La guerrera y el sátiro (Hª de Septasilea 2)

Septasilea, valerosa guerrera de la Grecia Clásica, se enfrenta a la Segunda Prueba de su particular odisea.

LA GUERRERA Y LAS AMAZONAS (Historias de Septasilea II)

"Traerás el collar de Melanira, reina de las amazonas"

I

Septasilea respiró hondo, intentado serenarse. Si quería conseguir llevar a cabo la segunda de las pruebas que el tirano Dimaxagoras la había impuesto para poder limpiar el buen nombre de su familia y levantar su condena al ostracismo, no podía permitirse ningún error.

Miró a su alrededor. La estancia en la que se hallaba se encontraba parcialmente en penumbra, iluminada por la tenue luz de unas cuantas antorchas. Se trataba del interior del templo de Artemisa, en el corazón de Temiscira, la mítica ciudad de las amazonas, las "guerreras luna", las belicosas guerreras hijas de Ares, dios de la Guerra y de la ninfa Harmonía. Una aproximación directa a su objetivo hubiese supuesto su muerte, así que había decidido deslizarse por la noche y robar el abalorio. Puede que no fuese muy honesto, ni muy heroico, pero no veía otra opción.

Septasilea dio un respingo al escuchar un crujido. Permaneció quieta mientras su corazón dejó de galopar como un potro desbocado, agazapada con todos sus sentidos alerta. Transcurridos unos momentos siguió avanzando. Pronto una idea acudió a su mente como un presagio funesto. Todo había sido demasiado fácil. Era muy extraño. ¿Cómo es que ni siquiera se había cruzado con alguna patrulla? Era casi como si

-¿Qué tenemos aquí? Una vulgar ladrona que busca robar nuestros tesoros.

Septasilea no pudo evitar gritar del susto. Tuvo que hacer un verdadero esfuerzo para no miccionarse mientras contemplaba cómo de la oscuridad numerosas mujeres abandonaban sus escondites. Su aspecto era amenazador e implacable. Sus rostros, aunque femeninos, eran duros y agresivos, e inclemente furia apenas contenida vibraba en sus miradas. Algunas iban ataviadas con armaduras ligeras de lino, aunque la mayoría no llevaban sino ligeras túnicas o directamente estaban desnudas. Todas, en cambio, enarbolaban espeluznantes lanzas. Amazonas, las legendarias antianeira, "aquellas que luchan como los hombres".

¡La estaban esperando! ¿Pero cómo…?

Varias amazonas la apuntaron con sus sarissas. La idea de luchar abandonó rápidamente su cabeza. ¿Qué sentido tenía? Eran demasiadas y sus musculosos y atléticos cuerpos mostraban claramente que las artes de la guerra no les eran ajenas. No tenía ninguna oportunidad de vencer en un combate tan desigual. Arrojó su propia lanza al suelo e intentó aparentar la mayor dignidad posible aunque interiormente estaba al borde del llanto.

Una alta mujer se acercó a ella y se desprendió de su yelmo. Su rostro era tan bello como feroz. Su cabello era moreno, y su piel bronceada y curtida, cruzada por varias cicatrices, indicaba una ruda vida repleta de combates. Se aproximó tanto que Septasilea pensó que sus pechos se rozarían si avanzaba un centímetro más. Sus ojos se posaron en su collar, una pieza metálica funcional, aunque con intrincados grabados en una escritura desconocida. La muchacha no tuvo que cavilar demasiado. Aquella debía tratarse de Melanira, su reina. Ésta jugueteó con su collar, desafiante, burlonamente.

-Tan cerca pero, a la vez, tan lejos, ¿verdad? – Melanira sonrió ferozmente.- Sin duda te preguntarás cómo sabíamos que ibas a venir.

Septasilea no contestó. No quería que su voz se quebrase en sollozos.

-¿No contestas? ¿Se te ha comido la lengua el gato?

La reina de las amazonas, de un repentino movimiento, la arrancó su túnica corta, dejándola completamente desnuda. Sus pechos se estremecieron, agitados por su jadeante respiración. A su alrededor pudo escuchar risas y voces lujuriosas.

Septasilea intentó, sin éxito, dejar de temblar. Su desnudez delante de esas mujeres la provocaba tal sentimiento de indefensión que era cómo si la propia Medusa la hubiese paralizado con su mirada petrificante. El sátiro que había encontrado hacía unas semanas tenía razón. No era una guerrera. Estaba muerta de miedo. Su primer impulso era suplicar cobardemente por su vida e implorar perdón. No obstante, estaba demasiado aterrorizada para abrir la boca.

-Eres valiente, Septasilea. Cualquier otro hombre o mujer se hallarían rogando por su vida.

-¿Cómo… cómo sabes mi nombre?

-Has sido traicionada. Dimaxagoras nos avisó de tus intenciones.

-Pero… pero ¿por qué? No entiendo

Melanira la miró casi con ternura.

-Eres demasiado inocente. Si consigues realizar las tres pruebas, su posición se verá comprometida y su poder mermará. Una simple mujer habrá humillado al poderoso autócrata, al Primero del Consejo de los Cincuenta. Comenzarán las revueltas, y los atenienses se librarán del yugo de Esparta. Dimaxagoras se ha dado cuenta de que él mismo se ha puesto una soga al cuello y no puede permitirse que triunfes en tu odisea.

Septasilea tembló, en parte por el miedo y en parte por la ira contenida.

-Por desgracia, tu búsqueda ha terminado.

La reina la apartó un castaño mechón de su frente y la acarició el rostro. Septasilea pudo ver, con asombro, cómo las amazonas respiraban agitadamente, excitadas. Incluso le pareció ver que algunas, expectantes ante algo desconocido, comenzaban a masturbarse impúdicamente.

-Ahora debes pagar por tus aviesas intenciones, ladronzuela. Deberás someterte a nuestro castigo. ¡Hermanas, comenzad!

Septasilea casi chilló cuando las amazonas la sujetaron por los brazos y la obligaron a arrodillarse. Una docena de manos la agarraron y zarandearon. Vislumbró rostros a su alrededor de piel clara y oscura, ojos amenazadores y lujuriosos y trenzas sobre hombros desnudos. Cerraron el círculo en torno a ella. La volvieron la cabeza a uno y otro lado y la separaron las piernas a la fuerza, entre estallidos de risas y ensordecedores chillidos.

Allí donde miraba no veía más que mujeres contemplándola, como feroces lobas relamiéndose anticipadamente ante la inminencia de un festín. Septasilea no pudo siquiera orientarse. Cuando la tocaron los pechos y el vientre dio un respingo y se estremeció. Septasilea sollozaba y jadeaba levemente. Antes de que se diera cuenta, la arrojaron de espaldas sobre unos cojines, con los brazos estirados y sujetos encima de la cabeza. Las mujeres se agruparon, arrodilladas, a su alrededor. Una vez más, la separaron las piernas con ímpetu y empujaron un cojín debajo de las nalgas para alzarla a fin de examinarla más fácilmente.

Septasilea sintió un entusiasmo desbordante a su alrededor. Palabras llenas de excitación iban y venían, a un ritmo vertiginoso. Los dedos se posaban sobre sus pechos. La muchacha alzó la vista hacia aquellos hambrientos ojos expectantes, asolada por el pánico e incapaz de protegerse.

Mientras la abrían completamente las piernas, sintió que un frío aceite se derramaba por sus pechos y vientre. Septasilea gimió con fuerza ante la sorpresa. Sus pezones se erizaron con dureza. La muchacha se esforzó por permanecer quieta, pero su sexo estaba desbordante. Mientras movía arriba y abajo las caderas sobre el cojín, no podía contar las manos que se aferraban a la parte interior de sus muslos. Cada roce de un dedo o una mano la enardecía más. Largas melenas se derramaban sobre sus senos y su vientre.

Septasilea volvió a jadear cuando ese tropel de manos comenzó a repartir ese aceite por todo su cuerpo, esparciéndolo firme pero delicadamente. Sintió manos acariciando, sobando sus pechos, sus nalgas, sus muslos, sus brazos y su cuello. Septasilea dio un pequeño gritito cuando unos dedos penetraron en su vagina y la sondearon, palpando su clítoris, deteniéndose en él. Los fluidos explotaban en el interior de la muchacha, que sentía cómo brotaban con un cosquilleo, al igual que notaba los dedos que examinaban la humedad.

Una mano de una amazona a quien Septasilea no podía ver el rostro, acariciaba sus nalgas y se deslizaba, ayudadas por el aceite, por el surco de su culo. Lo que temía la joven sucedió casi a continuación, cuando dos escurridizos dedos invadieron su ano. La muchacha se retorció entre las manos que la sostenían, gimiendo incontroladamente. Cerró los ojos. Su cuerpo era ingrávido, se había convertido en pura sensación.

De repente, una boca húmeda se pegó a su aceitoso pecho izquierdo. Luego, otra al derecho. Ambas mujeres chupaban con fuerza mientras otros dedos exploraban sus labios púbicos y el interior de su ano. Septasilea ya no era consciente de nada salvo la inminencia del orgasmo.

Finalmente, se sintió en el punto culminante. Su rostro y pechos palpitaban con ardor. Notó que sus caderas se tensaban en el aire, la vagina se convulsionaba e intentaba atrapar los dedos que acariciaban su clítoris.

Gritó. Fue un grito largo y ronco. El orgasmo continuaba, las bocas la libaban, los dedos la acariciaban. Le pareció que iba a flotar eternamente en ese mar de placer, de violación delicada. Pronto, una boca se pegó a la suya y sus gritos fueron absorbidos por otra.

Sí, sí, decía en silencio con todo su cuerpo, mientras la lengua de la mujer penetraba rudamente en su boca, los pechos explotaban entre mordiscos y lametones y las caderas se abalanzaban como invitando a que la explorasen más y más dentro.

Septasilea respiró profundamente y susurró. Sí, sí, os amo a todas, dijo. Pero la boca aún la besaba y nadie pudo oír esas palabras.

Al poco tiempo, la amazona dejó de besarla, pero al instante, una vagina completamente rasurada, de labios enormes y abultados, se colocó sin miramientos en la boca de Septasilea, ocupando toda su visión, al tiempo que una mano se colocó tras su nuca, obligándola con delicadeza pero con energía a que la lamiese.

La muchacha chupó el sexo sin detenerse a pensar. Comenzó a lamer su clítoris hinchado, primero con largos movimientos de lengua, luego con caricias suaves como una pluma para después redoblar sus ataques sobre el inflamado sexo.

No lo debió hacer nada mal puesto que en muy poco tiempo la dueña de aquella vagina jadeó y la boca de Septasilea se vio inundada de flujos. Mientras, su cuerpo era lamido, mordido y sobado por tantas bocas y manos como era humanamente posible acomodar.

La vagina chorreante que los labios de Septasilea recorrían recogiendo los jugos del orgasmo que la acababa de proporcionar, fue de inmediato sustituida por una nueva y demandante vulva, rubia y peluda, ya húmeda incluso antes de que la lengua de la joven se posase en ella. La sutil diferencia de sabores entre esa y la anterior, hizo a Septasilea retomar con avidez los lengüetazos profundos y amplios que momentos antes había ofrecido a su predecesora.

Los dedos en vagina y ano de Septasilea se movían frenéticamente, penetrando en el ardiente interior de la muchacha. El placer la consumía por completo. Sus brazos casi se doblaban sin fuerza. En ese momento escuchó un gemido ajeno. Sin dejar de lamer, miró hacia su izquierda y pudo ver a la reina Melanira masturbándose, de pie, cerca de ella.

Su mano entraba y salía de su sexo con un ritmo frenético. Se había despojado de su túnica y Septasilea pudo deleitarse en la visión de sus pechos perfectos. Por un momento, sus ojos se encontraron, y Septasilea creyó perderse en esa oscura mirada.

Y entonces llegó el orgasmo. La reina lanzó hacia atrás su cabeza y su largo cabello moreno pareció volar hacia su desnuda espalda. Sus piernas temblaron y por un momento, Septasilea creyó que caería. Pero no fue así. Resistió mientras las oleadas de placer la sacudían. Sus ojos volvieron a encontrarse y Melanira sonrió lascivamente.

La visión del rubor del orgasmo en su adorable rostro, de sus magníficos pechos y de su brillante sexo húmedo fue más de lo que Septasilea pudo soportar. El orgasmo la alcanzó de nuevo. La joven sintió que su espalda se arqueaba como si fuera a romperse debido al prolongado orgasmo que la sacudía. Chorros de flujo brotaron de su vagina como si fuera un surtidor, salpicando y chorreando el rostro de la guerrera que enterraba en ese momento la cabeza en su entrepierna.

-¡Oh, pero qué cochina! ¡Mirad cómo me ha puesto!

Los flujos de Septasilea resbalaban por el sorprendido rostro de la amazona, goteando. Otra guerrera palmeó con fuerza las nalgas de su compañera, riendo con ganas.

Septasilea notó cómo era levantada en vilo. Por los dioses, ¿es que no iban a detenerse? Su boca todavía rezumaba los jugos de todas las vaginas que había lamido. ¿Es que aquellas mujeres eran insaciables?

-¿A dónde me lleváis? –Gritó en voz alta, sin poder contenerse. Alzó la vista, para descubrir la solución al enigma.

Ante ella se hallaba una sonriente Melanira con un extraño artefacto adherido con unas cintas de cuero a su entrepierna. Parecía una especie de pene de buen tamaño tallado en algún material: bronce o mármol, la joven fue incapaz de distinguirlo. Septasilea nunca había visto nada igual, aunque se rumoreaba que las sacerdotisas de Artemisa, diosa de la caza, empleaban artilugios parecidos en sus sáficos rituales. La muchacha no tardó en comprender que las mujeres pretendían empalarla allí.

Con un gemido, notó que el falso falo entraba en su húmeda vagina. Sus piernas se entrelazaron en la espalda de la reina, mientras sus brazos se elevaban en torno al cuello de Melanira. La verga la llenó, provocando una nueva contracción de placer en todo su cuerpo. Empujó hacia abajo y su vulva quedó herméticamente cerrada en contacto con el falo. Los voraces labios de la reina se cerraron sobre los suyos, y su lengua invasora se apoderó de su boca mientras se balanceaba ante la inminencia del clímax.

-¡Sí, sí! –Gritó y por doquier veía los rostros arrebatados de las amazonas. Arrojó la cabeza totalmente hacia atrás. -¡Besadme! –Gritó Septasilea, abriendo la boca con avidez. La respondieron al instante, casi como si ella fuese su reina. Los labios encontraron su boca, sus pechos, sus muslos.

El orgasmo fue cegador, abrasador.

II

Septasilea abrió los ojos. A su alrededor, en la penumbra, se hallaban por el suelo multitud de durmientes mujeres, abrazadas, entrelazadas. Respiraciones pesadas y algún ronquido ocasional llegaban a sus oídos mientras un fuerte olor a transpiración y a sexo atenazaba su olfato.

La muchacha se levantó lentamente. Ninguna reacción. Las amazonas a su alrededor siguieron durmiendo a pierna suelta.

Septasilea gimió. Sus piernas apenas la sujetaban. Esta experiencia la había dejado mucho más extenuada que la del sátiro. Pensó que otro castigo más como ese y expiraría de placer. Quizá pudiese escapar, aprovechando el sueño de las mujeres.

Sus ojos se posaron sobre el dormido rostro de la reina. Sus facciones no parecían tan duras y su magnífico cuerpo desnudo, recubierto de una pátina de sudor, parecía brillar a la luz de las antorchas. Como sumida en un trance y sin pensarlo, Septasilea se inclinó y depositó un beso sobre los durmientes labios de Melanira.

Cuando se echó hacia atrás, los ojos de la reina estaban abiertos y la contemplaba fijamente.

El corazón de Septasilea casi escapó por su boca. No obstante, la reina no dio la alarma. En silencio, Melanira se desprendió de su collar y se lo tendió a la muchacha. Extrañada, Septasilea alargó la mano lentamente y lo cogió. Temía que en el último momento, la reina lo aferrase o la atacase. Nada de eso ocurrió.

-¿Por qué?

La reina sonrió y se estiró perezosamente, bostezando.

-¿Por qué? Bueno, Dimaxagoras y sus aliados espartanos nos invadieron hace unos cuantos años. Logramos rechazarles tras terribles combates, pero el coste fue muy alto. Perdimos a muchas de nuestras hermanas. Ni siquiera podemos vengarnos. Nuestro número ha decrecido, año tras año.

Melanira miró a un punto indeterminado del recinto, melancólica y triste. Cuando continuó hablando, Septasilea hubiese jurado que su voz temblaba.

-Somos un pueblo en declive, condenado a extinguirse. Quizá no lo vean mis hijas, ni las hijas de mis hijas, pero en un futuro, un ejército de hombres nos conquistará, nos humillará y nos esclavizará. Y entonces, no quedará de nosotras sino leyendas.

La reina miró a Septasilea y sonrió. Su sonrisa era tensa, algo forzada.

-Pero dejemos esos ominosos pensamientos. Como te he dicho, nosotras no podemos castigar a Dimaxagoras, pero si tú completas las pruebas y el tirano cae, esa será mi particular venganza. Por eso debes triunfar en las tres pruebas. Por eso debes tener mi collar.

La reina se detuvo y pareció dudar antes de hablar. Septasilea casi diría que estaba azorada.

-Y además… Además eres una joven muy bella, Septasilea. Es difícil no rendirse a tus pies.

La joven quedó boquiabierta.

-No sé qué decir

-No digas nada.

Los labios de la reina se cerraron sobre los de la joven guerrera y volvieron a hacer el amor.

Horas después, mientras Septasilea embarcaba hacia Argos, hacia su próxima prueba, todavía tenía el sabor del sexo de la reina en su boca.

La tercera y última prueba, era la más difícil, casi imposible. Suponía… Pero eso, como suele decirse, es otra historia

Fin de la segunda parte de las Historias de Septasilea tal y como han llegado a nosotros en la versión latina de Tibuelio, traducida por Estínfalo.