La gordita
Esta es la historia de una aventura sexual y del descubrimiento de lo especial que es mi belleza de mujer rolliza y original.
LA GORDITA: EL EXTRAÑO
Desde pequeña me he sentido despreciada y desestimada. Como compensación inconsciente, me ha visto impulsada a buscar apoyos masculinos. Esa sensación probablemente esté asociada al hecho de ser gorda.
Continuamente siento la necesidad de poner a prueba la atracción que mis generosas formas puedan ejercer en los hombres. Esto ha traído como resultado, que me he convertido en una mujer fácil, de la que los hombres se aprovechan y después desechan, generando el círculo vicioso en el que estoy enredada. Mi inseguridad me ha ocasionado no pocos problemas y sobre todo amarguras que no he logrado superar.
Realmente mi gordura atrae miradas y deseos. Soy alta y llamo la atención fundamentalmente por mi linda cara. Pero, al compararme con las mujeres esqueléticas que pululan, tiendo a sentirme deseosa de ser como ellas. Hasta la sociedad en general, parece rechazar a las gordas y toda la publicidad así lo muestra. En estos días vi que salió como noticia digna de figurar en no sé qué página famosa de internet que, no sé qué calendario famoso, había utilizado a una modelo “curvy” (como ellos la llaman, porque les da pena llamarnos gordas a secas, o quizá porque teman a las demandas por discriminación) para una de sus fotos. Cuando vi la foto, la tal “modelo curvy” estaba más buena que Beyonce.
Toda esa maraña de informaciones y prescripciones de una sociedad de gente que adora los gimnasios y las dietas, hace bien difícil para una persona que sufra de gordura congénita, aceptar su cualidad especial de la belleza clásica de sus formas, antes no era así, sino pregúntenle a Rubens y a los otros. Aunque también creo que debe haber otra razón escondida dentro de mi siquis que me obliga a permanecer atada al sufrimiento.
Al emparejarme con Manuel, pensé que el rio retornaría a su cauce, pero no, persistí en la transformación de mi inseguridad mediante el sistema de probarme mi aceptación entregándome a una larga cadena de relaciones que me dejaban hastiada.
Cuando en cierta ocasión un amigo de Manuel me descubrió en plena cita con uno de mis aprovechadores, la terrorífica situación me produjo un ataque de pánico súbito de tal magnitud, que se me transmutó, casi de inmediato, en un orgasmo tan poderoso, inesperado e instantáneo que casi me desvanecí en el sitio, sin que nadie atinara a comprender la razón de mis síntomas, más propios de la culminación de un acto sexual que de un malestar digestivo que fue lo que aduje en mi explicación.
Fue en ese momento que cambié mi percepción del asunto de mi frivolidad y de mi misma.
Tuve la certeza instantánea de que mi desenfreno tenía su motivación más en el placer que me causaba el exponerme al peligro, que en mi liviandad o mi inseguridad.
No era un simple acto de putería para reafirmar mi autoconfianza, sino que era primordialmente una forma subconsciente de complacencia sexual a través del miedo y el sufrimiento. Por eso, me causaban tanto placer las relaciones arriesgadas.
En esa ocasión el amigo de Manuel aprovechó la situación para coaccionarme a tener relaciones sexuales con él, accedí más por perversión natural que por conjurar el peligro de una delación. Quería experimentar, ahora de manera consciente y premeditada, cómo el temor y la rabia producían en mis entrañas la dulce mezcla que se transformaría, en el momento culminante, en una viva sensación de placer inenarrable.
Pero, el tipo se enamoró de mí y quiso tenerme solo para él. A ese patrón de posesión individualista me opuse y el juró que, en ese caso, tampoco sería para Manuel.
Fueron días fascinantes los de la espera del momento en el que mi infidelidad sería descubierta: No traté de defenderme o de implementar alguna tapadera, simplemente dejé que el destino actuara.
Era tal la carga de ansiedad y expectación que me acosaba perennemente, que cada vez que traía a mi mente el presagio de las consecuencias de mis acciones: donde estuviera, tenía que buscar algún apoyo para no caerme, ante la arremetida tan fuerte del orgasmo que registraban mis tripas, tanto que, perdía el apoyo de mis piernas y me quedaba humedecida, sudorosa y sonriente.
Todo se descubrió. El amigo de Manuel habló con él y le relató con pelos y señales lo que había visto, sin mencionar lo que él me había hecho.
Manuel, quiso darme la oportunidad de ser indultada si aceptaba mi pecado. Solo tenía que admitirlo y hacer un acto de contrición, era lo que se me exigía: quería que volviera al estado de sumisión absoluta.
No lo hice. Someterme implicaba exhibir mi debilidad, mi inconstancia y mi frivolidad, como pecados de los que me tenía que arrepentir. Pero ahora sabía que todos esos comportamientos no eran más que sub productos de la infinidad de cosas que tenía guardadas en mi subconsciente desde antes de nacer. ¿Cómo podía denigrar de la naturaleza que me había hecho así? No había nada de lo que arrepentirse. Ya que no era posible que me aceptara así, era preferible perderlo y que se fuera con la duda. Yo empezaría de nuevo.
Me acosté llorando, ahora estaba verdaderamente sola. Al amanecer desperté por el frescor mañanero que lamia mi piel. Me había dormido desnuda sobre mis lágrimas. Me estremecí de frio, cubrí mi cuerpo con la sábana y la primera idea que vino a mi mente fue que no podía darme el lujo de dejar que la derrota me corroyera. La inquietud me arrancó otro escalofrió y una leve sensación de placer revoloteó en mi vientre.
Salí a la calle sin desayunar, con ánimo de caminar, entretener mis penas y ver si algo caía, porque no tengo ninguna profesión, nunca he sido más que ama de casa y había que buscar algo que hacer para producir alguna entrada de dinero. La inquietud me mantenía húmeda la entrada de mi cueva y al frotarse entre mis rollizos muslos sentía como sus labios lubricados por mis flujos resbalaban entre ellos.
Me metí en el primer negocio que encontré para tomar un café. Alguien se acercó a saludarme, le sonreí con soltura a pesar de que era la segunda vez que lo veía en mi vida. Reconocí a un cliente de Manuel, no vivía en la ciudad, era rico, propietario de algún negocio en alguna ciudad cercana, además de maduro y seguro de sí mismo.
Me observaba impúdicamente. Preguntó por Manuel, le conteste “Viajando como siempre”. Noté que la sonrisa con la que me respondió fue una que quería decir: “Pero aquí estoy yo”. Tenía el día libre según me informó, me invitó a almorzar. A pesar de que veía la posibilidad de que mi hambre pasara a ser historia sin erogaciones de mi parte, no creí conveniente aceptar la invitación, pero ante su insistencia y la de mis entrañas que ahora estaban a punto de eclosión, acepté. Me expondría al peligro de una relación con un perfecto extraño por primera vez en mi vida: cierto calorcito angustioso que recorría mi vientre apoyó mi decisión, además, tenía hambre.
Horas después, me sentía relajada, la ansiedad había quedado atrás y mi sed y mi hambre estaban saciadas.
Las frecuentes libaciones me liberaron de mis barreras morales -si aún me quedaba alguna por allí-y mi cuerpo se abrió a la posibilidad del placer carnal. Esa perspectiva, soliviantaba ciertos efluvios lascivos que me recorrían partiendo de la fumarola sobre la que estaba sentada. Su conversación versaba principalmente sobre cosas picantes y divertidas, fumamos, bebimos y reímos sin restricciones. Yo sabía que el momento de exigirme el pago se acercaba.
Estaba dispuesta, solo que el tipo no me gustaba, resultó demasiado jactancioso y prepotente, pero… tenía dinero y quizá, además, pudiera lograr alguna donación para mi fondo de auto-beneficencia. Venderme, ¡coño! Nunca había pensado en eso, solo el pensamiento era profundamente erótico.
Mi cuerpo y mi mente disputaban. Mi mente no se entregaba: había otras formas de conseguir dinero. Empero, mi cuerpo seducido por mi propensión al placer carnal en situaciones riesgosas, más, mi salacidad alimentada por el miedo y el licor, iban ganando la partida.
No pude seguir en la disputa interna, pues él decidió por mí. Me tomó por la cintura invitándome a salir, su autoritario aferramiento a mis ancas, me hizo aceptar lo que sucediera. Magnífico, no había nada que decidir. Era un pecio al que alguien había conseguido en el oleaje. Me dejé conducir sin voluntad. Como siempre.
A pesar de lo irrisorio del desembolso -un almuerzo y una cervezas- que ese extraño, de quien desconocía hasta el nombre, me consideraba bien pagada solo por el hecho de haber sido rescatada de la apatía de la que no habría logrado escapar completamente por mis propios medios.
-Me van a coger por un almuercito, pensé.
En el trayecto al motel no hablamos, me sentía como la res que era llevada al matadero, habiendo sido pagado su beneficio con tan bajo precio, ¡que cagada! ¿Por dónde anda mi amor propio? logré preguntarme, antes de sentir sus manos tanteando la mercancía. Sentí como los pelos de la nuca se me erizaban.
Me levantó el vestido para admirar y sobar mis muslos, mientras conducía. La vulgaridad con la que actuó no me ofendió, por el contrario, sentí cierta sensación sórdida, decadente y vergonzosa que me electrizó, al sentirme tratada como un objeto insignificante, como a “una puta barata”. El recorrido de sus dedos por mi piel me causaba severas corrientes de repulsión. Un voluptuoso oleaje remecía mis entrañas.
Para cuando llegamos al motel al que fui conducida, sus dedos viciosos habían explorado hasta en sus más íntimos recovecos mi húmedo interior, mis senos habían sido seducidos y mi vientre pervertido, todo sin oposición de mi parte y sin mayores molestias puesto que uso faldas amplias y nunca ropa interior.
Una botella de whisky compareció ante mí apenas entramos en la habitación. Me desnudé sin protocolos mientras bebía el primer trago. Estaba excitada y quería hacerlo bien.
Su cuerpo de baja estatura mostró un gran desarrollo en el área que a mí me interesaba; su aparato era robusto y felizmente endurecido, lo tomé entre mis manos y lo introduje entre mis labios. Su gusto salobre y su presencia pulposa llenaron mi boca, su tamaño entusiasmó a mis entrañas glotonas. Lo mamaba hasta casi llevarlo al clímax, lo soltaba y volvía a chuparlo, recreándome en un juego sensual que a muchos de mis amigos había entusiasmado.
Pero a este hombre, no acostumbrado a estas finezas culinarias, le pareció que me mofaba y me sorprendió con un golpe que me propinó con el revés de su mano en la cara y luego otro en la otra mejilla, mientras me gritaba: -No te burles de mí, puta, ¡vamos, voltéate! Yo me asusté mortalmente por la inesperada y extraña reacción y obedecí sin chistar.
Nos encontrábamos en una salita aledaña a la habitación, en la que había una mesa de granito empotrada al piso, sobre ella me tendió boca abajo, sentí que el frio de la piedra permeaba mi abdomen. Mis exuberantes nalgas abiertas al máximo quedaron expuestas a su codicia.
Estaba dispuesta a dejarme hacer lo que quisiera sin resistirme, para evitar otro violento arrebato de su parte que me pudiera acarrear consecuencias peores. Estaba aterrorizada y excitada.
Escupió entre mis nalgas, sentí su saliva resbalando por mi socavón. Restregó mi agujero con la cabeza de su cosa embadurnada de saliva babosa de borracho, la sentí dura y buscona a la entrada de mi esfínter anal. Apresó mis caderas con ambas manos mientras su vara erecta se acomodaba por sí misma en la entrada de mi orificio trasero. Empujó.
Yo no era virgen por ese lado, pero la demostración de su violencia, cuando me golpeó, me alteró tanto los nervios que involuntariamente me cerré por allí detrás, por ello, me dolió más de lo necesario cuando empujó brutalmente su masa dentro de mi esfínter. Éste, al principio, opuso una resistencia pacífica, pero al fin cedió y la tranca entró casi completa. No contuve un grito pidiéndole clemencia.
Sentía sus pelos raspando mis nalgas. Mi agujero al principio se había cerrado por reflejo para contener su entrada pero luego, lo relajé conscientemente para evitar más dolor. Su pene entraba y salía completo sin compasión en cada una de sus embutidas, su grosor separaba mis nalgas y yo las sentía abrazando a su enemigo.
Alguna vez me había gustado la acción por ese camino trasero, pero ahora me sentía totalmente tupida y atiborrada con esa masa carnosa que se hartaba del placer que le producía el roce de mis vísceras y mi dolor. Ya no sentía temor, sentía placer. Sentía dolor.
Aguanté su violación, sin quejarme más. Comencé a masturbarme sigilosamente y cuando ya iba a medio camino del orgasmo la detuve, pues oí sus imprecaciones y sentí que aumentaba la velocidad de bombeo, percibí algunas bocanadas de su semen porque eran cálidas y disminuían el roce que recalentaba mi conducto. Se detuvo.
Seguí empalada sintiéndolo latir dentro de mí al ritmo de su respiración que se hacía cada vez más serena. Me sentía humillada y con el culo desfondado e inundado.
Apenas me lo sacó, me cargó en sus brazos como si yo fuera una pluma y me llevó a la cama. Me sentí como una víctima de los sacerdotes aztecas en alguna de sus pirámides, mientras me trasladaba a la piedra de los sacrificios.
Me colocó en ella sin mucho cuidado, pero, su actitud agresiva había desaparecido. Aunque yo lo prefería rudo y peligroso.
Comenzó a lamer mis senos con sabiduría, uno de sus dedos sobaba mi clítoris y otro penetro mi almeja reluciente de humedad.
Yo intentaba recibir su homenaje con la menor muestra de satisfacción posible, la humillación de los golpes no me pasaba. Pronto, comenzó la desesperación de mis caderas por recibir más placer, era un movimiento difícil de controlar por más humillada, herida y adolorida que estuviera, mi pubis actuaba independientemente de mí consciencia, la actividad de sus dedos y su boca me hacían postergar el deseo de venganza por su injurioso tratamiento.
Mis líquidos se liberaban y mi hendidura tendía a cerrarse queriendo mantener prisionero en su interior al dedo intruso que tanto desespero deleitoso me inculcaba. La actividad de su lengua en mis pezones tenía también efectos devastadores en mi voluntad. Me miró sonriente, triunfante. Yo voltee la cara en señal de estar afrentada aun, pero el lenguaje de mi cuerpo no estaba de acuerdo con mi actitud ultrajada.
Un ansia vigorizante vaporizaba mi circunspección y me llenaba por completo. Estaba en éxtasis sensual. Su irradiación me recorría desde mi ano hasta mi ombligo como un flujo de lava que me quemaba las entrañas por la inmensa delectación disparada por el maltrato. Un orgasmo comenzó a inducirse desde lo más profundo de mis entrañas haciéndome perder el sentido de la realidad, gritaba con voz enronquecida, le rogaba que me lo metiera, que me partiera, que hiciera lo que quisiera pero que me poseyera… ¡por favor, házmelo....!
El comenzó a jugar conmigo como un gato con un ratón vencido, aprovechando el poder que sobre su autocontrol le proporcionaba la relajación de su excitación por el clímax ya logrado durante la violación de mi ano. Al fin, se montó sobre mí y apuntó mi entrada principal. Estaba lista y me abrí lo más que pude.
Me obedeció, a medias. Su cabeza y parte de su tronco fueron introducidos con lentitud y lance un gemido de fiera herida por una lanza de carne hirviente. La saco. Mis ojos se abrieron y lo miraron pidiendo clemencia. Estaba jugando conmigo el juego que yo le había enseñado. Penetraba mi hirviente raja y salía de ella, así varias veces, ya yo no pude más y un nuevo orgasmo, pero más profundo, si es posible, arrasó con todo, con un sonido ronco mi garganta anunciaba el advenimiento de la gloria.
Mis ojos se voltearon, el torrente de lava concupiscente quería salirme por cada poro, por cada rendija de mi mente. Solté un rugido, mi cuerpo se estremecía, temblaba, se agitaba descontrolados sus movimientos: mi orgasmo buscaba su clímax. Sus manos, entonces, aprisionaron mis nalgas con salvajismo, las apartaron con dolorosa rudeza y sus dedos perforaron mi esfínter abriéndolo, tironeando de sus labios, dejé salir un flato que arrastró la leche represada. La sensación angustiosa, dolorosa y envilecida en la que me encontraba trastornó mi culminación, multiplicando mis sensaciones placenteras. Él estaba acabando también con un ímpetu que yo nunca había sentido en nadie que me lo hiciera, la vorágine nos arrastró mar adentro.
Todo había terminado, respirábamos acezantes. Nada se movía ni adentro ni afuera. Solo sentía su semen burbujear dentro de mí y sus dedos distendiendo mi ano. Salió de mí con cuidado, como evitando romper el embrujo, evitando que el hada se despertara. Todo lo abierto volvió a cerrarse, el semen fluía quedamente y lo adolorido se calmaba.
Me volteé y caí rendida en un sueño profundo.
Para cuando desperté, ya se había marchado.
Me estiré voluptuosamente. Nunca había tirado así. Nunca había gozado tanto. Aún estaba perpleja por lo que ahora sabía que podía sentir. Mi cuerpo se estremecía de placer al recordar algún pasaje de lo sucedido. ¡Ay, coño, me gusta el dolor y el sufrimiento! Fue uno de mis pensamientos borrascosos. Me reí con el deleite que se ríen las hembras colmadas.
Sobre la mesa de granito, encima de la cual había empezado todo, vi que quedaba media botella y una caja de cigarrillos, me acerqué a tomarlos y entonces noté un envoltorio que al destaparlo, descubrí no sin sorpresa y alegría, que contenía un fajo de billetes.
Ahora tenía más dinero que el que Manuel me daba para tres meses, y todo, por el acto más placentero e iluminativo de mi naturaleza, del que hubiera disfrutado en mis treinta años de improductiva, mantenida y vacía existencia. Me desayuné la media botella y unos cuantos cigarrillos mientras cavilaba.
Me di una ducha larga y deliciosa, frotándome cada rincón con cariño y aprecio, agradeciéndole a mi cuerpo lo feliz que me había hecho.
Se podía gozar y ganar dinero…quizá el amigo de Manuel, quisiera aceptar mis nuevas condiciones: pagando y gozando.
Había que preguntarle.
Fin de esta parte.
By: Leroyal