empezó a girar y se vio obligada a dejarse caer de nuevo al sofá. Aquello arrancó todavía más carcajadas al chico.

— Yo me llamo Diego. Encantado de conocerte. Pareces tan joven... ¿Cuántos años tienes?

No podía hablar. No podía ponerse de pie. Una sensación de agobio empezó a adueñarse de Isabella. La sensación empeoró cuando la mano de Diego se colocó en la rodilla desnuda de ella. No se había puesto medias. Helen y Verónica decían que era una vulgaridad. Tenía frío, y la piel se le erizó mientras la mano recorría el interior de su muslo y se deslizaba hacia arriba. Justo antes de llegar a su ropa interior, Diego retiró la mano. Isabella pensó que iba a dejarla en paz. Estaba muy equivocada. La mano del joven volvió al ataque, esta vez metiéndose en su escote. Por debajo de la tela, Diego le acarició un pecho, se lo apretó y empezó a jugar con su pezón.

— Estás tremenda —le susurró al oído con voz ronca. Algo en el tono de aquella voz provocó una sensación de anhelo en el bajo vientre de Isabella.

Los brazos fuertes de Diego la agarraron y se la colocó sobre las rodillas. Empezó a besarle el cuello, sin dejar de meterle mano. Isabella era incapaz de hacer nada para detener lo que estaba ocurriendo. Volvió a ver a su amiga Verónica al fondo. Tenía los ojos cerrados y la boca abierta, mientras su acompañante la apretaba contra la pared en movimientos rítmicos. Se dio cuenta de que estaban follando allí mismo, en el local. Verónica abrió los ojos y miró directamente a Isabella. Le sonrió. Siguió mirándola mientras el chico se hundía dentro de ella.

Los labios de Diego bajaron por su cuello, rozaron su clavícula y llegaron a los pechos. Isabella cerró los ojos con fuerza y se obligó a contener un suspiro. No podía pensar con claridad. No podía estar gustándole lo que le estaba haciendo... La habían drogado. La estaban forzando. Pero reunió las escasas fuerzas que le quedaban para abrir las piernas. Diego se dio cuenta, y se detuvo.

— Tengo que follarte como sea —le dijo muy serio, y entonces se puso de pie.

Isabella intentó protestar al verse privada del calor de su cuerpo. De pronto tenía mucho frío. Diego tiró de su brazo y la levantó sin esfuerzo. La arrastró hacia los baños. Isabella tropezaba con los tacones, pero él seguía tirando de ella, y su cuerpo le obedecía como si no le perteneciera. La metió dentro del primer habitáculo que vio, y corrió el pestillo, atrancando la puerta. El lugar era minúsculo. Sólo había un váter y un lavamanos, y apenas espacio para que los dos estuviesen de pie. Estaba muy sucio. Isabella arrugó la nariz al percibir el olor a orines.

Sin mediar palabra, Diego le plantó un morreo. Isabella se dejó hacer. La lengua del chico le recorrió la boca mientras sus manos se dirigían a su entrepierna. La rozó por encima de la ropa interior.

— Pero si estás empapada —murmuró él.

Empezó a hacer movimientos circulares con los dedos, sin apartar la diminuta braguita de encaje que se había puesto Isabella aquella noche. Volvió a besarla. Isabella gimió contra su boca y empezó a restregarse contra su mano. No sabía lo que hacía. Sólo sabía que necesitaba aquellos dedos en su interior.

— Menuda puta estás hecha —se rio Diego, pero apartó la ropa interior a un lado y enterró un dedo en su interior.

Isabella jadeó. Diego empezó a meterlo y sacarlo muy despacio, mirándola a los ojos. Isabella notó cómo se mojaba todavía más. Se había explorado a sí misma muchas veces, en la soledad de su cuarto, pero jamás nadie la había tocado así. Odiaba cómo le hablaba, odiaba cómo la trataba, odiaba que la hiciese sentir como una puta, pero al mismo tiempo necesitaba lo que él iba a darle.

Diego se bajó los pantalones. Isabella tragó saliva. Quería decirle que tuviese cuidado, que era su primera vez, pero el cuerpo no la obedecía. Él le dio la vuelta y la apoyó contra el lavabo, dejando su culo en pompa totalmente expuesto. A través del espejo podía verle la cara, deformada por la lujuria. Sin más preliminares, Diego le abrió las piernas, apuntó y se metió en ella de golpe. El dolor la atravesó durante un segundo.

— Qué apretada estás —murmuró él contra su oído—. ¿Te han follado alguna vez?

Se las arregló para negar con la cabeza. Él resopló como un caballo. Empezó a moverse. El dolor desapareció por completo, su interior se adaptó a aquella enorme polla y sólo quedó placer. Cada embestida estrellaba sus caderas contra el lavabo. El cuerpo de Isabella empezó a pedirle más. Se movió ligeramente, buscándole con la pelvis, intentando facilitar el movimiento. Pero él seguía moviéndose despacio, hacia dentro y hacia fuera, sin acelerar el ritmo.

— Dime lo que quieres, puta.

Isabella se mordió el labio.

— Dilo.

— Más —dijo ella en un susurro casi inaudible.

— ¡Dime lo que quieres! —gritó Diego, agarrándola del cuello.

— Fóllame más fuerte, por favor —suplicó ella.

Él sonrió. Hizo lo que le pedía. Isabella no pudo más y se corrió. Empezó a temblar violentamente, las rodillas se le doblaron, y si él no la hubiese tenido bien sujeta, habría caído al suelo. Se miró en el espejo. Tenía los ojos desenfocados, el vestido puesto de mala manera y el pelo pegado a la frente y el cuello, llenos de sudor. Los pechos se le movían hacia todas partes con cada embestida. Diego la miró a través del espejo, abrió mucho los ojos y se corrió. Notó el líquido dentro de ella. Él se dejó caer sobre su espalda, y permaneció así unos segundos antes de salir de su interior.

Isabella se puso de pie a duras penas. Le temblaba todo el cuerpo, tenía frío y calor al mismo tiempo. Él se subió los pantalones, se abrochó el cinturón y empezó a abrir la puerta. Antes de salir se giró para mirarla. Le tendió un pañuelo de papel.

— Límpiate un poco —le dijo, y se fue.

Isabella se colocó el pañuelo entre las piernas. No tardó en empaparse. Lo lanzó al retrete. Ya empezaba a pasársele el efecto de la droga. Decidió volver a casa. Tras tomarse unos minutos para procesar lo que había ocurrido, salió del baño y empezó a buscar a sus amigas. Encontró a Verónica y a Helen en el centro de la pista. Se acercó a ellas para avisarlas de que iba a marcharse, y entonces vio a Diego de pie al lado de Helen.

— ¡Isa! ¿Dónde estabas? —dijo Helen—. Este es mi novio, Diego. ¿Recuerdas que te hablé de él?

Sin comprender nada, Isabella miró a Verónica. Su amiga puso cara de demonio y le guiñó un ojo.

— Hoy es el cumpleaños de Isabella —siguió diciendo Helen como si nada.

Como si nada, Diego se inclinó para darle dos besos. Mientras lo hacía, una de sus manos acarició su cintura.

— Feliz cumpleaños, Isabella —dijo el chico con una sonrisa, y bajó la mirada hacia sus piernas.

Isabella siguió su mirada. Cruzó las piernas al darse cuenta de que todavía tenía restos de semen en la parte interior del muslo. Avergonzada y sin saber qué decir, salió del local y paró al primer taxi que se encontró.