La gata, mi gata.
Su piel de ébano vivo brillaba por el contraluz. La diferencia de aquella gata con una lupa de antaño es que ella no aullaba a los transeúntes, maullaba. Y me maullaba a mí, su arriero aristarco.
Ella era una gata, grandota diría yo, una gata grandota meneándose como una lupa en la ventana. Su piel de ébano vivo brillaba por el contraluz. La diferencia de aquella gata con una lupa de antaño es que ella no aullaba a los transeúntes, maullaba. Y me maullaba a mí, su arriero aristarco. Así fuese efímera la cosa yo sería su señor. Afuera, por ahí en la ventana si bajabas la vista estaba Sábana Grande, y dentro, aquí, encima del colchón del hotel, pegado a mí estaba un tal señor que yo aún ni conocía pero en el que me tenía que convertir para satisfacer a la gata que me había afanado. Todo era una gran mentira.
Las transacciones humanas ciertas veces se tornan sencillas, das un par de retazos rectangulares de papel moneda y recibes el preciado cuadrado relleno de cilindros a los que puedes sacarles bocanadas de humo, en eso se iba mi día. Fumar, fumar y pensar como diría el maestro Atahualpa en sus canciones, era plena época de sequía y el calor era insoportable en la ciudad. Recién salido de la educación media había fallado mi examen de ingreso a la universidad, no había mucho que hacer, estar en casa encerrado con el recuerdo inminente del fracaso y la necesidad de esperar un año completo para volverlo a intentar, o salir a hacer aros con el humo y ver a la gente, que como uno, llevaba su propio desdén a cuestas. En realidad no había nadie más para culpar que a mí mismo, no había estudiado para la admisión porque estaba muy ocupado empujando mi lengua hasta la epiglotis de mi novia del bachillerato. Pero vamos, sé honesto. ¿Prefieres a una linda chica con las tetas paraditas que no usa sujetador a propósito cuando sale contigo o un libro lleno de problemas de límites por resolver?
Terminó tumultuosamente, como todo amor juvenil, y me dejó destrozado. Destrozado porque no entré en la universidad por hacerle caso a mis erecciones, y porque además la muy puta se fue con un tipo de una camionetota. Y yo, yo aún tenía que agarrar cuatro estaciones de metro y un trasbordo para llegar a casa, yo a pie. Dándome coñazos en el metro, y ella, mostrándole las tetas a un cabrón universitario de la católica, en su camionetota con aire acondicionado rodando duro por la avenida Francisco Fajardo. Seguro la debía tener pequeña el muy cabrón, pensaba para consolarme mientras sentía el cándido ardor de la gente a mí alrededor en el maldito metro.
Pero nada de eso importaba, ¿y saben por qué? Yo era un tipo, un tipo que caminaba y que no necesitaba de una camionetota. Porque yo caminaba y fumaba, y soltaba mi vaho en la cara de la gente. Caminaba por el Boulevard de punta a punta con la quijada hacia arriba y el ceño fruncido, el Boulevard era mi zona, coño, sí hasta el mocho me saludaba, sí, Perdomo, un mocho que hacía de los cigarros su mercancía y desde el suelo se ganaba el sustento, él sabía que yo era un usual, sabía que yo era un entendido. Un ilustrado del boulevard, y en el fondo, creo que todos los demás que me veían allí con mi terrible ceño también lo sabían, cuando hacía aros con el humo, claro que lo sabían.
La gata, mi gata. La conocí por casualidad mientras estaba siendo un tipo, cuando en realidad no era casualidad. Vivía para acecharla. La veía siempre en la Librería del Sur del Boulevard, trabajaba allí. La dependienta de un trabajo estatal. Entraba de vez en cuando a ver los libros a precio de gallina flaca, pero terminaba más viéndola a ella que a las páginas selectas. Primero, porque ni tenía plata pa’ comprar los libros, aún a los precios risibles que allí se estilaban no me alcanzaba para uno, ya tenía suficiente deuda para con mis cigarros y la tercio de la tardecita, y segundo, porque podía jurar que esperaba a que yo me apareciese por aquella tienda para tener que arreglar los libros de la sección superior. Tenía que encaramarse a una escalerita en mal estado que dejaba su culo en pompa. Me gustaba imaginármela como una gata, una gatita desobediente, meneando la colita para su amo. Subiéndose a la escalerita para provocarme, para arreglar los libritos traídos de no sé dónde, de no sé qué, a dólar preferencial. A mí no me importaban esos libros traídos de no sé dónde, ni que los hubiesen traído a dólar preferencial, que se lo marcasen bien grande en las tapas, cultura pa’l pueblo, a mi lo que me interesaba era esa colita que parecía querer inducirme a que me acercase a ella y la apretase suavecito, y luego la nalguease, pero también suavecito, porque estábamos en un negocio, y un negocio estatal además. Pero ella sólo parecía interesada en los libritos con las marcas en las tapas y me hablaba que sí de este libro, que si de aquel, que si nunca me convencía ningún libro. Que si quería una postal de Fidel. Así que guardaba mi rencor hacia esa puta gata provocadora para cuando estuviésemos en privado, sí, le escocería la colita a mi gata luego con unas nalgadas mancillantes, cuando estuviésemos en privado sabría quien es su macho y no podría ocultarse tras sus libritos y como gata en celo tendría que aceptar su castigo por provocarme durante todo este tiempo en el que no se sabía mía. Decían que la Librería era un logro de la revolución, pero esas son tonterías, mi gatita era un verdadero logro de la revolución. Dicen que antes, en los gobiernos anteriores, la gente comía perrarina. Yo no creo mucho en eso, pero pueden apostar que a mi gatita si la pondría a comer gatarina, aunque a los gatos les gusta más la perrarina que la gatarina. Yo sí la pondría a comer arrodillada a mis pies, con su collarcito de gatita malcriada. Su cascabel y una cadena, una cadenita más bien finita, con adornos de tela en rosado por los bordes, que empezase en su cuello y terminase en mi mano.
Estaba yo medio perdido, porque tu sabes cuando tienes bastante tiempo sin fumar, bueno, con bastante tiempo me refiero a unas cuantas horas. Y te fumas el primer cigarro para romper ese tiempo sin nicotina, primero llega ese bouquet amarguito en la boca y luego sientes la tembladera, el mareadito que te da, al menos yo siento que no coordino bien, así que me encontraba allí, como un pasmarote en la esquina del Boulevard, a dos pasos del stand callejero de Perdomo, el carajo de los cigarros. Él se hizo pana mío un día que llevaba mi tablero de ajedrez, me dijo que si yo jugaba y nos echamos unas ahí: 3-1-2, nada mal pa’ ser un vendedor ambulante. Siempre le compraba cigarros, me los vendía a precio viejo aún, con eso les digo todo, cuando no tenía plata yo le decía: Perdomo, dame una caja ahí viejo, que la vaina ta’ dura, la vieja no afloja las lochas. Y él se reía y me decía que era una vaina seria mientras se estiraba en el suelo y luego de eso me miraba fijo, siempre lo hacía, como sopesándome, y me lanzaba la caja de cilindros de humo mientras decía por lo bajo: No me vayas a quedar mal carajito. Y yo nunca le quedaba mal, porque uno puede ser un gamín, pero honrado ante todo.
Estaba allí, perdido, viendo pasar rabos de nubes con un rabo de nube en la boca. Conocen esta canción de Silvio Rodríguez, en la que habla de rabos de nubes, al final todo en la vida gira alrededor de rabos de nubes, rabos de nubes en el cielo, rabo de nubes como alegoría para el trasero de los cigarros en la caja de Marlboro Gold y rabos de nubes eran las retaguardias de las gatas que caminaban por el Boulevard, me gustaba la diversidad de los rabos de nubes de aquellas gatitas, podías ver a una señora empresaria con un movimiento violento, zarandeándose de lado a lado como golpes rotundos de mazas, sabiéndose admirada y deseada. Así mismo, podías ver a carajitas camisa azul con pasitos lentos y sus suetercitos anchos. Rabos de nubes en todos lados, y allí estaba yo, para admirar. Admirando me consiguió ella a mí, yo, intentando disimular mi asquerosa sentimentalidad con una pose de un hombre estoico, el hombre Marlboro. Como un James Dean criollo en esta asquerosa película que me había tocado interpretar. Mi gata me dijo que no tenía plata y que estaba crisiada por un cigarro, que se llamaba Andreina y que había salido de su turno en la librería. Claro que te doy un cigarro mi amor, todos los que quieras. Pero tú sabes que el dicho que dice “favor con favor se paga” resonaba en mi mente mientras la imaginaba meneando su culito en círculos para mí, ella subió su mano a la altura de mi mirada y la movió de lado a lado. Me había quedado congelado. Sentía un tapón en la garganta que bajaba hasta mi estómago. En silencio absoluto saqué la caja de mi pantalón y se la ofrecí. Me lanzó una sonrisa fugaz. Aquella negra me iba a llevar a la locura, fuaaaaa, le di un jalón a ese cigarro como si no hubiese un mañana, fruncí el ceño, solté la nube de humo más grande que hubiese aspirado nunca. Casi me voy en vómito, pero qué va, un tipo como yo no vomita por una nimiedad como aquella. Le dije que me llamaba Antonio y que podía tomar todos los que quisiese. Tomó uno con sus dedos refinados, deditos refinados de gatita. Deditos refinados que imaginaba recorriendo mi cuello, mi pecho, mis caderas. Apretando a su macho. Pero por ahora sólo apretaban un rabo de nube, y yo deseando apretar el suyo. Al final que me pidió mi cigarro para darle lumbre al suyo, pero yo no solté mi cigarro. Más bien cuando la vi con el cigarro ya en la boca le acerqué mi cigarro encendido, ni en Casablanca sucedió algo tan sensual como aquello. Me sonrió antes de dar su primer jalón y fuaaaa, luego suspiró aliviada hacia mí.
Ella miraba a los lados, apartaba su mirada de mí, la dirigía hacia el fondo de la calle, botaba el humo hacia las ventanas de los edificios que conformaban el Boulevard y bajaba la quijada hasta darme miraditas fugaces, tan sólo para volverse a perder en su ritual de ver cualquier vaina menos a mí. Girate hacia mí, mi amor, que yo te doy todos los cigarros y amor que necesites. Te doy cigarros, amor, mordiditas, nalgadas y te digo maldita puta al oído mientras te clavo mi güevo hasta el mismísimo corazón de ser necesario. El tapón no me dejó decirle nada, ni un adiós. Me dio las gracias y se fue, la vi alejarse por el Boulevard, y podía jurar que cuando ya iba a escaparse de mi visión, se volteó para sonreírme.
Así empezó nuestro juego, iba a buscarla todos los días cuando su turno terminaba, nos fumábamos unos cilindros de humo, yo apreciaba su rabo de nube de manera no muy notoria y ella se dejaba acompañar haciéndose la vista gorda de mis miradas. Llegábamos hasta la entrada de la estación de metro en un abrir y cerrar de ojos. Me contaba que trabajaba para ayudar en su casa y pagarse los estudios, que vivía en Antimano y que desde siempre había querido estudiar Idiomas Modernos, me hablaba de su especialización en francés y de cómo su último novio la traicionó. Yo le contaba de mi fracaso en la prueba de admisión y de mi interés en el nihilismo. Su concepción eudemonista de la vida me sacaba de quicio, pero su cinturita meneándose lo compensaba todo. Haciéndome el francés recitaba “Je suis perdu” cuando se montaba en el metro y me dejaba sólo en la estación, ella me sacaba cuatro años. Yo le sacaba suspiros cuando le hablaba de la traducción de Poe al francés por Baudelaire.
Yo no era un tipo, era un muchacho, que corría con todo para ser tipo de una buena vez.
Una tarde mi gata, qué gata más sinvergüenza, esgrimió a mi inesperado semblante que esta noche no quería dormir sola.
En una esquina del callejón de la puñalada entramos a un hotel, hotel de mala muerte, hotel de cristal. Hotel frente a un grafiti de Alí Primera, hotel que aún tenía en la pared una placa del Ministerio de Fomento. Esa placa seguro existía desde antes que yo, incluso más que mi gata. A ella no le importó mucho la placa, ni tener que esquivar a una sexoservidora quejándose con el carajo del vestíbulo. Ella se restregaba contra mí y me halaba para que subiésemos las escaleras, podía jurar que estaba ronroneando para mí, y yo sentía que el tapón no iba a salirse nunca más del fondo de mi estómago. Tiró su peso contra mí cuando estuvimos en la puerta, me besaba como si ardiese por dentro, yo apretaba sus nalgas de manera cruel haciéndola chillar. A penas me dejó abrir la puerta por estar dando lametones en mi cuello…