La guerra de los mundos

Un mundo distópico

IN FRAGANTI

Cruzo el portón de salida sin detenerme a pensar. Atrás quedan tres años de soledad y crecimiento, de ausencias y aprendizaje. Un paréntesis en mi vida para que las barajas se acomoden y poder dar de nuevo.

Un aprendizaje doloroso pero necesario, tres años donde los códigos valieron más que la vida y la amistad menos que la lealtad. Un duro camino hacia la comprensión de las cosas y la verdadera dimensión de la realidad. Tres años de traiciones y deudas por cobrar.

Tengo las cosas claras y muy poco de lo que arrepentirme, pero aún así no quiero sentir nostalgia, aflojar ahora me haría fracasar.

El auto me está esperando afuera tal y como me lo prometieron, saludo al conductor que dice llamarse Fermín y me introduzco por la puerta trasera sin darle ninguna instrucción, el sabe donde debe llevarme. Adentro encuentro un maletín con dinero, tarjetas de crédito y débito a mi nombre y los documentos actualizados, DNI, registro automotor y pasaporte.

Llegamos al hotel y reconozco que han tenido buen gusto, se trata de un establecimiento boutique, en un sitio discreto de un barrio residencial, bien conectado con el resto de la ciudad. Me registro, me informan que en el estacionamiento han dejado una SUV mediana y me entregan las llaves con los documentos a mi nombre.

Mi sacrificio ha valido la pena, hoy soy más fuerte y tengo menos prejuicios, la tarea que me espera no admite dubitaciones. Han cumplido y estoy conforme, solo un par de escollos me separan de mi último objetivo y los pienso apartar de mi camino más pronto que tarde, ahora me toca descansar, ella puede esperar, su traición es una deuda por cobrar.

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-. Uff, mierda... que está pesado el carro...hoy la cosecha ha sido buena, espero que el turco se ponga contento y me libere de currar el fin de semana, tengo mucha tarea para la profe de Matemáticas y necesito la nota para asegurarme la materia y tener el verano libre. Necesito mucho tiempo para tratar de cambiar de trabajo y abandonar esta vida de mierda. Pero… ¡Puta madre!… con la lluvia, las calles de tierra están imposibles.

Tirando como una mula del desvencijado y precario carro con el que salí a juntar cartones, ingresé a las embarradas y miserables calles de mi barrio. Mis amigas del centro comercial me habían guardado, -a escondidas de los patrones-, todas las cajas abiertas de las recién llegadas importaciones y había logrado juntar lo que normalmente me lleva una semana.

Me conocen desde pequeño, desde la época en que los políticos incapaces llevaron nuestro país a una nueva crisis y dejaron tanta gente sin trabajo, empujandolos a la miseria y a vivir de la basura, como ciudadanos de segunda clase.

Años en los que pasé de mendigo a cartonero, de ser un flacucho a convertirme en grandote y musculado. Años que me borraron la inocencia a fuerza de pelear por un lugar para sobrevivir.

Me han visto crecer y convertirme en lo que soy ahora, sin haber pedido jamás un centavo de limosna, desde que pude valerme solo, ni haberle faltado el respeto a nadie. También sé que más de una, viendo lo bien que he crecido, me tiene ganas y lo aprovecho. Haciéndolas sentir bien con mis sonrisas y piropos, ellas me juntan lo que necesito.

El resultado es que, entre todas, me guardan los cartones que a sus patrones en su miseria, les gustaría vender por centavos, en lugar de regalarlos a quien los necesita para llevar el pan a su casa

Encima llevaba sobre el carro a mis agotados hermanitos. Luis de díez y Daniel doce años ya me ayudaban con la recolección al salir de la escuela, pero el trabajo de hoy los había superado físicamente, dejándolos agotados.

Juntábamos para el turco, un matón que nos alquilaba la casilla y se cobraba con mi trabajo, ya que Juan, el borracho compañero de mi madre, solo servía para hacerle hijos y que gracias a ello, cobrara la asistencia social, con la que apenas comíamos.

Encima, ahora estaba obsesionado en que se embarazara Lucía, mi hermana mayor, para aumentar la entrada de dinero con el subsidio de ayuda a mujeres embarazadas sin pareja. Menos mal que mi hermana se empastillaba para evitarlo, sin que él lo supiera.

El animal no entendía que esas ayudas nos envilecen cada vez más y nos hacen dependientes del demagogo de turno. Con tal de que no le falte el vino y no trabajar, hacia cualquier cosa, hasta prenderse en las marchas de apoyo o en contra de quien sea, con tal de que le den el vale para la despensa.

Y esa cultura prendía cada vez más entre la gente pobre. Hoy en día, los populistas de turno inventan subsidios nuevos cada semana, sobre todo si se acercan las elecciones. Y la gente votaba pensando en su bolsillo, la amenaza de que se los quiten si perdían, aterrorizaba a los pobres. La cultura del trabajo ha sido destruída a fuerza de abusos y corrupción

Las mujeres parían desde los dieciséis años un niño tras otro, sin importar quien fuera el padre, muchas veces alguien de la propia familia. Es que de noche son seis o siete durmiendo sobre el mismo colchón, en una precaria vivienda de chapa y cartón de 4 metros por 4 metros. Y en la oscuridad, mezclados padres, madres hermanos y hermanas pasa de todo. Uno escuchaba los gemidos y se tapaba la cabeza para seguir durmiendo.

Luego llegaba el invierno y el frío se encargaba de acomodar los tantos, borrando de la vida, decenas de niños pequeños mal alimentados en su casa y mal atendidos por los desbordados médicos que trabajan en los hospitales públicos, faltos de toda infraestructura. Muchos de ellos, ni tenían esa posibilidad y sus huesitos yacen bajo los pisos de tierra de sus humildes viviendas.

Dejé a mis hermanitos en casa y me dirigí a lo del turco que quedó encantado con la cosecha, liberándome hasta el lunes. Al retornar a mi casilla, crucé por la canchita para acortar el camino, -son pasillos mas angostos por donde no pasa el carro- y me crucé con los muchachones más grandes, que controlaban las callejuelas ostentando sus grandes motos, muchas de ellas robadas.

Soporté con una sonrisa su burla habitual de todas las tardes por mi empeño en ganarme la vida trabajando, cuando ellos eran ricos vendiendo paco. Me dejaron pasar sin problemas, sabían por qué yo no lo hacía. Ver morir a mi hermano mayor de sobredosis me había vacunado contra todo lo que fuera droga, y ellos en el fondo, me respetaban por eso.

La mañana siguiente bien temprano y más descansado, me dirigí al club de la zona donde entrenaba, el lugar donde los veteranos del barrio, inculcaban el deporte como escape a la angustia de la droga. Un lugar donde nunca faltaba un plato de comida para el que pasaba hambre, ni una palabra de aliento ante la desesperanza.

Veteranos campeones de boxeo con origen en el barrio, junto a algunos profesores de artes marciales retirados, armaron un dojo para la practica de MMA y boxeo. Entrenamientos severos y disciplina ferrea forjaron mi personalidad e hicieron que odiara la miseria de la mejor forma, buscando una salida digna.

El club era el único lugar cercano donde poder pegarse un baño, en el barrio solo contabamos con una canilla por bloque para juntar agua y un pozo séptico comunal donde se volcaban, un par de veces por día, los residuos humanos que se juntaban en un bañito anexo a la casilla. Cuando se llenaba, pasaba un camión contratado por el turco y lo vaciaba, haciendo caso omiso a las sorpresas que solía ocultar su gran tapa de madera.

Esa mañana, llegué con un bolso de ropa limpia, trabajé en la bolsa media hora, me pegué una ducha y me disfracé de persona, tomé el celular robado de última generación que había comprado en el barrio, y fui a realizar el trabajo de la profe a casa de Marta, una de mis compañeras.

Vivía a pocas cuadras de distancia física, pero a años luz de distancia social. Ella y sus tres mejores amigas eran las únicas del curso que aceptaban recibirme en su casa, a las demás les pesaban demasiado mis orígenes

Mi amiga era un pimpollo que recién empezaba a abrirse para lucir sus mejores galas, hermosa de cara, pelo negro y ojos claros, a sus dieciseis años insinuaba el despuntar de una hermosa hembra en formación. Pero evitaba soñar con ella, con dieciocho años recién cumplidos, no deseaba problemas con una menor tan lejana a mi condición social.

Bastaría una denuncia, real o ficticia, para meterme en problemas debido a los antecedentes que ya tenía en la policía,- la mayoría inventados para justificar estadísticas-. Y mi vida no podía sufrir más demoras.

Llevaba dos años de atraso en mis estudios. Cuando terminé la escuela primaria y le cortaron el subsidio por estudio, mi madre me mandó a mendigar para el turco para pagar el alquiler. Parábamos en cualquier semáforo con una de las mujeres que trabajaban para él, simulando ser nuestra madre, y mientras ella acunaba a un bebe prestado y lo suficientemente sedado, nosotros íbamos de coche en coche, pidiendo una moneda. Por las tardes me subían a un carro y ayudaba a juntar cartones.

Recién después de dos años, con el físico más desarrollado, pude negociar con el turco para que me facilite un carro propio para cartonear por la tarde y empezar la secundaria de mañana. El único lugar donde me sentía humano.

Grandote, de piel trigueña como mi madre y ojos verdes como vaya a saber quien, inspiraba confianza en un ambiente guiado por las apariencias, y hacía que algunas compañeras como era el caso de Marta y sus tres amigas, quisieran pasar algún tiempo conmigo, a pesar de conocer donde vivía.

Mi compañera ocultaba a su estirada madre mi lugar de residencia y eso, sumado a mi apariencia física, lograba que me recibiera en su casa sin poner objeciones.

Bea, al igual que Marta, era una mujer hermosa. Una hembra de treinta y seis años de mirada arrogante, típica de mujeres de nuevos ricos, que discriminan a los demás olvidando sus orígenes. En cambio su esposo, era un hombre amable y bonachón de cincuenta años, CEO de una multinacional, que había subido como la espuma.

Blanca de piel, pelo negro y ojos azules, destilaba sensualidad y belleza, invitando a amarla hasta morir, en cambio sus tremendas tetas, la cintura de avispa y el culo de infarto, invitaban al delito mas atroz.

La tremenda mujer aceptaba mi visita con una sonrisa, viendo el entusiasmo de su hija por mi compañía, pero fruncía la nariz ante muchos de mis modales.

Cuando llegaron todas mis compañeras, pasamos al comedor, donde trabajamos todo el día, logrando al fin terminarlo ese mismo sábado, aunque bien entrada la noche, razón por la cual, nos invitaron a participar de un asado, que se celebraría en su casa con un grupo de parientes y amigos de la familia, entre ellos la hermana de Bea y su esposo José.

Si lo que había entre mi casa y la de Marta eran abismales diferencias sociales, la diferencia entre Bea y su hermana era una infinita confusión de genes. La pobre mujer tenía de gordita e insulsa, todo lo que Bea de belleza provocadora. Para colmo, esa noche estaba radiante, lucía un escotado vestido entallado hasta la cintura y falda con vuelo a medio muslo, que quitaba el aliento. Tampoco se me escapó la lasciva mirada que le echó su cuñado José, un individuo delgado con cara de buitre y pinta de chulo, que me cayó como el culo de entrada.

La casa tenía un gran espacio parquizado con piscina y vestuario, en el fondo del terreno. También contaba con una parrilla frente a un mesón con bancos de madera, que fué el lugar donde se desarrolló la cena.

La comida estuvo divertida y mientras el resto de la familia se organizaba en grupos de tertulias varias. el padre de Marta, encargado del asado, se pasó con el vino, quedando derrengado sobre una tumbona,

Aprovechando que mi amiga estaba entretenida hablando cosas de mujeres con su tía y sus amigas, me dediqué a recorrer el parque, soñando en que algún día pudiera vivir en un lugar así.

Estaba distraído, caminando por el contorno de la piscina deleitado por los arabescos de los pequeños mosaicos, cuando me llegaron desde la cabaña, los inconfundibles sonidos que escuchaba cada noche en mi casilla.

Me acerqué discretamente a la ventana y mi polla casi revienta mis pantalones, Bea estaba echada boca arriba sobre una robusta camilla de masajes, con la cabeza de lado, el vestido hecho un cinto y las piernas sobre los hombros de José que tenía la cabeza enterrada entre las piernas de la morocha.

Saqué mi móvil y me puse a grabar el material que sería motivo de mis pajas por los próximo siglos.

Cuando José se sintió satisfecho, trepó por su cuerpo y de un golpe de cadera le enterró la polla hasta las pelotas, provocando un sonoro quejido de la infiel. La dejó descansar un par de minutos y se la empezó a follar despacio, aumentando el ritmo poco a poco, al rato, ya la empotraba desesperado, mientras le chupaba sus grandiosas tetas.

-. Aghh...Que buena estás puta… cada día... me gustas más.

-. Calla y apúrate, estás tardando demasiado, nos van a pescar.

-. Mejor... así el borrachin... y la estupida de tu hermana... aprenden como se folla.

-. ¿De tí?, no me hagas reir.

Diez minutos después y cuando ya estaba por tener un orgasmo sin tocarme, escuché a Marta que me llamaba desde la otra punta del parque y se me ocurrió la divertida idea de joderles el polvo. Lejos estaba de imaginar la consecuencia de ese acto.

-. ¡ ALDO..VEN AQUÍ !...¿QUE HACES ALLI SOLO? ...Gritó Marta

-. ¡ YA VOY… ESTABA DISFRUTANDO DEL PAISAJE !... Le contesté a los gritos, bien pegado a la ventana mientras aguantaba la risa.

No había avanzado ni veinte metros, cuando el chulo salió disparado tratando de interceptarme. Al llegar a mi lado, me tomó del brazo de mala forma para detenerme y tratar de hablar conmigo.

Si a algo estaba acostumbrado en mi vida de mierda, era a no dejarme impresionar por matones de cartón. Le tomé su mano por el dedo mayor y retorciéndolo hacia arriba me liberé de su acoso, observando a Bea que me miraba espantada desde la puerta de la cabaña.

Sosteniendo con una mano, el retorcido dedo del buitre que se quejaba como una niña, con la otra le enseñe el celular a la hipócrita puta, para dejarle bien en claro cuál era su lugar. Luego solté al imbécil y me reuní con mis amigas para completar la noche.

Crucé el puente para llegar a casa, sin temor a las sombras que acechaban incautos más allá de las dos de la mañana. Por un pacto implícito, teníamos un salvoconducto que nos liberaba de las consecuencias de pisar el barrio a esas horas, donde solo circulaban ladrones, traficantes y prostitutas con sus clientes.

Parado frente a la puerta, los conocidos susurros y gemidos de mi hermana, indicaban que hoy sería el día de mis pilladas, abrí la puerta despacio con una sonrisa y lo que ví me congeló el alma.