La Gema Dorada: II - Preparativos

Una historia de amor, aventuras y guerras en un Mundo lejano lleno de magia y criaturas y lugares fantásticos. El grupo de Rebas se prepara para el viaje. Mientras tanto, Seben y Mandres visitan la feria.

CAPÍTULO DOS

Preparativos

NOTAS SOBRE VOCABULARIO/CONCEPTOS:

0.En el capítulo anterior hay un error: al decir que un talo equivale a 83 milímetros se echa en falta una coma. Así pues, la equivalencia correcta es1tl = 8,3mm. (Gracias a “ ivan ” por el aviso)

1. La feria no es otra cosa que una especie de mercadillo, con la diferencia de que lo que se vende en las ferias suelen ser todo tipo de productos exóticos, mientras que en los mercadillos los productos son regionales.

2. El Dagua es el tercer día de la sesmana.

3. Un gaso es una especie de lince, poco más grande que el gato doméstico.

4. Existen tres monedas en este Mundo: de menor a mayor valor son las rupias (bronce), las platas (plata) y los denarios (oro). La cantidad aproximada que Anlos entrega a los viajeros es de poco más de 300 euros, 5.150 pesos mexicanos, 1.960 pesos argentinos o 190.000 pesos chilenos.

5. Una bara equivale a un metro y 12 centímetros.

6. La jorena y la murla son dos variedades de frutas que crecen en los oasis en la parte central del Desierto. Son muy caras y sabrosas.

7. He creído que tal vez os resulte útil tener un mapa del Mundo, para ubicaros más claramente. Así que aquí tenéis uno con las ciudades y la ruta que el grupo de Rebas debe seguir hasta la capital:http://goo.gl/AKW8o

Arez, región de Tiamfri, este de la península Énirca

―¿La feria? ―inquirió Seben, y Mandres agitó la cabeza en un gesto afirmativo.

―Sí ―repuso Mandres―. Todos los Daguas hay feria en la plaza ¿No quieres ir?

―Claro, pero, no sé, pensaba que me ibas a decir algo más importante ―dijo Seben, con mirada inquisitiva.

―Pues no ―respondió simplemente―. Era eso.

―Entonces, vale, iremos a la ciudad. ¿Quedamos a las cuatro?

―Vale ―aceptó Mandres―. Y ahora me voy… tengo que limpiar la sala de duelos; parece que hayan matado a alguien, hasta las paredes están salpicadas de sangre ―hizo una mueca de disgusto, y se dirigió a la sala de duelos que, en efecto, estaba hecha un desastre.

Era normal que la sala de duelos se manchase de sangre, pero aquello parecía el fruto de la más terrible de las torturas. No fue hasta que se acercó lo suficiente a una mancha de sangre seca especialmente grande, que Mandres se dio cuenta de que no era sangre humana, sino de norpo, pues aquella mancha reseca era demasiado brillante como para provenir de un ser humano. Preguntándose qué habría hecho el pobre animal para merecer esa muerte tan terrible, Mandres comenzó a limpiar el lugar, no sin esfuerzos, pues las manchas de sangre no desaparecían así como así.

Una hora más tarde, justo cuando las lecciones del día empezaban, un sudoroso Mandres salía de la ahora impoluta sala de duelos, y se dirigía pesadamente hacia el patio, donde la lección de Biología tendría lugar.

Las lecciones terminaron, todos los discípulos se reunieron en el salón y comieron juntos como era costumbre, Mandres sentado entre Seben y Dan, como era también costumbre, aunque aquél día en particular, Mandres no se sentía cómodo especialmente con Dan al lado: desde que las manos de Mandres estimularon el miembro de Dan, éste último se comportaba de un modo sumamente extraño, que molestaba bastante a Mandres. En ese mismo momento, por ejemplo, la mano de Dan rozaba apenas la rodilla de Mandres por debajo de la mesa. Y Mandres era plenamente consciente de que era un gesto deliberado.

Mandres sospechaba que Dan deseaba repetir lo ocurrido. Pero Mandres no lo deseaba así, de modo que ignoró como pudo a Dan durante toda la comida, prácticamente dándole la espalda, hablando solamente con Seben, que se mostraba tan jovial como de costumbre.

―… entonces, entre Dogui y yo conseguimos encerrar al norpo en la sala de duelos, cogimos una espada cada uno y le empezamos a rajar. Casi le corté una pata de un espadazo, y mira que era un bicho grande… ―Jasar contaba a Seben cómo habían dejado la sala de duelos perdida de sangre.

―Así que habéis sido vosotros… ―repuso, serio, Mandres―. No sabéis lo que me ha costado limpiarla, cabrones ―y todos rieron―. La próxima vez, elegid una bestia un poco más pequeña. ¿Qué tal un gaso por ejemplo?

―Anda, Mandres, no te quejes ―dijo Jasar―, que tampoco es para tanto ―Mandres guardó silencio. Jasar no le caía del todo bien, pero a Seben sí. A Mandres no le gustaba Jasar no solo por su actitud petulante sino por su aspecto de dejado: el pelo, por ejemplo. Si lo tuviese limpio, sería una hermosa cabellera lisa de un color castaño brillante, pero siempre llevaba el pelo sin peinar, y sin lavar: lacio y grasiento. La grasa le otorgaba al cabello un color arena muy feo. Eso, junto con los oscuros y largos pelos que cubrían su cara, y que él se negaba a afeitar, le daba un aspecto casi de vagabundo.

―Seben, estaré en mi habitación, cuando estés listo vienes a buscarme, y nos vamos… ―repuso Mandres, levantándose de la mesa, sin despedirse ni de Dan, ni de Jasar.

En su habitación, se sentó a la mesa, al lado de lo que quedaba del fuego, y continuó con la lectura de un libro que había comenzado a leer la sesmana anterior. Se trataba de una colección de historias de terror, que cumplían con creces con su función de meter el miedo en el cuerpo del lector. Así pasó Mandres un buen rato, hasta que alguien llamó a la puerta.

Mandres dejó el libro en la mesa y dijo « adelante » poniéndose en pie, preparado para irse a la ciudad con Seben.

Pero no era Seben el que entró en la habitación, sino Dan, con los voluminosos brazos cruzados sobre el pecho, cerrando la puerta con un leve puntapié. Mandres permaneció inmóvil durante una fracción de segundo, y, cuando reaccionó, dijo:

―¿Qué quieres? ―se sentó en la cama.

―Vamos, ya lo sabes ―repuso Dan introduciéndose una mano en el pantalón―. Llevo pensando en lo bien que me lo hiciste desde el momento mismo en que terminaste… ―se sentó en la cama al lado de Mandres, dejando caer su gran mano sobre la rodilla del chico.

―Pues lo siento, pero eso solo ocurrió una vez…

―¿Y por qué no podría ocurrir dos veces? ―Dan agarró el brazo de Mandres con fuerza, y lo llevó a su pantalón―. Mira cómo la tengo ya solo con pensarlo.

―Dan, he dicho que no ―soltó Mandres tirando con fuerza para liberarse de la mano de Dan―. Suéltame, me haces daño.

―Mandres… ¿Qué te cuesta? Sé que te gusta hacerlo, se lo has hecho a casi todos los hombres de aquí…

―¿Pero qué dices? Solo te lo hice a ti ―Mandres, expresamente, olvidó mencionar el habérselo hecho también a Seben la noche anterior―. Y ya veo que no debí haberlo pensado siquiera.

Dan sujetó violentamente a Mandres, inmovilizándole por completo, y tirándolo sobre la cama. Se sentó sobre él, impidiendo que moviese las piernas y, mientras con una mano mantenía los brazos del joven en alto, con la otra se quitaba torpemente el pantalón, y lo dejó tirado en el suelo.

―¡Para! ―gritó Mandres forcejeando inútilmente, pues la fuerza de Dan era mucho mayor que la de él―. ¡Déjame, hijo de puta! ¡Suéltame!

―Te soltaré cuando me hayas hecho una paja... O mejor: cuando me la hayas mamado ―dijo con una sonrisa pervertida, acercando su cara a la de él, y Mandres pudo percibir su acre aliento contra su rostro.

Dicho esto, Dan se sentó en el pecho de Mandres, inmovilizándole bien con las rodillas a ambos lados del delgado cuerpo del muchacho. Acercó su breve pene erecto a los labios de Mandres, que él mantenía fuertemente cerrados.

―Venga, Mandres, no me cabrees. ¡Abre la boca y cómemela! ―espetó.

―¿¡QUÉ COJONES ESTÁS HACIENDO!? ―Mandres, estirando el cuello, pudo ver a Seben al otro lado de la sala; acababa de entrar en la habitación, encontrándose con la escena, y su rostro estaba rojo de ira―. Dan, solamente lo diré una vez… Quítate… de encima… de mi amigo ―Seben temblaba de pies a cabeza, pero no era por miedo, sino por rabia.

―¿O qué? ¿Eh? ¿Qué vas a hacer? ―dijo Dan, todavía sin moverse de donde estaba, pero ahora algo inseguro.

―¡Esto! ―respondió simplemente Seben, saltando hacia Dan con las piernas por delante, que acabaron impactando violentamente en la cabeza del hombre. Emitiendo un extraño gemido, Dan cayó inconsciente sobre el suelo de piedra con gran estrépito―. Será hijo de puta… ―susurró Seben, que tras el impacto de sus pies contra el cráneo de Dan, había caído de espaldas en el suelo y se había hecho daño en las manos al aterrizar―. ¿Estás bien? ―preguntó a Mandres, muy preocupado.

―Sí, sí… ―aseguró el aludido, que temblaba ligeramente, tratando de procesar todo lo que había ocurrido en tan breve periodo de tiempo―. No ha llegado a… hacerme nada ―se levantó de la cama, pisando deliberadamente las dos manos del inconsciente Dan―. ¿Estás bien tú? ―Seben asintió.

―Menos mal ―repuso Seben, aliviado, mientras se levantaba y se dirigía a Mandres con los brazos extendidos―. Menos mal ―repitió, abrazando con fuerza a su amigo.

Mandres se sintió seguro rodeado por los brazos de su mejor amigo, y el susto ante lo que había estado a punto de ocurrir se desvaneció. Los brazos de Seben liberaron a Mandres, y los dos miraron a Dan, que seguía tirado en el suelo.

―¿Le habrás hecho daño? ―preguntó Mandres―. Ha sido un buen golpetazo…

―No le he hecho nada; está bien ―respondió Seben con un gesto de la mano, restándole importancia―. Es más, creo que le he dado demasiado flojo

Entre los dos lograron maniatar a Dan, y le llevaron al despacho de Yohelia. Tras explicarle lo ocurrido, la Sabia, enfurecida y al borde del llanto, llegó a la única conclusión lógica:

―Dan… lo que has hecho no tiene nombre. Has intentado abusar de un compañero que, además, ¡es menor de edad! Lo siento, pero tú ya no eres discípulo mío. Permanecerás en la mazmorra hasta que los guardias vengan a por ti y te lleven ante el juez, quien, sin duda, sabrá dar con un castigo apropiado para tu crimen.

―No… Sabia, no lo entiende, no es… ¡Ellos mienten, no he hecho nada! ―Dan intentaba liberarse de las sogas que le ataban de pies y manos.

―No has hecho nada porque he llegado a tiempo, hijo de puta ―gritó Seben―. Sabia ―dijo, ahora con voz suave―, me gustaría llevarle yo mismo a la mazmorra ―la Sabia guardó silencio un instante, y luego respondió:

―No, Seben… Dan es más fuerte que tú, y se te podría escapar. Llama a Dogui; él lo hará.

―Como desee, Sabia ―repuso Seben inclinando la cabeza hacia adelante―. Mandres, ¿vienes?

―Sí… ―musitó Mandres, y juntos abandonaron el despacho de Yohelia la Sabia.

Mandres volvió a su habitación, y Seben se dirigió a la de Dogui para avisarle, tal y como Yohelia había pedido, de que tenía una tarea. Después de acompañar a Dogui y a Dan hasta la mazmorra, Seben fue a ver a su amigo, que estaba tumbado en la cama, con los brazos y las piernas extendidos y mirando al techo, la habitación en penumbra y silenciosa.

―Mandres, ¿puedo entrar? ―preguntó, abriendo apenas la puerta.

―Sí ―repuso Mandres, sin moverse.

Con un suspiro, Seben entró en la habitación, cerrando con cuidado la puerta tras de sí, y se sentó en la cama, al lado de su amigo. Su mano se posó sobre el abdomen de Mandres, que subía y bajaba lentamente, como si estuviese dormido, aunque no lo estaba.

―¿Estás bien ? ―preguntó con seriedad Seben.

―Sí… Es que… ¿Por qué ha hecho eso? ―los oscuros ojos de Mandres, llenos de incertidumbre y un atisbo de miedo, se cruzaron con los de Seben.

―Yohelia dice que tiene un trastorno que hace que se obsesione con la gente. Tras algún encuentro mínimamente significativo con alguien, Dan no puede pensar en otra cosa que en esa persona y ese encuentro, y su cuerpo necesita unirse al de esa persona… Pero ya ha pasado todo; he ido con Dogui a la mazmorra, para asegurarme de que lo encierra bien, y dentro de poco llegarán dos guardias para llevarlo ante el juez, así que no volveremos a encontrarnos con él ―Mandres guardó silencio. Sus ojos ya no se mostraban tan enrojecidos ni tan húmedos.

Tras dos minutos enteros de silencio absoluto, Seben volvió a hablar.

―¿Vamos a la ciudad, tal y como querías? ―Mandres le miró, sonrió y dijo:

―Yo no quería ir a la ciudad.

―Pero si me lo has… ―Seben se interrumpió mientras Mandres se incorporaba, haciendo que sus ojos quedasen a la altura de los de su amigo.

―Pues no. No era eso lo que quería decirte ―se acercó más a Seben, que permanecía expectante―. Lo que quería decirte es que… ―y, a diferencia de en el primer intento, cuando estaba tan nervioso que se le nublaba la vista, ahora pudo decirlo, con calma―. Seben, estoy enamorado. De ti ―y terminó de salvar la distancia que separaba sus labios de los de él, y notó cuán suaves y tiernos eran, y se sintió bien por dentro, y se sintió mejor todavía cuando se dio cuenta de que aquello era real, de que estaba pasando realmente, de que no era un sueño.

Rebas, región de Tiamfri, noreste de la península Énirca

―Muy bien ―dijo Anlos―, todos, excepto Nafné, Yaco, Énava, Brai, Oris y Yanob, podéis iros ya y empezar con vuestras tareas antes de que las lecciones del día den inicio. Los mencionados, esperad conmigo aquí; tengo cosas que comunicaros que os serán útiles durante el viaje.

Los mencionados permanecieron en la Sala Azul y, cuando todos los demás hubieron abandonado la estancia, Anlos volvió a hablar, ahora mucho más serio:

―Escuchadme con mucha atención, pues esto es sumamente importante. Que la Gema ha sido encontrada no permanecerá un secreto durante mucho tiempo y mucha gente deseará darle caza. Nadie que no sea un Sabio debe saber que este joven ―señaló a Yanob― es el portador de la Gema Dorada. Debéis mantenerlo en secreto, así como también debéis mantener en secreto el motivo por el cual viajáis hacia Mitril de los Reyes. Nadie debe saber tampoco que soy yo quien os envía.

»La capital está muy lejos de aquí, y tardaréis más de una luna en llegar: yo calculo que alcanzaréis la muralla hacia el decimoséptimo o decimoctavo de Púrpura, aproximadamente. Aquí tenéis un mapa de las Dos Regiones. Las poblaciones marcadas son los lugares donde es seguro pasar la noche, pues en todas, a excepción de en Lilí, un Sabio podrá daros cobijo. Seguid siempre el camino que este mapa indica, aunque pueda parecer que estáis tomando un rodeo: esta ruta aquí trazada es la más apropiada si lo que queremos es que lleguéis hasta Mitril de los Reyes y volváis aquí sanos y salvos.

»Tomad: en esta bolsa hay dinero suficiente para comprar provisiones. Son cincuenta rupias, cincuenta platas y cincuenta denarios. Cuando lleguéis a Mitril de los Reyes, Sarcis os dará más dinero para que podáis volver.

»Por último, aquí tenéis las fichas para los dos barcos que tenéis que tomar: uno desde Sa del Nastre hasta Coy y el otro, aunque se detiene en La Niña y en La Cruz, que os llevará desde Abasbal hasta Palma de Groti. El resto del camino lo tendréis que hacer a pie, me temo. ¿Alguna pregunta?

―¿No deberíamos llevar algún arma? ―preguntó Brai.

―¡Oh, sí! ―exclamó Anlos―. Muy bien, Brai, muy bien… En efecto, debéis llevar armas con vosotros; id a la sala de duelos y coged algunas espadas y escudos. Oris, si lo prefieres, en lugar de espadas puedes tomar un báculo y luego ir a la biblioteca a por algún libro de Hechizos ―Oris asintió―. Cuando tengáis todo el equipo que consideréis oportuno, descansad durante el día de hoy, y mañana a primera hora podréis partir.

Mientras todos se dirigían a la sala de duelos, Oris fue a la gran biblioteca, el techo de casi 20 baras, y todo el espacio entre éste y el suelo ocupado por altísimas estanterías a rebosar de gruesos libros encuadernados en brillantes cueros, a la cima de las cuales se accedía mediante escalerillas de un fino metal dorado. Oris conocía bastante bien ese lugar, dada su afición a la lectura, así que fue cuestión de minutos encontrar la sección de Magia. Una vez allí, se entretuvo contemplando un volumen tras otro, pero no era capaz de encontrar nada que le sirviese: tenía que tratarse de un libro de Simpatía, no de Magia en general, pues la Simpatía era la única rama que Oris dominaba.

Finalmente, tras largos minutos de búsqueda, encontró dos: Simpatía para el Ataque y Defensa y La Simpatía Curativa:el uso de los Elementos para tratar heridas simples . Ambos eran tomos antiquísimos y juntos sumaban más de tres mil páginas, todas ellas escritas en la letra más diminuta, y repletas de ejemplos, dibujos y diagramas. Satisfecho con esos dos pesados volúmenes, Oris se dispuso a abandonar la biblioteca, pero se topó de bruces con su hermana Énava.

―¿Qué haces aquí? ―preguntó Oris.

―Tenemos que hablar ―a Oris le dio un vuelco el corazón; recordó que Énava le había descubierto desnudo en la cama de Brai, con él, también desnudo, en ella―. ¿Qué pasa con Brai y contigo?

―¿Qué pasa?

―No me vengas con tonterías, Oris ―repuso, tajante y seria―. ¿Desde cuándo?

―Desde cuándo, ¿qué?

―¡Por Dios! ¿Cuánto tiempo lleváis acostándoos juntos? ―Énava estaba a la vez irritada y enfadada.

―Anoche fue la primera vez ―respondió, algo sonrojado, Oris―. Ya está.

―O sea, que solo fue un polvo y ya, ¿no?

―¡No! ―exclamó Oris, aunque su intención no era gritar―. No ―repitió en voz más baja―. Llevamos… juntos algo así como cuatro lunas.

―¿Algo así?

―Sí ―dijo Oris―: exactamente cuatro lunas, una sesmana y tres días.

―Vaya, así que va en serio… ―Énava miró a Oris, y se enterneció al ver sus mejillas coloradas, sus ojos brillantes y su cabello algo alborotado. Tenía ya dieciocho años, pero para ella siempre sería un niño: su hermanito―. Oris… ―dijo, sujetándole la barbilla para que la mirase a los ojos―. Sabes que no me enfada que estés con Brai, ¿verdad? Solo me preocupo por ti. No quiero que te hagan daño, ¿vale? ―Oris no dijo nada, tan solo miró a su hermana, que le miraba preocupada―. Es que… él es cinco años mayor, tú acabas de cumplir dieciocho años y…

―Ya no soy un niño ―dijo―. Soy un hombre, y sé lo que me conviene y lo que no. Pero… gracias por preocuparte por mí. Brai me quiere, no me hará daño.

―Eso espero ―repuso Énava, medio sonriendo―, porque si no es así, le cortaré los…

―¡Énava! ―exclamó Oris, y los dos rieron.

Arez, región de Tiamfri, este de la península Énirca

La felicidad duró poco, sin embargo; apenas tres segundos de que los labios de Mandres hubiesen rozado los de Seben, este se apartó de su amigo, mirándole, desconcertado.

―¿Qué estás haciendo? ―preguntó Seben, sin comprender muy bien lo que ocurría.

―Lo… lo siento ―se disculpó Mandres, su rostro súbitamente tornándose escarlata, desde la frente hasta el cuello. Sentía cómo le ardían las mejillas.

―Mandres… ―Seben colocó una mano sobre el hombro de su amigo―. No te disculpes. No me ha molestado, es solo que no me lo esperaba… ―Seben no parecía encontrar las palabras adecuadas en aquel momento―. Yo también te quiero, ya lo sabes, pero…

―No del modo que yo te quiero a ti ―murmuró Mandres, cabizbajo, aún algo colorado―. Ya. Lo entiendo, no pasa nada…

Seben observó el rostro entristecido de su amigo y se le encogió el corazón.

―Siento mucho no poder corresponderte… ―musitó Seben, algo apesadumbrado, y besó a su amigo en la frente, del mismo modo en que un padre besaría a su hijo―. De verdad.

―Tan solo… Solamente quiero que nuestra relación no empeore ahora que lo sabes… ―los ojos, húmedos, de Mandres se cruzaron con los de Seben. Éste sonrió.

―Pues claro que nada va a cambiar, Mandres. No seas tonto ―y le dio otra palmada en el hombro. Algo aliviado, Mandres sonrió tímidamente, aunque la sonrisa no tardo en borrársele de los labios―. Venga ―repuso Seben, levantándose, y tirando de su amigo para que éste también se levantase―, vámonos a dar una vuelta. A lo mejor encontramos algo interesante en la feria.

Mandres, sinceramente agradecido por la comprensión que estaba mostrando Seben, se sintió algo mejor, y ambos amigos salieron de la Casa de Yohelia la Sabia en dirección al abarrotado centro de la ciudad, donde se habían colocado los típicos puestos con condimentos provenientes del Desierto de Argó o del archipiélago Mermedo, telas de fino lino negro, vasijas de diferentes materiales y la comida más extraña que uno pudiera imaginar.

Los puestos se colocaban en la plaza del centro de la ciudad, frente a la Mansión de Justicia y el Palacio de la Ciudad; los dueños de cada puesto extendían una alfombra sobre la cual exponían los productos que vendían. En este tipo de ferias, nada tenía un precio exacto: la persona interesada en un determinado artículo proponía un precio al vendedor, que siempre pedía un precio más elevado, y comprador y vendedor regateaban hasta llegar a un acuerdo.

A Mandres le encantaba la feria, sobre todo los tenderetes de comida; durante la última feria compró un delicioso pastel de jorena y murla por tan solo ocho rupias y una plata, y no era un pastel pequeño precisamente. Ojalá aquel día estuviese también ese puesto…

Los dos amigos pasaron más de dos horas recorriendo la incontable cantidad de puestos, sin dejar de sorprenderse ante los rarísimo objetos que se vendían, la mayoría de ellos provenientes del Desierto o incluso más al sur; pastas, tés, chocolate rojo… Incluso pequeños animales tremendamente curiosos e igualmente hermosos, como los diminutos y graciosos jerbos pigmeos. Seben se ofreció a comprarle uno a Mandres, pero cuando el tendero se negó rotundamente a aceptar cualquier precio por debajo de los 50 denarios, Seben tuvo que darse por vencido.

Más adelante llegaron a un puesto de entretenimiento, que estaba atestado de muchachos entre los trece y dieciocho años que tiraban, uno detrás del otro, una lanza intentando dar en el blanco: una pequeña diana situada a varias decenas de baras más allá. Lo cierto es que casi ninguno de los jugadores conseguía acertar, aunque lo intentaban una y otra vez, pues tirar una lanza era bastante barato (dos rupias) y el premio al que la clavase en el centro de la diminuta diana consistía en 500 denarios.

―¿Quieres probar? ―preguntó Seben a Mandres, que se encogió de hombros.

―No veo por qué no ―respondió, y los dos se pusieron al final de la larga cola, casi completamente compuesta por chicos adolescentes, aunque había también alguna muchacha y varios hombres adultos.

Cuando tocó el turno de Mandres el tendero, un hombre de espeso bigote y prominente barriga, le explicó las normas:

―Son dos rupias por lanza, y no puedes pasar de esa línea ―señaló la raya blanca que había pintada en el suelo―. Si aciertas, esto es para ti ―dijo, sujetando un recipiente de cristal repleto de brillantes y enormes monedas de oro puro que, en teoría, sumaban quinientos denarios―. Suerte ―repuso el hombre, mientras el chico depositaba dos pequeñas monedas de bronce en su regordeta mano, y elegía una lanza.

Respirando hondo, Mandres se concentró en la diana que tenía a poco más de trece baras. Agarró la lanza con firmeza y, con toda la fuerza que sus brazos le permitieron, la arrojó en dirección a la pequeña diana…

…Y la lanza se clavó, aunque bastante más cerca del borde que del centro.

―Vaya… ―exclamó el hombre―. Bueno, por lo menos la has clavado en la diana. ¿Quieres probar otra vez?

―No, no… ―respondió Mandres, dejando probar suerte a Seben.

El tendero explicó otra vez las normas, el joven pagó y eligió su lanza. Mucho más fuerte de lo que lo había hecho Mandres, Seben propulsó la lanza, que voló cortando el aire hasta impactar limpiamente justo en el centro de la diana, y todo el mundo comenzó a gritar y a aplaudir, Mandres más efusivamente que los demás.

―¡Premio! ―exclamó el tendero, agarrando la muñeca de Seben, alzándola en el aire―. ¡Tenemos un ganador! ―todos aplaudieron de nuevo, y el tendero entregó la jarra de cristal llena de dinero al sonriente Seben―. Enhorabuena, muchacho ―le felicitó el tendero estrechándole la mano con fuerza―, la última vez que alguien se llevó el premio fue hace más de cuatro lunas. Enhorabuena ―repitió.

―Toma ―dijo Seben, vaciando la mitad del premio en una bolsa de tela, entregándosela a Mandres.

―No; es tuyo, lo has ganado tú, no yo ―repuso Mandres, rechazando el dinero.

―Sí, lo he ganado yo, pero tú casi lo ganas.

―Bueno, pero tú has ganado y yo no: el premio es tuyo.

―Y como es mío yo decido lo que hago con él, y decido darte la mitad a ti, y tú no puedes negarte, ¿está claro?

Finalmente, Mandres tuvo que aceptar los 250 denarios que Seben le estaba entregando, y los guardó en el bolsillo interior de su capa.

Muy contentos, Seben con su jarra de dinero firmemente sujeta entre las manos, y Mandres con su bolsa bien escondida, se dirigieron de vuelta a la Casa. Al pasar por delante del puesto de animales, Seben se detuvo.

―Te doy sesenta denarios por ese jerbo ―dijo al dueño, que le miró atentamente.

―Setenta.

―No; sesenta o nada ―se mantuvo Seben.

―Está bien ―accedió el tendero tras cavilar unos instantes.

Seben abrió la jarra y sacó los sesenta denarios del dueño de los animales. El hombre las contó con cuidado y, al estar seguro de que no faltaba ni un denario, metió al diminuto jerbo en una caja de madera con agujeros para que la criatura pudiese respirar y se la entregó a Seben, que se la dio a Mandres.

―¡Gracias! ―exclamó Mandres, radiante, y abrazó torpemente a su amigo―. ¡Gracias! Pero podría haberlo pagado yo con el dinero que me has dado ―repuso, serio.

―No hace falta que me des las gracias ―replicó Seben, sonriendo, ignorando lo que Mandres había dicho sobre el dinero―. Mi cumpleaños es dentro de poco, así que…

―Y tendrás un muy buen regalo, no tengas la menor duda ―aseguró Mandres, contento, con su hermoso jerbo entre las manos.

Mandres construyó una pequeña jaula para su jerbo, al que decidió llamar Seb en honor a Seben. El pequeño Seb daba saltitos de un lado a otro en su nueva casa, y parecía bastante contento. Mandres se aseguró de proporcionarle suficiente comida y agua, y luego se fue a dormir.

Soñó con Seben.

Soñó que hacían el amor, Mandres con la espalda sobre la cama, y las piernas apoyadas en los hombros de Seben mientras éste le penetraba dulcemente. Se miraban fijamente a los ojos durante todo el tiempo, y Mandres gemía cada vez que Seben ingresaba en su cuerpo.

Seben se inclinó hacia adelante, sin dejar de penetrar a Mandres, y se besaron, a medida que las penetraciones se iban volviendo más intensas y veloces. Las manos de Mandres sujetaban con firmeza los tersos glúteos de Seben, impidiendo que las penetraciones terminasen, mientras le besaba en los labios con ansia.

Finalmente, el sueño terminó con Seben eyaculando dentro de Mandres, que sentía cómo el caliente esperma de su amigo fluía libremente en sus entrañas. Tras eso, el joven despertó con una terrible erección, y tuvo que masturbarse con fuerza, sintiendo un confortable hormigueo cuando llegó al orgasmo, y se volvió a dormir.

Espero que os guste la historia, y me perdonéis si, de momento, es algo "lenta". No tardará en tener acción y aventuras, lo prometo.

Si no hay ningún imprevisto (y no tendría por qué haberlo), el siguiente capítulo lo publicaré entre el 30 de enero y el 2 de febrero.