La guerrera y el sátiro (Historias de Septasilea)

Leyendas de Septasilea, valerosa guerrera en la época de los Grandes Héroes de la Grecia clásica.

LA GUERRERA Y EL SÁTIRO (Historias de Septasilea)

Hace ya miles de años, en la época de los Grandes Héroes, nació Septasilea, hija de Teanargón, veterano soldado de las cruentas guerras de Priarca, y de Queanmarca, según se dice, una hermosa amazona valerosa y más fuerte que la mayoría de los hombres. Se cuenta que al nacer, se produjo un temblor de tierra y que un águila, símbolo de Zeus, se posó a escasos metros para contemplar el parto.

Las leyendas, sean ciertas o no, nos dicen que esos prodigios presagiaban que la recién nacida estaba destinada a convertirse en una valiente guerrera, una figura mitológica de la talla de Heracles o de Aquiles. Lo cierto es que los primeros años de la pequeña fueron infaustos. Su madre falleció a los pocos meses del parto y, siendo todavía una niña, su padre, fiel a Atenas, fue condenado al ostracismo por el tirano Dimaxagoras, representante autócrata del Consejo de los Cincuenta, fervientes defensores de Esparta. Rápidamente, padre e hija se vieron obligados a huir y vagar por el Peloponeso, privados de patria y descanso.

Se cuenta que Teanargón, antes de morir, enseñó a su hija a la temprana edad de 13 años las artes de la guerra, para después decirla que no había ninguna razón en el mundo por la que luchar. Aunque extrañada por tan bizarra conducta, Septasilea practicó y entrenó duramente hasta convertirse en una ágil y fibrosa muchacha, dura y peligrosa como una espada presta a ser utilizada.

Pasados unos años, Septasilea, enfebrecida por su juventud y consumida por un ardiente deseo de conseguir fama y gloria y restaurar el nombre de su familia, vagó por toda Grecia, en busca de aventuras. Pronto sus andanzas llegaron a oídos del Tirano Dimaxagoras y éste, ávido lector de obras heroicas, como Los Doce Trabajos de Heracles, informó a la muchacha de que si lograba realizar una serie de proezas, tres concretamente, volvería a ser aceptada en Atenas. La muchacha se tragó su orgullo, aceptó cumplir la voluntad del odiado déspota y se preparó para partir y cumplir las pruebas ordenadas

Lo que a continuación se narra es la primera de todas ellas, casi olvidadas ya por la Historia y las leyendas.

I

"Traerás la flauta de un sátiro"

El bosque por el que se movía Septasilea era denso y sofocante. Su yelmo corinto la hacía sudar, adhiriendo sus cabellos castaños a su rostro y cuello. Su fina túnica se pegaba por el efecto del sudor a su cuerpo como una segunda piel. La muchacha se detuvo, apoyando la lanza en un árbol mientras subía su casco y miraba a su alrededor.

¿Un sátiro? La muchacha se había decidido a explorar ese bosque dado que las leyendas situaban allí a alguno de ellos, pero Septasilea no creía en seres mitológicos ni en supercherías, y menos en la existencia de esos lujuriosos servidores del dios Pan, mitad hombres mitad carneros, con orejas puntiagudas y cuernos en la cabeza, cola de cabra y, sobre todo, con un priapismo permanente.

Por eso fue la primera sorprendida cuando contempló a uno de ellos en un claro del bosque. La descripción coincidía a la perfección. Sobe todo en la parte relativa a su falo. Septasilea se vio hipnotizado por la gruesa verga de aquel ser. Su inmenso falo parecía erecto más allá de lo humano, y su sola visión incitaba a actos lujuriosos y prohibidos.

Septasilea pensó que podía abatirle con la lanza desde su posición, pero aquello no sería honorable. Por otra parte, aquel ser no la había afligido ofensa alguna. Ella necesitaba la flauta que portaba y era su responsabilidad conseguirla sin derramar sangre si era posible.

Septasilea resopló, tragó saliva y penetró en el claro, intentando desviar su mirada del descomunal falo del sátiro. Éste la contempló mientras se acercaba.

-Oh, ¿pero qué ven mis ojos? Si es una adorable y dulce muchacha ataviada como un feroz guerrero. Sin duda, tan masculinas prendas de vestir denotan un gusto más cercano a los placeres de Lesbos que a

-Mis tendencias sexuales no son de tu incumbencia, sátiro. Quiero tu flauta.

-Mujer de pocas palabras, ¿verdad? Es una lástima. Tan bella y tan huraña. En fin… Podría dártela sin mayor problema. Tengo muchas. Pero tengo un especial cariño a ésta. Su melodía ha encantado y ha rendido a mis pies a hombres y mujeres por igual a los que he poseído y

-Ahórrate tus hazañas sexuales, sátiro. Podría acabar contigo y tomar la flauta de tus manos muertas.

Los ojos del sátiro se entrecerraron y en su boca se dibujó una sonrisa sensual. Septasilea se encontró repentinamente muy azorada y un misterioso y placentero cansancio fluyó por su cuerpo, mientras un calor sofocante impregnó todo su cuerpo. La lanza le pareció súbitamente muy pesada. El sátiro habló, lascivamente.

-Estos son mis dominios y son mis reglas. Contra los fieles de Pan no valen de nada las artes de la guerra. Sólo las del amor.

Septasilea se hallaba muy turbada y excitada. No se resistió cuando el sátiro se acercó a ella y lamió con avidez su cuello y hombros.

-Quizá deba demostrarte que no eres más que un pelele en mis manos.

La muchacha no pudo sino gemir mientras su túnica se deslizaba hasta el suelo, quedando completamente desnuda. Jadeaba, intentando controlar su respiración, cuando sintió que los dedos del sátiro separaban dulcemente los mojados labios de su sexo. Sintió su cuerpo arder al rojo vivo. Sin poder evitarlo, meneó las caderas, invitando a esos dedos a que penetrasen más en su interior. Los dedos se deslizaron por los labios externos, dando suaves vueltas sin prisa, pausadamente. Pronto, comenzaron a introducirse lentamente, acariciando los pliegues internos.

Septasilea ya no sabía si se hallaba en la tierra o en los Campos Elíseos. Cerró los ojos y se mordió los labios para no gemir. Tuvo que abrazarse al fornido sátiro para sujetarse, ya que sus piernas dejaron de sostenerla. Éste, separando los labios del sexo de la mujer, comenzó a toquetear su clítoris hinchado, variando ritmo y presión. Con su otra mano la rodeó la cintura, para sujetar a la muchacha. Las caderas de Septasilea giraban ahora, saltando y estremeciéndose, sin poder controlar las convulsiones que sufría.

El orgasmo llegó enseguida. Septasilea gritó, mientras sus flujos vaginales fluían como una catarata, mojando la mano del sátiro mientras éste la sujetaba para que no se desmoronase al suelo.

-Eres una muchacha nacida para el placer, sin ningún género de dudas. Deberías olvidar esas tontas ínfulas guerreras y dedicar tu vida a gozar

Septasilea jadeaba, sus mejillas teñidas de rubor por el orgasmo y por la vergüenza. Se soltó del abrazo del sátiro, apelando a toda su fuerza de voluntad mientras todo su ser imploraba por buscar la boca de ese ser para besarla y rendirse a sus pies y suplicarle que la poseyera como a una perra en celo.

-No he… no he pedido tu opinión… De acuerdo… ¿cuál es tu precio?

El sátiro sonrió burlonamente.

-Ah, ahora ya estamos hablando el mismo idioma. Te daré la flauta si me entregas tu virginidad. Por alguna extraña razón que no atisbo a comprender, los sátiros estamos obsesionados por la virginidad, por las doncellas y

Septasilea sonrió desafiante.

-Lamento defraudarte, sátiro, pero llegas tarde. Hace tiempo que perdí la virginidad.

-¿Y quién está hablando de tu sexo? Me refiero a tu ano. Quiero desflorarte el ojete.

Septasilea palideció.

-Pero… yo

-Vamos, eres virgen del culo, ¿no es cierto? ¿Te han follado por el ano? ¿Te han roto alguna vez el culo? ¿Te han petado el…?

-N… No. –Contestó la muchacha de forma casi inaudible. Las mejillas de Septasilea estaban rojas como la grana. No pudo evitar desviar la mirada hacia el suelo.

-Perfecto. Entonces, ¿qué dices? ¿Sí o no? Vamos, no tengo todo el día.

Septasilea meditó por un instante sobre la paradoja de reestablecer la honra de su familia dejando que se la follasen por el culo cual vulgar hetaira. Maldijo en silencio a Dimaxagoras, al sátiro y a ella misma, antes de responder.

-De… de acuerdo. Adelante.

La sonrisa del sátiro pareció salirse de su rostro. Apartó el cabello castaño de la frente de la muchacha y lo olió con deleite, antes de chupar con avidez su cuello, empapándolo en saliva. Sus rudos dedos pellizcaron los pezones de Septasilea, arrancándola un ahogado gemido. Las manos del sátiro bajaron por su cintura y rodearon sus nalgas, acariciándolas. De nuevo, el sexo de Septasilea comenzó a encharcarse.

De pronto, con brusquedad, le dio la vuelta, dejándola boca abajo. El libidinoso sátiro contempló su desnuda espalda y el comienzo de sus nalgas. Sus ávidas manos tocaron y estrujaron a placer el cuerpo de la joven. El ser masajeó los deliciosos cachetes, abriéndolos, cerrándolos, mordiéndolos, ante la inmovilidad de Septasilea, vencida y humillada.

Y acariciando y sobando rudamente esas nalgas, fue como el sátiro descubrió el ano de Septasilea, que parecía abrirse y cerrarse. El licencioso ser mojó un dedo en su boca y lo introdujo despacio, sin detenerse. La pobre Septasilea gimió, pero nada dijo. El dedo del sátiro se quedó quieto dentro de ese culo, sintiendo los calientes latidos. Pronto lo comenzó a meter y sacar aceleradamente.

Septasilea jadeaba cuando sintió repentinamente, que el depravado sátiro retiraba el dedo y apretaba su larga y gruesa verga contra su ano. Con un movimiento lento, presionó contra su orificio más estrecho, y el gran falo fue abriéndose paso poco a poco por las entrañas de la muchacha, hasta ensartarla completamente. Septasilea gemía mientras se sorprendía al percatarse de con cuánta facilidad se deslizaba la gruesa verga por su angosto agujero.

-Mmm… Un culito delicioso

El sátiro, ebrio de gozo, empezó a menear las caderas con un ritmo cada vez más frenético, mientras introducía una mano en la húmeda entrepierna de la muchacha. No tardó mucho tiempo antes que Septasilea se retorciese bajo otro fortísimo orgasmo, al que probablemente ayudó la crueldad con la que el ser pellizcaba y retorcía sus sufridos pezones.

Al poco tiempo, el sátiro le dio un par de buenas palmadas en las nalgas en el momento en que eyaculaba, llenando el interior de las entrañas de la muchacha de semen, mientras se aferraba a sus magníficas caderas. No obstante, el ritmo no se detuvo sino que continuó la brutal cabalgada.

Septasilea se hallaba completamente sin fuerzas, gimiendo lastimeramente mientras la verga, entraba y salía viscosamente de su interior. Hasta sus oídos llegaban los sordos jadeos de placer del sátiro, sus propios gemidos agudos y los húmedos golpeteos de la piel chocando contra la piel. Tras un tiempo indeterminado, sintió en sus entrañas de nuevo, una oleada de ardiente líquido viscoso. Septasilea no pudo evitarlo y llegó al clímax. Todavía empalada, volvió a venirse, con un orgasmo tan fuerte que levantó el cuerpo del sátiro sobre ella, de las sacudidas y convulsiones.

-Oh, eres muy fogosa. Sin duda la guerra no es vuestro destino, sino dar placer a otros.

-¿De… de verdad?

Septasilea jadeaba extenuada, completamente despatarrada en el suelo, hasta que sintió que un pene se posaba sobre sus labios y se restregaba suavemente por mejillas y nariz, dejando su rostro, ya de por sí húmedo de sudor, embadurnado de liquido preseminal. Con los ojos entrecerrados, como si estuviese en un sueño, la muchacha abrió la boca para aceptarlo.

-¿Te gusta tu propio sabor?

La muchacha tardó en darse cuenta que el sátiro se refería con su pregunta a que la muchacha estaba degustando el sabor de su propio ano sobre la verga del mitológico ser. El sátiro eyaculó en su interior. El semen se desbordó por labios y barbilla, e incluso la verga siguió descargando después de retirar su falo de la boca de Septasilea. Varios chorros de la espesa sustancia golpearon el hermoso rostro de la muchacha, manchando cara y cabellos.

Septasilea no abrió los ojos, sumida en una densa neblina. Su cuerpo yacía desplomado sobre la hierba, desmadejada como un títere al que han cortado las cuerdas.

Mientras la oscuridad se cernía sobre su mente, notó como la gruesa verga del sátiro volvía a posarse sobre su escocido ano e iba penetrando lentamente por sus intestinos. Por todos los dioses, ese ser era insaciable… La joven suspiró lastimeramente antes de desmayarse.

II

Septasilea se despertó lentamente. Estaba sola.

Su rostro todavía estaba embadurnado de los efluvios del sátiro, y sentía muy irritada su entrepierna y su trasero.

Intentó incorporarse, y al hacerlo, chorros de semen se deslizaron por sus muslos, resbalando como un pequeño torrente. Tenía la impresión de que su pobre ano era tres veces más grande de lo normal y lo notaba tan enrojecido e inflamado que llegó a creer que podía desprender luz. Resistió la tentación de introducir un dedo por su ojete no ya por el dolor, sino por no verse invadida de nuevo por el placer. No pudo evitar sonrojarse al reconocer que la sensación que la invadía era tremendamente agradable.

¿Era cierto lo que había dicho el sátiro? ¿No era una guerrera? ¿Sólo servía para dar y recibir placer? ¿Quizá debería rendirse a su destino? ¡No! No podía ser. Ignoraba cuál era su destino, pero ella era dueña de él. Haría de su vida lo que quisiera. Demostraría que era capaz de cumplir las tres proezas, limpiar el honor de su familia y que era capaz de vencer en combate a cualquier guerrero.

A sus pies se hallaba la flauta del sátiro. Con dificultad se agachó para recogerla y, apoyada en su lanza, pues sus piernas temblaban hasta el punto de apenas sujetarla, comenzó a caminar para abandonar el bosque.

Septasilea, extenuada, respiró hondo y se preparó para cumplir la siguiente prueba. Pero eso, como suele decirse, es otra historia

Fin de la primera parte de las Historias de Septasilea tal y como han llegado a nosotros en la versión latina de Tibuelio, traducida por Estínfalo.