La golfilla de mi cuñada (7): su casa.
Por fin mi cuñada y yo estamos solos en su apartamento en la ciudad. Descubro que le va lo duro.
Una vez que llegamos al piso de María con las compras, decidimos ponernos cómodos. Ella se fue a su habitación y yo a la de su amiga Laura, que estaba vacía ahora, ella le había consultado antes de salir y no le importaba siempre que no usáramos sus sábanas. Me cambié y me puse solo un bañador. Luego salí a la sala de estar, donde tenían la televisión y la puse. Estaba haciendo zapping por las cadenas que hay y, como casi siempre, no había nada que me gustara. La verdad es que, a menos que te guste la publicidad, la televisión en España es hacer zapping sin parar, y cuantas más cadenas ponen, menos programas interesantes hay.
Al cabo de diez minutos salió María envuelta en un albornoz. Traía el pelo recogido para no mojárselo y evidentemente acababa de darse una ducha. Me dirigí yo al servicio.
― ¡Qué bien! ¡Una ducha fresquita! ¡Ahora me toca a mí!
María contestó.
― A mí me ha refrescado mucho. Me sentía sucia después del viaje.
Yo pensé para mí: “Si, después del viaje, y de dos o tres corridas y una mamada”. Pero le seguí el juego de no hablar del tema. De alguna forma me incomodaba, pero por otro lado me excitaba mucho. Y así había menos riesgo de que se nos escapara algo delante de mi mujer. Ella habló de nuevo.
― Te he dejado una toalla en el baño. Es la verde. Puedes usarla.
― Gracias.
Me fui al baño, me quité el bañador y me metí en la bañera de pie. Estaba dejándome caer el chorro de agua sobre el cuello y los hombres para relajarme cuando de pronto sentí dos manos que me rodeaban y me aplastaban la polla contra las piernas, empezando un movimiento circular de la mano. Yo en ese momento la tenía en posición de “descanso”, pero inmediatamente se puso en forma, intentando levantarse con todas sus fuerzas. La mano que la hacía girar sobre la pierna no pudo contener la fuerza ascendente y se encontró que seguía apoyada encima, pero que estaba apuntando al cielo. Entonces cogió un guante de esparto que tenía en el borde de la bañera, le echó gel y empezó a lavarme. Empezó frotándome suavemente la espalda y la parte posterior de las piernas. Luego siguió con las nalgas y el ano. Después, sin darme la vuelta fue frotando también suavemente los hombros, el vientre, las piernas,… Cuando iba a llegar a la polla yo estaba a punto de decirle que ahí con el guante no, pero ella ya se había quitado el guante y se había echado un buen chorro de gel en la mano.
Se dedicó a limpiármela con el gel en la mano desnuda y la sensación de suavidad era increíble. Sentía que la espuma que se formaba servía como lubricante entre su mano y mi polla, de forma que la mano se deslizaba por encima sin mover la piel. La sensación fue increíble. Me puse tan caliente que no pude contenerme. Me di la vuelta para descubrir sorprendido que ella estaba completamente desnuda.
La cogí de la mano y la metí dentro de la bañera, poniéndola delante de mí, de espaldas. La hice inclinarse hacia adelante y apoyar las manos en los azulejos de enfrente. Ella se dejó conducir y se puso contra la pared como si fueran a cachearla. Eso casi fue lo que hice. Cogí yo también el gel y me eché un buen chorretón en la mano. Luego, sin preámbulos, Le metí la mano entre las piernas y le restregué el gel por la vulva y el clítoris. Luego me eché más y se lo pasé por la raja del culo. Entreteniéndome más en el agujerito. Metí un poco el dedo y gimió, pero, como siempre no dijo nada. Como el gel no me convencía como lubricante, miré alrededor de la bañera, que estaba llena de tarros y botes, y encontré un bote de aceite hidratante. No lo dudé ni un instante. Lo cogí y le eché una buena cantidad en la parte baja de la columna. Era espeso, pero enseguida empezó a caer lentamente hacia abajo pasando por su culito. Aproveché para mojárselo con el aceite e ir mojándome yo los dedos a medida que bajaba.
Le fui metiendo los dedos y girándolos dentro de su culito, cada vez con más facilidad. Empecé con uno y al poco tiempo le estaba metiendo tres. Con la otra mano me rocié de aceite la polla y me lo restregué bien. María gemía ya como una perra en celo. Yo creo que se había corrido sólo con los dedos. Saqué los dedos, me los lavé y los volví a untar de aceite. Su culo, en la posición que estaba y abierto como se había quedado, estaba gritando “¡fóllame!”. Y eso hice. Sin esperar más, la sujeté por las caderas y se la metí de un golpe hasta el fondo. Los huevos me chocaron con la vulva. Ella no pudo evitar un grito, pero en seguida se acomodó al contenido y ella misma empezó un vaivén adelante y atrás que casi la sacaba del todo y la volvía a meter de golpe.
Mientras tanto, con la mano que tenía llena de aceite, yo empecé a acariciarle toda la vulva, sobre todo el clítoris. Por último, cuando vi que estaba a punto de correrse, le metí la polla de un golpe y la aplasté contra los azulejos de la bañera. María dio un grito muy fuerte, tanto que empecé a sacarla con cuidado. Pero entonces ella retrasó las manos y sujetó mis caderas para que no me fuera hacia atrás.
Volví a llegar al fondo y me esperé un rato a que su culito se aclimatara, pero inmediatamente ella empezó un movimiento de vaivén adelante y atrás, que me volvió loco. Se sentía tan jugoso, tan rodeado, tan llena ella, que era una auténtica gozada. Me corrí en poco tiempo, pero es que la sensación era inenarrable. Ella, al sentir el impulso más adentro aún de mi semen, se corrió también exageradamente. Tanto que no se si tuvo una eyaculación o se meó de gusto. La verdad es que me da igual cual de las dos cosas fue.
Terminamos duchándonos de nuevo los dos, pero contentándonos ambos con una caricia de vez en cuando para no liarnos de nuevo. Yo ya tengo unos añitos y, aunque no soy viejo, más de dos al día pocas veces, y menos con esa intensidad. Me salí yo primero y la dejé secándose en el baño. Yo fui a vestirme, pero cuando llegaba al dormitorio donde tenía la maleta, se me ocurrió otra cosa y, desnudo aún, me dirigí a la habitación de María, empezando a rebuscar en los cajones alguna cosa que yo esperaba que tuviera, en vista de la marcha que llevaba.
Efectivamente, por fin en uno de los cajones de la mesilla, encontré su arsenal. Me encantó. A mí me vuelven loco los juguetes y, al parecer, a María también. Allí había consoladores con y sin vibración, esposas, antifaces, cuerdas, cintas, bolas chinas, velas de parafina, palmetas, y un largo etcétera. Todavía no sabía si le iba la dominación como activa o como pasiva, pero eso lo iba a averiguar inmediatamente.
Cogí un collar, una cadena y una cuerda y me los llevé al salón.
María salió del baño, se fue a su cuarto y se puso una camiseta larga. Se vino al salón y se dejó caer a mi lado. Bruscamente la levanté, le di un tirón a la camiseta y le hice señas de que se la quitara. No le costó mucho entenderlo, sobre todo porque yo estaba desnudo también. Se quitó la camiseta de un golpe y comprobé que no llevaba puesto nada más. Ella se dirigió de nuevo al sofá y la sujeté de un brazo y le di una palmada fuerte en el trasero. Señalé el sofá y le hice el signo de “no” con el dedo. De un tirón del brazo la hice caer de rodillas al suelo, aunque sin brusquedad. Ella intentó sentarse en el suelo, pero la seguí sujetando del brazo y tampoco se lo permití. La sujeté hasta que se quedó de rodillas. Luego saqué las esposas que había escondido debajo de un cojín y se las enseñé. A continuación le coloqué las manos detrás de la cabeza. Ella se estuvo quieta. Al parecer, al menos aceptaba ser pasiva. Le coloqué las esposas. Por supuesto, podía haber pasado las manos hacia adelante también con las esposas, pero entendió que quería que las dejara atrás y no las movió.
Lo que no esperaba es lo que hice a continuación. Le puse el collar alrededor del cuello. Cogí la cuerda, se la até a la cintura, se la pasé por entre las nalgas y sobre la vulva, asegurándome de que le presionaba el clítoris hasta volver a atarlo a la cintura por delante. Después lo subí entre los pechos y sobre el hombro izquierdo hasta volver a la cintura. Lo pasé por detrás de la cuerda en la cintura y volví arriba, ahora sobre el hombro derecho hasta volver a la cuerda de la cintura por delante. Volví a pasarlo por detrás de la cuerda y, de un tirón brusco, lo apreté.
Evidentemente, al hacer eso aumentaba la presión sobre los hombros, pero eso no era ningún disparate. Donde de verdad tenía que notar bien la presión era en toda la zona genital y anal. María no pudo evitar un grito. Pero no dijo nada. Yo empecé a hablar como si fuéramos dos cuñados charlando.
― Voy a preparar café. Te gustaría uno.
Ella contestó con absoluta normalidad.
― Pues sí. Me apetece tomar uno.
Le solté las esposas. Le puse la cadena al collar y le bajé las manos al suelo. Ella comprendió inmediatamente. Y empezó a andar a cuatro patas tras de mí. Al andar hacía movimientos extraños. Al parecer, la cuerda en su vulva le molestaba bastante, pero no dijo nada. Llegamos a la cocina. Le acaricié la cabeza como si fuera un perro. Até la cadena a las patas de la mesa y la dejé allí mientras buscaba los ingredientes y preparaba una cafetera. Tal y como la había colocado, estaba de espaldas a mí cuando empecé a preparar el café. Intentó volver la cabeza, pero se la sujeté sin decir nada y se la volví a poner mirando al frente. En esa postura yo veía sus nalgas y, por debajo, asomaba su vulva, que en ese momento tenía un aspecto sospechosamente brillante. Parece que la golfilla se sentía excitada por la situación.
Preparé el café y no le pregunté. Sabía que le gustaba con leche y mucho azúcar, así que preparé uno a su gusto y otro al mío. Puse los dos cafés y un plato hondo en una bandeja y los llevé al salón, dejándola a ella atada a la mesa de la cocina. Ella no dijo nada. Una vez en el salón puse mi jarra de café sobre la mesa, y, poniendo el plato en el suelo junto a donde estaba ella antes, eché el café que le había preparado a ella en él. Luego fui a la cocina, la desaté y la llevé al salón, por supuesto a cuatro patas. La dejé en el salón, colocada delante del plato, pero de forma que su trasero se dirigía hacia el sitio en el que yo estaba sentado. Ella, al ver el plato con el café, me miró sonriendo y empezó a tomárselo dando lametones lentos y largos al café que estaba en el plato. La escena era muy erótica, viéndola en esa postura y lamiendo el café de esa forma. No pude resistirme y le acaricié las nalgas mientras la miraba. A continuación fui bajando la mano hasta acariciarle la vulva e incluso el clítoris. Con la otra mano seguía tomando mi taza de café tranquilamente. Luego le di un tirón a la cuerda en su cintura, apretándole otra vez la vulva. Un nuevo gemido.
Un poco después, mientras la observaba, ella hizo un movimiento extraño y parte del café de su plato se derramó fuera, en el suelo. Yo la miré y dije:
― El qué no tiene cuidado y mancha tiene que recibir un castigo.
Ella no contestó. Retiré las cosas de la mesa baja del salón. Era una mesa de madera maciza. La cogí de la correa y la llevé hasta apoyar el vientre y el pecho sobre la mesa. Cogí las cuerdas y le até las manos sobre el lado contrario de la mesa y las sujeté a las patas. Luego le empujé las piernas para que las abriera y, atando la cuerda por encima de las rodillas, las até también a las patas de ese lado, de forma que su cuerpo quedaba estirado sobre la mesa, incluidos los brazos, y el trasero quedaba en pompa y un poco abierto a mi lado.
Ella no había dicho ni una palabra. Yo creo que había tirado el café a conciencia para probarme, pero desde luego, no me iba a cortar. ¡Qué me parase ella si quería!
Me acerqué al oído y le susurré.
― La palabra clave para parar esto es “Roma”. Sólo tienes que pronunciarla y se acabó.
Ella, como siempre, no me contestó.
En su habitación había visto algunos juguetes apropiados para lo que venía ahora, pero preferí hacerlo con la mano. Para mi primera vez me pareció más personal. Levanté la mano y la dejé caer sobre su nalga derecha. Dio un respingo. Se le escapó un gemido.
Miré su vulva. Estaba más húmeda que antes de darle el primer golpe. ¡Así que a la guarrilla le excita que le den! ¡Muy bien! ¡Adelante entonces! Le di el segundo golpe en la otra nalga. Ella soltó un gemido más fuerte. Su vulva se humedeció más aún. Aflojé un poco la cuerda que le pasaba por la vulva y se la eché a un lado. La acaricié con tres dedos, de abajo a arriba, de forma que uno de mis dedos pasaba por el hueco entre los labios mayores y los otros dos por los lados de ambos, pellizcándolos un poquito entre los tres. Continué hacia arriba hasta el ano, humedeciéndolo con los jugos que había recogido más abajo. El cuerpo de ella inició un movimiento hacia atrás para apretarse más contra mis dedos, pero estaba demasiado bien atada para poder hacerlo, así que se quedó con las ganas.
A continuación el tercer golpe, de nuevo en la nalga derecha. Ella ya no pudo evitar un gritito. Volví a pasar la mano. Estaba más húmeda si cabe que antes. Nuevo golpe en la izquierda. Nuevo grito un poco más fuerte. Esta vez, cuando le toqué la vulva soltó un buen gemido. Yo veía correr sus jugos por los muslos hasta las rodillas para acabar mojando el suelo. Por la forma en que dejó caer su cuerpo sobre la mesa me di cuenta de que se había corrido, y eso con sólo cuatro palmadas en las nalgas y unos roces.
Empecé a acariciarle la espalda, el pelo, la nuca, el trasero… Cuando estuve seguro de que no lo esperaba le di la quinta palmada. Bastante fuerte. Ella soltó un gran gemido y su cuerpo se tensó de nuevo. Sin esperar un momento le di la sexta. Volví a acariciarle la vulva. Chorreaba. María gemía ya incontroladamente. Parecía que estaba a punto del segundo orgasmo. Me coloqué al otro lado de la mesa y le puse la polla delante de la cara. Ella no lo dudó. La cogió con los labios y empezó a chupar. Mientras tanto yo le acariciaba la espalda y se la masajeaba con fuerza, aplastándole el pecho contra la mesa. Desde esa misma postura le di la sexta palmada. Se oyó un ruido ahogado porque tenía la boca llena. Intensificó la mamada. Yo seguí golpeando hasta llegar a diez. Con el décimo María pareció correrse, pero no paró de chupar hasta que poco después me corrí como un salvaje. No recordaba una corrida igual. Ella estaba como desmayada. Yo diría que no inconsciente, pero casi. Su trasero presentaba marcas rojas muy intensas.
Me fui al baño, busqué una crema para refrescarle el trasero y le traje una crema hidratante que seguramente le aliviaría el escozor y se la puse.
La dejé un rato atada a la mesa hasta que se espabiló un poco y luego la desaté. Todavía con el collar y la cadena, la llevé a su dormitorio y la levanté hasta tumbarla en la cama. A duras penas pudo subir hasta allí, con mi ayuda. A continuación me tumbé a su lado y la abracé. Así pasamos la noche. Los dos estábamos agotados. Y dormimos como troncos.
Al día siguiente ocurrirían más cosas, pero eso es otra historia que contaré en otro relato.