La gata coja
Una mañana la situación se puso seria, y no teníamos ya ni que empeñar, y era preciso comer aquel día. Pensando y meditando, ocurriósele a la Pepa vender una silla que el vecino de al lado nos prestó para que tuviéramos en qué sentarnos. La idea no era mala, y yo me comprometí a salir del paso.
LA GATA COJA
¿Me quiere usted contar --le dije a Delfina porqué cuida tanto a esa pobre gatita coja?
-Es una historia -me contestó riendo que le voy a referir a usted, aunque no es larga ni divertida.
Habíamos vuelto de Sevilla la Pepa y yo; la empresa que nos llevaba tronó a pocos días de estar allí. Eso sí, llevábamos una bonita contrata: siete pesetas, viajes pagados y un beneficio libre para el coro de señoras. El empresario era hombre de mucho empeño pero de pocos recursos. Hará cosa de tres años. Era el verano, y esperábamos pasarlo bueno, y sacando alguna ventaja, recorriendo las provincias.
Llevábamos un buen repertorio: De Getafe al Paraíso, La canción de la Lola, Los bandos de Villafrita, La Gran Vía. . . , vamos, la mar. Pero como decía, y decía muy bien el empresario, la empresa pone y el público dispone. Y porque la tiple no era bonita y desafinaba, o porque el barba era tartamudo, o porque la característica bizqueaba del ojo derecho, por lo que Dios sabe, ello es que la compañía no cayó bien en Sevilla, y desde la primera representación el público empezó a meterse con nosotras, con el pretexto de que el tenor había metido la pata adelantándose a cantar cuando no le tocaba. En las primeras representaciones era un pateo que no había pieza que no reventaran; ya después no tanto, porque, como no había ni tres duros en la taquilla, tampoco había quien se metiera con nosotras. No hubo remedio; la empresa no nos pagó, y nos contentamos con que nos dieran un billete de tercera en el tren mixto para volver a Madrid, y con esos, y cinco duros que tenía la Pepa, y cuatro que yo había ahorrado, llegamos aquí, alquilamos un cuartito comenzamos a buscar ajuste; pero ¡ quiá! Como el verano estaba tan adelantado, todos los teatros tenían más gente que querían: ni en Felipe, ni en Recoletos, ni en el Príncipe Alfonso, ni en el Tívoli, que se había estrenado en esos días, pudimos encontrar colocación, y los nueve duros se habían acabado, y los equipajes desfilaban para la casa de empeños, y las papeletas abultaban más que el borrador de una comedia.
Se me había olvidado decir a usted que, al tomar el cuarto, nos encontramos con esa gatita, flaca y muerta de hambre; pero tan mona y tan cariñosa, que, como decía la Pepa, debíamos conservarla para que Dios nos ayudara; y el pobre animalito realmente tenía sangre ligera, porque comía con el mismo gusto el bacalao con patatas que nos sobraba del almuerzo, que las migajas de la libreta del desayuno, y hasta me parece que ella fue la que se comió un guante de cabritilla de la Pepa, que no pudimos encontrar.
Nos levantábamos muy tarde (después de las doce), y nos acostábamos muy temprano para no tener que hacer más de una comida; el dinero nos faltaba, pero el buen humor no llegaba a abandonarnos, y todas aquellas cosas nos acusaban risa, porque, eso sí, tomarlo a lo serio era tocar a suicidarse.
Una mañana la situación se puso seria, y no teníamos ya ni que empeñar, y era preciso comer aquel día. Pensando y meditando, ocurriósele a la Pepa vender una silla que el vecino de al lado nos prestó para que tuviéramos en qué sentarnos. La idea no era mala, y yo me comprometí a salir del paso.
Afortunadamente el vecino no estaba, porque era conductor de tranvías y no llegaba hasta la noche. Abrí la puerta, y me cercioré de que la escalera estaba sola: tomé la silla, bajé a escape, y no paré hasta la casa de un vendedor de muebles viejos, que me dio por ella dos pesetas. En seguida, a la compra; pan, vino, carbón y dos chuletas que me bailaban en la mano.
¡Con qué gusto me recibió la Pepa! Puse la compra sobre el brasero y entré a quitarme el mantón y lavarme las manos, contando a la Pepa toda mi correría. Pero todos los males vienen por la lengua; nos pusimos a hablar como si no tuviéramos hambre, y al volver a la cocina, excuso decirle a usted lo que sentí ayer a la gatita comiéndose el último pedazo de las chuletas: sólo le digo que tan soberbio fue el golpe que di al infeliz animal, que desde entonces se quedó coja la pobrecita.
Vicente Riva Palacio.