La gruta de los suplicios 3

Leonor 10 . Un giro copernicano de la situación, aunque Leonor siempre sale perdiendo, o ganando, según se mire.

La oscuridad era tan densa que costaba creer que tenía los ojos abiertos. Leonor buscó al tacto a sus compañeras de encierro. Tocó sus pies y se sintió confortada por aquella presencia.

  • Al menos ahora podemos hablar tranquilas - dijo en un tono pretendidamente distendido, aunque no conseguía casi tragar saliva por la angustia.

  • Estaremos aquí al menos un día entero. Si dormimos el tiempo pasará más deprisa - observó Beatriz.

  • Bueno, pero para dormir mejor podemos contarnos nuestras vidas, ¿no os parece?

  • No me parece mal ¿Qué dices tú, Mercedes?

  • Me gustaría saber quién es usted, señora - reconoció ésta.

  • Pues ya os lo contaré, pero primero aclaradme eso de que os vendieron. ¿Qué despropósito es ese?

  • Es fácil de entender. Nuestro padrastro y sus hijos se cansaron de nosotras. Los chicos tenían ya novia y querían casarse y el padre  se había comprometido con otra viuda.

  • Pero ¿qué hacíais allí vosotras?

  • Llegamos de niñas a la granja de Eustaquio. Es un sitio muy apartado. Nuestra madre era viuda y se casó con él, más que nada para que nos criáramos con un padre - Y Mercedes soltó una risita de sarcasmo - ¡Vaya padre de mierda!

  • Mientras vivió madre sólo nos pegaba y nos insultaba, pero cuando ella murió, nosotras ya éramos mujeres las dos - explicó Beatriz - Y sus dos hijos ya eran hombres también. Así que además de criadas nos hicieron sus putas, con perdón de la palabra.

  • Era así como nos llamaban. Teníamos que cuidar de la casa, el ganado... y además dormíamos con ellos. Por turnos, cada noche con uno.

  • Pero luego vieron que podían hacer negocio y nos obligaban a entregarnos a arrieros, pastores,... la granja se hizo famosa..

  • Hasta que una noche nos escapamos. Pero sólo llegamos al río. Venía muy crecido y nos atraparon.

  • Entonces empezó el infierno para nosotras.

  • A mí me colgaron de los pies desnuda al sol - contó Mercedes - y me dieron de palos con una caña, hasta que perdí el sentido. Luego se lo hicieron a Beatriz igual.

  • Nos dejaron al sol un día. A partir de entonces nos pusieron cadenas en los tobillos y nos quitaron los zapatos. Así descalzas, no podíamos escapar.

  • Conocían a Alberto, porque bajaba de la sierra a comprarles comida. Le contaron lo que había pasado y él les pidió que le dejaran castigarnos.

  • Ahí empezó a aficionarse a utilizarnos. Venía todas las semanas y se encerraba con nosotras todo un día.

  • Debía de ser horrorso - se estremeció Leonor.

  • Sobre todo, era humillante. Sólo nos llamaba por esos nombres de animal y hacía que lo lamiéramos las dos.

  • ¡Qué asco! ¿puede creer usted que una le tenía que lamer el culo mientras la otra se tragaba su verga, y luego al revés.

  • ¡Vaya! Por eso dice que es un sibarita.

  • No sé que es eso; Yo diría más bien que es un hijo de puta.

Leonor estaba estremecida por el relato, pero notó también que tenía el sexo húmedo. Ahora, sin vello, era más patente cómo lubricaba escuchando aquellas atrocidades.

  • Decía que había creado una secta o algo así como una religión. Iba su delirio de someter y martirizar a las mujeres para convertirlas en esclavas dóciles.

  • No, menos que esclavas - observó Beatriz - Puras bestias.

  • Por eso les ofreció un precio y nos trajo aquí. No sabíamos quién era.

  • Y aquí empezaron a usarnos toda la banda. Primero era como hacer de putas, que ya teníamos costumbre, pero luego ya vino la manía de hacernos ir desnudas y los tormentos de los cascabeles en las tetas y los anillos. ¡Ay, qué dolor!

  • Nos los iban poniendo poco a poco, cada semana uno o dos.

  • Y luego se le ocurrió eso de purificarnos a base de lavativas, como le han hecho a usted.

  • Me extraña que no os hayan dejado preñadas en todo este tiempo ... - observó Leonor.

  • Don Alberto nos hace tomar una pócima cada tres semanas y nos viene la regla. Es muy dolorosa.

  • De todos modos él lleva en una de sus libretitas la cuenta del mes y les dice a los otros “A esa, hoy se lo hacéis por el culo y la boca”. Así controla también no preñarnos.

  • Basta de contar estas cosas. Hemos de pensar en cómo escapar - dijo Leonor

  • Nunca escaparemos. Moriremos aquí y será no tardando. En cuanto capturen a dos o tres desgraciadas, nos matan de un tiro.

  • Se lo hemos oído decir una noche a Don Alberto. Les ha prometido carne fresca...

  • Pensábamos que al llegar usted que es tan... bueno, los pone como burros, ya lo ha visto, nos iban a dar pasaporte.

  • Nadie os va a dar pasaporte, niñas. Durmamos ahora. Ya pensaré algo.

Las tres desdichadas mujeres se despertaron casi a la vez. Se veía brillar luz en lo alto del pozo y algunos rumores de pasos. Hasta le pareció a Leonor oír decir su nombre varias veces. ¡Ya se podía preparar, porque los bandidos tenían con ella una fijación enfermiza!

Beatriz comentó en voz baja:

  • Hemos perdido la noción del tiempo, me parecía que apenas habían pasado dos horas...!

Los bandidos subían la cuesta ya con los caballos sujetos de las bridas y removiéndose el paquete pensando en todo lo que iban a hacerle a Leonor después de este último asalto. Traían un botín sustancioso, además en forma de monedas de oro. Los cuatro vigilantes que las custodiaban estaban ya criando malvas, literalmente, ya que los habían enterrado en el margen del camino después de descerrajarles cuatro tiros a quemarropa. Órdenes de don Alberto, que prefería no dejar testigos de sus andanzas.

Don Alberto había reservado un par de monedas que pensaba hacer fundir para fabricar unos cascabeles que ensartaría en los pezones de Leonor. Le volvía loco aquella mujer que, ya casi en los cuarenta, conservaba las formas de una diosa del pecado y la lubricidad de una bacante en celo. Sentir cómo se mojaba mientras él la torturaba con saña era algo superior a sus fuerzas. Ya soñaba con retirarse del negocio y llevársela a una mansión apartada y discreta para seguir gozando de ella hasta que no le quedase una onza de semen en su próstata ni un espermatozoide vivo en sus testículos.

Entraron en la gruta empuñando cuatro antorchas ya encendidas y Alfonso se fue hacia la cavidad que hacía las veces de establo, atravesando unos cinco metros de pasadizo.

El otro bandido, cuyo nombre no habéis leído aún, pero para lo que le queda, no vale la pena ni que os lo diga, se acercó con ansiedad al borde del pozo.

  • ¡Eh, Leonor! ¿Estás preparada? Traigo un regalito para tu culo - Y restalló en el aire un látigo de arrear caballos que había sustraído a los desgraciados vigilantes.

Damián se echó a reír tontamente mientras recogía los fusiles y pistolas que llevaban cargados en uno de los caballos para guardarlos en el cofre armero.

Don Alberto se acercó hacia la alacena improvisada en una pared de la cueva, donde guardaban el botín. Entonces notó algo extraño. La mesa donde habían dado tormento a Leonor no estaba en su lugar junto al armario de las monedas. Dio un grito de alarma y sacó la pistola del cinto, donde siempre la colgaba. Pero ya era demasiado tarde. Todo se había desencadenado en el momento en que él había dado la voz. Otros chillidos, como los de un puerco en el degüello llegaron desde el establo, mezclados con los relinchos de los caballos. Un ruido procedente de la altura de la cueva les hizo mirar en aquella dirección. La mesa, sujeta por las patas a una soga se precipitó con toda la energía potencial acumulada desde el techo hasta el bandido que aún se hallaba al borde del pozo. El balanceo del mueble, como el de un grotesco péndulo, impactó en la espalda del desgraciado, que lanzó un grito y se precipitó al vacío. (Ya os decía yo que no valía la pena perder el tiempo recordando cómo se llamaba este canalla)

A Alberto el tuerto se le estaba acumulando la faena, no sabía a dónde acudir y apuntaba con la pistola a derecha e izquierda desconcertado. Pronto tuvo un objetivo para disparar, pero ya era tarde también. Un fogonazo estalló a su izquierda, con una detonación tremenda, ya que la cueva reverberaba como una campana. Damián se llevó las manos al vientre, que se había convertido en un surtidor de sangre roja que manaba a chorritos, como una fuentecilla de tomate frito y cayó de rodillas con un gemido ahogado. Alberto disparó en la dirección de donde vino el resplandor del tiro, pero no había ya nadie allí.

  • ¿Quienes sois, voto a Dios? - gritó desencajado - ¡Dad la cara como unos hombres!

Una risa cristalina fue la respuesta al reto, tan blasfemo como machista, del bandolero. Y una figura alta y delgada, con un revolver en una mano y una navaja en la otra entró en el círculo de luz de la antorcha.

  • ¿Te parezco bastante hombre, bastardo? - y mientras hablaba, la muchacha, de no más de veinte años, vestida con pantalones y un chaleco que dejaba al aire sus hermosos y broncíneos brazos y sus hombros anchos y fuertes aunque no voluminosos, con una sonrisa desafiante en sus gruesos labios, se acercó contoneándose provocativamente, subrayando su condición femenina

  • Y tú, ¿quién eres, negra del infierno? - bramó el tuerto echando escupitajos por la boca.

  • Mi padre era negro, sí - reconoció Rosita mientras apuntaba con el revolver - Yo solo soy mulata, cabrón.

El primer tiro destrozó la rodilla derecha de Alberto, que se vino al suelo maldiciendo. Intentó disparar a su vez, pero no pudo apretar el gatillo y la pistola salió despedida.

  • ¡Zorra inmunda! ¡Así ardas en el infierno...! - gimoteó, dejándose caer el herido.

  • Arder. Bueno, es una idea - Y Rosita arrancó la antorcha de la pared y la lanzó con fuerza a la cabeza del caído - A ver cómo ardes tú, canalla.

El fuego prendió en la camisa y el pelo y el hombre se apresuró a apagarlo a manotazos, dando tremendos gritos de dolor.

  • ¡Basta, Rosita! - exigió una voz surgiendo del fondo de la cueva - Está indefenso. No te rebajes a actuar como él.

  • ¿Tú, puta? ¿Qué haces fuera del pozo? - dijo aún con alguna energía Alberto, que tenía mechones humeantes en la cabeza.

  • Es cierto, Leonor, perdona. Hay que dejar que la justicia castigue a este miserable - reconoció Rosita guardando el revolver.

  • Tengo dinero - inició el otro, esperanzado, una patética negociación. - Dejad que me vaya y será vuestro.

  • Tu proposición me parece interesante. Me lo pensaré - y diciendo esto Rosita hundió su navaja en el pecho del tipo, que ponía cara de no entender lo que acababa de pasar, aunque estaba bastante claro.

Alberto agonizaba ya dejando salir burbujas de sangre y aire de su pecho, pero Leonor se fijó en el otro bandido que gemía desde el suelo, sosteniendo su surtidor de sangre abdominal, cada vez menos caudaloso.

  • Rosita, éste está malherido - observó apenada la buena mujer.

  • Sí - admitió Rosita mientras se colocaba detrás de Damián y le rebanaba el pescuezo de un tajo certero - ahora está bienmuerto. ¿Existe esa palabra? Le preguntaremos a Ricardo cuando le veamos.

_ Ay, cariño. Eres tan salvaje - observó Leonor con un brillo de amor en los ojos.

-Vamos a ver qué hacen las hermanitas - indicó Rosita limpiando el filo de la navaja en la camisa del bandido.

  • ¿Dónde aprendiste a hacer esto?

  • Bueno, mi señor tío me enseñó muchas cosas malas, tantas que no he vuelto a soportar el contacto con un hombre, salvo nuestro querido Ricardo, claro está; Pero también aprendí a degollar carneros, que la verdad se resistían más que estos desgraciados.

Beatriz y Mercedes salieron de la penumbra abrazadas y pálidas, vestidas como Leonor, con algunas camisas y calzones de repuesto que los bandidos guardaban en su escondite. Y los traían manchados de sangre de arriba a abajo.

  • ¿Se resistió el tal Alonso? - preguntó Leonor.

  • Un poquito - reconoció Beatriz - Le dimos hasta catorce cuchilladas. creo yo

  • Tantas como anillas me puso él en el coño - Exclamó excitada Mercedes - Y aún le he dado cuatro más en el pecho después de muerto, por los cascabeles de las tetas.

  • Vaya lenguaje, pequeñas - lamentó Leonor - Debéis de cuidar esos modales.

Las cuatro se abrazaron risueñas, encendieron todas la antorchas y empezaron a arrojar los cadáveres al pozo.

¿Qué había pasado? Os preguntáis los lectores.

Pues ya podéis imaginar. Rosita no había caído al barranco. Bueno, sí, caído había caído, pero como le ocurrió en la aventura de King Kong a Bruce Cabot, Jeff Bridges y Adrien Brody sucesivamente, se había agarrado a un matojo salvando la vida in extremis.

Luego había trepado de vuelta al camino y recuperado algunas ropas del equipaje que se había salvado de la caída y del saqueo. Había seguido las huellas de los caballos y los pedacitos de tela que había ido dejando disimuladamente Leonor por el camino. Como doncella montaraz que era, había trepado y trepado hasta que encontró la gruta, guiada por las voces que se oían en las cercanías del escondite. Con buen criterio, permaneció oculta hasta que los bandidos marcharon. Entró y llamó a Leonor después de encender una antorcha. Con gran esfuerzo, consiguió sacar a las chicas del hoyo y tramó el plan que tan bien habían ejecutado, aunque la idea de la mesa pendular fue de Leonor.

Ya vestidas no de forma elegante pero al menos decentemente, las tres cautivas liberadas dedicaron el día a acarrear unos metros cúbicos de tierra con los que cubrieron el pozo. Finalmente añadieron varios capazos de piedras. Los bandidos no podrían salir de su tumba ni seguir atormentándolas,  después de muertos, con su hedor. Se retiraron los cascabeles y los pequeños badajos y Rosita les prometió a las otras tres que les quitaría los anillos cuando encontrara las herramientas apropiadas.

Luego hicieron recuento de las pertenencias y los dineros acumulados. El botín era excelente y Leonor y Rosita se admiraron de cómo la suerte les deparaba los más estremecedores de los infortunios junto con aquella especie de indemnizaciones monetarias que las estaban enriqueciendo en poco tiempo.

Hallaron muchas ropas que podían adaptar a sus cuerpos y botas, ésas menos útiles excepto para Rosita, que calzaba ya unas buenas camperas que se ajustaban bien a sus grandes pies.

En un cofre hallaron las pertenencias de Alberto. Había una libreta  encuadernada  de tapas muy viejas y hojas amarillentas. Leonor la guardó para leerla con detenimiento, ya que tenía toda la apariencia de un diario.

Comieron y Rosita indicó a Leonor que salieran de la cueva para tener un poco de intimidad. Las hermanas se quedaron ordenando los enseres y haciendo inventario de los víveres, que no eran muy abundantes.

Bajaron las dos amantes la cuesta hasta el riachuelo que manaba de una fuente termal en plena ladera. Se formaban algunas pozas de no más de un metro de hondo y hacia una de las más grandes se dirigieron con ánimo de lavarse un poco.

  • Me moría de ganas de verte, amor mío - dijo apasionada Leonor abrazando y besando a Rosita en cuanto se hubieron alejado de la cueva.

  • Y yo, tesoro mío. Vamos a bañarnos. Quiero limpiarte bien, que no quede rastro de las manos de esos miserables en tu cuerpo.

  • Me han hecho cosas terribles, amor - dijo estremeciéndose mientras se quitaba la ropa -  Mira las anillas que me pusieron. - Y se tumbó abiertas las piernas, para mostrar los siniestros aderezos y enardecer a su amante de paso.

  • Pobrecita mía - se lamentó Rosita acariciando la depilada vulva - ¿Me equivoco, o te mojaste cuando te lo hicieron?

  • No digas eso, Rosita. Cómo iba yo...

  • No me engañes, pendona - endureció el gesto la joven - Sé que te enloquece que te maltraten y si el que lo hace tiene una buena verga para meterte, todavía más.

Diciendo esto, Rosita metió tres dedos en forma de glande en la raja de su amante, que ya estaba bien húmeda, y le dio dos cachetes en las tetas que la hicieron gemir de excitación.

  • No te enfades conmigo; sabes que no lo puedo evitar - se justificó Leonor con un gesto coqueto que enervó a Rosita.

  • Te voy a tener que castigar yo también - advirtió sacándose la blusa y el pantalón y tomando una de las alpargatas de los bandoleros, que Rosita se había adaptado a su pequeño pie.

La hizo tenderse en un peñasco liso y soleado y se abrió de piernas ante ella, dejando la gruesa y peluda vulva a la altura de la boca de su amante.

El culo blanco y regordete de Leonor invitaba al castigo y Rosita le administró los primeros alpargatazos cariñosos pero firmes.

  • ¡Ay! Espera. Deja que te de placer, mi vida. No me pegues más.

Y Leonor se esmeró con su lengua en la grieta de Rosita, que se dejó hacer con gusto, apretando la cabeza de su amiga contra la excitada vagina.

  • Cuéntame lo que sentiste - Exigió, jadeando un poco por el deseo Rosita.

  • Me pusieron una correa aquí en el vientre y me llenaron de un líquido espeso que me rebosaba por el culo. Pero eso les daba igual. Me dolían las tripas y las sentía tan llenas que parecía que iban a estallar.

Mientras hablaba, Rosita seguía acariciando, ahora con la mano, el sexo de su amada, metiendo los dedos y pellizcando el clítoris, que era tan grueso como un garbanzo y se hinchaba aún más por la excitación.

  • Entonces me sodomizaron. Alberto tenía una polla enorme y muy dura. Me bombeaba y el líquido salía a borbotones del culo. Las tripas se me retorcían pero eso le daba aún más gusto al canalla.

  • Ahhh... Sigue, sigue... - Rosita tenía ya los ojos en blanco.

  • Y cuando se corrió, el agujero del culo me empezó a temblar. Salía aire y líquido y el hombre...

  • ¡Chúpame! - Ordenó Rosita dirigiendo la cara de Leonor hacia su vulva a punto de estallar. En pleno orgasmo, recuperó la alpargata y lanzó cuatro zapatazos a las nalgas de su amiga, que gemía con la lengua bien hundida en el deseado sexo.

A la hora de la siesta, Leonor se acercó a Rosita con el diario de Don Alberto en la mano.

  • Sabes que no es mi fuerte la lectura, pero me muero por conocer lo que aquí escribió aquel miserable. Por favor, vamos otra vez a la poza y léeme unas páginas, cariño.

Rosita tenía también curiosidad, aunque desconfiaba de las razones de su amante para querer conocer el contenido del diario. Se temía, y ya os digo yo que con razón, que buscara excitar su de por si desmadrada libido escuchando atrocidades. Aún así accedió y las dos salieron de la cueva en dirección al arroyo, dejando dormidas a Beatriz y Mercedes.

La tarde era calurosa, así que metieron los pies desnudos en el agua y se sentaron a la sombra de algunos chopos que allí crecían.

Rosita abrió la tapa y leyó "Guía del sometimiento de las hembras. Apuntes biográficos"

  • Vaya pretencioso de mierda que era el tuerto ese - comentó.

  • Lee, lee, que parece interesante.

  • Ay, Leonor. Por Dios. Intenta no mojar las bragas.

La susodicha se puso colorada, pero insistió con el gesto en que leyera. Rosita pasó página.

"Febrero de 1846. Inicio aquí esta memoria de mi conocimiento de las mujeres, dicho en el sentido bíblico del término. Siempre he entendido, como es notorio, que la mujer es un ser inferior. Ya mi padre, que en Gloria esté, me lo hacía notar de pequeño y mi madre me reafirmó en esa creencia ya que, aún siendo mujer ella misma, no perdía ocasión de afrentar y humillar a las de su género que estaban sometidas a ella por lazos familiares o de servidumbre. Así yo la había visto azotar las nalgas con su zapato a más de una doncella descuidada. Precisamente con S., una de estas doncellas que me hicieron de niñeras, he tenido recientemente mi primera experiencia. Aprovechando la ausencia de mi madre, la tomé por la fuerza un noche. S. no se resistió con todas sus fuerzas ni me denunció, como yo ya suponía. A partir de ese día se ha convertido en mi esclava personal, la primera de las que espero formen una larga lista."

  • Vaya hijo de puta - comentó Rosita - Según eso, hacia treinta años que iba abusando de las mujeres. Mira, me alegro de haberlo enviado al fondo del pozo.

  • Sigue, sigue. ¿qué más cuenta?

"Hace semanas que S. es mi perrita"... Ay, Leonor, esto me indigna demasiado, toma léelo tú si quieres.

Leonor tomó el libro y siguió leyendo en voz baja, mientras Rosita se quedaba en cueros y se tiraba al agua para borrar el mal fario que le había producido la lectura.

" ..mi perrita.. La mando desnudarse y pasear por la casa como su madre la parió. Tiene las tetas grandes y algo caídas y es muy velluda. Eso le causa vergüenza, lo sé. Por eso le impido taparse el sexo."

Había unos saltos temporales que se evidenciaban por el cambio de color de la tinta y el trazado más o menos apresurado de la caligrafía.

“Hoy he penetrado por primera vez un culo. S. ha llorado y pataleado, suplicando, pero yo he sido inflexible y mi verga, aún más. No se ha doblado ni un milímetro y la he taladrado durante más de diez minutos, hasta que ya no tenía voz para gritar. Como siempre, aprovecho cuando estoy sólo en casa con ella. Al correrme dentro de sus tripas, he notado un placer increíble. Producir el máximo dolor en una mujer mientras yo gozo del mayor gusto es algo extraordinario.”

Leonor dejó la lectura y se quitó la ropa. Necesitaba calmar la calentura que ardía entre sus piernas. Rosita se iba a enfadar, pero ya la había castigado con la alpargata y dejándola sin orgasmo, cuando ella la había hecho correrse dos veces antes.

Se acercó despacito con cara de niña buena y se pegó al cuerpo moreno de su amante buscando sus labios.

  • Lo que decía. Lees esas monstruosidades y te pones como una perra en celo.

  • Ya lo sé, pero no me castigues más. Necesito correrme. Haz algo, Rosita.

  • En el cofre del tuerto había una cosa que no has visto.

-¿Una cosa? ¿qué es?

  • La he traído escondida en el pantalón, por si lo necesitábamos. Espera.

Rosita volvió al centro de la charca con una pieza de marfil de unos veinte centímetros y gruesa como el mango de una azada. Era una especie de pene muy bien tallado, con un minarete como glande y dos nervaduras envolventes que resaltaban como las venas de una verga. En la base había unas perforaciones cuya finalidad no entendieron.

  • ¿Me lo quieres metes ahí? No me harás daño...

  • Creo que sí, un poquito, cariño; Pero te va a gustar, ¿no? - Y lo hincó un poco bruscamente en la raja resbaladiza de su amiga - Imagina que es la de Alberto - masculló rabiosa Rosita.

  • No, no. Eres tú, tú, mi amor. ¡Ahhh...! ¡qué gusto! Muérdeme los pezones. Por favor...

Leonor se movía balanceando la pelvis adelante y atrás, haciendo entrar y salir de su vagina aquel artefacto. Los adornos rozaban continuamente su clítoris y la volvían loca de placer.

Rosita le pellizcó con rabia las tetas y le chupeteó el cuello asegurándose de dejar marcada la piel de su amante con un ancho hematoma. Pero no paró de bombear con el dildo hasta que Leonor se corrió. Con una intensidad terrible. En algún momento había imaginado que Alberto y sus secuaces la estaban violando de nuevo mientras retorcían dolorosamente sus carnes. Pero procuró que Rosita no lo notara. Guardaremos el secreto.