La gruta de los suplicios (Leonor)

8.- Leonor va a caer en manos de una banda de forajidos siniestros y crueles, que tratan a las mujeres con el más refinado sadismo.

Muchas cosas habían cambiado en la vida de Leonor y Rosita y la incorporación de Ricardo a sus juegos resultó ser más fructífera de lo que se podía sospechar. Ricardo, culto, callado, intachable en su conducta, era en realidad un joven severamente reprimido por la disciplina de su madre, la guardesa de los Algarrobos. Aquella santa mujer, había educado a zapatillazos a su retoño. El Ricardo adolescente había desarrollado una lujuria desmedida, que podía mantener bajo control a base de lecturas pías, estudios incansables y  algunas prácticas que procuraba mantener en secreto, por ser consideradas excéntricas y poco apropiadas para un caballero formal. Se trataba del hábito de correr por el bosque en ropa interior, costumbre que procuraba ocultar, realizándola a primera hora de la mañana y evitando las rutas de los labradores. Otra afición era la de manejar unos juegos de pesas de hierro que había comprado discretamente en la ciudad y llevaba siempre consigo. Por último, su mayor excentricidad, la práctica del noble arte del boxeo, forma de lucha normalizada en Europa que él había practicado en un gimnasio de la capital, juntándose con policías, proxenetas y matones, que eran a la sazón los principales aficionados a esta actividad.

Esto hacía que bajo su hábito insignificante se ocultara un atleta poderoso aunque poco dado a exhibir su fuerza. Con las mujeres su conducta era de una absoluta inhibición, una timidez casi patológica.

Pero con Leonor y Rosita, Ricardo se había soltado el pelo, si se nos permite la vulgaridad. Las zurras en las nalgas le provocaban violentas erecciones y llegó a desmayarse de puro placer un día que Rosita lo ató a una cuerda tendida desde una viga del techo y azotó a conciencia el rocoso culo con su alpargata, mientras Leonor le practicaba una felación magistral. En las visitas, cada vez más frecuentes, a la casa de la plaza, Ricardo no sabía nunca la sorpresa que le esperaba. A veces Rosita se apartaba y dejaba a Leonor disfrutar del flamante y vigoroso pene del profesor, aunque éste no conseguía normalmente culminar su orgasmo si no acudía Rosita con su zapatilla.

Llegó el día de volver a visitar al marido enfermo en la ciudad, así que Rosita y Leonor se vistieron de domingo, llenaron la bolsa de monedas para las abnegadas hermanitas de la caridad y se prepararon una buena maleta cada una con sus mejores vestidos, ropa de paseo y calzados diversos, ya que habían decidido pasar unos días en la capital poniendo a prueba sus  habilidades sociales. Ricardo las despidió contrito, ya que no le habían invitado a acompañarlas, por ser inconveniente para dos damas llevar consigo a un caballero cuando se va a parar en alguna fonda o pensión.

El viaje se inició bien, a bordo de un coche de alquiler tirado por dos mulas algo cansinas, guiadas por un no menos cansino cochero.Llevaban recorridas algunas leguas en dirección a la ciudad cuando el cochero paró el carro.

  • Qué raro, señoras. Parece que ha caído un olmo al medio del camino real.

  • Tampoco es tan insólito - contestó Leonor haciendo gala de su renovado vocabulario.

  • No ha habido tormentas ni vientos fuertes. Es extraño. Pero no pasa nada, iremos por la senda que atraviesa este bosquecillo y recuperaremos el camino real una legua más allá.

Tomaron pues el caminito indicado, lleno de baches y gruesos pedruscos y se adentraron en una espesura de matojos y algarrobos. De pronto sonó un trueno ensordecedor justo al lado del carromato y Rosita vio por la ventanilla desplomarse al cochero. Las mulas se encabritaron y emprendieron una torpe galopada que hizo balancearse pelilgrosamente la cabina. Leonor gritó asustada y Rosita se quitó el sombrero y la chaquetilla y abrió la portezuela, sacando fuera medio cuerpo para ver qué pasaba. Y lo que vio la dejó helada. Cuatro sujetos embozados, a lomos de buenos caballos, les perseguían a pocos metros de distancia. Como una lagartija, Rosita saltó al pescante y asió la única brida que había quedado a su alcance, tiró y tiró hasta que una mula freno la carrera. Pero claro está, la otra no lo hizo, y el carromato  giró en redondo dejando la senda y precipitándose por un barranco.

Todo fueron aquí golpes, gritos, retumbar de ruedas rotas y de relinchos de pánico de las bestias. Leonor se golpeó la cabeza y salió despedida por una portezuela mientras el coche se precipitaba ladera abajo arrastrando a Rosita, junto con una de las mulas y todo el equipaje.

Leonor intentó incorporarse, pero le salía sangre de la cabeza y el mundo le daba vueltas, así que se quedó tendida, boca arriba. No tardó en ver una cara vagamente conocida ante sí.

  • ¡Vive Dios que hay justicia en el mundo! Camaradas, venid aquí que vais a presenciar como le rebano el gaznate a la mala puta que me destrozó la vida.

El antiguo carpintero, ayuda de cámara y proxeneta Damián se inclino sujetando del pelo a Leonor y abriendo con gesto seco y fiero su faca. Ya rozaba la yugular expuesta de la pobre mujer, cuando una voz autoritaria detuvo el avance de la cuchilla.

  • Un momento, Damián. Ya te he enseñado que no hay que obrar con precipitación. A lo que se ve, es esta una dama que bien merece recibir nuestras atenciones antes de despacharla al otro barrio. A ver, vaquita, levántate del suelo para que mis hombres y yo te podamos evaluar. Por Belcebú, que sería gran desperdicio renunciar a los placeres que una mujer así, debidamente domada y adiestrada puede proporcionar.

  • Pero Don Alberto, yo he de tomar venganza...

  • Lo cual no está reñido con disfrutar largamente de tan hermoso cuerpo. Será un placer gozar de ella y más aún, administrarle los castigos oportunos. Sabes que en eso soy un maestro, así que guarda tu navaja y miremos de cargar a esa zorra en la mula que ha quedado sana. ¿Se puede recuperar el equipaje? ¿La otra mujer cayó con el carro?

  • Si, Don Alberto. Y esta hondonada es profunda. Nos llevaría todo el día bajar hasta el fondo - contestó uno de los secuaces.

  • Bueno, nos conformaremos con el botín que Dios, en su infinita sabiduría, nos ha permitido cosechar.

Leonor iba volviendo en sus sentidos y observó a los cuatro canallas con atención. Damián estaba desmejorado, flaco y mal afeitado, con unas largas greñas recogidas en una redecilla. Los otros dos sujetos no le iban a la zaga. SIn embargo, el llamado Don Alberto era un cuarentón de apariencia distinguida, con largas patillas y cabellos bien cortados. Vestía ropa campera pero de buena factura y lucía ademanes y dichos de hombre culto. Sólo afeaba su imagen el parche negro que cubría su ojo izquierdo. Brillaba en el ojo sano tal reflejo de maldad y aún de locura y enajenación, que Leonor sintió un escalofrío.

Se acercó al abismo e intentó llamar a su amante, pero las lágrimas ahogaban su voz. No opuso resistencia cuando Damián le ató las manos a la espalda y la arrastró hasta la mula superviviente para sujetarla a su grupa con una soga. Le cubrieron la cabeza con un pañuelo tupido y alguien sujetó las bridas de la mula para guiarla.

La ruta fue larga y accidentada. La mula apenas podía seguir a los caballos por los estrechos y peligrosos despeñaderos. Ya había bajado el sol cuando torció la comitiva por una senda casi invisible entre las rocas y la maleza y emprendieron un difícil ascenso a una colina repleta de peñascos puntiagudos y grietas de las que emanaba un vapor sulfuroso, que hacía pensar que se hallaban a las puertas del mismísimo infierno.

Durante el trayecto Leonor le daba vueltas a la cabeza pensando en cómo iba alguien a rescatarla en aquella montaña agreste y oculta. Pero siguiendo una intuición, fue dejando caer por el camino pedazos de su falda azul turquesa desgarrada que pudo ir arrancando con los dedos.

Llegaron por fin a un pequeño llano rodeado de peñas y uno de los bandidos hizo pie a tierra y apartó una cortina de arbustos que parecían incrustarse en las rocas, pero eran en realidad cortina corredera que disimulaba el acceso a una gruta. Pudieron pasar todos sin apearse de sus monturas por aquella obertura  y Leonor sintió gran asombro al intuir las dimensiones de la cavidad una vez le retiraron el pañuelo que la cegaba. Cuando encendieron algunas antorchas que  fijaron en las paredes de la cueva, un vasto espacio de más de doce metros de ancho y otros tantos de largo se ofreció a su mirada. Hacia arriba, no se vislumbraba el techo y a derecha e izquierda se abrían galerías que parecían subir y bajar perforando aquella montaña .

Era asombroso el peculiar mobiliario que aquellos bergantes habían fabricado en su morada oculta. Allí se mezclaba la madera cortada toscamente, la piedra en todas sus formas y los restos de botines recogidos en sus correrías. Algunos utensilios y muebles parecían tan apropiados al uso, que Leonor pensó que sin duda aquellos facinerosos tenían algunos proveedores en la ciudad.  Múltiples objetos valiosos decoraban aquel espacio angustiosamente cerrado.

Desataron a Leonor y la bajaron de la mula. Uno de los tipos la obligó a sentarse en una bancada  Otro de ellos se acercó al centro de la estancia de piedra y dio un tirón de una plancha de arbustos que ocupaba el centro de la sala y resultó ser también la tapa de un ancho agujero por el que cabía una persona. Llegó Damián con una cuerda y la lanzó al fondo del agujero después de anudarla formando un lazo de medio metro de ancho. Empezó a estirar de la soga utilizando un ingenioso sistema de contrapeso y poleas que pendía del techo de la caverna. Cuál no sería la sorpresa de Leonor cuando apareció por el negro agujero una muchacha rubia que dio los últimos pasos para salir de aquella sima encaramándose a unos escalones. La luz de las antorchas alumbró a una joven de cabellos trigueños y formas generosas, piernas y brazos de labradora y caderas amplias. Todo esto era patente pues la mujer venía desnuda y aterida de frío. Salió de su encierro pidiendo agua con rostro desencajado.

  • Ahora beberás hasta saciarte, Lucerita - Dijo el tal Don Alberto haciendo gesto de que se aproximara a la muchacha. Cuando lo hizo, un tintineo rítmico acompañó su desplazamiento. La chica se arrodilló ante el jefe de la banda y recibió una caricia en la cabeza cuando la inclino sumisamente.

Los dos individuos lanzaron de nuevo la soga y otra muchacha, casi idéntica a la anterior, emergió del abismo. Esta tenía los pechos más grandes y Leonor se fijó consternada en que los tintineos que se oían al andar las jóvenes procedían de unos cascabeles que llevaban las pobres muchachas clavados en los pezones. También asomaba entre sus muslos un pequeño badajo dorado como una campanilla, que las obligaba a separar las piernas al andar y repiqueteaba al ritmo de sus movimientos junto con los adornos de las mamas.

No había más esclavas ocultas en el agujero y Alberto dio licencia para ir a limpiarse el polvo del viaje. La cueva era más calurosa de lo que correspondía a la estación del año y la causa de ello pronto quedó patente. Había en una de las cavidades adyacentes a la que accedieron por un corto pasadizo, una especie de laguna o poza de la que surgían vapores sulfurosos y que contenía agua al parecer tibia. Era aquel un terreno volcánico y la tierra enviaba desde las profundidades incandescentes parte de su calor.

  • Observa ahora y ves aprendiendo tus nuevas obligaciones - ordenó el jefe de la partida.

Las dos muchachas empezaron a desnudar a los bandidos, les quitaron las botas, los calzones y las blusas y los siguieron como corderitas hasta la poza, donde ellos se sumergieron con placer. Don Alberto tomó un cántaro y dio de beber a sus mascotas femeninas que recibieron el líquido arrodilladas frente a su amo.

  • Id ahora a limpiar y purificar a mis hombres, perritas.

Y las dos muchachas se metieron con agua hasta la cintura y se enjabonaron las manos con unas pastillas que había a tal efecto en una repisa. Luego empezaron a limpiar a conciencia a los bandidos, esmerándose en descapullarlos para jabonar los glandes y acariciar sus testículos, introducir el dedo en sus ojetes y proporcionarles largas y placenteras pasadas por los muslos y la espalda.. Don Alberto observaba la escena con satisfacción.

  • Tú tambien debes purificar tu cuerpo, Leonor. Desnúdate y entra al agua.

Leonor obedeció muerta de miedo. Aquel reducto parecía realmente una dependencia del infierno con las antorchas y los vapores y aquellos demonios desnudos que empezaban a mostrar sus pollas enardecidas por el tratamiento de sus servidoras. Sin embargo, no se acercaron a ella. Pudo bañarse con tranquilidad observando ahora de cerca a sus compañeras de infortunio. Cuando uno de aquellos bestias le abrió las piernas a una de las chicas, Leonor pudo apreciar que, además de la campanilla prendida en los labios mayores, la mujer tenía hasta siete anillos atravesando su vulva en lugares diversos y una cadenilla cerraba el orificio que quedaba inaccesible al coito. Sin embargo, Damián manipuló las anillas de su chica y dejó expuesta la vagina. El vello púbico había sido eliminado en las dos muchachas. Pronto las tuvieron con los coños bien abiertos y se entretuvieron penetrándolas con dos y tres dedos, mientras ellas seguían acariciando los penes ya muy hinchados de los hombres. Finalmente los fueron masturbando con las manos y la lengua, lamiendo sus huevos y bombeando sus penes o metiéndose toda la verga en la boca mientras acariciaban los testículos de los bandidos.

Pudo advertir Leonor que las chicas tenían diversas cicatrices en las nalgas, en el vientre y en los senos, además de una pequeña “A” mayúscula grabada a fuego en el culo.

En el momento de correrse cada uno de los hombres hacía que una de las mozas se arrodillara ante él y succionara su miembro. Al terminar de eyacular, obligaban a la mujer a abrir la boca y mostrar su lengua, sin duda para verificar que habían tragado hasta la última gota.

Los bandidos se secaron y se vistieron; No así las mujeres, que tuvieron que seguir desnudas y mojadas hasta que el calor de la cueva les secó la piel.

  • Id las tres a preparar la cena - ordenó Don Alberto - tú las vigilas Alonso.

  • Si, Don Alberto, como mande usted.

Había un cierto aire de militar en el porte del jefe; Su lenguaje era mucho más culto que el de sus subordinados, pero también parecía que una locura homicida brillara en su única pupila.

La cena a preparar fue una sencilla sopa de legumbre con embutido.

Los cuatro facinerosos dieron buena cuenta de ella y bebieron después unos generosos vasos de aguardiente.

Leonor y sus compañeras de infortunio tuvieron que conformarse con las sobras de los platos.

  • Hora es de retirarse, que mañana le esperan a Leonor las más duras pruebas y conviene que repose - indicó el jefe.

Fueron conducidas por un pasadizo natural hasta una cavidad más grande, donde habían dispuesto algunas mantas viejas en torno a un agujero en el suelo para aliviar sus necesidades.

Aquel reducto miserable quedaba cerrado por una empalizada de madera muy bien trenzada e incrustada en las rocas, a la que se accedía por una especie de gatera que se cerraba utilizando una gruesa cadena y un candado de hierro.

Una vez dentro las tres se hizo una oscuridad sobrecogedora, de esas que casi se pueden palpar. Leonor se envolvió en una de aquellas mantas pestilentes y buscó las manos de las otras prisioneras apretándolas en señal de afecto. No podía apartar de la mente la imagen de Rosita precipitándose por el barranco, aunque sólo había oído el grito que lanzó mientras caía.

Una de las chicas dijo muy bajito - Espere usted a que se duerman y hablaremos. No quieren que lo hagamos...

Casi media hora transcurrió hasta que cesaron las voces y se apagaron hasta los últimos reflejos en la distancia del pasadizo.

  • ¿Cómo os llamáis? Yo soy Leonor.

Parecía una buena forma de comenzar una conversación sin comprometer a las muchachas; Sin embargo el silencio se prolongó casi un minuto.

  • Somos....somos Blanquita y Lucera - balbuceó una de ellas.

  • Pero esos no son vuestros nombres; parecen nombres de animales, de cabras o de ovejas...

  • Es que es así como debemos ser llamadas según Don Alberto.

  • Pero antes de caer en sus manos teníais un nombre..

  • Yo me llamaba Beatriz.

  • Y yo Mercedes.

  • Y ¿dónde vivíais? ¿Cómo os capturaron?

  • No nos capturaron. Fuimos compradas.

  • ¿Compradas? No se puede comprar a las personas.

  • A nosotras sí. Nos vendió nuestro padrastro.

  • ¡Qué historia terrible! Contadme más...

  • No. Ya habrá tiempo. Duerma usted, señora, que lo va a necesitar..

Ante esta angustiosa amenaza que ya se reiteraba, Leonor optó por obedecer, se envolvió en la manta y se durmió soñando con su amante perdida.

Las sacaron de aquella jaula muchas horas después. Dejaron que se lavaran un poco después de hacer sus necesidades y les dieron un trozo de queso y pan seco con una jarra de agua.

  • Vamos a pescar. Hoy no tenemos prevista ninguna misión, así que toca descansar - anunció Don Alberto - Tú Damián, prefieres quedarte,me dices y jugar un rato con tu antigua patrona...

  • Si, señor. Tengo algunas ideas en la cabeza.

  • Me parece bien que disfrutes de tu venganza y que uses a Leonor, pero recuerda que has de dejarla en condiciones de recibir esta tarde el sacramento que la incorporará a nuestra pequeña congregación. No quiero marcas ni huesos rotos. ¿Entendiste?

  • Claro, jefe. Ya he pensado en ello. No tenga cuidado.

Leonor tuvo un escalofrío y el queso se revolvió en su estómago. Las dos jovencitas fueron devueltas a su gavia y Damián procedió a ponerle a la pobre mujer unas muñequeras que juntó por detrás con una fina pero segura cadena.. Cuando se quedaron solos Leonor intentó razonar con él, convencerle de que no había de desquitarse por algo que ella había urdido para protegerse de sus abusos. Él se rió con ganas y tomó un frasco de la cocina antes de empujarla por un pasadizo que ascendía. A ella le costaba progresar descalza y con las manos atadas a la espalda, pero consiguió atravesar el corredor que iba en dirección a la luz. Efectivamente, había una abertura en la ladera de la montaña que se abría a un pequeño desfiladero en el que ya empezaba a quemar un sol abrasador. Había allí un tronco partido, a modo de poste y Damián hizo a Leonor pasar los brazos por él y arrodillarse con la espalda en el tronco y los pìes situados por detrás de éste. Con una segunda cuerda le ató los tobillos entre sí. De ese modo no podía ya ella incorporarse ya que la atadura no le dejaba adelantar los pies.

  • Este alcornoque lo partió un rayo y en su tocón viven miles de hormigas. Ya las notas corriendo por tus pies, ¿verdad? Pues procura no moverlos mucho, porque estos bichos pican una barbaridad - Informó divertido el malandrín.

En efecto, Leonor empezó a agitarse inquieta cuando notó que algunas docenas de pequeñas hormigas corrían por las plantas de sus pies y se introducían entre sus dedos, trepando a las pantorrillas.

  • Son hormigas rojinegras. Las más malas que hay. Te vas a reír un rato con ellas. Pero voy a ser bueno contigo, Leonor. Si me haces una mamada superlativa, te liberaré. ¿Te parece? Vamos a probar.

Leonor no necesitaba incentivos para chupar vergas mejor que cualquier mujer lo hacía en todas las Españas, pero el cosquilleo en sus pies no ayudaba mucho a concentrarse. Empezó usando sólo la lengua, como su marido le había enseñado. Aquel santo varón tenía la costumbre de hacérsela mamar por su entonces jovencísima esposa arrellanado en un sillón y con una fusta en la mano. Leonor debía entonces ponerse las manos tras la nuca y esmerarse con su nerviosa lengua y sus carnosos labios para dar placer a su esposo, que iba corrigiéndola puntualmente asestando duros fustazos en sus expuestas mamas, en sus nalgas o en su cara si la falta de pericia era significativa.

Así que aquello era pan comido para ella. En unos minutos bañó de saliva todo el tallo del pene de Damián, que estaba duro como el tocón del alcornoque. Se esmeró entonces en estimular sus testículos con chupetones y lamidas. Finalmente, succionó el glande hasta hacer suspirar de placer a su verdugo.

  • Te reconozco el arte, Leonor. Eres una mamadora excelente, pero me apetece verte bailar un poco, así que... - Damián tomó el frasco que había traído consigo y mojó en él los dedos. Era almibar. Dibujó con él una línea en el muslo de la cautiva. De inmediato, una hilera de las pequeñas hormigas se extendió por ella. Los animalillos libaban el néctar e intentaban arrancar porciones para llevar a su nido. Leonor sacudió la pierna y unos cuantos picotazos la recorrieron. Damián continuó embadurnando a la pobre mujer. Primero recorrió sus muslos por detrás e insistió mucho aplicando el mejunje en el orificio anal. Luego frotó a conciencia la vulva, empapando el vello púbico. Finalmente trazó una linea gruesa que recorría el ombligo  y el vientre hasta llegar a las tetas de la prisionera. Con gran placer en el rostro las amasó a conciencia esparciendo el almibar por toda su extensión sin descuidar los gruesos pezones que se habían puesto duros por el cosquilleo constante de las hormigas.

  • No hace falta que supliques, zorra. Sabes que será inútil. No voy a correrme en tu boca. Me haré una paja yo solito mirando cómo te retuerces.

En efecto, muy pronto los pequeños insectos fueron legión. Una masa oscura correteaba por el cuerpo de la desesperada Leonor. Cuando se movía para expulsar a algunas de las invasoras, las hormigas soldado hincaban sus mandíbulas y levantaban el vientre para clavarle el aguijón. El ácido fórmico cumplía su función de provocar un insoportable picor. Pronto los pinchacos se centuplicaron. Los animalillos eran ahora dueños de los rincones más intimos de Leonor, bailaban en corro en torno a su ano mordisqueando los pliegues y se introducían entre sus labios mayores para columpiarse en su clítoris estremecido por aquellos estímulos.

Un pelotón invadió territorio ascendiendo por el vientre y muy pronto sus senos se estremecieron por el estímulo de cientos de pequeños y sádicos amantes que mordisqueaban y pinchaban aquellas colinas de azúcar que Damián les había regalado en aquella mañana tórrida de la meseta.

El sol vino a sumarse a la orgía, acariciando la delicada piel de Leonor y haciéndola sudar la gota gorda. Pronto sintió cómo los rayos del astro rey se ensañaban en su epidermis y la enrojecían hasta casi levantar ampollas.

Con todo el dolor y el sufrimiento que estaba experimentando, Leonor no pudo evitar excitarse. Ser atormentada por aquel monstruo, que se masturbaba babeante delante de sus narices, la estaba poniendo a cien. Sólo sus pezones la delataban, puesto que la humedad que surgía de su vagina quedaba disimulada por la masa de almíbar que la empapaba.

Intentó sin éxito apretar los muslos entre sí y lanzó una colección de gemidos que parecían tanto expresión de su desesperación como de un éxtasis sexual incomparable.

Damián no pudo resistir más la tentación y se vino sobre ella, haciendo caso omiso de las hormigas, para hundir su polla en la boca entreabierta y lanzar una cascada de semen al fondo de la garganta de la pobre Leonor.

Luego se retiró sacudiéndose de los pantalones  las hormigas.

  • Me has pagado una parte de tu deuda, lo acepto - anunció jadeando.

  • Por favor, suéltame ya; No lo soporto más...

  • Ah, eso sí que no, querida. Vas a pasar aquí la mañana divirtiendo a mis pequeñas amigas. Pondremos un poco más de comida para ellas aquí y aquí - dijo con sadismo empapando el cuello, las axilas y las orejas de la prisionera.

La mañana se le hizo pues un poco larga a Leonor. Gritó y se desesperó hasta el agotamiento. La excitación crecía con el estímulo de las hormigas en su piel, pero el picor insoportable fue adueñándose de sus sentidos hasta dejarla exhausta.

Cuando las dos chicas vinieron a desatarla, Leonor estaba ya medio inconsciente, delirando con la mirada perdida.