La fuerza destructora de un desafío autocumplido

Ella es la mujer de su compañero de trabajo. Una centroamericana de sangre caliente. Cada día visita a su marido en el despacho dos veces, menos los miércoles, porque es el día en que éste juega al paddle con sus amigos. ¿Qué hace pues a las 20 cuando falta nada para cerrar el despacho?

Ella es la mujer de su compañero de trabajo. Una centroamericana de sangre caliente. Cada día visita a su marido en el despacho dos veces, menos los miércoles, porque es el día en que éste juega al paddle con sus amigos. ¿Qué hace pues a las 20 cuando falta nada para cerrar el despacho?

Gines estaba aún adentro acabando un trabajo urgente y se extrañó de verla entrar justo ese día, como siempre con su bicicleta.

– Fran no está – le advirtió a modo de saludo.

– Lo sé, vengo a por ti – le respondió mientras aparcaba la bici en un costado del local

Esa joven que parece una niña retraída se acerca con sigilo felino al hombre que como un muelle se pone de pie ante el avance. Pudo ver la piel cobriza satinada por el sudor, oler su perfume a coco y estudiar en un repaso visual la fisonomía femenina que tenía plantada ya delante suyo a menos de un palmo. Muslos firmes, glúteos prominentes, vientre plano, sin huella alguna de haber parido hace cuatro años. Ojos y labios desafiantes. ¿Qué demonios querría ésta ahora?

– Hace tiempo que te observo, tu pantalón encierra un tesoro y quiero piratearlo. Hoy vengo a buscarte porque estoy harta de mojarme mañanas, tardes y noches con el recuerdo de tu visión, te necesito en medio de mí, adentro de mí, tengo urgencia de tus dedos en mi concha y de tu perversión al sodomizarme. Deliro con sentir tu pija creciendo con cada embestida. Quiero saciar mis deseos y olvidarme de la posición social que tengo a fuerza de trancazos. Quiero que me cojas aquí y ahora, ser el objeto de tus más bajos instintos, sin el menor remordimiento.

Pobre ingenua.

Como respuesta la boca de Ginés se tuerce en una media sonrisa.  Con una velocidad inesperada la toma por la cadera y la aplasta contra sí haciéndole sentir el calor de su entrepierna. Sólo con esa presión la escuchó jadear. Él también hacía tiempo que le tenía ganas.

La giró enérgicamente sobre sí misma y le bajó el pantaloncillo. No llevaba bragas la zorrita. La inclinó hacia adelante y vio asomar los labios vaginales hinchados y viscosos. Decidió tomarse su tiempo para estudiarla mejor y encender aún más la flama. La quería desbordada, al límite del ansia y el deseo de macho. Sería un momento intenso e inolvidable para ella.

La mujer se contorsionaba buscando calmar el tormento que le provocaban las manos del hombre al recorrer su columna, al explorar sus pechos libres. Sus pezones cual pitones se agitaban con la respiración y el roce de la sudadera que los cubría. Oleadas de placer ascendiendo desde el pubis hasta la raíz de su cabellera. Cada caricia de ese ejemplar masculino le hacía arder la carne hasta los huesos, como ningún otro lo había hecho jamás.

Desquiciada le gritó:

– Clávate en mis entrañas, lléname de una puta vez, quiero sentir tu carne abriendo la mía. Me estás matando de necesidad. ¿No eres capaz o qué?

Más tarde se daría cuenta de lo criminal de esa provocación.

Ginés horadó el cuerpo femenino a su antojo, la humedad lo guiaba al interior mientras el estremecimiento de la carne le indicaba con certeza el camino. La inmovilizó con el peso de su cuerpo cuando acusó recibo del tamaño del miembro. Definitivamente era más de lo que la joven había imaginado. La humilló cuando ese coñito presuntuoso no fue capaz de acoger por completo tanta potencia erecta. Ni hablar de apresarlo y bailar al compás de su ritmo.

La escuchó gritar cada vez que su arma emergía y se sumergía en el apretadísimo ano. Olió su miedo al amansarla. Azotó las nalgas de la bestia sedienta que buscaba polla, su polla, la polla de un alfa. Cuánta imprudencia femenina: no sabía lo que pedía. Sació el hambre voraz de esa hembra. La folló sin parar. Sintió ese vientre palpitar una y otra vez con la dureza y el grosor de un pene superlativo. Notó la lava vaginal quemarle los muslos y no se detuvo. La sostuvo cuando sus pieras flaquearon sin dejar de arremeter. Le demostró que es insano, destructivo, irracional pedirle justamente a él, a un animal sexual primitivo, que la saciara. La clase magistral duraba más de media hora y seguía sin pausa con el mismo vigor que el minuto uno.

– ¡Para, por favor, para! – rogó la muchacha.

Inmediatamente cesó la máquina que le taladró el orgullo y la llevó al abismo de los sentidos. Escuchó a sus espaldas el sonido de la cremallera, incapaz de cualquier movimiento, de articular más palabras. Temblando vio a Ginés irse al sanitario ajustándose el cinto mientras seguía asida del escritorio que la mantenía en pie.

Sus ínfulas hechas añicos tomaron la forma de lágrimas. Su ano se hinchó de tanto devorar pene, su vagina altiva le escocía y sus rodillas no le respondían.

Al rato Ginés sale del aseo, con movimientos sosegados apaga su ordenador, se coloca la chaqueta y dirigiéndose a la puerta de salida dice:

–Ya cierras tu cuando te vayas.

A la joven el dolor del placer le nubló la mente y no atinó a decir más.