La Gran Diosa Lengua

De cómo la cocina me convirtió en la lengua que todo lo lame.

LA GRAN DIOSA LENGUA

De la cocina me llegaba el aroma dulce del caramelo y la mantequilla; la inconfundible musicalidad de la batidora interpretando la sinfonía de la fusión de la harina con los huevos; el crepitar de la levadura al izarse, henchida, hacia el límite crepuscular del cálido horno.

Ese aroma penetraba por mis fosas nasales excitando las papilas gustativas que excretaban ríos de saliva fluida y transparente; discurriendo por mi esófago en busca del amoroso beso del estómago donde desembocar en jubiloso triunfo de amor gástrico.

Y allí estaba ella, dirigiendo aquella orquesta inerte de cuencos, vasos, tazas, y cucharones; alquimista experta de mixturas en su justa mesura; dominadora del fuego breve y del alcohol preciso, con sus cinco sentidos puestos en el arte de elaborar el más exquisito de los ágapes.

No pude evitar el acercarme a su santuario movido por la llamada de la gula, atraído por el perfume hiriente de la cocina recién elaborada. Me asomé para contemplar de soslayo la danza hermosa de sus caderas, firmes los pies al suelo; el brío delimitado de sus brazos blandiendo el cucharón como batuta enérgica y segura.

Y ese aroma dulzón

Fijé mis ojos en sus nalgas que se contraían o expandían según el crescendo que imprimía a su orquesta; diastólicos movimientos que repercutían en sus hombros morenos, en su pétreo cuello que comenzó a brillar por minúsculas gotas de sudor.

Sus manos pasaron ante mi mirada a cámara lenta y fueron a hundirse en el fango exquisito de la masa inmaculada. Vi como sus dedos penetraban sin oposición en la turgencia de la mezcla dejando unos profundos huecos que al poco se rellenaban por sí solos. Sus dedos firmes se hundían violentos, otra vez, presionando, amasando, revolviendo el conjunto que brillaba como arena besada por mares infinitos.

Disfrutaba, sí.

Sentí la necesidad de ser amalgama entre sus dedos y que me hiciese lo mismo que estaba viendo. Me imagine arrebujado en el cuenco, a merced de sus manos impetuosas; quería ser espolvoreado por la harina de su boca y regado por el grifo de su ser. Que sus manos me abriesen el cuerpo para tocar donde nadie antes había tocado.

En la placidez uterina del cuenco admiraba el ébano rocoso de sus ojos vivarachos que me penetraban sin mácula, sintiéndome doblemente poseído. Contemplaba sus pechos firmes con sus pezones erectos como proas de barcos que surcan sedas y satenes; dulcemente amenazantes

Quise convertirme en la gran lengua que todo lo lame; emerger de mi refugio y rociarla con mis más húmedos deseos. Pero eran tan confortables sus caricias

Me dejé mecer.

Y me fui hinchando de materia y pasión hasta ser La Gran Diosa Lengua. Me alcé colmándola de humedad. Lamí sus huecos interdigitales, chupando, una a una sus falanges; comí de mis restos entre sus uñas.

Y crecí.

Me apropié de sus brazos que se alzaron sin oposición venerando mi grandeza. Rasgué sus vestiduras haciendo míos sus pezones golosos que se endurecieron, aún más, vigorosos.

Adopté la forma de músculo ofidio y me enrosqué en su cuello. Sentía el palpitar de su corazón batiente, desbocado.

Repté por su espalda dejando mi rastro acuoso y me colé entre sus bragas, sin oposición, victorioso, y como el férreo ariete traspasé el umbral con un ósculo anal.

Y allí crecí.

Me hice fuerte y a embestidas agrandé la capilla del placer zaguero. La hice mía, la ocupé, la conquisté escuchando el gozoso himno de victoria arrancado a su garganta.

Volteándome me atornillé a sus cálidos muslos desde donde olfateaba la fragante llamada de su sexo excitado, chorreante.

Sediento de lujuria ascendí y me colé entre sus piernas sorbiendo las gotas de su manantial infinito. Bebí hasta emborracharme y ebrio me tensé entre mis venas y arremetí para entrar en tropel, con violencia. El clítoris emergió de su trinchera y como celador diligente advirtió de mi presencia. Percibí el suave abrazo de sus labios que me rodearon como hijo pródigo invitándome a entrar.

Y penetré hasta lo más hondo, rígido, batiéndome entre sus adentros.

Golpeé embrutecido las paredes carnosas que me envolvían una y otra vez; desbocado…, salvajemente animal.., contundente

Un potente chorro cubrió mi cuerpo, empapándolo; un descomunal grito y sus convulsiones desmedidas provocaron mi vómito seminal que como lago viscoso y blanquecino emergió de su coño nublando la estancia con aromas de caramelo, mantequilla y… sexo.

Gómez de Santana.