La gruta de los suplicios 2

Leonor, en su novena peripecia, va a ser sometida bárbaramente por sus captores. Aunque ella como siempre va a gozar con su dolorosa experiencia

Leonor abrió los ojos y fue recuperando poco a poco conciencia de dónde estaba, qué momento del día estaba viviendo y quién era ella misma, ya que el sufrimiento que le habían provocado el sol y, sobre todo, las feroces hormigas mesetarias, la habían hecho desconectar todos sus circuitos.

Estaba desnuda sobre una mesa, mojada y con la piel encendida de calor, aunque había algo que aplicaban en sus senos y su vientre  que aliviaba la comezón y el calor que sentía.

Miró alrededor y vio a Mercedes y a Beatriz que trajinaban alrededor de ella, mojando paños en una jofaina y aplicándolos en su martirizada piel.

El tintineo de los cascabeles de los pechos de las muchachas ponía música a aquel despertar. De pronto sintió una presencia a la cabecera de la mesa y oyó la voz ya conocida del siniestro tuerto que gobernaba aquella pequeña comunidad.

  • Muy bien, corderitas. Ya veo que Leonor vuelve a estar entre nosotros. Leonor, espero que te repongas enseguida. Damián es muy imaginativo, pero se pasó un poco. Podías estar muerta y eso hubiera sido una lástima, con las diversiones que te tengo preparadas. Descansa y come lo que te den, que esta tarde continuaremos contigo.

Y con esa amenaza flotando en el aire, Alberto se alejó.

Leonor comió, bebió mucha agua y durmió  más de ocho horas. Cuando se despertó por segunda vez estaba tendida en la jaula pestilente de las prisioneras, sola y a oscuras, aunque veía reflejo de luces y oía las conversaciones de los hombres. Al rato vinieron a buscarla, le arrancaron la manta con la que se cubría y la llevaron, desnuda y temblorosa, a presencia de su nuevo amo.

  • Veo que apenas tienes señales del castigo - Miró don Alberto hacia Damian que bebía de una jarra de vino sentado a la mesa - eso está bien, aunque me parece que no va a durar mucho.

Los canallas estallaron en risas al ver la expresión de pánico de Leonor.

  • Empecemos, hijos míos. A la mesa con ella.

Leonor fue arrastrada de nuevo sobre la mesa y pudo ver en un rincón a las dos chicas que miraban la escena aterrorizadas, pero en una sumisa posición de rodillas con las manos a los lados del cuerpo para no privar a los bandidos de la agradable visión de sus pechos ornamentados y sus pubis lampiños perforados por las anillas.

Tendieron a Leonor boca arriba y ataron sus muñecas entre sí y a las patas de la mesa. Sujetaron sus tobillos con otras dos cuerdas y tiraron de ellas hacia atrás, de modo que quedó con las piernas muy elevadas y abiertas, mostrando así sus peludas ingles y el tesoro que medio ocultaban en el centro, además de sus gordas nalgas bien levantadas, ya que media espalda se había doblado hacia atrás al tirar de las cuerdas los dos criminales. Ataron los cabos a las patas y dejaron a la cautiva tan indefensa como expuesta a la lujuria de los cuatro bandoleros.

  • Realmente magnífica - Comentó don Alberto - Y ahora vamos a hacer que todavía resultes más atractiva a nuestros ojos. Hace años que comprendí que las mujeres sois la peor sabandija que circula por el mundo. ¿Ves este ojo vaciado? Fue una mujer de uñas afiladas quien me lo arrancó. Cierto es que yo estaba abusando de ella, pero no era excusa para tan exagerada reacción. La estrangulé allí mismo, cosa de la que me arrepentí después, pero entonces yo no era aún el sibarita de los placeres sexuales en que me he convertido. Hubiera disfrutado atormentándola durante semanas antes de enviarla al otro barrio. Pero quedáis vosotras, el resto de las mujeres para desquitarme.

Mientras hablaba, don Alberto había abierto una navaja barbera y Alonso, su secuaz, empezó a enjabonar con la mano el sexo de Leonor. Daba largas pasadas con dos dedos desde el ano hasta el ombligo. Leonor era una típica mujer mediterránea, ardiente y sensual, con formas exuberantes pero también muy peluda. Esto que constituye para el que os narra esta historia un atractivo poderosísimo, es para otros una inestética condición, pero ya se sabe que hay gustos para todos en el mundo.

  • Para ya con esas caricias, que la estás poniendo cachonda - ordenó con severidad el jefe de la banda - ¿ves? Ya le brilla el coño de lujuria. Las mujeres son una máquina de pecar. ¿Dónde está tu recato, puta? ¿Te atreves a segregar tus jugos sólo porque te frotamos con jabón esa vulva pecadora?

Y mientras afeaba su lubricidad a Leonor, el malnacido empezó a afeitarla a conciencia. La navaja pasó por la superficie del culo, que estaba revestida de una fina capa de vello, siguió rasurando el ojete, que también era velludo, y luego las ingles. Sujeto con delicadeza cada labio mayor tirando de él hacia arriba para facilitar la acción de la navaja.

  • Cómo se moja esta cerda - comentó el sádico criminal - me estás pringando los dedos. Ganas me dan de hacer como algunos africanos acostumbran, y cortarte todos estos apéndices para dejarte bien mondo y lirondo ese sexo descarado   - dijo estirando el clítoris y los labios menores con fuerza.

  • ¡Piedad! - clamó Leonor - ¡eso no, eso no...!

  • Ja! Claro que no quieres, ramera libidinosa. Ahí está el grifo que hace manar la baba infecta de esta grieta de perdición. No lo voy a amputar, tranquila. ¿Dónde colgaríamos entonces nuestras alhajas?

Una nueva carcajada de los presentes acogió los comentarios del siniestro barbero que  dio por concluida su labor y pasó un paño por encima de la superficie rasurada. Había quedado perfecto. Ahora Leonor parecía una incongruente bebé, con las formas de una diosa del deseo y el sexo de una impúber.

  • Mi querida Leonor - dijo don Alberto acercándose a la cabecera de la mujer por el lateral de la mesa - Ya me había imaginado los buenos ratos que nos ibas a dar. Ahora que ya estás limpia por fuera, vamos a purificarte por dentro. Tus agujeros naturales están conectados en ese espléndido cuerpo serrano que Dios te dio y ahora nos presta a nosotros para nuestro solaz. Y ese interior está sucio. Serán necesarios unos cuantos litros de una solución gelatinosa que he preparado para limpiarlo. ¿Está lista? Proceded, hijos míos. Sin tregua, por arriba y por abajo.

Los tres malandrines venían ya preparados con sendos embudos y unos cubos llenos de una especie de agua jabonosa, densa como la leche de almendras.

Aplicaron, con cierta resistencia de Leonor, los dos tubos en su boca y su ano y empezaron a verter la nauseabunda pócima.

  • Bebe, puta, o te arranco los pezones - ordeno Damián, que tan previsor como siempre, venía provisto de unos alicates con los que retorció un seno de la presa.

Bebía ésta atragantándose y arrojando líquido por las narices y moviendo las caderas para intentar eludir el molesto embudo rectal, que no paraba de rellenar sus intestinos con el líquido de los demonios.

  • Basta por ahora - ordenó el sumo sacerdote de aquel sacrificio inhumano - Dejad que vacíe su inmundo canal.

Al retirar los embudos, los líquidos salieron a presión por los dos orificios naturales de Leonor, que seguía retorciéndose de dolor por el efecto de algún componente de la pócima, particularmente irritante para los intestinos al parecer.

Los hombres se apartaron con cierta repulsión por las consecuencias de su castigo. No hace falta entrar en detalles al respecto. Quedémonos con que la pobre mujer quedó bien limpia por dentro con el enema y por fuera con los cubos de agua que vertieron sobre ella.

Las dos siervas que habían seguido horrorizadas el proceso desde un rincón fueron llamadas a limpiar el suelo y la mesa, cosa que hicieron con presteza a pesar del asco comprensible que les producía el escenario.

Ya purificado el mobiliario, Don Alberto volvió a la cabecera de la víctima y le acarició cínicamente los cabellos mojados.

  • ¿Qué te ha parecido, preciosa? ¿A que nunca te habían hecho una limpieza tan profunda?

  • Sois unos desalmados - balbuceó ella, escupiendo aún restos del mejunje.

  • Yo no diría tanto, furcia. Por contra, entiendo que eres tú, como todas las de tu extirpe, las que carecéis de alma. Ya lo enseñan así los padres de la iglesia desde tiempo inmemorial. Sois pozos de pecado que lleváis a los hombres a la perdición con vuestros cantos de sirena. Por eso me he empeñado en la cruzada de reduciros a vuestra condición real de reses, empezando por vosotras tres. Así que vamos a terminar tu limpieza de la forma más divertida para nosotros. ¡Muchachos! Vengan las correas y un poco más de leche de almendras para nuestra cerdita.

Los tipos trajeron unos largos cinturones con los que rodearon la parte baja del vientre de Leonor apretando luego hasta estrangular su abdomen grotescamente sin hacer caso de los berridos de dolor de la pobre mujer, que tenía ya resentidas las tripas por el tratamiento anterior.

De nuevo los embudos volvieron a verter el líquido untoso e irritante por los dos orificios, aunque ahora en menor cantidad.

  • ¡Serviros vosotros mismos, muchachos! - indicó el monstruoso lider..

Alonso y Damián fueron los primeros en quitarse los calzones y mostrar sus ya hinchados penes. El primero se situó frente a la boca de Leonor después de retirar el embudo, que sustituyo con gesto rápido por su propia verga que apuntó hacia abajó habilmente hasta introducirla en la boca de la mujer.

  • No quiero sentir tus dientes, puta - advirtió groseramente - o vuelvo a meterte el embudo y me meo en él.

Por el extremo opuesto, Damián había bajado las caderas de la cautiva aflojando las ataduras y habia sacado el embudo anal. Dejó manar un buen chorro de enema y, separando los cachetes del culo, hundió de un golpe su mandoble hasta lo más profundo.

La supuesta leche de almendras, que no era sino agua jabonosa, manaba de la boca y el ano de Leonor a cada sacudida de sus profanadores, pero las convulsiones que se producían en su faringe y en su recto eran oleadas de placer que recorrían las vergas que la perforaban.

No tardaron en correrse los dos, pero apenas tuvo alivio Leonor, que las cachiporras del otro malandrín y la de Don Alberto ocuparon los vacíos para seguir con el bombeo. Los chorros de líquido eran copiosos.

Leonor notaba su matriz comprimida por el cinturón y los envites de su enculador estimulaban las paredes de la vagina empujando desde el intestino.

Don Alberto quiso probar la entrada principal y la encontró sorprendentemente húmeda. Deslizó su polla por aquel canal y sintió en la punta del glande el cuello del útero de Leonor, empujado hacia abajo por las ataduras del vientre. Sintió que sus testículos se hinchaban de excitación cuando acarició con la punta de su pene aquella zona íntima, que se convulsionava al tacto de su miembro.

Los espasmos del orgasmo del bandido coincidieron con los de ella, porque no os parecerá creíble este extremo, pero Leonor se corrió como una loca al final.

Sin dejar un respiro, presas de un satánico frenesí, los bandidos acercaron un brasero candente que ardía amenazador desde una hora antes y tomaron el hierro candente con la A brillando en amarillo y rojo en la semioscuridad de la cueva..

Fue el propio Alberto quien se encargó de aplicarlo en la nalga derecha de la mujer que soltó un berrido atronador.

  • A ver si ahora gozas, puerca. ¿Crees que no he advertido como se contraía tu coño de viciosa? Te castigaré severamente cada vez que lo hagas sin mi permiso. Tus tetas y tu vientre, hasta tus hermosas mejillas van a conocer mi marca si no te sometes a mí.

  • ¡Perdón, señor! No lo he podido evitar. Su verga me ha estimulado. Ha sido por los cinturones que estrujaban mi matriz contra su miembro... - Leonor hablaba atropelladamente con el culo en llamas. Aunque la marca del hierro no era mucho más grande que una moneda, el dolor era agudísimo.

  • Bueno, dejemos que la potra se serene un poco, ahora que ya lleva en la nalga el símbolo de la cuadra de su amo. Hoy empezamos un proceso que iremos completando en futuras sesiones. Te hemos limpiado y te hemos marcado. Ahora voy a cerrar personalmente tu cueva del pecado. Ya he visto cómo gozas por ese agujero tanto como por el otro, pero a partir de hoy sólo podrás usarlo cuando yo decida abrirlo.

El sanguinario bandido tomó una caja que Damián le tendía, sin quitar la vista del fastuoso culo ahora ilustrado con aquella letra que aún humeaba y de los labios de la vulva, que iban a recibir los primeros anillos.

Para colocarlos contaban con unas tenazas a la medida de su circunferencia. Alberto acarició de nuevo la vagina depilada, deslizando dos dedos por la hendidura y apresando delicadamente el clítoris con las puntas de estos. Luego estiró con fuerza del labio derecho hasta alargarlo unos cinco centímetros y fue hundiendo en la carne los dos extremos del anillo, observando fascinado los dos hilillos de sangre. Leonor apenas se quejaba, medio anestesiada después del dolor intensísimo que el hierro candente le había producido.

Repìtió la operación en el labio izquierdo y pasó los dedos por los anillos separándolos con fuerza. El sexo de Leonor se convirtió en un rombo distendido con los labios menores y el clítoris, como una palpitante avellana, bien expuestos. Con gran ceremonia, Alberto pasó la lengua de abajo arriba por aquel surco rosado. Luego succionó la perla del placer sin dejar de estirar de los anillos.

Suaves gemidos escapaban ya de la garganta de la cautiva. Los tres malandrines observaban extasiados el proceso. Después de unos minutos de amorosos estímulos, Alberto tomó una cadenilla dorada y cerró el telón de la lujuria juntando con ella las anillas.

  • Ya ves. Ahora sólo tendrás tus orgasmos cuando yo lo decida. Esta rendija queda clausurada hasta nueva orden. Te añadiré una marca de mi hierro cada vez que te sorprendan procurándote placer sin mi permiso.

Era ya un poco tarde y desataron a Leonor. Las dos siervas la arrastraron como pudieron hasta la jaula y la taparon con una manta.

Por la mañana todo eran prisas en la gruta de los suplicios. Ensillaron los caballos y eligieron las armas que iban a necesitar en el asalto de aquel día. Los forajidos habían reunido un completo arsenal con media docena de fusiles tipo mosquetón, sin duda sustraídos a alguno de los dos bandos en la última guerra carlista. Había también una docena de pistolas de doble cañón y la joya de la colección de Don Alberto, un revolver de fabricación americana robado a cierto militar en el asalto a una diligencia meses antes. Sólo había una caja de munición, motivo por el que el jefe de la banda prefería conservar aquel arma preciosa en el fondo del arcón.

Las dos muchachas se acercaron mansamente para ser descendidas a la sima donde esperarían el regreso de sus captores. A Leonor la tuvieron que arrastrar, presa del pánico ante el temor de morir de hambre y de sed allí abajo si los bandidos eran abatidos o detenidos y nunca se averiguaba la ubicación de su escondite.

A viva fuerza la ataron y la deslizaron por el agujero, Diez metros más abajo la esperaban sus compañeras de infortunio. Bajaron luego una bota llena de agua y una hogaza de pan duro. Era todo lo que tendrían para alimentarse hasta el regreso de sus dueños.