LA GRANJA. Capítulo primero: unos cordones sueltos

Ante ti una saga que cuenta la historia de un joven universitario que es secuestrado y conducido a La Granja. Un lugar repleto de misterio y esclavitud donde un grupo de hombres tienen secuestrados a jóvenes que obligan a trabajar para ellos...¿Que tramarán?

Unos cordones sueltos

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La granja estaba a miles y miles de kilómetros de cualquier ser humano que habitara una casa a las afueras de cualquier ciudad o pueblo. El terreno árido y montañoso de la zona no dejaba lugar a dudas; alejarse de la granja era tarea imposible. Miles de secarrales, tortuosos, caminos entre las montañas, y un sol mas abrasador de lo común hacia de la posibilidad de escapar una empresa imposible. Solo había dos opciones; morir sufriendo en un viaje sin final hacia alguna remota población que pudiera dar un poco de agua a aquellas personas con un aspecto realmente sorprendente para quien se las encontrara, o sufrir (sin llegar a morir) en aquella especie de infierno claustrofóbico que los que se mantenían de pie llamaban LA GRANJA.

No sé qué opción hubierais tomado vosotros… os cuento la mía.

Mi historia comienza en un pequeño pueblo a las afueras de Berlín. Me encontraba allí con una beca de Erasmus. Nada ostentoso la verdad, pero lo suficiente como para poder permitirme una escapada semanal a los bares de la zona, y una resaca consecuente los lunes. La Universidad tampoco regalaba grandes oportunidades. Como digo, era un pueblo pequeño y, por tanto, dicha universidad no se definía por su gran infraestructura. Todos nos conocíamos. Se contaban las carreras universitarias con los dedos de una mano y sabíamos reconocer perfectamente a los nuevos en cuanto pisaban uno de los pasillos por los que se accedía a las aulas. Todo era bastante tranquilo. Lugares para comer sin mucho bullicio. Tiendas suficientes para pasar una tarde agradable. Bares con los que desconectar de la presión estudiantil. Y gente interesante venida de muchos países del mundo. Esa tranquilidad, esa variedad racial e idiosincrásica junto a un escalofriante silencio por las contadas desapariciones de estudiantes de ese paraíso (comparado con donde estoy así me lo parece ahora la verdad), hacían de aquel lugar el perfecto coto de caza para aquellos hombres que me habían traído a la granja.

Un sábado cualquiera, no recuerdo ya el número que asomaba en el calendario que mi hermana mayor me regaló antes de mi viaje a Alemania, recogí mi cuarto por la mañana como de costumbre, y salí a correr por los parques que rodeaban el pueblo. Aquel día, con la distracción de un runner, me dejé llevar entre los árboles con mi pequeña mochila en la que llevaba una botella de agua, el móvil y el iPod desde donde estaba escuchando música.

No tenía una ruta fija como otros días. Decidí adentrarme en la aventura. No sabía que el término “aventura” iba a conllevar secuestro, dolor, miedo, sufrimientos y, por qué no decirlo, litros de semen. El concepto de aventura que esa mañana se me pasó por la cabeza distaba mucho de la realidad. Creedme.

Como os contaba, después de unos dos kilómetros corriendo en dirección norte ( es la única referencia que tenía), me senté en una roca para poder beber un poco de agua y poder refrescarme del sofocante calor que en el sur de Alemania estaba haciendo para esa época. Dejé la mochila a mi lado, saqué la botella de agua y antes de beber un trago me eché por encima una proporción suficiente como para refrescarme el cuello y el pecho. La camiseta se me pegaba a los abdominales que de 6 meses de gimnasio me habían salido. Nunca había sido un enfermo de aquellos lugares llenos de maquinas, pero guardar la línea para poder follar siempre es de agradecer. Mientras me daba un poco de aire con un papel propagandístico que encontré en el bolsillo pequeño de la mochila, escuché un ruido entre los matorrales, como cuando pisas una hoja seca de la caída del otoño. No hice mayor caso, ya que siempre me habían dicho que ese lugar era muy tranquilo y nunca ocurría nada extraño. Cuando me dijeron esas palabras, me pareció curioso que alguien definiera un lugar con “no ocurre nada extraño”. Ahora entiendo mucho mejor el silencio del pueblo. La hojarasca volvió a crujir dos veces más, lo que me hizo levantarme de la roca y mirar hacia atrás, desde donde provenía el sonido.

Probablemente una ardilla, pensé.

Ojalá hubiera sido eso.

Lo que tardé en girar medio cuerpo hacia el lugar del sonido es lo que tardó un hombre lo suficientemente corpulento (lo noté por el peso de la caída) para abalanzarse sobre mi desde alguna altura. Probablemente desde alguna rama del árbol que se situaba al lado de la piedra donde segundos antes estaba sentado. No me dio tiempo a reaccionar y noté su presencia cuando su cuerpo estalló contra mi espalda inmovilizándome contra el suelo. La botella de agua que sostenía voló por los aires en dirección opuesta y mis manos y pies quedaron paralizados con los brazos y piernas de mi atacante. Estaba en el suelo, inmóvil, sin saber lo que ocurría, y sin poder elevar la cabeza porque algo me la estaba sujetando contra la tierra. Apenas podía respirar. Apenas podía pensar. Solo tragaba la tierra por donde la gente decente pisa.

Ha pasado tiempo de aquel encontronazo y aun no sé calcular el tiempo exacto que permanecí aplastado como una hoja de papel en el suelo. Solo sé que se me hicieron los minutos, o segundos, más eternos del mundo. Descubrí entonces el sentido de la relatividad del tiempo. Vaya forma de entenderlo.

Cuando apenas podía respirar, notando que mis pulmones se quedaban sin el último reducto de aire, aquel hombre que me aplastaba me levantó la cabeza de golpe estirando fuerte de mi pelo rizado hasta que mi cuello se colocó en 90 grados con respecto al suelo. Apenas podía ver, pues me estaba mareando por la falta de aire, pero una sacudida de mi cabeza promovida por el fuerte puño de mi agresor hizo que se aclarara un poco mi visión, y girándome el cuello hacia un lado pude visualizar otro hombre acercándose hacia donde nos encontrábamos.

Pude apreciar primero sus botas de montaña llenas de barro. Una de las botas tenía suelto los cordones y se arrastraban por el suelo como pequeñas lagartijas. Supe en ese momento que entre aquellos cordones y yo no iba a ver mucha diferencia. Y sin poder evitarlo, envidié a aquellos otros cordones bien atados, cómodamente apoyados en la bota sin tener que arrastrarse. Me quité enseguida ese sentimiento de la cabeza y pude ir subiendo la mirada. Los pantalones militares no dejaban mucho a la imaginación. Se acomodaban perfectamente a unas piernas gruesas y musculosas. El cinturón tosco, como del viejo oeste, era más un complemento que una necesidad, y la camiseta verde de tirantes reflejaba masculinidad y poder. Sus brazos, henchidos de adrenalina con las venas marcando su fiereza, asustaban a la par que me excitaban. Su mano derecha arrastraba mi mochila. Seguí subiendo la mirada y esperaba a un encapuchado que me terminara de asustar. Pero no, no cubría su cara con ninguna elemento y la mirada de odio y cierta frustración (probablemente no fuera la caza que él esperaba) hacían un completo macho que provocaba incluso más miedo si cabe. Se acercaba a mí con paso decidido sin dejar de observar mi posición. Noté un bulto en su paquete. Seguramente mi posición y mi situación fueran de su agrado. Seguía escupiendo tierra. Mi botella se encontraba en su paso y el crujir de esta al pisarla con sus botas produjo en mí un sentimiento de soledad. Ya no había nada mío. Mis únicas posesiones en ese momento: mochila, botella, móvil y Ipod estaban en su poder. Y sabía que yo lo iba a estar pronto.

  • No es la mejor presa de esta semana, pero nos conformaremos de momento. No quiero seguir caminando bajo este puto sol -  dijo en un alemán con pronunciación extraña. Su pelo azabache y su piel negra me hizo decantarme por colocar su nacimiento en algún país del centro África, pero tampoco quise aventurar su origen. Miedo a lo conocido, supongo.

  • Hazlo - dijo alargando un brazo y lanzando al hombre que seguía presionándome con fuerza hercúlea un aparato negro que no supe distinguir. Segundos después adiviné que era. Sentí una descarga en mi cuerpo y el alivio de la presión de mi atacante. Aun así, libre de peso, no podía moverme.

Me habían dado una descarga eléctrica y solo podía mover la cabeza. Suficiente para ellos. El hombre que se abalanzó sobre mí me levantó sin ningún problema y me empujó contra el árbol. Me sujetó de pie y ahí fue cuando descubrí a un hombre mucho más corpulento que el negro, aunque notablemente más bajo (le sacaba media cabeza). Su cabello rubio y sus ojos con un amarillo verdoso se acercaron a mí para colocarme las manos en alto. El peso muerto hacía de la tarea un camino de rosas. No podía moverme. Apenas podía articular palabra. Sólo grité ahogadamente un leve socorro, pero los sonidos fueres y vibrantes de la r se habían vuelto mantequilla en mis labios debido a la descarga. No vi por su parte ningún signo de molestia por mi intento de auxilio. No parecían tener problemas en llamar la atención. Con esos cuerpos era difícil hacerles frente, la verdad. Mientras el rubio sujetaba mis brazos en lo alto y pateaba mis pies contra la raíz del árbol, el hombre negro sacaba unas cuerdas de una mochila que antes no había detectado. Pasó las cuerdas a su compañero de fatigas y éste me maniató detrás de mi cintura. Colocó sus botas, también de monte y embarradas, en mí estomago justo encima de mi pubis y comenzó a presionar. Empecé a poder gritar un poco más fuerte por el continuado dolor que la bota me estaba provocando. La espalda no iba mucho mejor, pues la madera del árbol se me clavaba como diminutas agujas. Con la presión de la bota me incliné hacia delante pero como las piernas no me respondían caí de rodillas hincándolas en el suelo. Ya me tenían atado y de rodillas. Con la cara llena de arena, un poco de baba cayendo por mi labio inferior y tremendamente perplejo y anonadado por tal situación. Sus movimientos cada vez estaban siendo más rápidos, automáticos, como si fuera un ritual que estaban acostumbrado a realizar. No lo vi venir. El hombre rubio se situó detrás de mí, entre el árbol y mi cabeza, se agachó un poco (lo noté por sus rodillas apretándome las costillas), y agarró de nuevo mi cabeza por el pelo. Seguidamente, la apoyó en una zona que rápidamente descubrí que era su pubis, ya que su polla (al parecer bastante grande) me rozaba toda la cabeza, notando que seguía hacia arriba. Su compañero se acercó a mí mientras soltaba el botón de su cremallera.

  • Menos mal que tenemos estos momentos de libertad con… - frenó la frase en seco y sonrió levemente como si fuera consciente de que casi dice algo que no debiera.

  • Vamos, terminemos pronto, aún nos queda trabajo por hacer -  dijo el hombre blanco que me sujetaba.

Rápidamente salió de aquella bragueta, como el resorte de esas cámaras de fotos de niños en las que sale un gusano sonriente por el objetivo, un enorme rabo negro y humedecido abalanzándose hacia mi boca. La cerré con todas mis fuerzas pero no hubo problemas para él. Con una hostia que restalló en mi mejilla derecha en primer lugar, y uno de sus dedos empujando mi mandíbula inferior hacia abajo, mi boca no pudo resistirse lo suficiente y cedió a su fuerza. El contacto de su polla contra mi boca fue bastante desagradable. No por el hecho de tener una polla en la boca, no era la primera vez, pero nunca había comido un rabo que no quisiera y menos que nada más entrar el líquido pre-seminal se dispersara por toda mi cavidad bucal. Con apenas un cuarto de polla en mi boca, ésta ya no albergaba más espacio. Mis ojos intentaron observarle para rogar que se detuviera pero era como si no prestara atención a lo que hacía. Se secaba el sudor de la frente y miraba a su compañero serio. Como si no estuviera ahogándome con su miembro en mitad de un parque nacional. Empezó a empujar su cuerpo hacia mí, deslizando algunos centímetros más de su polla contra mi garganta. El sabor de aquel líquido preliminar era agrio y muy viscoso. Lo notaba por todos lados y, junto al pedazo de carne que me obligaban a tener en la boca, no ayudaba a que me aguantara las ganas de vomitar.  A los pocos segundos, metió un dedo de cada mano en las esquinas de mi boca e intento hacer un poco de fuerza para abrírmela mas y forzar más adentro su rabo. Casi consiguió meterme la mitad y el glande rozaba mi campanilla haciendo que me costara respirar. Soltó sus dedos y entonces empezó a sacarla y meterla sin que se escapara de mi boca completamente. Al golpear contra el fondo de mi garganta un sonido de presión y de estallo de saliva y liquido preliminar salía de mi boca, lo que parecía ponerle más cachondo. No parecía que me estuviera follando la boca de manera normal. Como todos lo hemos hecho alguna vez. Sino que parecía que estaba haciendo abdominales en el pecho de su compañero y los impulsos de los abdominales hacían que su polla entrara y saliera a su antojo de mi boca. Solo cuando su glande tocaba con mis dientes podía coger un poco de aire. De no ser porque solía ir a nadar todos los días no hubiera aguantados las 150 flexiones que creía haber contado mientras su rabo taladraba mi garganta. La boca cada vez me sabía más a su lefa hasta que en un momento noté como un calor pegajoso se desplazaba por el fondo de mi boca. Sabía lo que venía, y por ello, cerré la glotis inmediatamente, todo lo que pude. Don flexiones se irguió un poco y sacó media polla de mi boca para que la corrida cayera en ella y no me la tragara. Un detalle por su parte pensé. Otro error por el mío.

La corrida se desplazó entera por mi boca. Creía haber más de la que podía retener. Y en ese mismo instante, el rubio, que aún seguía cachondo detrás de mí, rompió un trozo de celofán y me lo ató a la boca.

  • O te tragas tu regalito, con lo que eso puede conllevar o te mantienes callado con él en la boca hasta que lleguemos- sentenció mientras me levantaba en sus hombros.

No sé qué era peor de aquella frase; si pensar en las enfermedad que podría llevar aquel semen o si empezar a comprender que aquello no había acabado y que ese “hasta que lleguemos” solo fuera el inicio de un infierno.

Solo sé que me llevaron a rastras con la lefa en mi boca, haciendo esfuerzos para no tragarla, hasta una camioneta que tenían aparcada a pocos metros de allí. Me lanzó a la parte de atrás y cerró la puerta, dejándome completamente a oscuras. No pude llegar a ver si había algo más a mi lado o era simple vacío. Al rato, empezó a desplazarse aquella oscuridad hacia “diosabedónde”. Calculé, muy erróneamente, una media hora de viaje. Hoy en día estoy seguro de que fue mucho más. Al llegar al destino, abrieron la puerta y me sacaron a rastras de un brazo hasta que me dejaron caer al suelo. El hombre negro caminaba delante de nosotros, yo iba arrastrándome como aquellos cordones, sujetos del brazo del otro hombre rubio. Solo pude apreciar una gran casona y un amplio espacio vallado con verja, al parecer electrificada por la parte de arriba. Varias camionetas estaban situadas a la entrada. Aun sostenía la lefa. Un cartel de “LA GRANJA” daba la bienvenida a aquella zona desértica en la que solo parecía situarse aquella construcción. Nada más pasar la verja pude ver un estanque y poco más. El hombre negro se acercó a mí, se agachó y me apretó la nariz

  • Ya hemos llegado- dijo rudo mientras mantenía mi nariz apretada. No pude aguantar y tragué su lefa. Noté como corría aun caliente por mi garganta. - Si te ha gustado lo de hoy, te va a encantar vivir aquí, ya verás.

Le miré a los ojos con una lágrima en los míos. No sabría explicar cuál de todos los motivos la ocasionó. Vi su cara de satisfacción por ello y cómo se le volvía a poner dura dentro de aquel pantalón ajustado. No pude ver mucho más porque al segundo mis ojos se cerraron y me desmallé...