La guerrera 03

Nuestra guerrera escolta a un rico mercader a una fiesta un tanto peculiar.

No podía dormir. Llevábamos tres días descansando desde nuestro último trabajo y, en vez de estar relajada, entrenando y aprovechando para descansar, no dejaba de dar vueltas en la cama. Había vuelto a tener una pesadilla que hacía mucho tiempo que no tenía, sobre mis años de formación como asesina. Despierta en la cama mirando el techo, no podía evitar rememorar la mejor y peor época de mi vida. Me dijeron que mi propio padre me había vendido a los asesinos. En Berlinus, capital del reino de Germanien, existían varias cofradías de asesinos. Las autoridades del reino a menudo recurrían a ellas discretamente para resolver rápidamente sus problemas, por lo que las toleraban e incluso las fomentaban discretamente. Únicamente la competencia entre las propias cofradías suponía un peligro para los asesinos que las formaban.

Durante mis primeros años me utilizaron como camarera, limpiadora, recadera, cocinera y cualquier otra cosa que se le ocurriera al maestre o a alguno de los asesinos que estuvieran en ese momento en el complejo de cuevas y túneles en el que vivíamos y entrenábamos.

En cuando crecí y pude sostener una espada empezó mi entrenamiento. Sadius, el responsable de entrenar a los niños, era un tipo malencarado, enorme, gordo y con unos brazos grandes como árboles. Tenía una vena sádica y cruel que no se molestaba en ocultar con nosotros. Empezamos el entrenamiento unos veinte niños. Yo enseguida hice amistad con Luan, una pequeña pelirroja que, a pesar de las infames condiciones a las que nos sometían, siempre tenía una sonrisa alegre en la cara. También me hice amiga de Jos, al que adoraba. Tenía dos años más que Luan y yo y se había erigido como nuestro protector. Me llamaba “ardillita”, decía que trepaba igual que ellas. Nos curaba los días en que acabábamos heridas y nos animaba cuando nos ganaba el desaliento.

El entrenamiento los primeros años se centraba básicamente en mejorar nuestra fuerza y resistencia. Nos hartábamos de correr en la gran cueva que hacía de gimnasio, primero sin peso y luego con mochilas cargadas de piedras a la espalda. Acarreábamos grandes piedras de un lado al otro de la cueva para fortalecer los brazos. Escalábamos descalzos por las rocosas paredes de la cueva, aprovechando los resaltes y las grietas para fortalecer las manos y los pies. Nos sumergíamos en la pequeña y helada corriente de agua que flanqueaba la cueva para practicar natación y buceo. Según nos fuimos haciendo mayores y más fuertes la práctica con armas fue sustituyendo gradualmente al entrenamiento físico. Lanzamiento de cuchillos, tiro con arco, lucha con espada, hacha, vara de combate y cualquier cosa que pudiera usarse como arma, incluyendo todos los venenos conocidos.

Lo peor de aquella época, sin embargo, no era lo agotados que llegábamos al final del día, ni las lesiones o heridas. Ni siquiera los crueles castigos de Sadius cuando fallábamos y no cumplíamos sus expectativas. Lo peor era que cuando Sadius se emborrachaba, cosa que hacía frecuentemente, buscaba por la noche una chica para abusar de ella. El muy gilipollas consideraba que hacía un honor a la elegida, que le impartía lecciones que le servirían en la vida de asesina. Cada mañana después de sus borracheras, alguna de las chicas aparecía con moratones por todo el cuerpo y la mirada perdida. La primera y única vez que se metió en mi cama me dejó llorando, dolorida y ensangrentada. Desde aquel día Jos me acogía en su cama cada vez que Sadius bebía más de la cuenta.

Los años de nuestra dura formación iban pasando, las armas dejaron de tener secretos para todos nosotros y nuestros cuerpos se convirtieron en máquinas de matar. Sadius seguía intentando abusar de mí y yo seguía esquivándolo gracias a Jos. De los veinte que empezamos quedábamos doce, y para cuando acabamos la formación sólo éramos seis. Los catorce restantes murieron por heridas en combate o por los maltratos de Sadius.

Llegó el día de nuestra investidura. En una ceremonia a la que acudían todos los miembros de la cofradía, nos iban a proclamar a todos como Asesinos. Eso no significaba nuestra libertad. Seríamos libres para salir y llevar a cabo las misiones que nos asignara la cofradía, pero seguiríamos siendo meros instrumentos de por vida. No se nos permitiría casarnos ni tener una familia. Nuestra vida estaría dedicada a la cofradía hasta la muerte, muerte que ellos mismos nos darían si intentábamos escapar o no cumplíamos nuestras asignaciones.

Entramos los seis aprendices al salón de ceremonias, nos esperaban todos los asesinos en fila con el maestre en el centro acompañado por Sadius. Uno a uno nos arrodillamos frente al maestre para recibir las armas que simbolizaban nuestro nuevo estatus. Junto a las armas nos hacía entrega de un amuleto mágico. Nos pasaba por el cuello la cadena de la que pendía y nos explicaba sus virtudes. A Jos le entregó una magnífica espada y un amuleto que le daría fuerza y velocidad. A Luan le entregó un arco y el amuleto para hacerse invisible en la noche. A mí me entregó mis espadas gemelas y el amuleto de Astarté. Cuando me explicaba cómo hacerlo funcionar teniendo relaciones sexuales, Sadius, a su lado, se reía maliciosamente. El muy cabrón se vengaba de mí por no haber cedido a sus abusos.

Estaban entregando sus armas al último de los aprendices cuando sucedió. Por las tres entradas al salón irrumpieron un montón de asesinos matando a todos los nuestros. Luego supe que se habían aliado tres cofradías rivales para acabar con la nuestra. En el barullo que se produjo me escabullí como pude por una de las salidas. Se me llenaron los ojos de lágrimas al ver caer a Jos ensartado por la espada de uno de nuestros enemigos. No vi nada más porque corrí desesperadamente buscando una salida. Cuando llegué a la cueva donde entrenábamos esquivé a tres hombres y me lancé a la corriente de agua, buceando sin asomar la cabeza hasta el agujero por donde salía el agua. No sabía adónde conducía ni si se estrecharía en algún punto y me quedaría atrapada. La oscuridad era absoluta, el frío me hacía castañetear los dientes. Iba rebotando por el interior del túnel arrastrada por la rápida corriente. Cuando ya no me quedaba aire y estaba a punto de desmayarme llegué a una reja, afortunadamente el techo del estrecho túnel se elevaba y pude aspirar ansiosa varias bocanadas de aire. La reja estaba oxidada y decrépita y no fue difícil atravesarla, llegando a las alcantarillas de Berlinus. Estuve tres días escondida, al cuarto volví al cuartel de la cofradía. Evité los cuerpos, no quería ver los cadáveres de mis amigos. Me armé con lo que encontré y expolié el tesoro oculto que los atacantes no habían encontrado. Salí al amparo de la oscuridad con todas las bolsas de oro que pude cargar, robé un caballo y hui durante semanas. No sabía si me estaban buscando por lo que puse toda la distancia de por medio que pude. Al final me establecí en el reino de Ispanha, viví en posadas entre trabajo y trabajo hasta que encontré a Pasmaro. Ahora vivía felizmente en su cabaña, tenía un compañero que me evitaba la soledad y guardaba el tesoro enterrado bajo un árbol cerca de la casa.

Mediada la mañana llegó hasta nuestra cabaña un caballero acompañado de dos guardias. Montado en un bonito alazán, se veía enseguida que era persona de dinero, sus caras ropas y la fina espada que llevaba al costado así lo atestiguaban. Desmontó y se dirigió a mí :

—¿Eres la cazadora?

—La misma, ¿qué se te ofrece?

—Me llamo Lubis, soy comerciante de Matrit. Necesito una guardaespaldas — mientras me hablaba me repasaba con la mirada, claro que yo hacía lo mismo. Creo que los dos quedamos agradablemente satisfechos con lo que veíamos.

—No un guardaespaldas, ¿sino una?

—Sí, necesito que me proteja en una fiesta.

—¿Y por qué no lleva a sus guardias? — le fije señalando a sus acompañantes con la cabeza.

—Verás, han intentado matarme varias veces últimamente y tengo que acudir a una fiesta de la que no puedo excusar mi asistencia. Una vez al año se reúne el gremio de comerciantes de Matrit y no se permite ir armado ni llevar escolta.

Después de mirarle unos momentos le hice pasar a la cabaña. Le presenté a Pasmaro y nos sentamos a la mesa.

—He ido de escolta alguna vez a la reunión de los comerciantes, ¿han cambiado las normas? — pregunté.

—Es que esta no es la fiesta oficial, un mes antes todos los años se reúnen los veinte comerciantes más importantes y celebramos una reunión un tanto especial. Se permite llevar pareja, pero nada más.

—Explícame eso de especial.

—Es un poco vergonzoso — el hombre bajó la mirada y me pareció que se ruborizaba ligeramente —. En realidad la fiesta es un poco libertina, digamos que las esposas o maridos no están invitados.

—Necesito más detalles.

—Se contratan señoritas de compañía y el que quiere acude con su amante — le estaba costando contármelo.

—A ver si lo he entendido bien, corrígeme si me equivoco. Os reunís los veinte comerciantes más ricos para follar sin vuestras mujeres. Contratáis prostitutas o lleváis a vuestra amante y hacéis una orgía. ¿Es correcto?

—No, no, bueno sí, el que quiere, hay gente que prefiere intimidad y a otros no les importa tener público.

—¿Y mi papel sería el de tu amante?

—Sí — ahora sí que se había ruborizado —. Deberíamos … en fin, mostrarnos cariñosos para que nadie sospechase de ti.

—¿Cómo de cariñosos? — me estaba divirtiendo poniéndole en aprietos.

—Bueno, en la fiesta la gente se comporta de forma digamos … promiscua. No deberíamos desentonar.

—De acuerdo, acepto — me miró sorprendido —. Ponte de acuerdo con Pasmaro en el precio, necesitaré que me proporciones el vestido y joyas para la fiesta. Por cierto, llámame Lesath.

Le extendí la mano.

—Es un placer.

Me estrechó la mano y luego acordó con Pasmaro todos los detalles.

Tres días después, acudí con Pasmaro a la casa que Lubis tenía en Matrit. Poseía una gran casa en la zona de los comerciantes, la mejor zona de la capital excepto el barrio donde vivía la nobleza.

Nos abrió una bonita muchacha que nos guio al salón donde nos esperaba nuestro cliente. Como habíamos llegado con mucho tiempo aproveché para interrogarle sobre los atentados de que había sido objeto.

—Desde que amplié mi negocio a la importación de seda — nos relataba mientras tomábamos un té — me han asaltado en la calle, han intentado entrar en mi habitación mientras dormía y me dispararon con un arco al salir de uno de mis almacenes. Estoy vivo de milagro. Antes el negocio de la seda se lo repartían entre tres mercaderes, pudiera ser que no les agrade compartir beneficios.

—Parece evidente — contesté —. Me gustaría empezar a prepararme para la fiesta.

—Tienen a su disposición una habitación arriba. Todo lo que necesita está preparado. Isabel la ayudará.

Como si Isabel hubiera estado escuchando entró en ese momento y nos acompañó a la habitación. Sobre la cama había un bonito vestido acompañado por zapatos, pendientes y un collar. Usé la bañera que estaba preparada y luego me vestí. Como ropa interior, Isabel solo me permitió ponerme una larga camisola de gasa prácticamente transparente, con un escote de vértigo que apenas me cubría el pecho y me llegaba justo a tapar el trasero.

—Órdenes del señor — me dijo con sonrisa ladina.

El vestido era precioso, de seda verde aguamarina. El escote, a juego con la camisola, me llegaba casi al ombligo. Pasmaro me miraba alucinado. Puede que fuera la primera vez que me viera vestida de “señorita”  y, con lo extremado del vestido, sus ojos no se apartaban de mí.

Una vez terminada de vestir me maquilló y peinó, haciéndome un recogido en el pelo. Complementé las horquillas que utilizó con dos mías que podían servir como pequeños estiletes. Me observé en el espejo de cuerpo entero que había en la habitación. Tenía que reconocer que estaba preciosa, aunque era demasiado escote para mi gusto y comodidad. Si me tuviera que agachar para algo se me verían todos los pechos. Ante la complacida mirada de Pasmaro me dispuse a ocultar bajo el vestido varios cuchillos, pero Isabel me detuvo algo ruborizada.

—No se moleste. El señor me ha dicho que tendrá que quedarse en ropa interior nada más entrar.

Me dejó impactada. Sabía de qué iba la fiesta, pero no esperaba tener que pasearme prácticamente desnuda desde el principio y, encima, desarmada. Pasmaro se carcajeaba sentado en la cama. No le veía la gracia, la verdad.

—Necesito ver al señor, avísale por favor.

Después de razonar con él, me permitió ocultar uno de los cuchillos en la parte de atrás de la cintura de su pantalón, oculto por la levita. Al rato salimos de la casa con destino a la fiesta. Pasmaro aprovechó para ir en busca de libros de magia y nosotros nos dirigimos en un carruaje cerrado hacia el norte, donde oculté bajo el asiento mis dos espadas gemelas. Salimos de la ciudad y no habíamos recorrido mucha distancia cuando nos desviamos por un ancho camino, llegando a una imponente mansión en la que ya había varios carruajes. La mansión, de tres pisos, estaba toda ella rodeada por jardines, con un magnífico porche con grandes columnas en la fachada principal. Antes de bajar del carruaje advertí a Lubis :

—Siga todas mis instrucciones, yo interpretaré mi papel convenientemente, pero si le ordeno algo hágalo sin dudar.

—Por supuesto, Lesath, espero que no ocurra nada y podamos disfrutar de la fiesta.

Lubis bajó del carruaje y me ofreció la mano para ayudarme a bajar. Yo mientras iba meditando en cómo pensaría mi cliente “disfrutar” de la fiesta.

En la entrada esperaba un tipo enorme con un traje a punto de reventar en las costuras. Grande como un roble, se inclinó ante mi cliente y me examinó detalladamente con la mirada.

—Bienvenidos, deben pasar a la habitación que hay a la izquierda para que la señorita se ponga cómoda, señor. Pueden reunirse después con los demás en el salón principal o en el jardín.

Siguiendo las instrucciones fuimos a la habitación indicada y me despojé del vestido. La ridícula ropa interior no ocultaba nada de mi anatomía, dejando mis senos y mi depilado pubis expuestos a las miradas de cualquier invitado. Lubis no pudo evitar sonreír al verme. Me tapaba más el collar que la camisola transparente que me cubría.

—Eres una mujer preciosa, voy a ser la envidia de todos.

—Adulador.

Me ofreció el brazo y nos dirigimos juntos al salón.

—Intentemos no salir al jardín, será más fácil controlar a todo el mundo en el interior.

Mientras le susurraba mis instrucciones examiné el salón. Lo ocupaban unos quince invitados, casi todos hombres acompañados por mujeres con vestuario parecido al mío. Había también tres o cuatro hombres semidesnudos, seguramente acompañantes de algunas comerciantes. En un rincón del salón había una pequeña orquesta formada por hombres y mujeres desnudos, como desnudas estaban también las bailarinas que actuaban junto a la orquesta.

Lubis, con su mano en mi cintura, saludo y me presentó a varias personas, que respondieron educadamente. Me sorprendió que, a pesar de mi desnudez, correspondieron a la presentación besando mi mano y tratándome como a una dama. Me desconcertó el saludo de una de las mercaderes, Eva, que me acarició la cadera suavemente recorriéndome lujuriosamente con la mirada. Debía tener unos cuarenta y cinco años muy bien llevados. Delgada y todavía atractiva.

—¿Cómo se llama tu pareja? Es encantadora, Lubis — dijo la hermosa mujer sin dejar de mirarme—, quizá luego podamos conversar más a fondo.

—Se llama Marie, y será un placer hablar luego contigo — Lubis la contestó mientras yo mantenía una actitud tímida.

—Es una perra — me susurró Lubis cuando Eva se retiró —, es una de las importadoras de seda, implacable en los negocios.

Estuvimos un rato charlando con la gente y bebiendo vino servido por preciosas camareras, desnudas salvo por unas pequeñas braguitas. Algunas de estas en vez de vino llevaban pequeñas porciones de comida que se podían comer de un bocado. Era una nueva moda que resultaba muy útil si no querías sentarte a disfrutar de una cena formal. Yo intentaba observar a todo el mundo sin que se notara, precavida por algún posible ataque contra mi cliente. En algún momento entraron dos camareras llevando pequeños braseros encendidos que depositaron en un extremo del salón, volutas de humo salían de las brasas.

—¿Qué es eso, querido? — pregunté a Lubis.

—Opio, lo usan en oriente. Ayuda a relajarse y perder las inhibiciones — Lubis había metido la mano bajo mi camisola y me acariciaba la cintura directamente sobre mi piel.

Una camarera se acercó y nos ofreció la bandeja que portaba con varias copas, había observado que se había dirigido directamente a nosotros al entrar al salón. Lubis cogió una y yo rehusé mientras examinaba detenidamente a la camarera. No encontré nada extraño en ella, quizá más musculosa de lo normal. Fue al darse la vuelta cuando observé cicatrices en su espalda disimuladas con maquillaje.

—Me apetece vino, cariño — le arrebaté la copa cuando se la llevaba a los labios, Lubis me miró sorprendido pero ante mi mirada seria comprendió.

—Por supuesto, esperaré a otra camarera.

Recorrí el salón con la mirada buscando a la chica pero se había esfumado. Disimuladamente vertí el contenido de la copa en una maceta. Mi pareja me miró con agradecimiento y nos dirigimos a disfrutar del espectáculo de baile que comenzaba en ese momento.

Había salido doce bailarines, mitad hombres y mitad mujeres que empezaron a danzar con la sensual música que la orquesta tocaba para ellos. La danza no parecía nada espectacular, los bailarines se movían lentamente agrupados por sexo. Cada poco tiempo uno de los hombres ofrecía la mano a una de las mujeres y bailaban entre ellos. Con lánguidos movimientos se acariciaban, aproximaban sus labios, juntaban sus caderas. Sin parecer nada del otro mundo la danza era tremendamente sensual y excitante. La mano de Lubis acariciaba mi cintura subiendo por mi costado, llegando al lateral de mi pecho y bajando hasta el nacimiento de mis nalgas. No sé si era la danza, las caricias que recibía o el opio consumiéndose en el salón, pero me estaba excitando considerablemente. Pronto la mano de mi pareja homenajeó suavemente todo mi trasero.

Intentando estar alerta miraba a mi alrededor. No contribuía a serenarme ver como otras parejas se estaban metiendo mano descaradamente. Algún caballero ya había prescindido de la chaqueta y besuqueaba su pareja. Eva, la comerciante que me deseaba, magreaba las pequeñas tetas de una pequeña y linda jovencita que la sonreía desnuda ya completamente.

Cuando acabó la danza Lubis me llevó hacia una zona en la que había sofás y mesitas bajas.

—¿Nos sentamos, Marie?

—Como digas, cariño.

Se sentó en un extremo del sofá y, cuando iba a sentarme a su lado, me sujetó por la cintura y me colocó de lado sobre su regazo.

—Tienes que parecer mi amante, recuérdalo — me susurró al oído.

Yo me di la vuelta sobre él para orientar mi vista al salón y le pasé los brazos por el cuello. El sinvergüenza parece que quería sacar provecho al costo de alquilar mis servicios, y la verdad es que cada vez me parecía más atractiva la idea. Lubis me mordisqueaba el cuello y me acariciaba la espalda y las piernas bajo mi transparente ropa interior, llegando su mano a palpar mis nalgas sin pudor. Eva llegó con su amiga y se sentó junto a nosotros, sentándola sobre sus rodillas frente a mí. Me estaba costando un mundo mantenerme serena y no dejarme llevar por completo, pero allí estaba, sentada en las rodillas de mi apuesta pareja frente a la bonita chica que se sentaba en las rodillas de Eva. Dos putitas sobre sus amantes.

—Parece que estás disfrutando de la fiesta, Lubis, pero tu compañía está más vestida de lo que debería.

—Como siempre estás acertada, querida — me levantó los brazos y me quitó la camisola. Aunque no ocultaba nada me sentí más vulnerable y expuesta.

Lubis siguió acariciando mis nalgas y ahora también mi abdomen. Eva acariciaba a su chica y también mis piernas, subiendo despacio por la parte interior de mis muslos. La mano de Lubis subía haciendo círculos por mi tripa hacia mis senos. Yo no tenía claro si permitir todo esto pero mis piernas se abrieron solas, dando permiso tácito a Eva para llegar a mi centro. Cuando sus dedos rozaron mi rajita di un pequeño salto en el regazo de mi pareja que provocó las risitas de Eva y Lubis.

—Es una niña preciosa Lubis, me encanta su inocencia — si ella supiera —. Bésala pequeña.

Su chica me agarró la cara con sus manos suavemente y se inclinó hacia mí dándome un dulce beso en la boca, al ver que no me apartaba repitió el gesto lamiéndome los labios. Cuando la mano de Lubis llegó a mis senos abrí la boca con un gemido y la pequeña aprovechó para deslizar su lengua entre mis labios. Los dedos de Eva se apoderaron de mi coñito frotándolo de arriba abajo, mi lengua buscó la de mi compañera compartiendo mi cálida saliva. En ese momento dejé la actitud tímida a un lado y cedí al disfrute que me procuraban.

Lubis acariciaba mi culo y me magreaba las tetas apretando mis pezones, Eva tenía dos dedos introducidos en mi coño masturbándome con otro dedo el clítoris entre mis piernas abiertas, y la pequeña me besaba fervientemente acariciándome la cara y el cuello.

—Tu putita tiene un cuerpo precioso y es muy apasionada — le dijo Eva a Lubis. ¿Me la alquilarías un fin de semana?

—Marie no es una puta, Eva. Es una buena amiga mía con gustos … particulares. Te agradecería que la trataras con respeto.

¡Qué lindo! Me tenía sobre sus rodillas desnuda, magreada, morreada, masturbada y con el coño chorreante y se preocupaba por mi reputación.

—Oh, discúlpame Marie, quizá podamos hablar tú y yo más adelante. De momento, ¿te parece bien lo que te hago, cielo?

La muy zorra se estaba cachondeando de mí, sabía que me tenían entre los tres al borde del orgasmo y que la daría todos mis ahorros solo para que no se detuviera.

—Bien … sí … bien … sigue — gemí.

—Eso me parecía — se reía entres dientes.

Yo intentaba mantener los ojos abiertos y vigilar nuestro entorno. En el sofá de enfrente una chica cabalgaba a un viejo mercader mientas otro más joven la perforaba el trasero. A su lado una morena arrodillada masturbaba con sus enormes tetas a un calvo de mediana edad. Más allá una comerciante recostaba sus tetas sobre una mesa mientras un joven la sujetaba las faldas y la embestía por detrás. Otro chica, arrodillada en el suelo, se la mamaba a dos hombres a la vez.

Cerré los ojos cuando me asaltó un fabuloso orgasmo. Entre los tres me habían llevado a la cúspide y me mantenían allí los dedos de la zorra de Eva, que no dejaba de frotarme suavemente el coño.

—Otra vez — me dijo mirándome a los ojos —. La mano — le dijo a su pequeña.

La pequeña mano de la niña reemplazo a la de Eva y se introdujo repentinamente en mi coño. ¡Entera! La giraba dentro de mí llegando a todos mis puntos sensibles. Las manos de Eva se adueñaron de mis pezones dándome dolorosos apretones que se convirtieron en placer para darme otro magnifico orgasmo, que me dejó desmadejada en el regazo de Lubis.

—Cuando quieras repetir, cariño, ven a visitarme. Te enseñaré a ser una buena putita. Lubis sabe dónde vivo — Eva se levantó y se fue con su chica, yo todavía intentaba procesar lo que me había dicho y recuperar el aliento.

Lubis se removió debajo de mí, seguramente la erección que notaba bajo mi trasero le estaba doliendo.

—Marie, preciosa — me susurró — ¿podrías … ya que estamos … es decir … te importaría …?

Me incorporé sin dejarle terminar y tiré de él para que se levantara. Le situé de forma que pudiera seguir vigilando el salón y me arrodillé delante de él. Le desabotoné la bragueta y saltó ante mis ojos una durísima erección. No le bajé los pantalones para no delatar el cuchillo que llevaba en la cintura. Le pajeé unos momentos antes de lamerle de abajo a arriba varias veces, para meterme la polla en la boca a continuación. Subí y bajé varias veces mis labios por su miembro mientras me masturbaba con una mano. Le empujé de su trasero para meterme más profundamente la polla en la boca y, a continuación, le hice la mamada de su vida. Lubis gruñía mientras me ocupaba de él y yo estaba cada vez más excitada. Mis dedos ya habían ocupado el agujero de mi coñito y estaba a punto de correrme de nuevo.

—Es increíble, Marie. Nunca me habían hecho esto así — jadeó.

Su polla empezó a palpitar anticipando su orgasmo, con la mano libre la agarre por la base mientras culminaba la mamada. La saque de mi boca justo cuando salía el primer chorro de semen. Dejé que se corriera en el suelo, no sé muy bien por qué pero no me apetecía tragármelo allí en la fiesta. Mientras él terminaba de correrse, mis dedos me llevaron también al clímax. Apoyé la cabeza en su cadera mientras disfrutaba de mi orgasmo, hasta que el deber me obligó a levantarme y no relajarme demasiado.

—Quizá deberíamos ir a lavarnos — me dijo.

Cuando llegamos al baño él quiso ir a otro pero no se lo permití.

—Estoy casi segura de que han intentado envenenarte, no debes separarte de mí. Entra conmigo.

Nos limpiamos los dos rápidamente. Parece mentira pero aún después de lo que habíamos hecho nos daba reparo hacerlo uno delante del otro. Salimos y nos unimos a la fiesta. Estuvimos otra hora más hasta que a Lubis le pareció correcto retirarnos. Se despidió de las personas que quedaban y fuimos a la habitación donde había dejado la ropa para vestirme. Por el camino observé a un tipo grande y malencarado que salió de la mansión rápidamente. Me vestí rápidamente, sin ropa interior, y salimos. Pasé un brazo por la cintura de Lubis para tener fácil acceso al cuchillo.

—Espera unos segundos cuando nos abran la puerta antes de salir — le susurré. Algo me da mala espina.

Cuando nos abrió el mayordomo Lubis se entretuvo abrochándose la levita y yo aproveché para coger el cuchillo ocultándole en la muñeca. Mi pareja me cedió el paso y salí primero. En cuanto salió Lubis nos dirigimos al carruaje que nos esperaba. Al pasar junto a una columna salió el tipo malencarado con una enorme daga en la mano, se lanzó a por mi protegido con la daga por delante. Me adelanté a él empujando a Lubis a un lado poniéndole fuera de su alcance. Con el amuleto cargado a tope en la fiestecita no supondría problema un solo atacante. Debería haberle puesto la zancadilla, pero con el vestido no era posible, en vez de eso me interpuse en su camino acercándome a él. Logró detener la puñalada que iba a por sus riñones pero no contó con el cabezazo que le rompió la nariz. Yo creo que me dolió más a mí que a él. En el lapso en que estuvo aturdido liberé el brazo con el que empuñaba el cuchillo y se lo clavé en el cuello. La sangre salió a chorros. Rápidamente agarré del brazo a Lubis y le conduje al carruaje, abandonando el cuchillo para no perder tiempo.

—¡Rápido! A casa — ordené al cochero.

Me armé con mis espadas y oteé todo el recorrido a través de las cortinas que cubrían las pequeñas ventanas pero, afortunadamente, no tuvimos más problemas y llegamos a la casa sin contratiempos. Lubis me acompañó a mi habitación y me agradeció profusamente el que le salvara la vida. Quedamos en reunirnos al día siguiente en el desayuno.

—Hola Lesath, ¿qué tal ha ido todo? — me preguntó Pasmaro nada más entrar. Estaba esperándome leyendo un nuevo libro de magia.

—Como era de esperar, un par de intentos de asesinato. Nada extraordinario.

—¿Y la fiesta, lo has pasado bien? Cuenta, cuenta.

—Te hubiera encantado, perfecta para un pervertido como tú.

—Siempre me pierdo lo mejor — me dijo haciendo un puchero — espero que hayas pensado en mí.

—Mañana te lo cuento, ahora solo quiero dormir.

—Vale, pero para que veas que yo sí he pensado en ti te he comprado un regalo — me enseñaba un paquete envuelto.

—¡Qué bien! Dámelo.

—Todavía no, antes tenemos que negociar las condiciones.

—¿Qué condiciones? — yo mientras dejé las joyas sobre una mesa y me despojé del vestido quedándome desnuda y tumbándome en la cama.

—Verás, he perfeccionado lo último que aprendí — empezó a murmurar y a mover los dedos de las manos.

—¿Y eso qué tiene que ver?

No había terminado de preguntarle cuando sentí en la cintura como si muchas manos me acariciaran y apretaran. Según Pasmaro movía las manos, la sensación en mi cuerpo cambiaba, noté un pellizco en un pezón y que varias manos me hacían cosquillas en mis costados.

—¿Qué haces, maguito?

—Solo te demuestro mis nuevas habilidades.

Yo me retorcía en la cama dominada por las cosquillas. Las sensaciones iban cambiando, amplificándose hasta hacerse casi insoportables.

—Para, por favor, no aguanto las cosquillas.

Pasmaro seguía murmurando y yo retorciéndome como una lombriz.

—Para, no puedo más, para — rogué.

Pasmaro movió los dedos más rápido, las cosquillas eran tan intensas que creía que iba a desmayarme.

—Para, Pasmaro, no sigas, haré lo que sea, pero para — jadeé entre retorcimientos.

—¿Lo que sea?

—Sí, pero por favor para ya, te lo suplico.

—¿Lo que sea de verdad?

—Sí, sí, para ya.

Pasmaro dejó de mover las manos y las cosquillas cesaron. Intenté recuperar el aliento cuando me dio el paquete que me había comprado.

—A partir de ahora entrenarás por la mañana con la ropa que te he comprado. Espero que te guste. Y por cierto, creo que ya no tendrás que despertarme para que me levante temprano.

La sonrisa malévola que tenía no presagiaba nada bueno. Desenvolví el paquete y examiné el contenido. Consistía en un minúsculo pantalón de cuero que no me taparía ni medio culo y, para la parte de arriba, una extraña combinación de cintas de cuero que escasamente cubrirían mis pezones.

—No puedo ponerme esto, es como si fuera desnuda — alegué.

—De eso nada, tapa lo más importante.

—Pero …

—Pero nada, te recuerdo que dijiste “lo que sea”. Para que veas que soy buena persona permitiré que solo lo uses durante treinta días.

—Tú lo que eres es un pervertido.

—Si, eso también — me dijo con una sonrisa de oreja a oreja.

Lo pensé unos momentos pero al final me rendí.

—De acuerdo, un trato es un trato.

—Hasta mañana Lesath, duerme bien — me dijo acomodándose a mi lado.

—Hasta mañana Pasmaro, tú también.

Y con una pequeña sonrisa en mis labios me dormí.