La guerra de los mundos 4

Cambio de Vida

CAMBIO DE VIDA

Disfruto la tarde como hacía mucho que no lo hacía, configuro el teléfono con lo esencial y descubro que ya tengo cargados unos cuantos contactos, que por ahora desconozco de quienes son, salvo los de los servicios necesarios para mi vida diaria.

Al bajar el sol, recorro el predio, identifico las plantas con nostalgia, verifico el estado de los canteros de flores y me acerco al gran laberinto de setos que cubre un tercio del largo del terreno libre y todo el ancho. Lugar ideado para que se pierdan los huéspedes durante horas buscando la salida con su pareja, o la de otro.

Vuelvo a la habitación, me preparo para salir y bajo a cenar. Al llegar al comedor me vuelvo a encontrar con las dos muchachas de la piscina, esta vez acompañadas por dos jóvenes musculados, con pinta de ejecutivos. Para mi satisfacción, alcanzo a ver como una de ellas le pega un codazo a su distraída amiga para avisarle de mi entrada. La rubia también está, pero acompañada por un trajeado señor mayor.

Al terminar de comer, paso a tomar una copa al pub del hotel, en el exacto momento que entra un whatsapp con una dirección. Ella ya está allí y el momento ha llegado. Debería estar nervioso pero no es así, lo vivido los últimos años me han curado de ese sentimiento.

Rabia y dolor, ya no significan nada para mí, tengo una misión y la voy a cumplir. Me va la vida en ello.

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Conozco a Gustavo desde que era niña y pegaba los primeros palazos en la cancha de hockey del club inglés, remanente de los viejos ferrocarriles. Pegado a la gran avenida de circunvalación, era reducto de la estirada y nueva clase media alta, que llevaba a sus hijos a jugar tenis, hockey o rugby, mientras sus padres jugaban golf en el campo anexo.

Su cuota de incorporación era tan alta y el filtro de ingresantes tan estrecho, que salvo los hijos de las familias más antiguas, los muy recomendados o las posibles fulgurantes figuras deportivas de los colegios de alta gama que practicaban allí, el ingreso era prácticamente imposible.

Claro que siempre había excepciones medidas por el tamaño del bolsillo. Teníamos entre los socios a la familia de José Gómez Ursuaga, contador, financista y usurero, que se había hecho rico a fuerza de dejar a cientos de familias en la calle, al no haber podido pagar sus usurarias hipotecas.

Este hombre de cincuenta años, pequeño de estatura, calvo y con una panza que no le dejaba atarse los zapatos, era un genio de las artes plásticas, dibujaba balances y contabilidades con una maestría tal, que hubiera sido envidiada en el renacimiento.

Tamaña capacidad lo habían convertido en imprescindible para las agencias de modelos de alto standing, que necesitaban blanquear los altos ingresos provenientes de prostituir a las y los modelitos de moda, en las altas esferas de los ejecutivos deseosos de carne fresca.

La más notable de ellas la de Alex Noriega, un emplumado sesentón que manejaba las más apetitosas lolitas que se movían en el ambiente de las carreras de autos y las fiestas non sanctas de los jugadores de fútbol.

Era común verlo jugar golf con José hablando de sus negocios, siempre custodiado de cerca por musculosos jóvenes de buen ver.

Este genio de las artes creativas, estaba casado en segundas nupcias con Paula, una rubia explosiva de treinta años, prueba viviente de las capacidades quirúrgicas de los cirujanos plásticos, que competía en belleza con Graciela, su hija de diecisiete, producto del primer matrimonio y perteneciente al grupo de amigas de mi hija Marta.

O Javier Capriles Ochoa, conocido, peligroso e intocable narco colombiano, proveedor de las altas esferas sociales y políticas. Él, su joven esposa y su mancha negra Diego, un delicado hijo que es su vergüenza, representaban el papel de familia burguesa y compenetrada con los socios del club, como si no hubieran roto un plato en su vida.

Cuando la realidad era que Javier y los dos gigantes rusos Boris e Iván, sus guardaespaldas, junto a sus voluptuosas esposas colombianas Irma y Mireia respectivamente, acampaban a sus anchas en las instalaciones, sin que nadie se atreviera a preguntar demasiado por temor a las represalias.

Completaba el trío de impresentables, Hugo Alconada Sempé, abogado de los dos anteriores y de todos los delincuentes de guante blanco que necesitaran lavar su imagen. Hugo era un avinagrado hombre delgado de cuarenta y cinco años, con la cervical encorvada como un hambriento buitre, a quien su curvilínea hija Silvia de dieciocho años, también amiga de mi hija Marta y su esposa Carla de cuarenta, le hacían la vida imposible.

En su estudio se acumulaban expedientes de prominentes y respetables socios del club, a los que les solucionaba sus trapicheos a cambio de jugosos honorarios que nadie osaba discutir. Su conexión con las altas esferas judiciales lo convertían en imprescindible.

Todas y cada una de estas jugosas historias me eran aportadas por el amanerado Gustavo, encargado de mantener en óptimo estado todas las canchas, tanto de césped como de arcilla, y los jardines anexos del Club y de las residencias de los socios.

Gay no asumido de cara a la sociedad y aceptado por todos como tal, estaba a tres años de jubilarse y no había podido encontrar a alguien de confianza para enseñarle su oficio y que continuara su labor. Tarde o temprano se aprovechaban de él o le esquivaban al trabajo duro.

Estaba segura de que cuando conociera a Aldo se le caerían las medias y lo adoptaría inmediatamente, ser protegido de Gustavo quizás no fuera la mejor imagen para el muchacho, pero le dejaría trabajar en paz lejos del acoso de las lobas y los celos de sus maridos.

También sabía que debía conseguirle una vivienda digna, si quería que pasara el exigente filtro de admisión como trabajador del club.

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-. Vamos…arriba dormilón. Pégate una ducha que tenemos mucho que hacer.

Me levanté con dificultad, la jodienda del día anterior me había dejado más cansado que tirar del carro una semana. Bea en cambio estaba radiante, lucía un vestido fresco, drapeado en su escote marcando su precioso busto y una falda corta de mucho vuelo. Completaba su elegante atuendo con un par de sandalias de esparto de medio taco y el pelo recogido en una larga trenza.

La saludé con un pequeño beso en la boca y después de bañarme, desayunamos juntos, bajamos al garaje, subimos a su Audi A3 blanco y pusimos rumbo a la avenida de circunvalación.

A menos de un kilómetro de la salida que lleva a la casa de Bea, tomó a la derecha rumbo a la provincia y un kilómetro más adelante, ingresamos a un gran predio arbolado, se identificó como socia en la casilla de seguridad y me presentó como su sobrino invitado.

Dejamos el auto en el parking junto a una colección de autos importados y atravesamos calles transitadas por gente muy en forma y vestida con ropa de marcas internacionales, gente que transpiraba dinero por los cuatro costados. Finalmente llegamos al sector de las canchas de hockey y en una de ellas, nos encontramos con un señor mayor de maneras delicadas, que saludó a Bea efusivamente.

-. Bea querida, mi amor. Dichosos los ojos que te ven.

-. Hola Gus, te traigo un regalito.

El señor me miró con ojos brillosos y antes de que pudiera contestar, Bea agregó.

-. El ayudante que tanto estabas buscando.

Con lo que me pareció un suspiro de decepción, el hombre apuntó.

-. Si lo recomiendas tú, mañana mismo lo presento a la comisión.

-. Habla con él y después nos vemos. Si estás de acuerdo lo presentas el lunes, aún tengo que arreglar algunas cosas.

Durante una hora me habló con tanto ánimo de su trabajo que me entusiasmó, no sólo me propuso el trabajo en el club, sino también en sus obras particulares, sería su aprendiz y su asistente y me ofreció un sueldo mensual equivalente a un año de cartoneo más las propinas a partes iguales y comisión en los trabajos extras.

Me entusiasmó tanto que lo abracé levantándolo del piso, en el mismo momento que entraba Bea.

-. Cjumm...cjumm...cjumm…¿No vas muy rápido Gus?

La miramos sorprendidos, nos miramos nosotros y estallamos en carcajadas. He visto tanto, he tratado con tanta gente, que estaba muy lejos de asombrarme o avergonzarme por las inclinaciones sexuales de los demás. Como si la honestidad y la nobleza supieran de sexo.

Quedaron en hablarse y volvimos a partir, esta vez a un barrio obrero de clase media, pegado a la autopista del lado de la ciudad. Paramos frente a una casa antigua de aspecto abandonada y sacando un juego de llaves, Bea me condujo al interior.

Después de cruzar una puerta de hierro forjado, atravesamos un jardín descuidado sobre cuyo lado derecho había un lugar para aparcar un auto, entramos a una sala de estar, seguida del comedor y la cocina que daban a un fondo embaldosado.

Sobre la derecha según se entraba se desplegaba una escalera de madera que daba a dos dormitorios que daban al frente y un dormitorio y un baño que daban al fondo, todos en el piso superior. Antigua y de buena construcción, estaba impecable, sin trazas de humedad y con todos los ambientes amueblados.

-. Te presento la antigua casa de mis padres, quiero que mudes a tu familia esta misma semana, cuando Gustavo te presente, enviarán una persona a verificar tu domicilio. Una vez que te acepten en el club, me pagarás un alquiler. Por ahora con que la mantengas en condiciones me conformo.

Me costaba asimilar tantos cambios, pero decidí no discutir, había mucho en juego y por una vez en mi vida que se abría una puerta para escapar de la villa, no la iba a desaprovechar. Mientras abrazaba a Bea agradecido, no pude evitar que alguna lágrima se escapara a mi control.

-. ¿Por qué lo haces?

-. Ni yo misma lo sé, quizás yo también necesite escapar de mis miserias.

A pesar de mi poca experiencia, me pareció entender que todo lo que la rodeaba, a pesar de ser el sueño de muchas mujeres, no la llenaba. Que el puterío en el que vivía, solo servía para embotarle los sentidos. Bea, a pesar de su vida de lujos, también estaba sumergida en la miseria. Una miseria de hipocresía de cara a la sociedad.

Algo tan diferente a lo que estaba acostumbrado que me conmovió, en mi mundo el blanco es blanco y el negro es negro, jugar con los grises te puede salir caro. La acerqué a mi pecho, levanté su cara tomándola del mentón y la besé agradecido.

La sentí estremecerse y su piel se achinó, respondiendo a mi beso con pasión y apretándose a mi cuerpo con fuerza. Pasé mis manos bajo su vestido, la tomé de las nalgas y la subí a mi cintura donde se prendió con sus piernas, frotando su vientre contra mi enardecida polla.

La llevé subida como estaba hasta la robusta mesa de la cocina y sin mediar prolegómenos, desenfundé mi polla, corrí sus bragas y lentamente se la fui enterrando, disfrutando cada centímetro de su ajustada vagina.

Fue un polvo largo y sentido, de dos pasajeros de un naufragio, que comparten su suerte ayudándose mutuamente, cuando nuestro orgasmo se aproximaba, Bea empezó a mover las caderas violentamente para alcanzar el suyo, arrastrándome irremediablemente al mío.

Quedamos abrazados y jadeantes por el esfuerzo, al reponernos, nos adecentamos un poco en el viejo baño y nos separamos para preparar el traslado mirándonos con cariño.

Cuando me percaté de la chorrera que había quedado sobre la mesa y antes de limpiarla, mojé los dedos índices y mayor en la mezcla de fluidos y los sacudí sobre la cocina bendiciendo las instalaciones, provocando las carcajadas de Bea por la irreverencia implícita.

Al día siguiente mis hermanos conocieron la casa y se volvieron locos, saltaban incrédulos de la alegría. Lucía eligió inmediatamente la habitación más cercana al baño y mis hermanos y yo las que daban al frente de la casa.

Organizar la mudanza fue un poco más complicado, al turco no le gustaba que sus esclavos se independizaran y a los que tenían a Lucía en la mira tampoco. Sabía que la belleza de mi hermana no pasaba desapercibida para los buscadores de candidatas a putas, por ahora mi presencia los frenaba, pero no iban a tardar en ponerse impacientes si yo la seguía protegiendo.

El mecanismo era simple, usaban muchachos de muy buen ver, con buenas motos y manejo de dinero, que empezaban insinuándose como noviecitos, después venían las fiestas y algún porro, luego seguían más fiestas y cuando la chica quería reaccionar ya no escapaba más.

A más de uno le había roto la cara por atreverse a rondarla, los conocía a todos. Lo mismo pasaba con mis hermanos menores, el turco ya los tenía en la mira para cuando yo largara el carro.

Por suerte se confirmó algo que venía sospechando hace un tiempo, el Laucha no había perdido el tiempo y aprovechando la ausencia de Juan, se había arrimado a mi madre y ya estaban en pareja. Mi madre a los cuarenta y cinco años, a pesar de los embarazos, se mantenía bastante bien y nunca faltaba el que se le arrimaba. Y ella se dejaba querer, la soledad es mala compañía para una mujer apetecible en la villa.

El Miércoles por la noche cargamos nuestras pocas pertenencias en un par de valijas viejas y algunas cajas, las trasladamos de a una, a la desvencijada camioneta del Laucha tratando de no llamar la atención y partimos sin despedirnos, Mi madre eligió quedarse en la villa donde tenía a todos sus conocidos y a la vuelta de la mudanza, el Laucha, su nueva pareja, se mudaría con ella.

Quizás visto de afuera, sería difícil de entender, pero la miseria une a la gente, los hace sentirse cercanos unos de otros, y si es lo único que se ha conocido, como es el caso de mi madre, el mundo de afuera aterroriza.

En la villa se sentía útil. Cuidar un niño mientras su madre iba a un hospital, darle de comer a un abuelo mientras su familia salía de viaje, hasta tener en su casa a los hijos de una amiga mientras ella atendía un cliente en su casilla, eran tareas que la hacían sentir útil en su pequeño mundo. Además sabía que mis hermanos iban a estar bien conmigo, nunca fue una madre muy apegada.

Finalmente, después de la visita de los verificadores sociales, fui aceptado en el club, mis hermanos se inscribieron en una escuela pública cercana a nuestro domicilio y mi hermana se hizo cargo de la familia, luego de inscribirse en una escuela nocturna para terminar junto conmigo, el último año de su interrumpido bachillerato. Entre los tres se distribuyeron las tareas y pronto la casa empezó a lucir como en sus mejores días.

El club se encontraba a un par de kilómetros de la casa, por lo que todos los días iba y volvía caminando, Gustavo era un maniático enamorado de su trabajo y pronto logró transferirme su entusiasmo. Palabras como siembra, brote, drenaje, empezaron a enriquecer mi vocabulario a tal punto, que decidí completar mi formación en la cercana facultad de Agronomía, un pulmón verde de veinte hectáreas en medio de la ciudad, ubicado a cinco kilómetros de mi vivienda.

Como estábamos en pleno verano y los días eran largos, el trabajo del club que realizábamos desde la ocho de la mañana hasta las cuatro de la tarde, lo complementábamos con la atención de los jardines de las grandes casas cercanas. Dejando las residencias de las afueras, para los fines de semana.

Gustavo estaba asombrado por mi fervor y deseos de aprender, mi predisposición a llevar carretillas repletas o cargar bolsas al hombro sin queja alguna, le llamaban la atención, cuando fuimos entrando en confianza y le fui narrando mi historia, comenzó a comprender.

A pesar de sus inclinaciones sexuales, jamás me hizo ninguna insinuación y muy por el contrario, me trataba como si fuera su hijo en lugar de su aprendiz. Tanta confianza y cercanía pronto me incluyeron en su club de emplumados a la vista de nuestros clientes. Cosa que realmente me la traía al pairo.

Un año más tarde, mi vida estaba encaminada, mi madre estaba bien y mis hermanos avanzaban con los estudios. Lucía había terminado el bachillerato y se había anotado en la carrera de magisterio para maestra primaria, Dani había aprobado el ingreso a la escuela secundaria, eligiendo la carrera técnica y Luis había pasado de Grado.

Bea estaba tan contenta por como manteníamos la casa, que no nos cobraba el alquiler y eso me permitió juntar dinero para comprarme una moto pequeña, nuestros encuentros en su departamento del centro se hicieron periódicos y con el tiempo, me permitió usarlo para algún ligue transitorio.

El más morboso se dio un frío fin de semana del mes de Julio pasado, en que no teníamos programado ningún trabajo en las quintas y decidí ir a bailar a la zona de los bosques. Desde la fiesta en casa de Marta que no lo hacía y casualmente, o no tanto, ya que sabía que era habitué del lugar, me encontré con Silvia y sus amigas, acompañada por el mismo grupo de chulitos de aquel día, entre ellos Edu, el pagafantas que tanto la rondaba.

Fue verme las chicas, y con excepción de Marta, que disgustada por mí presencia se aferraba a Ricky, su noviecito, tirarse todas al cuello para bailar conmigo, la más efusiva Silvia, para disgusto de su galán.

Vestida con tacones altísimos, pollerita entablada y un top con la cintura al aire, estaba para comérsela. El cuerpo de diosa que había desarrollado en ese tiempo, sumado a la sensualidad de sus movimientos nos puso en un estado tal, que cerca de las dos de la mañana, buscamos nuestros abrigos y nos fuimos en su coche al departamento de Bea.

Dejamos su auto en el garaje y nos fuimos comiendo la boca entre manoseos en el ascensor. Nada más cruzar la puerta, empezamos a arrancarnos la ropa camino al dormitorio, donde llegamos completamente en pelotas, cayendo sobre la cama en un sesenta y nueve explosivo.

Con ella debajo y cuidando de no atorarla con mi verga, le di una master class de comida de coño, versión gourmet de alta escuela, que la llevó al éxtasis en pocos minutos, cuando se calmó y viendo que no me había corrido, me dio vuelta, se montó sobre mi vientre y se empaló de una en medio de una alarido descomunal.

Decir que me cabalgó sería mentir, se corrió el gran premio de oro buscando sacarme y lo consiguió justo con un segundo orgasmo que la dejó desmadejada. Cuando nos calmamos un poco, nos miramos a los ojos y estallamos en carcajadas por la bestialidad de la follada.

Con ella encima de mi cuerpo y su cara sobre mi pecho conversamos de nuestras cosas y poco a poco nos calentamos nuevamente, suavemente me di vuelta colocándola boca abajo y mientras le mordisqueaba el cuello y la espalda, recogí la lefada que emanaba de su cuevita y le empecé a trabajar el culito.

Lejos de molestarse y dándole la razón a Bea, colaboraba con la tarea ronroneando y levantado la cola para facilitar la tarea, cuando estuvo lista me subí a su grupa y despacito se la fui enterrando con su complacencia, el placer de estar en ese cálido y estrecho lugar me calentó de tal manera que sin proponérmelo empecé a culearla con un ritmo demencial, ritmo con el que ella colaboraba a grito pelado.

Alcanzamos el orgasmo casi juntos, quedando desmayados uno sobre el otro por el placer alcanzado. Nos despertamos a media mañana y después de un polvo suave entre carantoñas, nos duchamos y me llevó a casa sin promesas de futuro.

Aún hoy, recordando ese día me excito. Eran meses de descubrimiento y sensación de libertad, pronto la realidad me pondría en mi lugar.